Desde ese día, la princesa Aurora se llamaba Rosa. Vivía en una cabaña en el bosque, y creció escondida junto a las tres hadas, que se esforzaban por ocultarle sus poderes mágicos. Rosa desconocía la verdadera identidad de las hadas y su vida era la misma que la de cualquier otra joven del reino, a salvo de la malvada hechicera Maléfica. El día de su cumpleaños, Rosa bailaba y cantaba por el bosque, acompañada de sus amigos los animales, cuando un príncipe, que la había oído cantar y que había seguido su melodiosa voz, se unió al vals improvisado de la muchacha. Fue amor a primera vista, y los jóvenes quedaron en encontrarse esa misma noche allí, en el bosque. Pero, al volver a casa, una sorpresa esperaba a la joven Rosa… Como cumplía dieciséis años, las hadas le revelaron su secreto mejor guardado:

—Eres la princesa Aurora y nosotras somos tus hadas madrinas. Te has criado aquí con nosotras para protegerte de la malvada Maléfica. El hechizo que te lanzó de pequeña acaba a medianoche, así que ha llegado el momento de que vuelvas al castillo y a tu vida de princesa.

—Pero… ¡no me puedo ir! —protestó Aurora, pensando en el joven caballero del bosque.

—No tienes otra opción —se lamentaron las hadas—. ¡Tu reino te reclama!

Con el corazón roto, Aurora volvió al castillo esa misma noche. Por supuesto, Maléfica intentó hechizarla en cuanto puso un pie en su nuevo hogar y… ¡Aurora se pinchó el dedo con el huso de una rueca antes de medianoche! Tal y como decía la profecía, la princesa cayó presa de un profundo sueño, del que sólo despertaría con un beso de amor verdadero. Por suerte, las hadas descubrieron que el caballero del que Aurora se había enamorado resultó ser el príncipe Felipe. Sin dudar ni un segundo se lanzaron en busca del príncipe, pero Maléfica lo había capturado para evitar que pudiese salvar a la princesa. Entonces, las hadas se colaron en la cárcel donde se encontraba el príncipe y le entregaron una espada encantada. Gracias a ella y demostrando gran valentía, ¡el muchacho pudo derrotar a la hechicera malvada! Después, las hadas lo llevaron hasta la durmiente Aurora. Cautivado por la extraordinaria belleza de la princesa, Felipe le dio el beso de amor verdadero más sincero que se haya visto jamás. Entonces, Aurora se despertó y, tras reconocer a su amado del bosque, se echó a sus brazos, llorando de alegría.

Poco después, con la misma alegría, se celebró la boda del príncipe Felipe y la princesa Aurora…, ¡tal y como sus padres habían deseado tras el nacimiento de la princesa!