Capítulo 2

Siete preguntas que puedes plantearte para responder a (casi) todas las situaciones

Un periodista pregunta a Françoise Dolto:

—¿Ha tenido problemas de educación con sus hijos?

—Sí, todos los niños tienen dificultades para comprender lo que pasa en el mundo, puesto que lo interpretan de forma mágica. Antes de [que mis hijos tuvieran] cinco años, tuve que realizar un trabajo diario para comprender lo que pasaba por la cabeza de un niño.1

La respuesta de esta gran dama de la medicina educativa debería inculcarnos humildad. Françoise Dolto ha escuchado, guiado y ayudado a miles de niños y padres. Tenía una intuición fabulosa, una profunda sabiduría y un gran conocimiento de los mecanismos psíquicos. Y sin embargo, frente a sus hijos tenía más preguntas que respuestas. Cada niño es un individuo único, y nos interroga con su especificidad. Aplicar respuestas sistemáticas en función de reglas educativas predeterminadas significa negar al individuo como sujeto. Plantearse preguntas ante un niño es testimoniar el deseo de responderle de forma individual.

¿Pero cuáles son estas preguntas?

¿CUÁLES SON SUS VIVENCIAS?

Un niño es una persona. Tiene sus propias ideas, emociones, fantasías e imágenes mentales.

Los padres se pueden encontrar desamparados ante la intensidad de los afectos de un niño, pues están a flor de piel. Basta bien poca cosa (según el baremo de un adulto) para que su carita se crispe y estalle en sollozos. La frustración más ligera puede conducir a una ira inmensa.

Su cerebro está madurando y no le proporciona todavía las herramientas mentales que más tarde le permitirán dominar sus emociones. Debido a su edad, aún no sabe formular hipótesis, deducciones lógicas, separarse de su punto de vista, tomar distancia o proyectarse hacia el futuro. Vive en el presente, aquí, y su razonamiento tiene su propia lógica, egocéntrica y mágica. Su pensamiento se denomina prelógico.

El niño es prisionero de la inmediatez de su respuesta emocional, sin mediación del pensamiento para relativizar las cosas o establecer jerarquías entre lo que está en juego. Se siente fácilmente invadido por sus afectos y, en consecuencia, nos necesita para ayudarle a encontrar la salida.

Por otro lado, como es natural, intenta dar un sentido a lo que vive. Lo hace con los medios de que dispone. Organiza e interpreta sus percepciones a su manera, a la luz de las informaciones, a menudo incompletas, a veces deformadas, que posee. Ello puede dar lugar a emociones incomprensibles para los padres.

Arnaud es agresivo, se enfada a menudo «por nada». Sus padres están separados. En su cabeza, se dice: «Si papá se ha ido, es que no me quiere porque soy un niño malo.»

Bénédicte está triste, no participa en clase, no juega con los otros niños. Le cuesta encontrar su lugar. Siente que sobra en todas partes. Sus padres se pelean mucho. Se dice: «Papá y mamá se enfadan por mi culpa, si yo no estuviera allí, no se pelearían. Es culpa mía».

Camille se dice: «Mis padres se han separado por mi culpa. Antes de que yo naciera, estaban enamorados, sería mejor que yo estuviera muerto.» Enfermó de una leucemia gravísima y galopante, que reunió a sus padres junto a su cama de hospital.

Denis teme a los demás. Sus padres no invitan a nadie, salen poco, se encierran en su casa y en su familia. Ante esta situación, el niño tiene la siguiente idea: «El mundo es peligroso, la gente es mala.»

Estas conclusiones forman creencias sobre uno mismo, sobre los padres, sobre la vida. Estas creencias guiarán el comportamiento. Lo que el niño ve, lo que oye, lo que siente, puede crear nudos muy graves en su cabeza. Nudos que pueden herirle más o menos profundamente, o bloquear su evolución en un terreno preciso.

El niño ve el mundo con sus propios ojos. Guardémonos de juzgar sus reacciones. Primero escuchemos. Intentemos identificar cuáles son sus vivencias, cómo asocia las cosas, lo que siente y lo que se dice.

¿Le da miedo un caracol? ¿Qué representa un caracol en su espíritu?

Después de haber aprendido esta actitud de escucha en ocasión de un cursillo, una cliente me refirió su aventura con un niño. Étienne sollozaba, su globo había estallado entre sus manos. Con lo que había aprendido, Sophie prefirió evitar consolarle con excesiva rapidez mediante un «no pasa nada, voy a comprarte otro». Se acercó a él y le preguntó:

—¿Qué era este globo para ti?

Para su intensa sorpresa, el pequeño Étienne levantó los ojos hacia ella y le confió, entre sollozos:

—¡Todo se muere! Mi abuelito se murió la semana pasada.

Y nosotros, los adultos, consideramos que la pérdida de un globo no es grave. Si hubiera minimizado, banalizado, como hacemos tan a menudo sin pensar, Sophie no se habría dado cuenta de esta enorme sensación de desamparo. Simplemente porque quiso escuchar, Étienne pudo ser oído en su tristeza.

Como es obvio, no todos los niños que ven cómo explota su globo entre sus manos acaban de perder a un abuelo. Pero ello no significa que la cuestión no pueda plantearse desde un punto de vista metafísico. Los padres sólo ven el globo, y las pocas pesetillas que cuesta. El niño tenía entre sus manos un globo y, de repente, sólo le queda un trocito de goma minúscula entre los dedos. La transformación es, cuanto menos, sorprendente. Por otra parte, plantea el problema del poder del niño y de una eventual culpabilidad, sobre todo si los padres añaden: «¿Lo ves?, ¡te había dicho que fueras con cuidado!»

No medimos lo que pasa en el espíritu de un niño. Procuremos no minimizar lo que siente. Un detalle que se nos escapa puede revestir la mayor importancia para él.

¿Cómo escucharle y ayudarle a deshacer semejantes nudos afectivos?

Siempre debemos dejar que exprese su emoción, acompañar la descarga de lloros, gritos, temblores, sin intentar calmarle. Llorar, gritar, temblar, son sus maneras de expresar su sufrimiento, de liberar sus tensiones, de recuperarse. Confía en sus capacidades. Sabe lo que es bueno para él. Si sabes estar presente, escuchar, acompañar las lágrimas, después de la explosión vendrá la relajación, la confianza, el bienestar corporal.

Un bebé llora porque tiene una necesidad o porque intenta decir algo. Asegúrate en primer lugar de que ha satisfecho sus necesidades. Si sigue llorando, simplemente escúchale. Te confía sus tensiones. Tal vez te expresa el miedo que ha tenido durante el parto, lo enfadado que está porque no estuvieras ahí cuando le tocaba mamar... Tal vez expresa su angustia por no sentirse aceptado por papá... Acaso dice que sufre a causa de la tensión familiar debida a la muerte del abuelo... Siente multitud de cosas. Para no quedárselas dentro, necesita llorarlas.

Cuando es un poco mayor y es capaz de hablar, escucha siempre sus emociones con prioridad y tómatelas en serio. No le preguntes «porqué» llora. Intentará darte una explicación racional, a veces alejada de su dificultad. Es mejor que le acompañes en lo que experimenta y le preguntes: «¿Qué pasa?» o «¿Qué te pone tan triste?», o incluso «¿De qué tienes miedo?»

Su razonamiento puede parecer ilógico para un adulto, de hecho es prelógico, pero él cree a pies juntillas en lo que dice. Si le acompañas en los meandros de sus pensamientos podrás ayudarle, le proporcionarás la información que le falta, iluminarás la situación desde otro punto de vista.

Juliette está en la guardería. Es el chivo expiatorio de la clase. ¿Qué ha podido pasar para que los otros niños se muestren tan agresivos con ella y la desprecien tanto? No sirve de nada pedirles que sean más buenos con ella. Un comportamiento es un síntoma. Hay unas causas. Busquémoslas.

La maestra se propone escuchar, y oye que a Juliette a veces la desprecian con este insulto:

—¡Tú ni siquiera tienes papá!

Estas palabras son particularmente violentas para Juliette, que hace apenas seis meses que ha perdido a su padre. La maestra se acuerda entonces de las presentaciones del primer día. La niña había anunciado, de corrido:

—Me llamo Juliette y mi papá ha muerto.

—¡No es verdad! —replicó al momento Matthieu.

Para él, como para los otros niños, era imposible que un papá muriera. Imagínate, esto significaba que su papá también podía morir, ¡impensable! ¿De dónde venía esta niña que clamaba este horror? ¿Quién era esta malvada que les sugería una aberración semejante? Era preciso castigarla, hacerle daño, destruirla.

La señora hizo hablar a los niños, exploró los meandros de su pensamiento y aclaró con ellos algunos puntos: la verdadera razón de la muerte de este hombre, su enfermedad, el contagio... Los alumnos necesitaban saber con certeza que tratar con Juliette no iba a matar a su propio padre. ¡Tener un papá muerto no es contagioso! La idea que les aterrorizaba era ésta, y luchaban contra ella intentando excluir a Juliette.

¿Te sientes sorprendido y desamparado ante la intensidad de una emoción de tu hijo? ¿No sabes qué puede desencadenar una reacción semejante? ¿No sabes cómo ayudarle a atravesar una experiencia dura? Escúchale, ponte a su altura, mira con sus ojos, oye con sus oídos, y plantéate esta pregunta:

¿Qué es lo que vive?

¿QUÉ DICE?

El maestro de Frédéric acaba de ingresar en prisión por abusar sexualmente de un menor. El niño ha sufrido abusos durante cuatro largos meses. La madre se sorprende de que su hijo no le haya dicho nada. No obstante, delante del psicólogo se acuerda de lo siguiente:

—Sí, es verdad, decía: «Me duele la barriga, no quiero ir al cole». Pensé que era un capricho. Hacía cuento para no ir a la escuela. Y además, su maestro era tan amable...

Pues sí, los pedófilos a menudo son muy amables. Frédéric no podía hablar con su madre, ella no escuchaba. Ella banalizaba su rechazo, lo rebajaba al tratarle de cuentista, incluso le hacía sentirse culpable cuando le decía que su profe era tan amable. Al oponerse a dar significado a ese rechazo a ir a la escuela, negaba las necesidades de su hijo.

Detrás de lo que los padres llaman «capricho», detrás de un comportamiento extraño, fuera de lugar, excesivo o simplemente poco normal, busquemos la emoción, busquemos la necesidad. El niño dice algo.

Si no quiere ir al colegio, existe una buena razón. Su maestro no tiene porqué ser pedófilo, claro está, pero a lo mejor su amiga Suzon ya no le habla, a lo mejor teme al niño de primero de secundaria que acaba de ver en el patio, tal vez le tiene miedo a la señorita, o a entregar unos deberes, o a mostrarse ridículo en pantalón corto de deporte delante de los compañeros. Puede ser que no comprenda lo que cuenta el profesor, o, simplemente, que se aburra...Te necesita, precisa de tu escucha, de tu atención hacia sus sentimientos, quizás de tu protección o de tu ayuda para resolver un problema.

Todo comportamiento exagerado y, sobre todo, sistemático, ya sea de agresividad o de pasividad extrema, de dependencia excesiva de la madre o de celos abusivos, de incapacidad para concentrarse o de oposición sistemática, tiene un motivo. Existe una emoción bloqueada, una necesidad oculta.

Una vez más, no preguntes al niño porqué ha hecho tal cosa o tal otra, a menudo no tiene la menor idea. Lo más seguro es que sus motivaciones profundas sean inconscientes. Si le preguntas porqué, puede ser que se sienta obligado a responderte, y entonces construirá una razón plausible. Con toda probabilidad encontrará una, que raramente será la real.

El bebé no tiene palabras para decir las cosas. Su primer lenguaje es el llanto. Poco a poco aprenderá a hablar, pero lo que no sabrá decir con palabras seguirá diciéndolo llorando, enfadándose, gritando y mediante todo tipo de comportamientos de este tipo y rechazos a la cooperación. No es tan simple formular lo que pasa dentro de uno. El niño no siempre comprende lo que le sucede. Tiene la impresión de que está prohibido hablar de ello. Le dan miedo las reacciones de sus padres, su cólera, teme apenarles.

Los padres llaman fácilmente «caprichos» o «comedia» a estos gritos que no saben interpretar. Para un niño es terrible que no le entiendan, que sus súplicas se reduzcan a estas palabras desvalorizantes. No existen los caprichos. Se trata de un lenguaje, hay un mensaje que se debe descodificar.

Ciertamente, no siempre resulta fácil captar la comunicación de un niño que no organiza sus ideas como nosotros. Sin embargo, me parece que todos hemos sido niños. Con un pequeño esfuerzo deberíamos lograr acordarnos de lo que sentíamos y cómo lo comunicábamos.

No escuchar los gritos o los comportamientos de rechazo, no respetarlos como un lenguaje, no intentar comprender su sentido, rehusar entender o bien banalizar («A esta hora siempre llora», «Es así, es torpe») encierra al niño en su interior. Estaba formulando una demanda, buscaba ayuda, manifestaba una necesidad... no le han oído, se ha visto forzado a elegir la vía de los síntomas para que le oyeran.

Otitis frecuentes, eccemas, alergias, rechazo a alimentarse, enuresis, y más tarde dificultades escolares, agresividad, son otros tantos mensajes de llamada. El niño está dispuesto a sacrificar su crecimiento, su salud física y psíquica para que al fin le oigan.

Una vez dicho esto, no todos los comportamientos del niño tienen por qué ser forzosamente mensajes. No tiendas a intentar descodificarlo todo y a buscar de forma sistemática un significado oculto detrás de cada uno de sus gestos. Los excesos nunca son buenos.

¿Cómo saber si dice algo a través de una actitud, una enfermedad, un accidente, un fracaso escolar? Escúchale.

Puedes estar seguro de que hay un mensaje cuando el comportamiento se repite, cuando hay síntomas que perduran a pesar de los tratamientos, o que vuelven a aparecer.

Y no te traumatices con la idea de dejar pasar un mensaje de tu hijo. Hasta que su problema no se resuelva, se repetirá en todos los tonos, variando los síntomas... hasta que consiga provocar una respuesta.

 

Cuando un comportamiento te sorprende, te irrita, te interpela, cuando tu hijo o tu hija manifiestan una emoción que te parece desproporcionada, una oposición sistemática, o síntomas variados... antes que estos últimos sean alarmantes, plantéate esta pregunta:

¿Qué dice?

¿QUÉ MENSAJE DESEO TRANSMITIRLE?

Procura, pues, no tomártelo todo como un mensaje subliminal. Escribir en las paredes, pintar tu agenda, cortar una cortina para hacer un vestido de novia o dibujar un campo de fútbol en la moqueta nueva de su habitación no son obligatoriamente comportamientos con mensaje. Son exploraciones muy naturales. Si además estropean el entorno, las posesiones de los padres, ello no es forzosamente su intención primordial. Es una cuestión de matices y de edad.

¿Tu hija de tres años ha cortado con las tijeras una de tus cortinas? ¿Tu hija de ocho años ha hecho lo mismo? Resulta evidente que no tiene el mismo significado. La primera explora lo que puede cortar con sus nuevas tijeras. Todavía no ha asimilado verdaderamente que una acción pueda ser irreversible, y cree que de todos modos no es grave porque «papá lo arreglará». El segundo caso es distinto. Con toda probabilidad se trata de un comportamiento punitivo. Expresa seguramente una ira, contra ti, contra tu cónyuge, su hermano, un profesor. De todos modos, si con el retal consigue hacer un vestido, ¡no estropees su genio incipiente! Acaso sea una futura gran modista. La multimillonaria japonesa a quien le fabrican pelotas de golf especiales de su color preferido, el rosa, como sus coches y todo lo que le rodea, comenzó así. Cortó sus primeros vestidos, siendo niña, en las cortinas de su casa.

Ulysse ha dibujado con todo lujo de detalles un soberbio campo de fútbol en la hermosa moqueta verde recién estrenada. ¡Qué bonito! No sabía que no podía hacerlo, ¡era su habitación! Su madre ha sabido reconocer su talento y le ha felicitado por su creatividad, pero su padre le ha regañado y le ha obligado a borrarlo todo al momento. A decir verdad, a este papá le habría gustado comprarle una alfombra bien cara con un campo de fútbol estampado, pero no podía soportar que su hijo lo dibujara por iniciativa propia. En su espíritu, «había estropeado» la moqueta, no ha considerado ni siquiera un instante el resultado objetivo.

Nuestras reacciones frente a las creaciones de nuestros niños condicionaran sus creencias en sí mismos. ¿Qué mensaje deseas transmitirle?

«Eres creativo, tienes ideas originales, sería interesante que te encontráramos un material adecuado para que ejercieras tu talento.»

O bien:

«¡Estás loco! ¡No tienes nada en la cabeza! ¡Lo que haces es una cochinada!»

El niño que reciba el primer mensaje, confiando en sus capacidades, buscará apoyo para manifestar su creatividad. El que oiga el segundo mensaje, en el que se le define como loco e inconsciente... seguirá siéndolo y tendrá ganas de vengarse, quizás no con la moqueta, sino con los jarrones de valor y las figuritas, a menudo frágiles, que hay en la vitrina de papá. A menos que no se destruya a sí mismo desvalorizándose.

¿Quieres inculcarle el respeto por los objetos? Respeta al mismo tiempo su necesidad de expresarse.

Cuando vi aparecer trazos de rotulador en la pared de mi despacho, de entrada me enfadé y volví a recordarles la prohibición: «Se dibuja en hojas de papel, no en las paredes». Las pintadas siguieron apareciendo, y encargué a cada uno de mis hijos que realizara un dibujo para decorar. Se aplicaron en la treintena de centímetros que les concedí; aquel rincón ahora es muy bonito, y las agresiones anárquicas con rotulador cesaron.

Para mí era difícil mantener una prohibición acerca de la pintura en las paredes. Mi hermana, que es pintora, ha realizado frescos espléndidos en las paredes de la escalera. ¿Por qué tendría derecho mi hermana y no mis hijos? Para ellos resultaba demasiado injusto. Tener un espacio para ellos les valorizó y satisfizo, y no sintieron más la necesidad de pintar la pared.

Ante cada una de nuestras reacciones, podemos elegir entre los mensajes de amor: «Te quiero, tú puedes hacerlo» y los mensajes destructores: «Eres un inútil, no vales nada».

¿Un frente común?

El niño tiene un padre y una madre. En teoría, pues, tiene el doble de posibilidades de recibir mensajes positivos. Por desgracia, a veces los padres deciden «ponerse de acuerdo» y en general se alinean en el aspecto más represivo. Numerosos padres creen que deben presentar un frente común a los niños. ¿«Frente»? Estamos ya en una dinámica de enfrentamiento, de juego de poder. No, los niños no buscan el fallo en la pareja paterna. Buscan la verdad. Buscan ser felices, desarrollarse plenamente. No necesariamente se «aprovecharán» de una diferencia entre sus padres. Y cuando un padre asesta un mensaje nocivo, el otro puede proporcionar el antídoto. Los niños saben lo que es justo y lo que no lo es. Para el niño resulta muy incoherente que uno de sus padres adopte la actitud del otro y se comporte, pues, en oposición con sus valores.

¿Tu cónyuge humilla o hiere a tu hijo? Atrévete a decir lo que piensas, lo que sientes. Atrévete a ponerte a favor del niño, a ser un testigo de su dolor, a defenderle. Sabrá que puede confiar en ti. En cambio, si no dices nada o si apoyas a tu cónyuge... le traicionas, perderá la confianza en ti.

Del mismo modo, acepta que tu cónyuge le defienda cuando eres tú quien le riñes. Nadie es perfecto, todos podemos equivocarnos, pronunciar palabras sin pensar o bien perder los nervios a causa del cansancio, la exasperación o de algo que vuelve a resurgir desde nuestra propia infancia. Tu imagen no se verá enturbiada a los ojos del niño, porque él no busca una imagen, sino una persona real. Si aceptas reconocer tus errores le enseñarás a hacer lo mismo.

Los padres son personas, no tienen por qué estar forzosamente de acuerdo en todo, y es importante que el niño lo viva. ¿Por qué imponer una visión única del mundo y de la vida? Es mucho más enriquecedor constatar la coexistencia de numerosos puntos de vista. Gracias a ello se puede hablar, intercambiar impresiones y resolver conflictos.

Así que, no establezcas un frente común, pero tampoco una competición para ver quién es el mejor padre o madre, y no desplaces otros conflictos al campo de la educación de los niños.

Con mucho respeto mutuo, los cónyuges expondrán sus diferencias, mostrando de este modo al niño que es posible vivir juntos y quererse aunque no se piense siempre igual.

Nuestros hijos nos escuchan y nos observan

Cada uno de nuestros actos, no sólo hacia él, sino hacia toda persona y situación, le envía un mensaje.

Mira tu vida, y tu forma de vivirla. ¿De qué manera vives lo que te gustaría enseñar? ¿Llegas a mentir, a disimular, a transformar la realidad para que las cosas te encajen? ¿Respetas las reglas, las leyes? ¿Cruzas la calle cuando el semáforo está en rojo?

Y en un sentido más general, ¿qué cantidad de alegría, de amor, de felicidad manifiestas? ¿Estás en una empresa, un oficio o un matrimonio que no te conviene? ¿Qué mensaje le transmites sobre el trabajo, la libertad, la forma de llevar adelante su vida, la realización personal y el amor?

Para guiarte en tus elecciones vitales y en tus actitudes hacia él, pregúntate lo siguiente:

¿Qué mensaje deseo transmitirle?

¿POR QUÉ DIGO ESTO?

—Margot, Adrien, venga, nos vamos. —Estoy junto al coche y los niños cogen castañas en la acera. Hacen ver que no me oyen y siguen recogiendo.

—Allí, mira, ¡ésta es para mí!

—Ten, te pongo una en tu bolsillo.

Comienzo a sentir cómo aumenta mi irritación... y entonces me pregunto: «¿Por qué diablos deseo que se suban al coche en seguida?» ¿Porque yo lo he decidido? ¿Cuáles son mis razones? Hoy es domingo, estoy sola con ellos, he decidido dedicarles todo el día. Es mediodía, de acuerdo, pero no parece que tengan un hambre atroz... Así que, ¿por qué correr? ¿Qué diferencia hay entre recoger castañas en la acera, jugar en el parque o montarse en el tiovivo? ¿Por qué no dejarles jugar a gusto en esta acera? Además, no cuesta nada. Finalmente nos quedamos veinte minutos recogiendo unas castañas preciosas, lisas y brillantes.

Estoy segura de que te has encontrado ya en este tipo de situación. Con frecuencia reaccionamos de forma automática, y haríamos bien en preguntarnos más a menudo lo siguiente:

«¿Por qué? ¿Qué me impulsa a decir sí o no a las demandas de mis hijos? ¿Qué es lo que dicta mi actitud?»

La primera vez que Margot deseó comer un helado antes del primer plato, oí cómo yo misma le decía: «No, el helado es un postre, se come al final». Alertada por el carácter automático de mi respuesta, me pregunté: «¿Por qué digo esto?» Pensando de forma real y científica en el problema, me acordé de la dietética y del funcionamiento del estómago... el azúcar estimula la secreción de insulina, prepara la digestión... Si comemos algo dulce al final de la comida es porque todavía queremos comer, aunque ya no tenemos hambre. Para poder comer algo más, necesitamos engañar a nuestro organismo... Es un hábito cultural, una costumbre agradable para la mayoría de nosotros, pero, bien pensado, no es muy sano. Así que le di el helado a mi hija. A continuación comió la mar de bien todo el almuerzo. Desde entonces, de vez en cuando come una fruta, un helado o un pastel antes de los macarrones o de las judías, pero cada vez es más raro a medida que se va haciendo mayor y va respetando con naturalidad las costumbres que ve a su alrededor. A veces prefiere tomarse el postre en medio del almuerzo, o incluso ir picando un poco de pastel o una mandarina mientras come otro plato... ¿Por qué prohibírselo, pues, cuando come de todo y, en el conjunto de una semana, de manera equilibrada, y además la ciencia le da la razón (salvo en el caso de las mandarinas, que son ácidas y muchas veces no combinan de forma armoniosa con los otros platos)?

¿Es la salud o son las conveniencias sociales las que dictan mi actitud? Como madre, soy responsable de la salud de mi hijo, pero también de su socialización. Podemos explicar a un niño que se trata de una conveniencia social, un hábito cultural, pero es importante no mezclar los dos conceptos, por ejemplo, asestando a un niño que es nocivo para su salud comer el postre al principio de la comida.

Es evidente que no sería sano para un niño comer sólo helados. Si el helado es demasiado grande, podría ser que el niño no tuviera ganas de comerse la verdura... ¡No pienses que te estoy aconsejando que des el postre a tus hijos al principio de la comida!

Un temor frecuente de los padres cuando escuchan una demanda original de su hijo es que ésta se convierta en «un capricho». Los caprichos son inventos de los padres. Surgen cuando los padres se embrollan en los juegos de poder. Cuando Margot pidió un helado al comenzar la comida, no era un capricho, sino una exploración. Yo podría haberme enfrentado con dureza a esta idea, entrando así en el juego de poder, y ella probablemente habría respondido desde este juego de poder bloqueándose también en su posición. Creo que los juegos de poder los comienzan los padres, y no los hijos. La prueba es que a veces se dice que un bebé puede llegar a dominarte si te dejas someter por él. En realidad, el niño depende totalmente de ti y, como es obvio, no tiene capacidad mental para someterte.

¿Tus comportamientos los dictan tu educación, los automatismos cuyo origen desconoces, la evidencia? ¿O la razón? En este caso entiendo por razón no los prejuicios de tus padres o de tu médico de familia, sino tu razonamiento en base a informaciones fiables.

Ciertamente, debemos ir avanzando entre las informaciones deformadas que nos presenta la publicidad.

Una madre me confiaba lo mucho que debía pelearse con su hijo para que aceptara comer su yogur diario. Era víctima de la publicidad, y creía con sinceridad que era bueno, incluso necesario para el crecimiento de su hijo, que comiera productos lácteos. La voz de los lobbies agroalimentarios era tan fuerte que no podía oír a su hijo. Cuando descubrió una información más neutra y, en consecuencia, más objetiva, midió su error. Imponía cada día a su hijo un yogur acidificante a su estómago, que aportaba claramente menos calcio que las almendras y las avellanas que tanto le encantaban. En definitiva, lo que creía sano no lo era tanto.

A raíz de nuestras últimas vacaciones, en un hotel, me quedé sorprendida ante una breve escena. Estábamos alrededor de un buffet, y cada uno podía elegir su plato. Aquel día había salchichas de Frankfurt o escalopa cordon-bleu. Una niña a la que acompañaba su padre insistió en comer salchichas. Su padre rehusó, diciendo: «Mamá ha dicho escalopa, y será escalopa.» Es cierto que las salchichas no son un alimento particularmente dietético. Pero la escalopa cordon-bleu es una pechuga de pollo (y en este caso, no precisamente de pollo de granja) con una loncha de jamón y queso, todo ello empanado. Es decir, nos puede gustar, pero tres proteínas asociadas de esta manera no se pueden defender demasiado desde el punto de vista dietético. Lo que deseaba la niña, una salchicha, no era peor; ¿por qué no permitírselo? Uno se queda pasmado ante este absurdo, ante tanta inconsciencia. La niña aceptó su suerte en seguida, y sin embargo debía tener unos diez años. Su madre dirigía su vida, al parecer sin preguntarse el significado de lo que imponía.

 

No se puede saber todo. Pero cuando nuestros niños nos piden algo inusual, podemos escucharles y plantearnos la siguiente pregunta:

¿Por qué digo esto?

¿MIS NECESIDADES SON INCOMPATIBLES CON LAS DE MIS HIJOS?

Nos gustaría que nuestros hijos no lloraran «por nada», que no se enfadaran porque se les rechaza algo o porque tenemos la presunción de proponerles cambiar su pañal sucio.

Nos gustaría que nuestros hijos cooperaran más, que se vistieran cuando se les pide, que se sentaran a la mesa al mismo tiempo que todo el mundo, que se acostaran sin problemas, que ordenaran su habitación, que pusieran el abrigo en la percha adecuada y sus zapatos uno junto al otro en el armario.

Nos gustaría que fueran tranquilos y buenos, que no corrieran por todas partes chillando, que se estuvieran quietecitos en su silla para comer, que comieran rápidamente sin hacer porquerías y con su tenedor todo lo que hay en el plato, que bebieran sin derramar agua ni hicieran experimentos de física sobre la conservación de los volúmenes...

¡Nos gustaría que nuestros niños no fueran niños!

Pero resulta que ¡son niños! Ejercen de niños cuando sacan todos los juguetes, cuando caminan descalzos sobre las baldosas, cuando se despiertan al amanecer para jugar, cuando gritan excitados hasta perder el aliento, cuando se ocultan en los armarios y se persiguen a través del salón o incluso cuando ensucian la cocina con sus botas llenas de barro.

Honestamente, ¿no nos sentiríamos algo incómodos si se comportaran siempre como adultos en miniatura, bien ordenados y civilizados? Después de unos minutos de admiración teñida de envidia, pronto nos asustaríamos ante su falta de naturalidad.

Pero es preciso decirlo con claridad, las necesidades de los padres y las de los niños son del todo opuestas. A la mayoría de los padres les gustan los espacios ordenados, aprecian el silencio y las palabras mesuradas, sueñan con la calma y con levantarse bien tarde el domingo. La gran mayoría de niños se siente cómoda en el mayor de los desórdenes, adora el ruido y se levanta al alba, sobre todo el domingo y los días de fiesta. Los otros días resulta más difícil.

Reconozcámoslo, la situación es conflictiva por fuerza, y complica la relación. Si no nos damos cuenta de este desfase, la competición de necesidades puede llegar a ser violenta. En estos juegos de poder hay un ganador, pero también un perdedor. Y en realidad, en el terreno de la relación, forzosamente hay dos perdedores. ¿Cómo sentirse sinceramente apreciado por alguien que niega nuestras necesidades?

Ser padre es, desde luego, aceptar apartar por un tiempo las necesidades propias para satisfacer las de estos seres vulnerables. Pero ello no es simple, ni fácil. Una madre joven me confiaba desesperada que a veces se sentía al límite, incluso a punto de pegar. Ella misma se sorprendía, no se lo esperaba en absoluto. Antes de su maternidad, consideraba a los niños seres maravillosos y perfectos a los que no cesaba de admirar... Después, se sorprendía de verse exasperada por sus comportamientos, les detestaba.

Sí, nos irritan, nos sacan de nuestras casillas. Todos los padres lo padecen... y a veces lo hacen padecer a sus hijos.

Según las edades, las noches se ven interrumpidas por las tomas de pecho, los pipís en la cama o las pesadillas. De día, los niños reclaman una atención constante, los mayores se pelean... Es imposible enfrascarse en una novela, telefonear con calma a una amiga, relajarse en la cama por la mañana, ni siquiera hacer pipí tranquilamente. Vivir con un niño resulta realmente una experiencia dura. Si no lo reconocemos, acumularemos sin duda un rencor que proyectaremos sobre él a la menor extravagancia: «¡Tristan, eres insoportable!» O incluso: «¡Qué he hecho yo para merecer un niño semejante!»

Ser padre es una ocupación constante, las veinticuatro horas del día. Algunos descansan las ocho o diez horas que dura el trabajo, pero al volver a casa vuelven a su tarea. Resulta agradable ir a la oficina, se nos reconoce, se nos considera, estamos entre adultos, no hay gritos, lloros o peleas... Se puede respirar un poco. Las amas de casa no tienen este espacio para evadirse y recargar las baterías. Sí, el trabajo a menudo es un alivio, salvo si uno no lo elige. En el ejercicio de la profesión, nos sentimos competentes, valorizados, aunque sea porque charlamos con los compañeros... recargamos la confianza en nosotros mismos. Incluso cuando el trabajo en sí no es apasionante, proporciona ocasiones de intercambios y contactos con los demás.

Si no reconocemos nuestras necesidades, si carecemos de los elementos esenciales para nuestro propio desarrollo, es probable que nos cueste dar a nuestros hijos lo que necesitan. En consecuencia, es un deber paterno escuchar y reconocer las propias necesidades, conseguir los medios para satisfacerlas en la medida de lo posible.

Si existe un conflicto de necesidades, la competición no es la única opción. La cooperación siempre es más eficaz a largo plazo. Esta última exige la expresión auténtica de las necesidades de cada uno y el respeto mutuo. Reconocer sus necesidades y afirmar las nuestras.

Después de los primeros años, cuando sus necesidades son forzosamente prioritarias, negocia. Los famosos límites que se deben establecer son los que imponen tus necesidades.

«YO quiero comer en paz, ¿qué podrías hacer para respetar el tiempo de mi cena?»

será más eficaz que

«Cállate, eres realmente insoportable.»

¿No quieren acostarse? Dales a entender que, de todos modos, ahora es la hora de los padres, y que no les harás caso. Es inútil amenazar, regañar o castigar, protege simplemente tus necesidades.

Es importante descansar para no acabar agotado, recargar las pilas para estar disponible, compartir las tareas equitativamente con el cónyuge para no acumular un rencor inconsciente, reconocer la frustración y la ira en uno mismo cuando el otro no está y no puede asumir su parte, ya sea por una obligación exterior, por un rechazo puro y simple o a causa de un divorcio.

Cuando un padre o una madre no reconocen sus emociones, existe una fuerte tentación de proyectarlas sobre los niños. Ello significa cargarles con lo que no les concierne.

Patricia ha educado ella sola a sus dos hijos. Preocupada por la falta del padre, ha querido «compensar», y ha multiplicado sus atenciones. Cuando ha pensado un poco en ello, le ha aparecido otra realidad: a ella le faltaba un hombre. Durante mucho tiempo no quiso ser consciente de ello, y proyectaba esta falta hacia sus hijos, redoblando las atenciones compensatorias. Hoy en día le cuesta mucho que sean autónomos. Les falta confianza en sí mismos y siguen dependiendo mucho de ella.

Una madre, por muy atenta que esté, nunca reemplazará a un padre. No es su papel. Los niños no esperan de ella que haga desaparecer la carencia, sino que les escuche en sus emociones, y que no intente liberar las suyas. Si Patricia hubiera estado atenta a sus propias necesidades habría dejado que sus niños crecieran con mayor libertad. Acaso habría podido encontrar incluso un hombre con el que volver a construir una pareja, una familia. Éste habría podido ejercer de padre, ser el elemento masculino de equilibrio que tanto necesitaban sus hijos...

Escuchar las necesidades propias no significa comportarse de forma egoísta. Significa saber medir la situación e intentar responder a la misma de manera apropiada. En general, todo el mundo acaba ganando.

Cuando nuestros padres constituyen un obstáculo

Si bien nuestra vida cotidiana nos aporta la correspondiente ración de preocupaciones, la mayoría de nuestras necesidades más exigentes y más apremiantes no data del día de hoy. Las necesidades más difíciles de controlar son las que proceden de nuestra propia infancia. No sólo se quedaron sin satisfacer en el pasado, sino que a menudo no se identificaron como tales, por lo que perpetúan estas carencias y basta con casi nada para que entren en competición con las de nuestros hijos, para que nos impidan escucharles, comprenderles y, a menudo, actuar hacia ellos de manera apropiada.

«¡Me irrita con sus tonterías!» Maryse es incapaz de dar ternura a su hija, pues sus propios padres nunca la cogieron entre sus brazos. A pesar de su deseo consciente, el bloqueo es demasiado poderoso, no puede lograrlo. Cuando Ève se le acerca y le pide una caricia, ella la rechaza. Darle esta caricia significaría ver cómo Ève la recibe, y concebir la imagen de ella misma, siendo niña, recibiéndola, es imposible. Ha sufrido tanto por no recibir nunca una caricia que no quiere despertar el dolor de la carencia. Prefiere negar su propia necesidad: «Yo no he tenido, y no me he muerto», y negar las de su hija para enterrarlo todo. Puesto que si ella reconoce que Ève las necesita, debería pensar, con toda lógica, que todas las niñas las necesitan, y en consecuencia, también ella cuando era pequeña...

Cuando mis emociones de la infancia permanecen reprimidas, no puedo percibir la realidad de las necesidades de mi hijo. Así que proyectaré mis propias necesidades, forzosamente desmesuradas, porque están frustradas desde hace mucho tiempo, o bien negaré cualquier necesidad para no sentir mi sufrimiento.

Cuando lo constato, puedo formularme la siguiente pregunta: «¿Quiero realmente entrar en competición con mi hijo?»

Quince días después de dar a luz, Nathalie se ha ido a esquiar, confiando el bebé a su abuela. Se justifica clamando que necesita reposo y encontrarse a sí misma después de una experiencia semejante. No tiene la menor idea de lo que puede sentir su hija. Después de hablar con ella, me entero de que también su madre se separó de ella en una etapa muy precoz. Ha enterrado su dolor, la ira y el terror, e inflige a su hija la misma experiencia difícil, como para decir a su madre: «Tenías razón, ¿ves?, no he sufrido, hago lo mismo a mi hija.»

Irène se ha ido dos meses a los Estados Unidos por razones laborales, dejando su hijo de tres meses en Francia, en los brazos de una niñera, competente, desde luego, pero a la que no había visto nunca antes. Irène no ha comprendido porqué su pequeño Tom estaba en un estado semejante de decaimiento cuando lo ha vuelto a ver. No quería alimentarse, dormía mal. Había inhibido su desarrollo. A pesar de las apariencias, Irène no tuvo en cuenta sus propias necesidades cuando decidió irse a los Estados Unidos. Respondió a los reclamos de su infancia. Su madre la había «abandonado» a ella a la misma edad.

Claire es madre de tres niños. Yves sólo tiene dos, pero ambos tienen tendencia a volver tarde del trabajo. Reconocen sin reparos que detrás de la excusa del trabajo que deben terminar hay un deseo de no enfrentarse con los niños, con sus demandas, sus emociones. Sin lugar a dudas, el trabajo es más fácil. Los chavales se las apañan como pueden entre consolas de videojuegos y la televisión. Sus padres les rehúyen porque temen el contacto con sus emociones infantiles.

El bebé no puede satisfacer por sí solo sus necesidades. Cuando los adultos de los que depende no están a su disposición, porque son prisioneros de su infancia, se halla en un profundo desconcierto. Para sobrevivir, para que le acepten y le amen, los más pequeños acceden en seguida a doblegarse a la buena voluntad de quienes les cuidan. Aprenden a no llorar más si no se les va a buscar. Incluso aprenden a mamar más despacio si perciben que la fuerza de su succión inquieta a su madre. Reprimen sus necesidades, sus afectos, se vuelven muy «buenos niños» y constituyen el orgullo de sus padres. Pero de esta manera anulan sus emociones, y aprenden que no pueden confiar y que el mundo exterior es, a priori, hostil.

En cambio, si el padre y la madre están atentos a sus auténticas necesidades, a su relación de pareja, a él o a ella en tanto que hombre o mujer, si sus antiguas heridas están curadas, podrán reconocer las necesidades de su hijo y satisfacerlas.

Ningún libro, ningún experto podrá dar jamás respuestas universales. Cada niño es una persona, distinta a todas las demás personas de este mundo. Por otra parte, un niño cambia. Evoluciona. No calza el mismo número de zapatos toda su vida, y no tiene las mismas necesidades. A los dos años adorará los puerros, y a los tres los odiará... No hay nada sólido en lo que apoyarse, ni hay ninguna estrategia sistemática que pueda aplicarse, es preciso adaptarse de forma permanente. No es fácil cuando hemos olvidado nuestra propia infancia.

Para vivir felices juntos, contengamos los excesos de nuestros hijos dentro de límites que podamos tolerar, y aprendamos a soportar un poco más. Recordemos que dependen de nosotros y que somos sus proveedores. Curemos nuestras viejas heridas para poder dejar vivir a nuestros hijos a su ritmo. Ganaremos en tranquilidad y en placer.

 

Cuando nuestros hijos nos exasperan, cuando somos incapaces de responderles o nos vemos tentados a sobreprotegerles, si se muestran «demasiado buenos niños» o, al contrario, excesivos, planteémonos la siguiente cuestión:

¿Mis necesidades son incompatibles con las de mis hijos?

¿QUÉ ES LO MÁS VALIOSO PARA MÍ?

Bea (dos años) solloza, desesperada. Se le ha escapado el vaso de las manos y su madre llega gritando como una loca. ¡Y no lo ha hecho a propósito!

Hubert (siete años) se encierra en su habitación. Intenta hacer el menor ruido posible. Le aterroriza la idea de que su padre descubra todos los papeles que ha pegado entre sí en el despacho. No es culpa suya, sólo quería pegar un juguete que había pisado y se había roto. Sabiendo que, si lo hubiera dicho a su padre, seguramente habría debido oír un sermón del estilo: «Si guardaras las cosas no te pasaría», ha preferido intentar repararlo solo... y ha llegado el drama. Mientras trataba de mantener juntos los trozos de su camión, el gato ha saltado sobre la mesa del despacho de su padre y ha derramado el frasco de cola líquida sobre los papeles, que han quedado pegados entre sí.

Con excesiva frecuencia, los padres se lanzan con toda su fuerza sobre sus hijos, olvidando sus prioridades. Por un jarrón que se ha roto, un vaso que se ha derramado, una prenda de vestir en el suelo del salón, un juguete perdido, gritan, echan pestes, arriesgándose a herir a sus hijos. Anteponen los parterres de flores, el sofá del salón o el jarrón de la abuela a sus propios hijos.

«¿Qué es lo más valioso para mí?», es la primera pregunta antes de intervenir. El padre o la madre son adultos, poseen un cerebro capaz de inhibir una reacción automática y de elegir su comportamiento en función de sus valores y de sus objetivos. El cerebro de un niño aún no es capaz de ello.

Si contesto: «Lo más valioso para mí es el amor de mis hijos, su confianza en mí, no tener que ruborizarme jamás delante de ellos», protegeré este amor, esta confianza.

No reaccionaré del mismo modo que si contesto: «Lo más valioso para mí es lo que piense mi suegra, lo limpia que esté la cocina, o mi tranquilidad personal»; me arriesgo entonces a proteger mi imagen de buena madre o de buena ama de casa, o bien mi tranquilidad.

Desde luego, esta elección raramente es consciente, y por ello es más poderosa. ¡Tu hijo oye tu inconsciente! Para él, tus reacciones tienen más significado que tus palabras. Si, exasperada por un vaso roto o una mancha en su camisa, le humillas, le hieres, pensará que el vaso o la camisa son más importantes que él mismo. A pesar de todos tus «te quiero, cariño mío», susurrados en otros momentos, asimila el mensaje «no soy importante para mamá», o «sólo me quiere si soy perfecto, si no soy yo mismo».

Ser consciente de lo que provoca nuestras reacciones hacia nuestros hijos puede hacer cambiar de forma radical nuestros comportamientos.

Théodora mantiene una relación espantosa con su madre. Durante toda su infancia, ésta la humilló y menospreció. Ahora, Théodora tiene hijos, y su madre se comporta de manera intolerable con sus nietos. No hace el menor caso al mayor y manifiesta de forma evidente sus preferencias por el pequeño. Le llena de regalos, le lleva al zoo o al cine... Théodora, que hasta entonces no se atrevía a levantar la voz a su madre, no decía nada. Cuando se preguntó qué era lo más valioso para ella, se dio cuenta de que, con su comportamiento, protegía a su madre o, más exactamente, la esperanza de que al fin ésta la quisiera. Y ello en detrimento de sus propios hijos. Esta simple toma de consciencia bastó. La felicidad de sus hijos era más valiosa que la sumisión a su madre. Théodora tomó una posición clara hacia ésta, quien, ante la determinación de su hija, abandonó rápidamente su juego destructor.

Un niño trastorna forzosamente el orden establecido por sus padres. Es lo más natural. Si éstos no le dejan trastocar su orden, si continúan «viviendo como antes», es decir, como si él no estuviera, sin cambiar nada ni en su modo de vida ni en sus ritmos de trabajo o de salidas, el niño podrá llegar a la conclusión de que no es importante, incluso de que no tiene derecho a una existencia propia. Podrá concebir un sentimiento de vergüenza («molesto») y de inferioridad («no estoy a la altura»).

Un niño necesita sentir que es valioso, que tiene su lugar, que es importante y que tanto sus necesidades como su realidad se tienen en cuenta.

«¿Qué es lo más importante para mí?»

Esta pregunta me ha ayudado cuando me despertaban varias veces cada noche, cuando la peonia que había plantado en el jardín sufría los ataques de dos piernas que no lograban detenerse, o cuando el trabajo que acababa de hacer en mi ordenador se borraba por obra y gracia de la manipulación de unas manitas de dos años... o simplemente cuando estaba cansada y descubría que algo se había derramado y tenía que agacharme otra vez para fregar el suelo.

Pero una cosa está clara, lo más importante para mí es el amor de mis hijos y la confianza en sí mismos. También deseo que confíen en mí. Así que mi opción es clara: no herirles nunca, ni mentirles, humillarles, traicionarles, aterrorizarles; en cualquier circunstancia me mostraré honesta, mostraré lo que siento y escucharé lo que sienten, les ayudaré a amarse, a valorar sus capacidades, a asumir sus responsabilidades sin culpabilidad.

 

Cuando nuestros hijos perturban nuestro espacio, cuando no sabemos cómo actuar, cuando sentimos que no actuamos en función de ellos, sino de nuestros propios padres o, más en general, de lo que piensen otras personas, preguntémonos lo siguiente:

¿Qué es lo más valioso para mí?

¿CUÁL ES MI OBJETIVO?

En términos absolutos, no existe un buen o un mal camino. Existe el que me lleva a mi destino y el que me aleja del mismo. No cogeré la misma ruta si quiero ir a España o a Alemania. Luego hay otras vías menos directas, más o menos rápidas.

¿Está «bien» o está «mal» dejar que el niño elija la ropa que desea llevar esta mañana?

¿Está «bien» o está «mal» satisfacer una petición?

¿Está «bien» o está «mal» dejarle llorar?

¿Está «bien» o está «mal» acostarle a las ocho?

En realidad, no está ni bien ni mal, tan sólo nos acerca o nos aleja de un objetivo. Un día contestarás sí, y al siguiente dirás no. En función de la evolución de tu hijo, de sus necesidades y de tu objetivo. En la relación con los niños, más que consejos exteriores sobre lo que está «bien» o «mal», es primordial que el padre o la madre sean conscientes de su destino final: «¿Cuál es mi objetivo hoy en mi relación con mi hijo?»

A Karine le acaban de regalar un par de patines por su cumpleaños. Géraldine, su hermana mayor, de ocho años, también quiere unos, en seguida. Suzanne, su madre, ha dicho que no. Se los regalará cuando sea su cumpleaños, dentro de dos meses. Bueno, se acercan las vacaciones. Estaría bien que las dos niñas tuvieran patines para jugar juntas. Pero entonces sería Karine quien consideraría que la situación es injusta. Suzanne se pregunta qué debe hacer, sopesa los pros y los contras, y me pide que le dé mi opinión. Le propongo que piense en su relación con Géraldine en este momento y de que se plantee la pregunta: «¿Cuál es mi objetivo?»

Su relación con su hija mayor es difícil. Géraldine está muy celosa de su hermana... con razón, confiesa la madre. Desde el principio, todo es más fácil con Karine. Es normal, es la segunda. Suzanne me cuenta el parto difícil de su primera hija, la historia de ambas. Le inquieta no haber podido, no haber sabido manifestar tanto amor por Géraldine como más tarde por su hermanita. ¿Su objetivo? ¡Arreglarlo! Decir a Géraldine lo mucho que la quiere, lo importante que es para ella. Entonces, ¿qué hacer? Yo no dije nada. Suzanne compró los patines aquella misma tarde a su hija, y le explicó que se los regalaba como prueba de su amor por ella y como reparación por el pasado. Suzanne dejó hablar a su corazón, Géraldine oyó el mensaje. Fue un momento fuerte para ambas.

Otra situación, otro objetivo, habría necesitado otra reacción. No hay respuesta universal, sino una respuesta para aquel niño, para aquel padre, en aquel momento de su historia común.

De hecho, detrás de cada uno de nuestros actos hay objetivos, más o menos conscientes. Puede ser que, en la realidad, nos comportemos contra nuestros objetivos conscientes. Como Pamela, por ejemplo, que proclama desear que sus hijos crezcan y sean capaces de pensar por sí mismos, y que cada noche les prepara la ropa que deberán llevar al día siguiente.

Nuestros objetivos determinan nuestras reacciones y, en consecuencia, nuestra relación con el niño, y todavía más por el hecho de que permanecen inconscientes. Ser consciente de estos objetivos nos permite elegir y crear la relación que queremos.

Si mi objetivo es el de tener una cocina impecable, no me comportaré del mismo modo que si mi objetivo es enseñar a mis hijos que pueden tener confianza en mí en todas las circunstancias.

Si mi objetivo es el de permitir que mis hijos sean autónomos y piensen por sí mismos, no me comportaré del mismo modo que si mi objetivo fuera el de transformarles en niños sumisos y obedientes.

Si mi objetivo es el de dar seguridad a mi hijo acerca del amor que siento por él, no actuaré de la misma manera que si mi objetivo es el de ayudarle a crecer y a superar la frustración.

Si mi objetivo es el de probar a mi marido que soy una mujer perfecta e irreprochable, no me comportaré de la misma forma que si mi objetivo fuera el de estar atenta a las necesidades de mis hijos.

Mientras me preocupe el juicio ajeno, sea o no real, no puedo centrarme en las necesidades reales del niño.

Considerar importantes las necesidades de un niño, ponerle en primer lugar, respetarle, no significa ni «dejárselo hacer todo» ni «no decir nada cuando estropea o rompe algo», es mostrar mis emociones pero seguir amándole profundamente, y manifestárselo.

Me gustaba de forma particular un bonito vaso hecho a mano y adornado con una serpiente azul, que me regaló mi compañero. A los niños les había prohibido tocarlo. Un segundo de despiste bastó para que un día, Adrien (dos años) lo cogiera y... lo soltara. Cuando el vaso se rompió sobre las baldosas de la cocina... estallé en sollozos. Adoraba aquel vaso... Pero seguí siendo consciente de mi amor por mis hijos y de mi objetivo: transmitirles el mensaje de que mi amor era incondicional, y que podían confiar en mí. Así que expresé mi enfado sin acusar a mi hijo que, tal como vi a través de mis lágrimas, estaba ya bien asustado con la rotura del vaso. Al ver mi reacción, Adrien se puso a llorar. Pude tranquilizarle, decirle que le seguía queriendo, y que necesitaba llorar porque me entristecía que mi vaso se hubiera roto. Le hablé de mí, no de él. Mostré mis sentimientos, no le juzgué.

Después de aquello repitió varias veces: «Una vez rompí tu vaso, y tú lloraste, y yo también lloré». Habló del tema, necesitaba evocar la situación, como para digerirla.

Cada vez yo respondí: «Sí, lloré porque me gustaba mucho aquel vaso, y estaba roto, ya no servía para beber, es natural llorar cuando se está triste porque hemos perdido algo que nos gusta.»

Unos meses más tarde, Adrien puso sobre la mesa, con atención, un gran vaso: «No lo he roto, ¿ves, mamá?, porque la otra vez rompí tu vaso, y tú lloraste. No me gusta cuando lloras. Y yo también lloré porque había roto tu vaso. Tú habías llorado, y yo también había llorado.»

Ahora, Adrien va con más cuidado, en general, con lo que toca. Se lo formula él mismo, se ha vuelto consciente de lo que podía representar para otra persona, para mí, la rotura, la pérdida de un objeto querido. Se ha sentido culpable, pero con un sentimiento sano de culpabilidad que equivale a atención hacia lo que viven los demás y consciencia de las consecuencias de sus actos, y que le guía hacia una toma de responsabilidad.

En cambio, si le hubiera regañado, si le hubiera tratado de torpe, si hubiera gritado, me habría arriesgado a que se sintiera mal en su interior. Habría experimentado un sentimiento de vergüenza y de culpabilidad insana, para defenderse de una humillación habría dirigido contra sí mismo un enfado bien natural pero inconfesable, porque era «culpa suya». En lo sucesivo, tras haber aceptado la definición de «torpe» o de «nunca prestas atención», habría ido con cuidado no con los vasos y otros objetos, sino con «no ser torpe»... Tenso, concentrado en un posible fracaso, en la torpeza más que en su objetivo, el de llevar el vaso, sin duda habría roto otras cosas. No obstante, y sobre todo si la aventura se hubiera repetido, habría conservado la idea de que era malo, torpe. Y cuando uno está convencido de que es torpe... uno se arriesga a romper más que si se siente diestro. ¿Tu objetivo es el de enseñar a tu hijo la destreza o la torpeza?

 

En realidad, si proteges siempre a tu hijo como lo más valioso para ti, tus objetos frágiles aún estarán más seguros. Un niño que se siente valioso se muestra atento con el prójimo y con las consecuencias de sus actos, actúa no por temor a actuar «mal», sino con respeto por los sentimientos ajenos y con responsabilidad. Así que, ¿cuál es tu objetivo?

¿Cuál es mi objetivo?

SIETE PREGUNTAS PARA GUARDAR EN LA MEMORIA:

1. ¿Cuáles son sus vivencias?

 

2. ¿Qué dice?

 

3. ¿Qué mensaje deseo transmitirle?

 

4. ¿Por qué digo esto?

 

5. ¿Mis necesidades son incompatibles con las de mis hijos?

 

6. ¿Qué es lo más valioso para mí?

 

7. ¿Cuál es mi objetivo?