Capítulo 1

Dos hamburguesas, lechuga, queso,
salsa especial, cebolla,
pepinillos y pan

A Thomas Jefferson le encantaban los mac‘n’cheese (macarrones con queso y salsa bechamel), un plato que, irónicamente, probó por primera vez en un viaje por Francia. A John F. Kennedy le gustaba la típica sopa de pescado de Nueva Inglaterra, su estado natal: en 1961 le envió a una chica llamada Lynn Jennings una carta con su propia receta del plato (que llevaba abadejo, carne de cerdo, patata y apio) cuando ella le escribió preguntándole cuál era el plato preferido del entonces presidente. Entre otros líderes estadounidenses, Barack Obama, partidario de una alimentación más saludable, prefería salmón a la plancha para las cenas en la Casa Blanca, mientras que por la tarde mataba el hambre con un puñado de frutos secos. Incluso cuando encarga una pizza a Fiesta, su pizzería favorita de Chicago, el expresidente opta por las vegetarianas. Mientras que Donald Trump, cuando no está sentado a la mesa de un restaurante esperando con impaciencia que le traigan un solomillo (muy) bien pasado para embadurnarlo con grandes cantidades de kétchup, prefiere atiborrarse de litros de refresco, muchas hamburguesas (¡sin encurtidos!) y grandes cantidades de chicken wings (alitas de pollo con salsa picante), acompañados con tragos generosos y cremosos de batido de chocolate, su preferido. Trump es un fervoroso adepto de la típica dieta estadounidense que consiste en ingerir de una sola vez mucha grasa, mucho azúcar e incontables calorías. Entrará en la historia política como el «presidente de la nación fast food», expresión acuñada por The New York Times —aunque algunos de sus antecesores, como Ronald Reagan y Bill Clinton, tampoco desdeñaron entregarse a los placeres de una hamburguesa con queso de vez en cuando.

Durante su primera campaña presidencial, Trump procuraba aparecer en fotos con los dedos pringados de grasa y condimentos, una excelente táctica de popularización de su imagen. «No hay nada más americano y del pueblo que el fast food (la comida rápida)», llegó a decir uno de los estrategas del partido republicano. En cuanto ocupó el sillón del Despacho Oval, ya en funciones de presidente, pidió a los cocineros de la Casa Blanca que recrearan una versión de la hamburguesa con queso, su bocadillo preferido de todos los tiempos, y tortitas de manzana rellenas. Pero el equipo contestó que «no podría atender el pedido». Lo que no le impidió a Trump ofrecer un banquete que sería el sueño de cualquier fiesta infantil. A principios de 2019, durante el cierre del Gobierno, sin cocineros suficientes en su residencia oficial, dispensados por la paralización parcial del Estado, Trump recibió a los jugadores del Clemson Tigers en la famosa dirección 1600 Pennsylvania Avenue, en Washington D. C., y los agasajó con trescientas cincuenta hamburguesas encargadas en Burger King y McDonald’s, además de bocadillos de la cadena Wendy’s, pizzas de Domino’s y otros acompañamientos servidos en bandejas y pedestales ornamentados sobre una mesa de madera decorada con candelabros que harían palidecer de envidia a la mansión de La bella y la bestia. A los campeones de fútbol americano les sirvieron las patatas fritas en vasos de papel con el logo de la Casa Blanca, que se mantenían calientes con lámparas de calor, como en las cocinas de los restaurantes finos. «Me gusta todo esto —dijo Trump a los periodistas de un vídeo que se viralizó en internet—. Todo está rico. Óptima cocina americana», alardeó.

Lejos de las cámaras de televisión y las grabadoras de los periodistas, la afirmación de Trump seguía siendo la misma. Dentro del Trump Force One, como fue bautizado su avión privado de primera clase, equipado con cama king size, cocina y equipo de sonido de alta fidelidad, que llevaba al presidente a todos sus compromisos oficiales, la mesa de comedor siempre sirvió más para reuniones que para las comidas propiamente dichas. En la cocina, los platos solo se calentaban en los fogones, hornos y microondas instalados en la aeronave, ya que se cocinaban, sellaban al vacío y congelaban en tierra, en la base aérea de Andrews, situada en Prince George’s, en el estado de Maryland. Como cualquier otro presidente estadounidense, Trump podía pedir cualquier tipo de menú, del que se encargaba un equipo de cocineros. Pero, para su disgusto, como en el Boeing 757 no había freidora, las patatas fritas tendían a quedar grasientas y no alcanzaban la temperatura ideal para que fueran crujientes y doradas como las de las cadenas de comida rápida a las que estaba acostumbrado. Por eso el presidente a veces prefería subir a bordo con su propia comida comprada, debidamente envuelta en bolsas de papel de estraza. Sus comidas se dividían, sobre todo, en cuatro grandes grupos: McDonald’s, Kentucky Fried Chicken, pizza y Diet Coke. En los armarios del avión, paquetes de galletas Oreo y porciones individuales de pretzels y patatas fritas. Así eran sus comidas, incluso en los viajes largos, aunque pasara días enteros dentro del Air Force. «Cuando vuelas con Trump, vuelas en primera clase elevada a la décima potencia —revela su antiguo director de campaña David N. Bossie—. Salvo si se trata de comida.»

El caso es que en tierra el menú era prácticamente el mismo. Trump casi nunca comía al mediodía y solo se permitía sentarse a cenar después de despachar todos los asuntos pendientes. «Pero al final del día la comida del jefe tenía que llegar inmediatamente», advierte Bossie. Durante la campaña, en cuanto Trump bajaba de la tarima, su asistente Corey Lewandowski se apresuraba a ir en coche al McDonald’s más próximo, mientras los coordinadores mantenían informado al candidato y lo actualizaban sobre su desempeño. Apenas le quedaba tiempo para devorar allí mismo, en pocos minutos, dos Big Mac, dos McFish y el vaso de batido de chocolate.

Aunque no da la impresión de que Trump sea el tipo de comensal que realmente aprecia el acto de comer, un hedonista de la buena gastronomía, por así decirlo, su dieta a base de comida rápida, según asegura, tiene menos que ver con un afán de «hacer que la comida americana vuelva a ser grande» que con un hábito adquirido de lavarse las manos muchas veces y beber lo que le sirvan con una pajita (aunque eso, en nuestros días, esté mal visto). El expresidente estadounidense se declaró «germofóbico», alguien con un miedo irracional a los gérmenes, una aversión patológica a la suciedad. Por eso prefiere comer un bocadillo debidamente acondicionado en una caja de cartón que cualquier cosa servida en un plato de loza, que ha pasado demasiado tiempo en contacto con el ambiente de un restaurante lleno de gente —incluso en épocas prepandémicas—. Cuestión de gustos... Trump, como personificación algo caricaturesca del estadounidense medio, cree que la comida más segura que puede consumirse en cualquier lugar es la que procede de un mostrador de comida rápida. También debe de ser consciente de que es mucho más arduo disimular el verdadero disgusto a la hora de comer o beber algo que disfrazar sus verdaderas creencias, incluso a lo largo de miles de discursos, decenas de miles de apretones de manos o besos en mejillas de bebés. En una constante prueba de autenticidad para sus electores, prefería que le vieran tragando comida que le conectaba con el pueblo sin que, además, tuviera que actuar para hacerlo.

 

Históricamente, los jefes de Estado y políticos de los niveles más diversos siempre fueron bastante precavidos con lo que se llevaban a la boca. Durante mucho tiempo, la figura del catador oficial de comida fue indispensable para la continuidad de muchos de ellos en el poder, de Sadam Huseín a Barack Obama, de Hugo Chávez a Recep Erdogan. Los catadores son expertos en identificar cualquier tipo de sustancia peligrosa o tóxica oculta en un aliño de ensalada o una copa de vino. Dotados de un paladar muy fino, lo prueban todo (en pequeñas cantidades, para evitar sustos) antes que sus jefes, con un control de calidad efectuado por papilas bien entrenadas que puede evitar enfermedades y hasta la muerte de algunos de ellos. No es casualidad que Hitler fuera uno de los dirigentes políticos más celosos de su alimentación, pues temía que hasta sus propios aliados quisieran envenenarlo. Por eso, un equipo de quince muchachas, cual jauría de sabuesos, acudían a la Guarida del Lobo, el complejo donde el dictador hacía sus planes militares para mantener el control de su ejército durante la Segunda Guerra Mundial. Siempre escoltadas por soldados de las SS, todas las mañanas se presentaban en el centro de mando y se encargaban de degustar todo lo que estuviera destinado a Hitler o a sus allegados.

Eran tiempos duros, en que cientos de miles de alemanes vivían en plena escasez mientras se iba alargando la guerra y tenían que racionar cada comida sin saber si sería la última. También fue duro para las jóvenes catadoras oficiales de las Waffen-SS, aunque por otros motivos: en el complejo construido en Prusia Oriental, territorio que hoy pertenece a Polonia, no había indigencia ni privación, solo miedo e inseguridad. «La comida era exquisita, solo la mejor verdura, espárragos, pimientos, todo lo que se pueda imaginar. Y siempre acompañada de arroz o pasta —según Margot Wölk, una de las quince catadoras, que décadas más tarde confesó cómo eran los bastidores del régimen nazi a una cadena de televisión alemana—. Pero temíamos por nuestras vidas todos los días.» Con noventa y cinco años, en diciembre de 2012 decidió revelar el secreto y romper el silencio que había guardado durante setenta años sobre los dos y medio en que trabajó para las SS, reclutada después de haber huido de Berlín a causa de los ataques aéreos aliados. «Llorábamos porque teníamos miedo a morir y después llorábamos de felicidad, como cachorros, por seguir vivas.» Única superviviente del grupo (a sus colegas las fusiló el Ejército Rojo en 1945), pudo salir del refugio de los dirigentes nazis gracias a un romance con uno de los agentes del Gobierno. En los tiempos de la Guarida del Lobo, Margot nunca llegó a cruzarse con Hitler. Tampoco probó ningún bocado de carne animal destinada al dictador (lo que parece indicar que era vegetariano, como han sugerido algunos de sus biógrafos). «Era un cerdo, un hombre repugnante», afirmó esta mujer, que falleció en 2014, año en el que probó su última comida de verdad.

Pero a partir del siglo XIX la profesión de catador oficial de comida fue desapareciendo, aunque algunos políticos siguieron incluyéndolo en su equipo. Sadam Huseín tuvo durante mucho tiempo a su lado al guardaespaldas y catador oficial Kamel Hannah —asesinado por el hijo del exdictador de Irak, Uday Huseín, con un bate de béisbol, por haber ocultado secretos íntimos sobre un caso de su padre. Hugo Chávez también tuvo un catador oficial hasta su muerte en 2013. Con el tiempo, los envenenamientos en la mesa pasaron a ser una estrategia conocida, bastante usada en periodos como el Renacimiento, cuando era frecuente mezclar arsénico u otras sustancias tóxicas con la comida de los oponentes: muchos enemigos murieron por la boca. Con los avances de los procesos de seguridad alimentaria en las cocinas y la vigilancia extrema, incluso mediante la instalación de cámaras en las áreas de preparación de alimentos de las sedes de Gobierno y los palacios, la figura del catador cayó en desuso.

Dada su confianza en los procesos de las cadenas de comida rápida, donde los alimentos se preparan con arreglo a un patrón casi industrial (mediante máquinas que controlan milimétricamente hasta la cantidad de salsa añadida en cada etapa), Trump siempre se sintió razonablemente seguro comiendo hamburguesas y patatas fritas. Pero delegaba en sus asesores más cercanos la tarea de ir a la hamburguesería más próxima para recoger su almuerzo. Ante la duda, también prefería comer galletas y snacks en embalajes menores, devorados rápidamente, lo que reducía la probabilidad de contaminación —por gérmenes o incluso, quién sabe, por sustancias venenosas.

 

En septiembre de 1921, dos amigos —un cocinero llamado Walter Anderson y un exagente inmobiliario, Billy Ingram— escogieron un local comercial en una esquina concurrida del centro de la ciudad de Wichita, en Kansas, para abrir una hamburguesería. Para llamar la atención del público levantaron una estructura con bloques anchos que formaban una especie de castillo. En el centro despuntaba una torre, y las almenas formadas por la última hilada de ladrillos remitían a la arquitectura de esas fortificaciones medievales. Se inspiraron en la Chicago Water Tower, la famosa torre de Chicago que sobrevivió al incendio de 1871 que devoró casi toda la ciudad. En la fachada, toda pintada de blanco, destacaban las letras negras del nombre escogido para el negocio, White Castle, y la inscripción «Hamburguesas a cinco centavos» en la parte que daba a la calle principal.

El objetivo era vender bocadillos baratos, pues el atractivo era el precio, cinco centavos de dólar por cada uno. Para ello, Anderson diseñó incluso una espátula con la que podía presionar las porciones moldeadas de carne picada (en un formato más cuadrado del que es habitual hoy) en vez de usar filetes enteros, reduciendo así la cantidad de carne usada en cada bocadillo. Haciendo pequeños agujeros en la carne se aceleraba su cocción, pues por ellos subía el vapor, lo que permitía triplicar la velocidad de producción. Después de pasar la carne por la plancha, se cubría con anillos de cebolla cruda y rodajas de encurtidos, y se introducía en un panecillo blando y alto cortado por la mitad. El cliente solo tenía la posibilidad de añadir dos condimentos, kétchup o mostaza. Las hamburguesas que se vendieron aquel otoño les dieron un nuevo prestigio, pues hasta entonces solo se comercializaban en carritos grasientos, y el éxito de esta tienda de comida rápida despejó el camino a las que vinieron después, incluyendo una muy famosa, conocida por sus llamativos arcos dorados en la fachada y un payaso como emblema de la marca.

White Castle se expandió y pasó a ser la primera cadena de comida rápida del mundo. En 1930 ya tenía ciento dieciséis tiendas de comida rápida repartidas por el país. «No es exagerado decir que lo que Henry Ford hizo para el automóvil, Ingram y Anderson lo hicieron para la hamburguesa. White Castle revolucionó el concepto», afirma David Michaels, que trabajó durante años en diseño conceptual para marcas como Disney y Pepsi, y es autor de un libro sobre la historia cultural de la hamburguesa. La comparación con Ford trae a la mente imágenes de líneas de producción, diseño industrial y sistematización de procesos. Pero, de alguna forma, lo que los dos socios hicieron por el bocadillo más famoso del mundo fue exactamente eso: al crear una receta sencilla (solo unos pocos ingredientes), muy fácil de reproducir y de consumo inmediato, consiguieron instaurar un control riguroso en la producción de hamburguesas, algo inédito en el ramo de la alimentación.

Aunque el resultado no fue inmediato. A Anderson le llevó su tiempo alcanzar la fórmula ideal. Dueño de una serie de carritos de hamburguesas en la región entre 1916 y 1921 —lo que le valió ser bautizado como el Rey de la Hamburguesa por un pequeño diario de Wichita—, se esforzó por entender el comportamiento de la carne en la plancha, por aprovechar cada segundo de su trabajo (dejando la mezcla de carnes menos espesa, por ejemplo) y maximizar el contacto de la carne con el calor (de ahí las hamburguesas cuadradas). Pero quizá la mayor contribución de este cocinero a su mundo fue mostrar que se podía hacer comida rápida de procedencia reconocida. Hasta entonces se recelaba de los carritos de comida y mucha gente los evitaba. Sobre todo, las carnes, por aquel entonces, no destacaban por su calidad. El propio perrito caliente, por ejemplo, acabó llamándose así por una broma de los estudiantes de la Universidad de Yale, quienes sugerían que las salchichas de los carritos que acudían al campus contenían sobre todo proteína canina.

Dentro de los «castillos» de Anderson, la carne se entregaba dos veces al día y se procesaba en una sala con cristalera para que los clientes pudieran ver cómo se mezclaba la carne picada antes de pasarla por la plancha. El nombre escogido para la hamburguesería también se pensó para evocar esa idea de higiene y blancura. Cuando empezaron a abrir sucursales en otras localidades, los socios optaron por crear una central para el control y el procesamiento de la carne. «Esta iniciativa indicaba que Anderson e Ingram ejercían un control rígido de los medios de producción y podían garantizar la calidad de la carne que servían», añade Michaels. Ellos también eran los dueños de las fábricas que suministraban los artículos desechables que empezaban a usarse en las tiendas. A raíz de este planteamiento, las cadenas de comida rápida que vinieron después invirtieron cada vez más en patrones de calidad: procesos que les permitían evitar errores (a través de la línea de montaje), control de la seguridad de los alimentos (supercongeladores, planchas rígidas) y producción centralizada.

Pese a que la imagen de la comida rápida ha quedado muy deteriorada en las últimas décadas debido a las críticas de nutricionistas, gastrónomos y activistas alimentarios, sobre todo por tratarse de comida ultraprocesada, hay algo que permanece inalterado en la esencia de su éxito (y justamente a causa de ese factor, incluso): el modelo, algo dificilísimo de alcanzar en la cocina. Todo buen chef lo sabe. Basta comer una hamburguesa en una de estas cadenas y volver a comerla pasados unos meses. Todo sigue igual: el sabor idéntico, la misma textura, la misma experiencia al sentarnos a la mesa. Esta constancia de saber exactamente lo que se va a encontrar es lo que hace que las personas hagan cola con sus coches ante el mostrador de la ventana, vuelvan a por una calórica ración suplementaria de patatas fritas recién hechas (ya, claro...) y opten por una de esas tiendas en detrimento de otras decenas de opciones en el área de alimentación de un centro comercial cualquiera.

Es evidente que el éxito de este tipo de comida se debe a muchos factores (la proporción grasas/carbohidratos de las recetas, campañas publicitarias eficaces y estatus social, por citar algunos), conquistados a duras gotas de aceite a lo largo de casi un siglo. Pero si se pudiera eliminar el carácter esencialmente cultural de lo que determina nuestra alimentación para enfocarla desde el ángulo de la genética evolucionista, entenderíamos que nuestro cerebro, con sus sistemas de conexión bien amarrados, es reacio a los cambios, y por eso busca la repetición, la zona de confort, lo que ya conoce. «La mente humana está proyectada para crear hábitos y realizar cosas automáticamente, aquello que consuma menos fuerza de voluntad y energía mental, en vez de tener que tomar una decisión libre y auténtica en cada ocasión», explica Roy Baumeister, un influyente psicólogo especializado en el hábito y el libre albedrío. Lo mismo sucede con lo que nos empuja a comer. Un estudio realizado en 2018 por Arla Food, una empresa láctea de Escandinavia, reveló que seis de cada diez británicos comen y meriendan lo mismo, con pequeñas variantes, todos los días. De las dos mil personas encuestadas, el 65 por ciento dijo que no quería desviarse de lo que sabe que le gusta, mientras que el 47 por ciento alegó que la repetición se debe a la falta de tiempo para ser más, digamos, innovadores a la hora de comer, con pocas ocasiones para pensar en el asunto —y hasta para comer, propiamente—, lo que les hace optar por comidas cómodas y rápidas. Un pequeño universo en el que Trump no está solo. Al perfeccionar la reproducción de los patrones de una hamburguesa (y de su consumo habitual), White Castle dio con el tono de lo que acabaría siendo un éxito enorme y competitivo en el mercado mundial de la comida rápida.

 

Aunque hay coincidencia en considerar que la creación de Anderson fue un hito en la industria de la restauración (la primera rebanada de pan que pavimentó todo lo que llegó después —incluso la revista Time eligió White Castle como la hamburguesa más influyente de todos los tiempos), tuvieron que pasar casi cincuenta años para que otra invención amenazara el reinado del bocadillo concebido en este. Fue en la resaca del Verano del Amor cuando, en una de las franquicias de McDonald’s (que por entonces ya era una cadena conocida, con casi mil hamburgueserías), surgió el que sería el mayor símbolo de la cultura de la comida rápida.

El Big Mac nació de una receta concebida por Michael Delligatti, dueño de una sucursal no muy grande de una apacible población llamada Uniontown, en el suroeste del estado de Pensilvania, que consistía en apilar dos hamburguesas, lechuga, una loncha de queso cheddar, una salsa especial, cebolla y encurtidos en un pan horneado con sésamo. Inmortalizado en la canción de un anuncio traducida a decenas de idiomas (y tarareada por millones de personas en todo el mundo, en una de las operaciones publicitarias más efectivas de todos los tiempos), el Big Mac era mucho más que la suma de los siete ingredientes que lo formaban. Ya en su origen era una obra maestra de la industria alimentaria. Más que la inteligente combinación de sabores, que casan muy bien, fue su inigualable salsa especial y la revolucionaria tercera rebanada de pan (una genial proeza de la ingeniería alimentaria, ya que crea otra capa de «estructura básica» nunca experimentada hasta entonces en una hamburguesa) en medio de tantas capas lo que transformó el bocadillo en la Mona Lisa de la alimentación moderna.

No es exagerado decir que esos dos elementos dieron una nueva dimensión a la experiencia de comer la hamburguesa, bautizada casualmente con su nombre bisilábico por una joven secretaria del área publicitaria de McDonald’s (la empresa tardó más de diecisiete años en reconocer la contribución de Esther Glickstein Rose al nombre del bocadillo, antes llamado «The Aristocrat» que, huelga decirlo, no gozaba de mucho favor entre el público). Pero es el juego de equipo, como el de los buenos bases de un equipo de la NBA, lo que hace que estos dos elementos marquen la diferencia y creen un sabor nuevo. Y la salsa tiene la virtud de amalgamarlos a todos, además de dar al bocadillo su sabor único, inmediatamente familiar. La mezcla de mayonesa, salsa de pepinillos y mostaza amarilla con un poco de vinagre de vino blanco, ajo en polvo, cebolla en polvo y pimentón ya no es ningún secreto, después de que muchos foros y vídeos en internet hayan intentado mostrar la receta y el propio chef ejecutivo de McDonald’s y vicepresidente de innovación culinaria de la cadena, Dan Coudreaut, grabara un tutorial en YouTube para enseñar a hacerla. El vídeo ha tenido 7,2 millones de visualizaciones desde 2012.1

Los cinco sabores reconocidos por nuestro paladar —dulce, salado, ácido, amargo y umami— están allí, compitiendo y a la vez combinándose para lograr una «perfección absoluta —como dice Coudreaut—, una armonía tan impecable que consiguió superar la prueba del tiempo», afirma. No sería exagerado decir que la salsa especial del Big Mac es un clásico de la alimentación moderna, lo mismo que la salsa au poivre para la gastronomía francesa o el gravy para la cocina sureña estadounidense. La receta del bocadillo (y sobre todo de su salsa) es tan impecable que se convirtió en un punto de referencia, la configuración perfecta para una propuesta de sabor creada en la cocina de la hamburguesería Joe Beef sobre el modo de componer y aliñar una receta.

En 2005 tres socios, David McMillan, Fred Morin y Allison Cunningham, abrieron el Joe Beef, que probablemente es el restaurante más famoso e interesante de Montreal y el primer establecimiento canadiense que entró en las listas de los mejores del mundo. Además de cambiar el panorama de la comida local, con un sinfín de elogios en la prensa, es el primer lugar al que los chefs quieren ir a comer cuando visitan la principal ciudad de Quebec. La cocina del Joe Beef aplica una suerte de «teorema del Big Mac», una ecuación acuñada por los cocineros del restaurante con lo que debe tener una receta. «El Big Mac lo tiene todo en las cantidades exactas», dice Morin. Por lo tanto, hay una lección por aprender en el equilibrio de sabores del «manjar» perfecto en forma de bocadillo: no solo por la mezcla ideal de sal, grasa, azúcar, acidez y pimienta, sino también por la estudiada temperatura de los ingredientes servidos y la textura de cada una de las partes. Es una lección magistral en forma de hamburguesa —en conjunción de sabores, por supuesto, no en valores políticos y nutricionales—, señala Morin.

En el teorema creado por Morin (con la ayuda de un estudiante de Matemáticas que fue a trabajar al restaurante), T es el elemento que se busca en una receta, su sabor general (taste), desglosado en varias ecuaciones (que van de la originalidad a la composición de paladar), con cinco elementos generales, que son: dulce, salado, grasa, «mordisco» (cómo se percibe la textura en la boca) y acidez, para alcanzar el llamado «equilibrio Big Mac». Y cuando se busca una receta que tenga el sabor ideal no se trata de añadir, simplemente, la misma cantidad de cada elemento, sino la misma cantidad percibida de cada uno de ellos, que es lo difícil de lograr en la fórmula: probablemente, «una pizca de algo frente a una cucharadita de té de otra cosa», como dice Morin. Es una cuestión de proporción. Cuando se altera uno de esos cinco elementos de una receta también se altera su armonía, lo que automáticamente crea una necesidad de aumentar los otros cuatro según el teorema, que vale para cualquier concepto de cocina, el que sea. «Cuando preparo lentejas, dejo que se asienten en el caldo de cocción antes de empezar a salarlo. Pero la sal va a dejar el caldo salado, de modo que añado unas gotas de vinagre que piden una pizca de azúcar, una pizquita de pimentón picante y hasta un poco de mantequilla, o, si el caldo ya se ha enfriado, un hilo de aceite y un poco más de cada cosa. El resultado son unas lentejas con sabor a lentejas que tomaron esteroides», dice, ejemplificando la compleja química que interviene en el sazonado perfecto. El «teorema del Big Mac» de Joe Beef no es una materia académica que pueda enseñarse en clases de gastronomía, sino una teoría democrática de cómo la naturaleza armoniosa del bocadillo puede ayudar a cualquier cocinero, del aficionado al profesional, a entender las proporciones y cómo el desequilibrio puede ser fatal en una receta. En el caso del Big Mac esa combinación logra un perfil de sabores tan excelente que el bocadillo nació casi a prueba de errores, algo que los exigentes modelos de producción de McDonald’s se limitaron a abreviar. En cualquier parte del mundo un Big Mac se reconoce al primer bocado. «Es irresistible e irrefrenable», afirma Morin.

 

Según datos del propio McDonald’s, todos los días se venden 2,4 millones de Big Mac en los más de 36.000 establecimientos de la cadena repartidos por más de cien países. Ya sea en un edificio modernista de los años treinta con una araña de cristal y una escultura de más de cinco metros de un águila posada sobre el rótulo de la marca, o en una pagoda construida en la base de una montaña con vistas a un río sagrado, cada uno de esos 2,4 millones de Big Mac consumidos tiene, invariablemente, el mismo sabor. Al haberse convertido en una fórmula industrial fácil de reproducir, el Big Mac se ha consagrado como la primera receta esencialmente globalizada del mundo, replicada de forma análoga de Andorra a Tailandia, de Brunéi a Malta.

Si bien entre los siglos XV y XVI los aventureros europeos arriesgaron su vida en el mar, en rutas comerciales al Sudeste Asiático y a las Américas en busca de especias, y regresaron con los barcos llenos de otros ingredientes aún más valiosos, iniciando así una revolución gastronómica mundial y un intercambio global de sabores sin precedentes en la historia, puede decirse que ninguna creación ha tenido una presencia tan ostentosa en el mundo como la del bocadillo creado por Michael Delligatti (Jim). Ni siquiera la pizza, tampoco la pasta, por la que quedó prendado Marco Polo, el famoso mercader veneciano, antes de convertirse en una quintaesencia de la cocina italiana. Porque McDonald’s consiguió diseminar pequeñas «fábricas» por el planeta con un ambicioso plan de expansión, iniciado en 1953 (cuando abrió la primera franquicia en Phoenix), capaz de fabricar miles de bocadillos por minuto, hechos de la misma manera en el mismo tiempo por personas con formaciones, culturas y vivencias muy distintas. Algo que la cadena ya había aprendido a hacer bien en territorio estadounidense: antes incluso de la introducción del Big Mac, McDonald’s ya había batido la marca de mil hamburgueserías inauguradas en el país y mil millones de hamburguesas vendidas. Pero con el nuevo bocadillo como buque insignia, la estrategia de diseminación empezó a tomar cuerpo en la década de 1970, con hamburgueserías en Tokio, Ámsterdam, Múnich y Sídney. En marzo de 1988, la cadena rompió el Telón de Acero al abrir una hamburguesería en Belgrado (actual capital de Serbia), la primera en una ciudad comunista.

Por entonces, los periódicos estadounidenses, cargando las tintas con un nacionalismo exacerbado, típico del periodo de la Guerra Fría, usaron expresiones como «McMarxismo» y «victoria del imperialismo» para hablar de la inauguración histórica, que no por nada fue acogida con frenesí en una Yugoslavia a la sazón socialista. En las calles de la ciudad no faltaban quienes decían que esas hamburguesas, lo mismo que el rock, eran influencias capitalistas que pervertirían a los jóvenes, el principal público que se aglomeraba ese día delante de la novedad. Con cintas de delimitación alrededor de la manzana donde abrió la hamburguesería, en los alrededores de la plaza Slavija, y con un contingente de fuerzas policiales designado para controlar a la multitud que se agolpó en la puerta, la apertura del primer McDonald’s de Europa oriental fue, según todos los testimonios, la inauguración de un restaurante más exitosa que se recuerda en Belgrado: en un día fueron atendidas más de seis mil personas, una marca más para la cadena en Europa. Durante muchos años, tener una franquicia de McDonald’s fue un motivo de orgullo para las ciudades de Europa oriental (como lo sigue siendo, por ejemplo, en ciudades del interior de todo el mundo), especialmente para los serbios. Cuando se agravaron las tensiones entre Serbia y Croacia, incluso antes del desmembramiento de Yugoslavia, los hinchas serbios entonaban cánticos con el nombre de la cadena en los estadios cuando su equipo de fútbol se enfrentaba a los rivales croatas, que no tenían ningún Big Mac que llevarse a la boca. Uno de ellos, muy cantado a finales de los años ochenta, decía así: «Tenemos un McDonald’s, McDonald’s, McDonald’s; tenemos un McDonald’s, ¿dónde está el vuestro?». Muchas otras versiones (digamos que no tan afables) incluyeron el nombre del famoso bocadillo en los cánticos para provocar a la hinchada rival.

Pero tener un McDonald’s acarreó una serie de percances, primero en Belgrado y luego en otras ciudades del territorio serbio. El más importante, quizá, fue la dificultad financiera de llevar el negocio: las divisas de Europa oriental, incluyendo el dinar yugoslavo, no podían convertirse en dólares. Esto significaba que el McDonald’s yugoslavo operaba prácticamente con un sistema de trueque: ante la falta de transacciones comerciales por «incompatibilidad de divisas», solo quedaba el viejo sistema de la permuta para comprar un bocadillo y unas patatas fritas. Los ingresos de la franquicia de Belgrado, por ejemplo, no se transferían a la corporación McDonald’s en dinero, sino en comida yugoslava, usada por la empresa para abastecer sus restaurantes en Europa occidental, gracias a una asociación local con Genex, una de las empresas agrícolas más grandes de Yugoslavia, que empezó a suministrar productos tres años antes de la inauguración.

Pero ni aun así se pudieron mantener los patrones establecidos por McDonald’s en sus recetas. Faltaban algunos aderezos necesarios para reproducir las creaciones de la marca. Aunque la carne era abundante en la región de los Balcanes, no se podía reproducir el kétchup, condimento simbólico de la comida servida en los McDonald’s. «Tenemos extracto de tomate, puré de tomate, salsa de tomate, pero no hay nada en el mercado que se parezca al kéctchup —declaró Gara Stevanovich, director comercial de McDonald’s, a un periódico local—. Tenemos dificultad para conseguir la dulzura ideal de la salsa.» Lo curioso es que, varias décadas después, los serbios se aficionaron al kétchup e invariablemente embadurnan la comida, sea pizza o pasta, con enormes cantidades de esa salsa roja, una forma muy estadounidense de domesticar todo tipo de manjar. Trump lo aplaudiría.

 

Catorce años antes del restablecimiento de las transferencias bancarias internacionales con Serbia, el Big Mac, hamburguesa convertida en símbolo del capitalismo, ya había entrado en la historia de la economía. No por los miles de unidades vendidas, ni por las ganancias acumuladas en las arcas de McDonald’s (que sigue siendo el campeón de las ventas en la mayoría de los países), sino porque pasó a ser un índice para calcular la devaluación o revaluación de las monedas internacionales en el macroescenario económico. Creado en 1986 por la revista The Economist, la más importante del sector, el índice Big Mac (BMI, por sus siglas en inglés), como se llamó, ha registrado hasta hoy los precios del bocadillo más famoso del planeta en varios países y, basándose en ellos, exhibe una radiografía del nivel de vida en cada uno de ellos.

Como el Big Mac consta de los mismos ingredientes en cualquier lugar, esta variación se puede observar partiendo de ellos. Aunque fue un índice inventado medio en broma en la redacción, el mercado acabó tomándolo más en serio de lo que podía imaginarse la revista. La idea de la editora de la revista, Pam Woodall, al ver que los Big Mac se vendían prácticamente en todo el planeta a mediados de 1980, pensó que podrían ser el gran nivelador de la capacidad adquisitiva. Bastaba con llamar a los McDonald’s de todo el mundo y, una vez registrado el precio de un Big Mac en cada país, tabular los datos en un índice Big Mac anual (que después fue semestral). Aún hoy los periodistas de la revista anotan los precios del Big Mac en varios países y los convierten en dólares. Así puede verse que el precio de la hamburguesa, que teóricamente debería ser el mismo (ya que tiene los mismos ingredientes), oscila mucho con arreglo al lugar y la época —por ejemplo, después de una crisis económica—. Cuando los productos de algunos lugares parecen baratos comparados con los de un país determinado, por ejemplo, significa que la moneda de dicho país está devaluada (o la de los otros revaluada).

Según la propia revista, se trata de «una guía informal para saber si las monedas están en el nivel “correcto”». El índice Big Mac se basa en la teoría de la paridad del poder de compra, o sea, en la noción de que a largo plazo las tasas de cambio deberían incluir la tasa que nivela los precios de una cesta idéntica de bienes y servicios (en este caso, una hamburguesa) en dos o más países. Aunque no se propone como un indicador preciso de la desviación de la moneda, sino como un instrumento para hacer que la teoría de la tasa de cambio sea más accesible para el público en general, el índice Big Mac ha llegado a ser un patrón usado en muchos libros de economía y en cientos de artículos académicos. Era la prueba definitiva para situar la marca McDonald’s como un firme indicador del desarrollo del capitalismo global, mostrando la gran expansión por otros países de la marca y su fuerte identificación con el progreso económico. En febrero de 1996, diez años después de que la primera hamburguesería de la cadena llegara a Europa oriental, por fin se inauguró otra en Zagreb, capital de Croacia, con una fiesta, según cuenta el periódico Slobodna Dalmacija, aunque mucho más modesta que la inauguración de Belgrado. Sin embargo, en 2018 el país alcanzó la cifra de treinta locales de la red en su territorio, uno más que Serbia. El Big Mac ya podía ayudar a desatascar el grito de respuesta atravesado en la garganta de los croatas.