Prólogo
Instrucciones para desactivar a los Señores S.A.

Pasa una cosa al leer a Martine Delvaux: en el cerebro se dispara una plácida vibración por sincronía intelectual, un estado de conexión mental —fantástico, pero poco habitual— en el que, en ese toparse con el pensamiento de otra, se vislumbra que aquella a la que se está empezando a conocer también reflexionó o escribió prácticamente sobre lo mismo, pero desde otro origen, contexto y lugar. Como cuando Bioy Casares y Julio Cortázar publicaron el mismo cuento casi a la vez sin saberlo.1Leer a Delvaux es sentirse un poco menos sola, encontrarse con lo que la académica Sara Ahmed apuntó al definir a la «feminista aguafiestas»: con una aliada que, lejos de intentar encajar, se niega «a seguir la corriente», a «ocupar el lugar en el que se nos ubica»;2con una escritora que ha dejado de ver al sistema como nos enseñaron a verlo porque, como la misma Delvaux afirma más adelante, «me niego a arrodillarme, a rendirme, a permanecer muda» frente a esta organización del mundo.

Los boys club no es un ejercicio de odio. Más que amenazar, lo que esta autora canadiense ha hecho con este ensayo es activar una sofisticada señal de alarma. No debería considerarse como un acto de misandria atreverse a preguntar —y, lo más importante, investigar a través de estadísticas, estudios y discursos culturales— qué tipo de relación y rituales establecen (determinados)3hombres entre sí para preservar su poder y arrinconar al resto. Y, por supuesto, Los boys club no es lo que los reaccionarios señalarán como un nuevo ejercicio de histeria feminista; aunque apuesto mi brazo izquierdo (y ese es el bueno y al que tengo más aprecio) a que así lo etiquetarán los creadores de opinión de nuestra machosfera, esos que neutralizan el terrorismo incel y la violencia de género alegando que son unos pobres chavales incomprendidos, «tíos incapaces de ligar».4

No se equivoquen. Delvaux, amenazada de muerte y de ser violada por una jauría de hombres en la red por su obra, ha publicado un documentado manual de instrucciones para saber llamar a las cosas por su nombre. Este texto clarividente permite contemplar la raíz que sigue pudriendo nuestra radiografía social y facilitar la toma de conciencia sobre cómo funciona la mecánica de la dominación masculina, con qué se sostiene el engranaje del patriarcado y por qué debemos denunciar la masculinidad como norma y el poder que todavía ejercen esos (determinados) hombres unidos.

CONTRA LOS BUENOS TÍOS

Creo que la lectura de Los boys club puede inducir a fuertes episodios de sincronía intelectual. En mi caso, la experimenté antes, incluso, de tener este texto entre mis manos. Lo intuía el siempre sagaz editor de Península, Oriol Alcorta, cuando me contactó al poco rato de publicar «Las putas y los buenos tíos del Elías Ahuja», una columna de opinión que escribí para El País, el diario que paga mi salario, en octubre de 2022. «Tengo una autora que piensa como tú, que está en sintonía con lo que has escrito. Te interesa leerla», me dijo al teléfono. No se equivocaba.

Aquel texto que escribí, algo desordenado y caótico por nacer desde la urgencia que da la rabia transformadora,5pretendía revelar la mugre escondida tras la imagen del buen tío patriarcal. En apenas 600 palabras denunciaba que aquel vídeo en el que se gritaba «¡Putaaas, salid de vuestras madrigueras como conejas, sois unas putas ninfómanas, os prometo que vais a follar todas en la capea!», que aquel aullido que se lanzó desde las ventanas del privilegiado colegio mayor masculino Elías Ahuja y del que fue testigo todo internet,6era una evidencia más de lo normalizada que está la cultura de la violación en la que vivimos enfangadas. Que entre aquellos buenos tíos de manual, entre esos veinteañeros pulcros, de polo planchado y pelo engominado que fantaseaban y amenazaban simbólicamente con una violación colectiva en manada a sus compañeras, amigas y hasta primas del colegio mayor femenino de enfrente, estaban nuestros futuros encargados de Recursos Humanos, los jueces de violencia de género, los políticos que firmarán las leyes de igualdad o los profesores de instituto que impartirán educación sexual. Que en ese ritual de iniciación universitario se encontraban los hombres que decidirán nuestro futuro y regularán los derechos de nuestros cuerpos. 

Sigo convencida de que aquellos 52 segundos contenían la clave de todo este asunto: que este, por mucho que intentemos creer en la libertad de nuestra era, es el mundo de los hombres. No hace falta ni un minuto de nuestro tiempo para entender que ese vídeo es un arma más en la guerra contra las mujeres. Como escribió Catharine MacKinnon (y recoge Delvaux más adelante en estas páginas, siempre sincronizada), en este tipo de actos (y en ese vídeo) no solo se especificaba el sitio que debe ocupar el género femenino —humillado («¡putas!») y sometido a la voluntad del hombre («salid de vuestras madrigueras, conejas, os prometo que vais a follar todas en la capea»)—; en esa amenaza también se mostraba latente la necesidad que tienen los hombres de exhibir su género para los demás hombres, y en su presencia, ser reconocidos por el resto de hombres. Hombres que necesitan la aprobación de hombres para sentirse hombres. Hombres que desprecian y humillan lo femenino porque su deseo y sus gestos están ligados a una perversa homosocialización en la que buscan ser mirados (y admirados) por aquellos que visten, piensan y se peinan como ellos. Hombres que al tocar poder se organizarán para salvaguardarlo y mantenerlo intacto.

Para entender el farol que esconde la carta de los buenos tíos, basta con atender a las cuatro prácticas variables que establece Martine Delvaux al definir qué es el boys club

Y, para ejemplificarlo, basta con remitir a las múltiples referencias, que desde la actualidad informativa al pensamiento académico, pasando por los estudios sociológicos o las múltiples series y películas que aquí se citan, sirven como práctica muleta para combatir la injusticia social que supone vivir en el mundo de esos (determinados) hombres. 

Porque en este libro no solo se apoya en el pensamiento, entre muchas otras mentes, de Marguerite Duras, Simone de Beauvoir, Virginia Woolf, Catharine MacKinnon, Lili Loofbourow, Michel Foucault, Emmanuel Lévinas, Pierre Bourdieu o Heidi Hartamnn (esta última con la mejor definición de patriarcado posible: «Relaciones entre hombres que presentan una base material y que, aun cuando tengan un carácter jerarquizado, establecen o crean interdependencia y solidaridad entre los hombres para que puedan dominar a las mujeres»). En Los boys club la cultura pop de nuestra era cobra especial relevancia. Aquí se reflexiona sobre la supremacía blanca y masculina que denuncian series como The Good Fight —Delvaux cita acertadamente a esa Diane Lockhart tumbada en su cama preguntándose: «¿Qué les pasa a los hombres? ¿Dónde están los auténticos tíos? ¿Por qué tenemos ahora a estos seres retorcidos, con el pelo engominado y apestando a colonia?» —; la epidemia de farsantes trajeados o el power suit como metonimia de lo que encarna el símbolo del hombre codicioso en películas como American Gigolo, Wall Street, American Psycho o la serie Suits; por qué la serie Jessica Jones exhibe mejor que nadie la pegajosa relación que se ha establecido entre la violencia sexual, la intimidación, la masculinidad hegemónica, la misoginia y el Gobierno (y cómo lo gubernamental es un elemento masculino) o por qué miniseries como Patrick Melrose explican a la perfección cómo en los clubes de caballeros como el White’s Club de Londres o Le Siècle de París —esos en los que los buenos hombres beben whisky, fuman puros y toman decisiones cruciales para todas— el poder que importa no es el poder votado, sino el otro.

Y no solo eso. También sirve para saber qué es la mentrification; cómo la caza se ha convertido en una fiesta de pijamas masculina que le da derecho a invadir la naturaleza (y por qué Faulkner estuvo a punto de no recoger su Nobel por irse de pesca); las consecuencias de habernos criado con el principio de la Pitufina en el cine; qué implica que la arquitectura (blanca) esté dominada por hombres (blancos); por qué el 95 % de las personas que se sientan en los bancos de nuestras ciudades para disfrutar de no hacer nada son hombres; qué conecta a las mansiones a lo Xanadú de Ciudadano Kane que han edificado los magnates de nuestro tiempo (desde el complejo Mar-a-Lago de Donald Trump al Xanadú 2.0 de Bill Gates o al Neverland de Michael Jackson) o cómo la brotopia de Silicon Valley ha allanado el camino para que la violencia digital hacia las mujeres haya alcanzado niveles nunca imaginados. 

Para entender la condena que supone vivir en este mundo de boys club basta con tomar como ejemplo La hija del general (1999), la película que Delvaux analiza aquí a propósito del caso real en el que basa la cinta, el del general Joseph Campbell, padre de la capitana Elisabeth Campbell, condenado en un tribunal militar por haber intentado encubrir la violación grupal que había sufrido su hija durante su formación. Una decisión que, según cuenta la película, se tomó para salvaguardar la institución militar a finales de los noventa. Fue leer sobre la historia de ese padre ocultando la violación de su propia hija para salvar a sus hombres y comprender que esa historia fatídica, la de señores encubriendo a otros señores sin plantearse reclamar justicia aun cuando se agrede a su propia prole, está condenada a repetirse en el mundo los Señores S. A. 

Pasó, de forma más sutil pero no por ello poco devastadora, en uno de esos boys club cuando Brett Kavanaugh fue ratificado como juez del Tribunal Supremo de Estados Unidos. Kavanaugh había sido acusado de haber participado en fiestas universitarias en las que se violaba en grupo a chicas drogadas con sedantes. Una de las cuatro mujeres que testificó frente al Senado para acusarle de intento de violación durante sus años de instituto fue Christine Blasey Ford, compañera de clases en aquella época, y actual profesora universitaria en California. Kavanaugh lo negó y Blasey Ford tuvo que mudarse de casa y contratar un equipo de seguridad privada frente a las amenazas que recibió. Cuando Kavanaugh fue ratificado en su cargo, el padre de Christine estrechó cordialmente la mano del padre de Brett, Ed Kavanaugh, en el Burning Tree Club de Bethesda, donde ambos juegan al golf. «Me alegra que hayan ratificado a Brett», le dijo Ralph Blasey, de padre blanco republicano a padre blanco republicano. 

Después de leer este libro, qué poco sorprende aquello que sucediera, en primera instancia, y que fuese, precisamente, en uno de esos sitios en los que nunca importa el poder votado, sino el otro. Como apunta Amia Srinivasan al recordar este caso en su ensayo El derecho al sexo: «La solidaridad que mostró esa gente que conocía a Kavanaugh desde joven —lo que Kavanaugh llama “amistad”— era la solidaridad de los blancos ricos».7Algo que, en otro ejercicio de sincronía, refuerza Delvaux aquí cuando se pregunta: «¿Qué nos espera si una ínfima parte de la población continúa acumulando privilegios y la brecha entre riqueza y pobreza entre boys clubs dominantes y grupos dominados crece cada vez más? ¿Qué futuro cabe esperar?».

Para esto sirve lo que puede leerse más adelante. Para aprender, a fin de cuentas, a detectar el perverso triángulo de misoginia, crueldad y homofobia/racismo/clasismo interiorizado que sostiene al sistema de los boys club. Y atreverse, al fin, a derribarlo para cambiar este mundo hasta hacerlo irreconocible. 

NOELIA RAMÍREZ