Al fin tomó una decisión. Había que darse prisa. Descolgó también el cadáver de la granjera y le quitó la ropa. Cocinó toda la carne de perro que pudo y la guardó en un fardo que hizo con el vestido de la mujer. Después, con una de las sogas de los ahorcados, compuso un haz con la leña que había junto a la chimenea y lo transportó todo a un grupo de árboles distantes de la granja, donde había unos matorrales que permitían ocultarse. Hizo otro viaje para llevar a su refugio toda el agua que pudo en un cántaro roto que halló junto al pozo. El viento persistía, pero no amenazaba lluvia. Sus ropas estaban secas; antes de partir rezó de nuevo frente a los cadáveres de las mujeres tendidos en el suelo del pajar y los de los hombres aún colgando.
—Gracias por este último favor —le dijo a su criada.
Se tiznó con cenizas el rostro para disimular su blancura y aparentar ojeras, y cargó con el niño hasta su nuevo refugio. Tarde o temprano alguien se acercaría a la granja y descubriría las huellas de su paso. Confiaba en que la distancia impidiera que los descubrieran si Roger lloraba. Pasó la noche dormitando los ratos que el chiquillo también lo hacía. Tampoco podían quedarse allí, y a la mañana siguiente, después de comer la carne que quedaba, emprendió el camino a la ciudad. Cargaba con Roger en una mochila confeccionada con los vestidos de las mujeres y con el hato de leña. Dejaba escondidas sus ropas entre los matorrales y vestía como una campesina.
—¿Quién eres y a qué vienes a la ciudad, mujer? —la interrogó un soldado a las puertas de Brindisi.
—Me llamo Margarita di Fiore y traigo este hato de leña que me ha encargado don Antonio di Murano. —Trataba de imitar la forma de hablar de sus criadas.
No podía usar ni su apellido familiar ni el de su esposo, Blume. En alemán significaba «flor», y Blanca lo había traducido al italiano para pasar desapercibida. Antonio di Murano era un importante mercader veneciano que llevaba años instalado en Brindisi. Blanca estaba segura de que el cambio de régimen no le habría afectado. Supo sobrevivir con éxito a todos los anteriores. Antonio les debía favores, tanto a Ricardo como a Pascale, hizo grandes negocios gracias a ellos y frecuentaba su casa. Era un tipo afable y obsequioso que le caía bien y que había mostrado su afecto a los Coppola. Era el único de sus amigos que quedaría en la ciudad y del que se podía fiar. Él sabría qué hacer y la iba a ayudar a reunirse con su familia.
—No creo que te lo encargara don Antonio. ¿No sería su mayordomo? —inquirió desconfiado el soldado.
—Don Antonio —afirmó ella tajante—. En persona.
El soldado la observó de la cabeza a los pies. Blanca se esforzó en aparentar tranquilidad. Rezaba para que no la reconociera, ella había sido la primera dama de Brindisi después de que muriera su madre. A pesar del tizne, no podía disimular sus intensos ojos verdes ni sus facciones regulares. Cubría su hermosa melena azabache con la toca y, aunque la ropa le iba un poco ancha, pudo ver que al soldado le gustaba su figura.
—¡Déjala pasar! —intervino un oficial—. No quiero disgustar a don Antonio.
El hombre sonrió y le guiñó un ojo al soldado. Ambos pensaron lo mismo.
—¡Pasa, mujer! —le dijo el soldado acompañando la orden con una palmada en el trasero de Blanca para después demorar su mano allí.
Ella no protestó y se apresuró a entrar en la ciudad con Roger y su carga.
—¿Quién sois y qué queréis? —quiso saber Antonio cuando la llevaron a su presencia—. Yo no os he encargado nada.
Blanca había soltado la leña, pero no a Roger. Se encontraban en el comercio del veneciano; los mozos entraban y salían con sacos y baúles. Varios hombres lujosamente vestidos discutían en francés, aquí y allí, con documentos en las manos. Y otros anotaban las transacciones con plumas de ganso.
—Os suplico hablar en privado —dijo ella bajando la voz y mirándolo con intensidad.
Era un hombre rollizo que había superado los treinta años, iba envuelto en sedas y cubría su calvicie con un gorro bordado a juego con un vestido que no disimulaba su panza. Él la miró extrañado. Después arqueó las cejas.
—¡Válgame Dios! —exclamó—. ¡Ya recuerdo! ¡Claro que encargué esa leña! ¡Qué memoria! Me preocupa. Cada vez la pierdo más.
Y le dedicó una cálida sonrisa que mostró una hermosa dentadura. Blanca se sintió aliviada.
—Pasad por aquí, por favor.
La condujo a una habitación iluminada por una ventana que daba al patio interior.
—¿Sois vos? —inquirió—. ¿Sois ma donna Blanca von Blume?
Hincó una rodilla al suelo solicitando sus manos para besarlas. Blanca dejó a Roger en el pavimento para concedérselas.
—Soy yo. Incorporaos, por favor.
—Y este será el pequeño Roger, ¿verdad?
—Así es. Y he venido a suplicar vuestra ayuda.
—La tendréis —afirmó Antonio—. Les debo mucho a vuestro hermano y a vuestro esposo. Pero contadme, ¿qué ha ocurrido?
Blanca le relató su odisea.
—Está bien lo del cambio de nombre, pero sois muy conocida y os tendréis que ocultar. Hasta que el ansia de venganza de los vencedores se calme.
—Estamos en vuestras manos... Pero mi deseo es reunirme con mi familia en Corfú.
—Os ayudaré en todo lo que pueda, todo irá bien, no os preocupéis.
Antonio di Murano acomodó a madre e hijo en una humilde casa de solo una habitación. Era grande y tenía cocina, comedor y dormitorio. En la parte trasera había un patio con una caseta y la letrina. Era uno de tantos hogares abandonados por los gibelinos huidos. Una mujer les llevaba comida y el comerciante la visitaba casi a diario para darle noticias. Blanca se felicitaba. No era la cobarde y apocada que creía. Frente a una situación crítica, donde se jugaba la vida de su hijo, había sabido reaccionar con valor y audacia.
—Vuestro hermano y familia han desembarcado sanos y salvos en Corfú —le dijo Antonio diez días después de su llegada con una de sus cálidas sonrisas—. Planean incorporarse a los rebeldes que resisten en la isla de Sicilia.
—¡Gracias, Dios mío! —exclamó aliviada—. Hacedle saber que estamos bien.
—Lo haré. No lo dudéis.
Blanca se había recuperado y, a pesar de su encierro y de la tristeza, volvía, de forma natural, a lucir el esplendor de sus diecinueve años. Antonio la contemplaba embelesado. Ella juntó las manos para pedirle:
—¿Podríais embarcarnos en una de vuestras naves y llevarnos a Corfú? ¡Os lo ruego!
El comerciante se mantuvo silencioso unos instantes.
—Es peligroso, señora.
—Si los engañé al entrar, los engañaré al salir. Y más en una nave vuestra. Nadie sospecha de vos.
—Porque soy fiel.
—Pues sedlo con los Coppola por última vez. Cuando mi hermano recupere Brindisi os lo devolverá con creces.
—No lo haré por vuestro hermano, señora. Ni por todo lo que él me pueda dar. Sino por vos.
—¿Por mí?
—Por vos, señora. —Antonio hincó la rodilla y buscó las manos de Blanca.
Esta, después de dudarlo, se las entregó para que las besara.
—Cada vez que vuestro marido me invitaba a vuestra casa o cada vez que os veía por la calle, mi corazón daba un vuelco —continuó—. No ha habido, no hay ni habrá en Brindisi una dama más hermosa que vos. Ni con mayor encanto. Os veía pasar, altiva, lejana, con un estilo y una elegancia fuera de este mundo. ¡Tanta clase ha de venir del cielo! Estaba, y estoy, hechizado por vuestra mirada, por vuestro andar, por vuestra sonrisa... Concededme el honor de ser vuestro caballero. Y arriesgaré mi vida, si hace falta, para haceros llegar a vos y a vuestro hijo sanos y salvos, a Corfú o a Epiro.
Blanca le sonrió aliviada y feliz. Aquella devoción por parte del veneciano la incomodaba, pero de ninguna forma podía desairar a su protector. Dependía de él y de su benevolencia.
—Concedido. Pero hacedlo lo antes posible.
—Os lo prometo.