Había una vez, en el lejano reino de Ágrabah, una princesa que estaba harta de estar encerrada en su palacio. Yasmín, la hija del sultán, soñaba con vivir una vida de aventuras y de libertad.

—¡Ni siquiera puedo dar un paseo sola por la ciudad! —le dijo esa mañana a Rajá, su querido tigre de compañía. Suspiró y añadió—: Lo peor es que la ley me obliga a casarme antes de mi próximo cumpleaños, que será en un par de días. Pero ¡no amo a ninguno de los pretendientes que han venido a pedir mi mano! Yo… ¡no me quiero casar con un hombre al que no quiera de verdad, ni con alguien que no sueñe con vivir aventuras y ser libre!

Al mismo tiempo, en el bazar de Ágrabah, un muchacho pobre llamado Aladdín corría hacia su refugio, por los techos de los edificios de la ciudad, escapando de los soldados del sultán. Había robado un mendrugo para alimentar a dos niños que estaban hambrientos. Pero, por suerte, ¡los soldados no encontraron su escondrijo!

—¿Sabes, Abú? —le dijo Aladdín a su pequeño amigo el mono, señalando el palacio que se divisaba a lo lejos—, algún día seremos ricos. Y ¡por fin podremos hacer todo lo que queramos!

Pero por aquel entonces, Aladdín no sabía que ser rico no siempre era lo mismo que ser feliz. ¡Yasmín era la mejor prueba de ello! Disfrazada de criada, la princesa había decidido huir del palacio, pues prefería vivir bajo la luz de las estrellas que casarse en contra de su voluntad. Por desgracia, la joven no conocía las costumbres de las personas corrientes y, al ver a un niño hambriento en el bazar, cogió una manzana de un puesto y se la ofreció, sin pensar que primero tenía que pagarla.

—No lo sabía, no tengo dinero —se disculpó la princesa ante el vendedor, que no dejaba de gritar: «¡A la ladrona! ¡Encerradla!».

¡El tendero llamó a los guardias! Por pura casualidad, Aladdín pasaba por allí. Se llevó a la joven a su escondite para que estuviese a salvo. Estuvieron hablando durante un rato y descubrieron que los dos tenían los mismos sueños y se gustaban mucho… cuando, de repente, ¡los soldados de la guardia descubrieron el refugio de Aladdín!

Entonces, Yasmín se quitó el disfraz y confesó:

—Soy yo, la princesa Yasmín, y este chico es mi amigo, ¡así que dejadlo en paz!

—No podemos hacerlo, seguimos las órdenes de Yafar, el visir real.

Los soldados se llevaron al calabozo a Aladdín, quien no acababa de creerse que él, un humilde mendigo, acabara de enamorarse de la princesa Yasmín…