Había una vez un rico viudo que adoraba a su única hija, Cenicienta. Tanto la quería que, temiendo que notase la falta de una presencia femenina en su vida, un día el hombre decidió volver a casarse. Se casó con una mujer viuda, madre de dos niñas: Drizella y Anastasia.

Las nuevas hermanastras eran malas, crueles y tontas, mientras que Cenicienta era amable, dulce e inteligente. El tiempo pasaba y las hermanastras estaban cada día más celosas de Cenicienta. Pero Cenicienta perdió a su padre, y su vida cambió por completo. La malvada madrastra comenzó a humillarla, obligándola a dormir en el desván y a ser su criada. Cenicienta trabajaba a todas horas en su propia casa: ella sola limpiaba, lavaba la ropa, cocinaba, cosía y planchaba. Por las mañanas era la primera en levantarse y, por la noches, la última en acostarse. No obstante, a pesar de sus desgracias, la joven siempre estaba contenta: podía ver el lado bueno de todas las cosas. Le encantaban la primavera, las flores y el canto de los pajaritos, quienes eran sus mejores amigos, junto con los ratoncitos. Todas las mañanas, en el desván, los pájaros y los ratones estaban allí para darle los buenos días cuando se despertaba. Cenicienta canturreaba con ellos y les contaba algunos de sus sueños más secretos…, pero no todos, ¡no fuese a ser que jamás se cumpliesen! Pero, esa mañana, llegó a la casa un mensajero del rey: les anunció que el príncipe iba a celebrar un baile esa noche y que invitaba a todas las muchachas casaderas del reino, pues esperaba encontrar entre ellas a su futura esposa. Drizella y Anastasia daban saltos de alegría ante la idea de ser las elegidas. Entonces, Cenicienta les dijo:

—En ese caso…, ¿yo también puedo ir? Las hermanastras se rieron de la pobre Cenicienta, y su madrastra le contestó:

—Por supuesto, Cenicienta. Pero antes tienes que acabar todas tus tareas… y encontrar un vestido adecuado para la ocasión.

Tras las palabras de su madre, Drizella y Anastasia le pusieron el doble de tareas a Cenicienta para impedir que la bella joven pudiese estar lista para ir al baile.

—¡Esto no es justo! —exclamaron los ratoncitos, indignados—. ¡Vamos a ayudar a nuestra amiga!

Así, mientras la joven limpiaba y pulía el suelo, los ratoncitos le confeccionaron un precioso vestido de seda rosa.

—¡Vaya, gracias! —exclamó Cenicienta esa noche al ver la maravillosa sorpresa que le habían preparado sus amigos—. Con este vestido, ¡ya puedo ir al baile!

Pero se le olvidaba un detalle: la maldad de sus crueles hermanastras…