
Mulán estaba en la cocina, ocupada removiendo una olla de sopa para la cena, bastante triste. Sentada a la mesa, la abuela Fa separaba los granos de arroz. En la cocina reinaba el silencio, pues las dos estaban sumidas en sus pensamientos, después de las últimas noticias que les habían dado: Fa Zhou, el padre de Mulán, tendría que unirse al ejército chino para proteger al imperio de la invasión de los hunos. Un hombre de cada familia tenía que estar a disposición del emperador. Como Mulán no tenía hermanos, su padre había sido el elegido. No obstante, aunque en el pasado Fa Zhou había sido un gran soldado, ya no era tan joven ni tan fuerte como para volver a enfrentarse a los enemigos en el campo de batalla.
Mulán estaba desesperada: si su padre se unía al ejército, seguramente no volvería a verlo jamás.
—¿Por qué tiene que irse mi padre a la guerra? —le preguntó a su abuela—. Si no va, sólo será un soldado menos, ¡el emperador ni se enterará! En cambio, si se muere…, ¡será una gran pérdida para nuestra familia! —siguió Mulán, suspirando.
Su abuela también dio un gran suspiro y continuó separando el arroz.
—¡Tienes toda la razón! Un grano de arroz, como este que tengo entre las manos, es muy pequeño y carece de valor. —Entonces alzó la mano y dejó caer el grano dentro del cuenco que acababa de llenar—. Todos estos granos pueden alimentar a un gran número de personas. El emperador necesita un ejército formado por muchos, muchos hombres, para poder frenar el ataque de los invasores.
Mulán sacudió la cabeza con un gesto de tristeza; estaba segura de que se echaría a llorar en cuanto intentara hablar. Era joven y testaruda y le costaba aceptar el gran sacrificio que su padre estaba a punto de hacer.
La abuela Fa estaba tan triste como Mulán, pero la anciana entendía que era inútil luchar contra esa clase de sucesos. Se levantó y se marchó de la cocina sin decir nada más.
Mulán siguió removiendo la sopa, aunque no fuese necesario. Cerca de la olla encontró un cuenco lleno de una especia de color rojo. Cogió el pequeño bol y lo observó con gran atención.
—Un grano de arroz es pequeño y carece de valor… —dijo la joven—. Y, sin embargo, una pizquita de esta especia puede cambiar el sabor de toda la sopa.
Del mismo modo, una única persona puede cambiar las cosas…
Mulán echó el contenido del recipiente en la olla.
—¡A por todas! —exclamó la joven, sonriendo.
