2. «Mamá, creo que soy marciana»

Imagina a una niña cenando tranquilamente que, sin venir a cuento, le suelta a su madre: «Mamá, creo que soy marciana. ¿Cuándo crees que me vendrán a buscar?».

Me has imaginado a mí, ¿verdad? Pues no, nunca lo dije, aunque ganas no me faltaron. Lo que me faltó fue el valor para hacerlo. En muchas ocasiones pensé que yo era de otro planeta y que cualquier día me vendrían a buscar. O que era la protagonista de un programa cínico —muy cínico— de telerrealidad y descubriría el mundo real al llegar al último capítulo. La película El show de Truman tuvo mucho que ver en este segundo pensamiento recurrente.

En su momento no tuve el valor de contarle estos pensamientos a nadie, pero ¿te imaginas la estampa? Yo visualizo perfectamente la cara de estupefacción de mi madre, tanto por el contenido de mis palabras como por el hecho de exteriorizar un ápice de mis sentimientos. Yo, la dama sonriente de hielo. De haberlo hecho, creo que me habrían tomado por loca. Y no me extraña. Así que entre arriesgarme a convertirme en «la loca» o seguir siendo «un poco rarita», elegí lo segundo. Llámame conservadora o cobarde (o #consbarde). Mi etiqueta deseada siempre había sido la de «normal», entendiendo la normalidad como ser lo más parecido a la mayoría de las personas, lo cual es algo muy subjetivo, por cierto. Así que ser «un poco rarita» estaba más cerca de ser «normal» de lo que lo estaba ser «una loca».

Pero volvamos a mi yo «marciana» con un par de datos absurdos que me apetece compartir contigo. Dato un poco absurdo: en la parte final de la película E.T. se me hacía un nudo en el estómago, como si me viera reflejada en él. Dato muy absurdo: hace años vi una película que me pareció malísima, Los caraconos. Si buscas en Google, verás que son personas con la cabeza en forma de supositorio. No recuerdo de qué iba la película, peeeeeeero (con gallo incluido en la e) los personajes eran extraterrestres y yo tengo la cabeza en forma de huevo —huevito, según mis hijos—, puntiaguda. Ojo, sin llegar a parecer un supositorio en posición de despegue (hay quien dice que se tienen que poner al revés; de nada por el dato). Así que eso también hacía crecer la creencia #cencérrica de que yo era marciana. Importante: si un día me ves en persona, ni se te ocurra comprobarlo. Tú confía en mi palabra. Vamos, que ni se te ocurra tocarme la cabeza, ni ninguna otra parte del cuerpo.

A pesar de ponerle este punto de humor, tengo que decirte que el hecho de tener esos pensamientos era agotador y frustrante a partes iguales. Imagina por un momento vivir durante años con la sensación de que has nacido en el mundo equivocado; en un mundo donde parece que no hay un lugar para ti, en el que te sientes desubicada prácticamente siempre. ¿Y por qué pensaba eso? Pues por algo aparentemente simple: porque me sentía diferente. Y tú me dirás: «Bueno, todos somos diferentes». Y yo te responderé: «Sí, pero yo funciono con un sistema operativo diferente al de la mayoría, como si la sociedad se hubiera creado por y para el sistema Android y yo fuera iOS. Las aplicaciones desarrolladas por Android no funcionan en mi sistema, por mucho que yo intente incorporarlas».

Con el paso del tiempo te das cuenta de que llevas toda una vida intentando entender por qué te sientes diferente. Es un sentimiento difícil de explicar. Un sentimiento de no pertenencia a nada ni a nadie. Una sensación continua de abandono frente a una vida que, por mucho que lo intentaba, no entendía y, sin percatarme de ello, me iba perdiendo a mí misma.

Sentido de pertenencia: sentimiento de ser parte de un grupo, o una comunidad, en el que te sientes identificado con otras personas con las que puedes crear vínculos afectivos sanos, así como tener referentes que refuercen un desarrollo emocional positivo y mejoren tu autoestima.

Tenía la extraña sensación de que todo el mundo había nacido con un manual de instrucciones básico integrado, o con una hoja de ruta que a mí no me habían dado, e iba intentando ver qué decía la de los demás. Me enfadaba porque veía que la mayoría de las personas se desenvolvían muy bien con cosas aparentemente fáciles que a mí me costaban horrores. ¿En qué cosas? (Sabía que me ibas a preguntar esto.) Pues, por ejemplo, en el juego, tanto en el patio del colegio como en las fiestas de cumpleaños y, en general, cómo se desenvolvían unos con otros o, por ejemplo, cómo se relacionaban con los profesores de la guardería y del colegio.

Retomando el tema, es francamente desagradable y desconcertante vivir en ese limbo; no por el hecho de ser diferente, sino por sentirte fuera de lugar cada día y en todos lados. Por fuera era una niña sonriente y complaciente, pero por dentro la cosa cambiaba y era muy diferente a esa imagen que se percibía exteriormente. Dentro de mí habitaba una personita a la que no le permitía, bajo ningún concepto, que nadie la descubriera. Era una niña tremendamente insegura; todo me daba miedo y necesitaba aceptación de todo lo que hacía, incluso de lo que pensaba. Me sentía continuamente frustrada e insatisfecha por ser quien y como era. ¿Y por qué? Porque veía que no era como los demás. Porque me aterraba decepcionar a mi entorno. Aunque mi entorno no me exigiera cosas, ya me las exigía yo solita.

¡Stop! Temazo que me caracteriza: la hiperexigencia. El deseo de controlar y tener toda la responsabilidad, de buscar siempre la perfección con objetivos poco alcanzables. Yo la llamo #autiexigencia y la defino como el afán destructivo por querer lograr la perfección en todo lo que hago, basándome en lo que creo que esperan de mí y sin tener en cuenta qué quiero ni cómo lo quiero.

Me exigía tanto porque no quería ser un bicho raro y sentía que no podría soportar que me dejaran de lado. Ya sabes, esa meta de querer ser «normal». Tenía miedo de ser de una manera distinta a la que yo creía que era la correcta y esperada por los demás. Necesitaba encajar en mi entorno y, para ello, tenía que convertirme en otra persona. ¿Cómo se hace eso? Pues enmascarando para aparentar ser de una manera y camuflando mis «rarezas» para que nadie se diera cuenta. (Te acabo de colar un par de conceptos básicos más. Te los explicaré más adelante.)

Creo que desde muy pequeña aprendí a observar desde el segundo plano para crear patrones de comportamiento diferentes en cada entorno y, de alguna manera, crear esa hoja de ruta que todos tenían y que a mí no me dieron al nacer. Así que bajo esa coraza de niña tímida y observadora había un trabajo exhaustivo y agotador para intentar entender el mundo sin que nadie se diera cuenta.

Recuerdo que debía tener unos diez años y me llevaron a jugar a casa de unos conocidos, amigos de mi tía, que tenían dos niñas de mi edad. Vaya por delante que son personas maravillosas con quienes me sentía cómoda. Esas niñas tenían algo que yo creo que era el sueño de muchos niños, por lo menos de mi generación (ahora los niños tienen aspiraciones muy tecnológicas): una casa construida a medida en el garaje, en plan casa de muñecas gigante. ¿Te imaginas qué maravilla? Una casa de madera, con sus estancias separadas, con todo tipo de detalles, con dos plantas, con terraza y un garaje que, por si no te parecía suficiente, dentro tenía un coche eléctrico biplaza descapotable. Ese coche de Feber que, igual que el muñeco Mr. Potato, pedí a los Reyes Magos y nunca me trajeron, cosa que me mosqueó durante muchos años. Sabes de qué coche te hablo, ¿verdad? Lo más parecido que tuve fue uno a pedales, y tengo pruebas gráficas de ello (cara seria con ceja izquierda levantada). Con este dato puedes intuir que de niña me gustaba jugar con coches, sobre todo para aparcarlos, para lanzarlos por las rampas de los aparcamientos y para ver las diferencias entre unos y otros en función del peso, las ruedas y otras variables.

Estoy dándole vueltas para no ser muy bruta, por esa transparencia mía carente de filtros, porque no quiero que nadie se tome a mal lo que quiero decir ahora. A ver, voy a analizar la situación: me encontraba en un entorno agradable, con personas que me hacían sentir bien y la casa era ideal para jugar. El resultado debería ser positivo, ¿no? Pues no. No lo fue por una sencilla razón: me sobraban las personas (¡bum!, ya lo he soltado) para poder disfrutar de aquel paraíso. Ojo, insisto: eran personas con las que me sentía bien. Ahora lo estoy intentando arreglar con un «no eres tú, soy yo», lo sé, pero a mí me gustaba más jugar sola o, como máximo, solo con otra persona. Si éramos más de dos personas era muy posible que aprovechara la situación para evadirme. En el juego, en general, me encantaba imaginar situaciones y recrear los escenarios, pero sin desarrollar el juego simbólico. Me daba mucha vergüenza tener que jugar a imitar situaciones cotidianas; me sentía ridícula y torpe. Yo era más de imaginar planes de empresa, viajes o eventos.

¿Qué tiene que ver todo esto con, por ejemplo, lo que te explicaba sobre el sentido de pertenencia? Pues que era muy contradictorio sentir frustración por ese sentimiento de no pertenencia y tener una necesidad extrema de encajar y, a la vez, preferir jugar sola. Quizás con esto dejaba en evidencia ese modus vivendi en el que no me permitía ser yo; ni siquiera quería escucharme para saber qué era lo que realmente me gustaba y me hacía feliz. Eso nunca fue mi prioridad. Ni siquiera fue una opción válida a lo largo de mi infancia.

Recuerdo otra situación en la que estaba en casa de unos familiares. Aparte de sus hijas, a las que ya conocía, había un par de niños más. No tenía ni idea de que me encontraría en esta situación y tuve que improvisar. Ese día me dio por hacer la payasa y dar rienda suelta a mi lado #unicórnico. Se rieron, pero no de mí, sino conmigo (o eso creo, que ingenua lo soy un rato largo). Se lo pasaron tan bien que, cuando me vinieron a buscar, recuerdo perfectamente a uno de los niños diciendo: «¡Qué divertida es tu hija!». Desde ese día desarrollé un personaje divertido para ciertas interacciones sociales. Era un personaje fácil y resultón que, además, camuflaba mis carencias para detectar las ironías. Lo que no sabía era que aquello sería uno de los aspectos más agotadores de mi vida. Y aquí volvemos a los dos conceptos que te he colado antes y te voy a explicar cómo los interpreto yo.

Enmascarar o máscara social: interpretar un personaje basándome en los patrones de comportamiento que había ido creando. Tenía un surtido de máscaras sociales para cada situación o entorno.

Camuflar: ocultar —o intentar ocultar— los comportamientos que consideraba que eran rarezas y que me podían alejar de mi objetivo de encajar y ser como los demás.

Posiblemente todo sea un mismo concepto, pero mi neurona cuadriculada los ve como dos distintos. En todo caso, veo ambos como mecanismos de supervivencia, y a la vez armas de doble filo, para intentar encajar en un mundo hostil.

También intenté encontrar ese sentido de pertenencia a través del deporte como, por ejemplo, la gimnasia. Uno de los pocos deportes que me gusta ver es la gimnasia, tanto rítmica como artística, femenina y masculina, y en uno de mis tantos cambios de aficiones en la búsqueda del sentido de pertenencia, decidí que quería hacer gimnasia rítmica. Yo, que si intento tocarme los pies no llego más allá de las rodillas. Además, era lo que practicaban las niñas «populares», así que se convirtió en algo imprescindible en mi carrera para conseguir encajar y ser como las demás.

Me apuntaron a un centro cerca de mi casa, en un polideportivo, y recuerdo lo feliz que estaba con mi maillot empezando a formar parte de eso que tanto me fascinaba. Resultado del experimento: duré pocas semanas, porque, aparte de no tener ningún tipo de gracia con mis movimientos bruscos, colé los aros varias veces en el techo. Si me decían que lanzáramos el aro hacia arriba… pues aparecía mi potencia descontrolada dándolo todo y se iba arriba, sí. Alguna compañera se llevó más de un pelotazo o cuerdazo y las mazas (eso que parecen bolos estrechos) no me dejaron ni tocarlas (¡y menos mal!).

Me propusieron, amablemente, que mejor probara la gimnasia artística, así que mi maillot maravilloso y yo cambiamos a gimnasia artística y allí pude mostrar mi potencia volando por encima del potro o el plinto sin tocarlo, o estampándome contra ellos. Hace falta recordar que, además, soy torpe y muy poco elástica, así que duré poco y no recuerdo por qué lo dejé; posiblemente por petición popular. Pero por lo menos tengo el recuerdo de haber participado en una exhibición en la que me sentí muy feliz y realizada por el simple hecho de estar allí, siendo una más de todas esas niñas a las que idolatraba en mis sueños.