Introducción. «Un jour, peut-être, le siècle sera hégélien»
En 2020 celebramos el 250.º aniversario del nacimiento de Hegel. ¿Es Hegel solo una curiosidad histórica, o todavía nos concierne su pensamiento? «Un jour, peut-être, le siècle sera deleuzien», escribió Michel Foucault en la reseña de un libro de Gilles Deleuze. El presente libro propone la hipótesis de que, en cierto sentido, el siglo xx no fue deleuziano, sino marxiano, y el siglo XXI será hegeliano. Esta afirmación parece una locura: en nuestro mundo de física cuántica y biología evolutiva, de ciencias cognitivas y digitalización, de capitalismo global y totalitarismo, ¿no está Hegel fuera de lugar? Nuestro punto de partida no es que Hegel viera todo eso o que lo intuyera; no, no lo predijo y sabía que no podía predecirlo. El «saber absoluto» hegeliano no implica que Hegel «lo supiera todo», sino que representa la existencia de un límite infranqueable. Recordemos el categórico rechazo a «dar instrucciones acerca de cómo debería ser el mundo», en el prólogo a la Filosofía del derecho:
La filosofía, por lo demás, llega siempre demasiado tarde. Como pensar del mundo, surge por primera vez en el tiempo, después de que la realidad haya cumplido su proceso de formación y esté realizada. [...] Cuando la filosofía pinta el claroscuro, un aspecto de la vida ya ha envejecido y en la penumbra no se puede rejuvenecer, sino solo reconocer: el búho de Minerva inicia su vuelo al caer el crepúsculo.1
Robert Pippin puso de relieve la conclusión evidente (que casi nadie ha visto) de esa afirmación: ha de ser aplicable también a la noción de Estado que se desarrolla en su propia Filosofía del derecho; el hecho de que Hegel pudiera desarrollar su concepto significa que la noche está cayendo sobre lo que los lectores de Hegel suelen percibir como una descripción normativa de un estado racional modélico. Por eso, la filosofía de Hegel representa una apertura hacia el futuro: no hay en Hegel escatología, no hay ninguna imagen del brillante (u oscuro) futuro hacia el que nuestra época tiende. No menos evidente puede parecer, por esa misma razón, que el pensamiento de Hegel es la peor elección posible para un pensador a través de cuya lente se debería interpretar el presente; sí, estaba completamente abierto al futuro, pero ¿no era por esa misma razón incapaz de arrojar luz sobre él?
Nosotros apostamos por lo contrario de esa «obviedad»; precisamente por estar por completo «desfasado», el pensamiento de Hegel nos proporciona unas lentes únicas para percibir las posibilidades y los peligros de nuestro tiempo. Ser hegeliano hoy en día no significa construir un nuevo ideal (de reconocimiento pleno, de estado racional, de saber científico) y luego analizar por qué no hemos llegado ya a él. Significa que hay que actuar como un verdadero posthegeliano, es decir, tomar a Hegel no como una conclusión, sino como un punto de partida, preguntándonos qué aspecto tendría el actual estado de cosas desde ese punto de partida, y si Hegel nos permite comprender mejor precisamente esos fenómenos que son sin ninguna duda posthegelianos, ¿que representa lo que «Hegel no podía imaginar»?
Pero ¿a qué Hegel me estoy refiriendo aquí? ¿Desde dónde estoy hablando?2Simplificándolo al máximo, la tríada que determina mi postura filosófica la forman Spinoza, Kant y Hegel. Podría decirse que Spinoza es la máxima expresión de la ontología realista: ahí fuera hay una realidad sustancial que podemos llegar a conocer por medio de la razón, descorriendo el velo de la fantasía. El giro trascendental de Kant introduce aquí una brecha radical: no podemos acceder a las cosas tal como son en sí mismas, nuestra razón se ve limitada al ámbito de los fenómenos y, si intentamos llegar —más allá de estos— a la totalidad del ser, nuestra mente queda atrapada en necesarias antinomias e incongruencias. Lo que hace Hegel es postular que no hay realidad en sí misma más allá de los fenómenos, lo cual no quiere decir que todo lo que hay se reduzca a la interacción de estos. El mundo fenoménico se caracteriza por el obstáculo de la imposibilidad, pero más allá de ese obstáculo no hay nada, no hay otro mundo, no hay ninguna realidad positiva, de modo que no estamos regresando al realismo prekantiano; se trata solo de que aquello que para Kant es la limitación de nuestro conocimiento, la imposibilidad de alcanzar la cosa en sí misma, se inscribe en esa misma cosa.
Pero, nuevamente, ¿puede Hegel seguir representando el papel de horizonte insuperable de nuestro pensamiento? La verdadera ruptura con el universo metafísico tradicional, la ruptura que determina las coordenadas de nuestro pensamiento, ¿no tiene lugar más tarde? La mejor prueba de esa ruptura es el presentimiento que nos invade cuando leemos un texto clásico de metafísica: algo nos dice que hoy ya no podemos pensar así... ¿Y no nos asalta ese presentimiento cuando leemos las especulaciones de Hegel sobre la idea absoluta? Hay un par de candidatos para esta ruptura que hace que Hegel ya no sea contemporáneo nuestro, empezando por el giro posthegeliano de Schelling, Kierkegaard y Marx, pero este giro puede explicarse fácilmente en los términos de una inversión inmanente del idealismo germánico. Con respecto a las cuestiones filosóficas predominantes durante las últimas décadas, un nuevo argumento más convincente para esta ruptura fue propuesto por Paul Livingston, quien en The Politics of Logic3lo ubicó en el nuevo espacio que simbolizan los nombres de Cantor y Gödel, donde, naturalmente, Cantor defiende la teoría de conjuntos, mediante procedimientos autorreferenciales (conjunto vacío, conjunto de conjuntos), y nos obliga a admitir una infinitud de infinitudes, y Gödel defiende sus dos teoremas de lo incompleto, los cuales demuestran —simplificándolos al máximo— que un sistema axiomático no puede demostrar su propia coherencia porque genera necesariamente afirmaciones que él mismo no puede probar ni rebatir.
Con esta ruptura entramos en un nuevo universo que nos obliga a dejar atrás la idea de una perspectiva coherente de (toda) la realidad (incluso el marxismo, al menos en su forma predominante, aún puede considerarse como un modo de pensar que pertenece al antiguo universo: elabora una visión bastante coherente de la totalidad social, en algunas versiones incluso de toda la realidad). Sin embargo, el nuevo universo no tiene absolutamente nada que ver con el irracionalismo de la Lebensphilosophie, cuyo primer representante fue Schopenhauer, esto es, con la idea de que nuestra mente racional no es más que una delgada superficie y que las verdaderas bases de la realidad son impulsos irracionales. Permanecemos en el dominio de la razón, y este dominio se ve privado de su coherencia desde dentro: las incoherencias inmanentes de la razón no implican que haya una realidad más profunda que escapa a ella; esas incoherencias son en cierto sentido «la cosa en sí». Nos encontramos pues en un universo en el que las incoherencias no son una señal de nuestra confusión epistemológica, el hecho de que se nos escapara «la cosa en sí» (que por definición no puede ser incoherente), sino, por el contrario, una señal de que hemos tocado lo real.
Las raíces de todas estas incoherencias son, por supuesto, las paradojas de la autorreferencia, de un conjunto que se convierte en uno de sus propios elementos, de un conjunto que incluye un conjunto vacío como uno de sus subconjuntos, como su propio sustituto entre sus subconjuntos. La perspectiva hegelolacaniana concibe estas paradojas como un indicio de la presencia de la subjetividad: el sujeto solo puede surgir del desequilibrio entre un género y su especie, el vacío de la subjetividad es en definitiva el conjunto vacío como la especie en la que un género se encuentra a sí mismo en su determinación oposicional, como lo habría expresado Hegel. Pero ¿cómo puede ser la misma característica la señal de la subjetividad y al mismo tiempo la señal de que tocamos lo real? ¿Acaso no tocamos lo real precisamente cuando logramos borrar nuestro punto de vista subjetivo y percibimos las cosas «tal como son en realidad», con independencia de nuestro punto de vista subjetivo? Lo que nos enseñan Hegel y Lacan es exactamente lo contrario: toda visión de la «realidad objetiva» está ya constituida por la subjetividad (trascendental), y solo tocamos lo real cuando incluimos en nuestro campo de visión el «corte en lo real» de la propia subjetividad.
La metafísica de la subjetividad aborda estas paradojas por medio de la noción de reflexividad como característica básica de la conciencia de sí mismo, de la capacidad de la mente para referirse a sí misma, de ser consciente no solo de los objetos, sino también de ella misma y de la forma en que se relaciona con los objetos. El gesto elemental de la reflexividad es el de dar un paso atrás e incluir nuestra propia presencia en la imagen o situación que estamos observando o analizando; solo así podemos abarcar toda la imagen. En una novela policiaca, cuando está analizando la escena del crimen, el investigador tiene que incluir su propia presencia, su propia mirada: a veces, el crimen está literalmente escenificado para él, para atraer su mirada, para que se involucre en la historia (en algunas películas, el detective que investiga un asesinato descubre que él es el destinatario, es decir, que el asesino perpetró el crimen como una advertencia dirigida a él). De manera similar, en una novela de Perry Mason, este presencia el interrogatorio policial de una pareja sospechosa de asesinato y no comprende por qué el marido está más que dispuesto a narrar con todo lujo de detalles lo que estuvo haciendo la pareja el día del asesinato, pero entonces cae en la cuenta: la verdadera destinataria del pormenorizado relato del marido era su mujer, esto es, aprovechó la oportunidad de estar juntos (en la cárcel estaban en celdas distintas) para contarle la falsa coartada, la mentira a la que los dos tenían que ceñirse... También podemos imaginar una trama en la que la historia que el presunto asesino cuenta a la policía es una velada amenaza de chantaje a uno de los detectives que están presentes. Lo que todos estos casos tienen en común es el hecho de que para comprender una afirmación hay que saber a quién va dirigida. Por eso, los detectives necesitan a un personaje como el Watson de Holmes o el Hastings de Poirot, alguien que represente al otro en el aspecto del sentido común, la mirada que el asesino tenía en la mente cuando cometió el crimen.
Lo que se hace palpable con la ruptura de Cantor/Gödel es la verdadera extensión de las paradojas autorreferenciales que pertenecen a la subjetividad: una vez que incluimos nuestra propia posición en la imagen del todo, ya no podemos regresar a una cosmovisión coherente. La ruptura de Cantor/Gödel hace, por tanto, imposible una totalidad coherente. Debemos elegir entre totalidad y coherencia, no podemos tener las dos cosas al mismo tiempo, y esta elección se concreta en las dos orientaciones del pensamiento del siglo XX a las que Livingston puso nombre: la orientación genérica (la postura de Badiou, consistente en optar por la coherencia a expensas de la totalidad) y la orientación crítico-paradójica (consistente en optar por la totalidad a expensas de la coherencia; Livingston, de manera no demasiado convincente, mete en el mismo saco a Wittgenstein, Heidegger, Levi-Strauss, Foucault, Deleuze, Derrida, Agamben y Lacan). Llegados a este punto, percibimos el primer hecho extraño en la construcción de Livingston, un sorprendente desequilibrio: aunque lo crítico-paradójico y lo genérico representan dos formas de abordar el nuevo universo que imposibilita la totalidad coherente, tenemos por una parte una diversidad de pensadores muy divergentes y por otra un solo nombre, Badiou. Este desequilibrio tiene una consecuencia evidente: demuestra que el verdadero tema del libro de Livingston es cómo proporcionar una adecuada respuesta crítico-paradójica al enfoque genérico de Badiou. Livingston trata a Badiou con gran respeto y es consciente de que los cimientos lógicos y políticos de su posición genérica han sido elaborados de manera mucho más precisa que las respectivas posiciones de los principales representantes del enfoque crítico-paradójico. Lo que hace a Badiou tan importante es que elabora explícitamente su posición sobre el tema que da título al libro de Livingston, «la política de la lógica»: las profundas implicaciones políticas de la cuestión lógico-filosófica de la coherencia, la totalidad y las paradojas de la autorreferencia. ¿No están esas paradojas en el centro de todos los edificios de poder que tienen que imponerse de manera ilegítima y luego legitimar retroactivamente el ejercicio del poder?
Si bien valoro enormemente el planteamiento de Livingston, mis diferencias con él son numerosas. En primer lugar, la dualidad básica del universo de pensamiento que precede a la ruptura Cantor/Gödel no es para mí la que se produce entre ontoteológico y criteriológico, sino aquella entre ontológico (en el sentido de ontología universal realista) y trascendental, entre Spinoza y Kant, por poner dos ejemplos paradigmáticos. En segundo lugar, la verdadera ruptura con este universo ya la establece Hegel, y el pensamiento posthegeliano es una regresión con respecto a Hegel. La postura de Livingston frente a Hegel es clara: aunque reconoce que la dialéctica hegeliana es un caso ejemplar de totalidad incoherente, Livingston afirma, no obstante, que en el pensamiento hegeliano esa incoherencia es «absorbida» finalmente por una totalidad mayor de autodesarrollo racional, de modo que los antagonismos y las contradicciones se reducen a momentos subordinados al uno. Conviene cuestionar este punto de vista, aunque pueda parecer casi una perogrullada. Hegel difiere de la postura crítico-paradójica no porque en su pensamiento todos los antagonismos y las contradicciones hayan sido «absorbidas» por el uno de la totalidad dialéctica: la diferencia es mucho más sutil.
Para explicar esta diferencia, demos un rodeo pasando por Lacan. Para un lacaniano, es evidente a primera vista que la dualidad de lo genérico y lo crítico-paradójico establecida por Livingston encaja perfectamente en la dualidad del lado masculino y el lado femenino de las «fórmulas de sexuación». La posición genérica de Badiou es claramente «masculina»: tenemos el orden universal del ser (cuya estructura ontológica se describe con detalle en su obra) y la excepción de los acontecimientos verdaderos que pueden ocurrir ocasionalmente. El orden del ser, que es coherente y continuo, no obedece a estrictas normas ontológicas y no permite paradojas autorreferenciales; es un universo carente de unidad preestablecida, un universo compuesto de multitudes de multitudes, de muchos mundos y muchas lenguas. Badiou nos advierte aquí contra la sabiduría tradicional, según la cual la vida es un movimiento circular y al final todo vuelve al polvo:4este círculo cerrado de la realidad, de su generación y corrupción, no es todo lo que hay; los milagros ocurren de vez en cuando, el movimiento circular de la vida es interrumpido por la irrupción de algo que la metafísica y la teología tradicionales denominan eternidad, un momento de estasis en el doble sentido de la palabra (estancamiento, detención del movimiento de la vida y, al mismo tiempo, alteración, desasosiego, aparición de algo que se opone al flujo natural de las cosas). Pensemos en el enamoramiento: es una alteración radical de mi vida cotidiana, y mi vida se estanca a causa de esa obsesión con la persona amada... A diferencia de esta lógica del orden universal del ser y su eventual excepción, el planteamiento crítico-paradójico se centra en las incoherencias inmanentes y en las alteraciones del orden del propio ser. El ser no tiene excepciones; no porque el orden del ser sea lo único que hay, sino porque, expresándolo en términos especulativos, el análisis crítico-paradójico demuestra que este orden es ya en sí mismo su propia excepción, sustentada por la constante transgresión de sus propias normas. Pero Badiou describe con precisión cómo los vacíos y fisuras (entre presencia y representación) en el orden del ser hacen posible un acontecimiento como si se tratara de una milagrosa irrupción que altera la continuidad del ser, de algo que no forma parte del ser.5
Desde el punto de vista crítico-paradójico, sin embargo, el orden del ser está siendo constitutivamente pulverizado y alterado desde dentro: en términos freudianos, y en la medida en que Badiou se refiere constantemente al orden del ser humano como la búsqueda supervivencialista del placer, se podría decir que Badiou desatiende la dimensión de lo que Freud denominó pulsión de muerte, la fuerza perturbadora del no ser en el corazón del ser. De este modo pasamos de la lógica «masculina» a la «femenina»: en lugar de que el orden universal del ser se vea alterado por eventuales excepciones, el propio ser lleva la marca de una imposibilidad fundamental, el no todo.
Livingston advierte lúcidamente el precio que tiene que pagar Badiou por la universalidad y la coherencia de su ontología matemática: tiene que incluir la multitud y el vacío entre los constituyentes fundamentales de la realidad, «multitudes de multitudes» que surgen del vacío y no de la singularidad del uno. En el universo de Cantor y Gödel, es posible obtener una universalidad coherente solo si el uno queda excluido de esta en el estadio más básico; el uno surge en una segunda ocasión como resultado de la operación de contar, que constituye un mundo a partir de la multitud. En este estadio observamos también una irreductible multiplicidad de mundos: los cuerpos, los mundos, las lenguas... son todos múltiples, imposibles de totalizar dentro de ningún uno. La única universalidad verdadera, la única universalidad capaz de imponer un uno que atraviesa la multiplicidad de cuerpos y lenguas (y también de «mundos») es la universalidad de un acontecimiento. En el ámbito de la política, en el estadio del ser hay solo una multiplicidad de cuerpos y lenguas, o de «mundos» (culturas), de modo que lo único que podemos obtener en este estadio es una especie de multiculturalismo liberal y de tolerancia con la diferencia irreductible; todos los intentos de imponer un proyecto universal que una a todas las culturas —como el comunismo— debe mostrarse como una imposición violenta y opresiva. A diferencia del planteamiento genérico de Badiou, el enfoque crítico-paradójico no acepta la prioridad ontológica de lo múltiple sobre lo uno: evidentemente, todo uno es socavado, dañado, fragmentado por los antagonismos y las incoherencias, pero está ahí desde el principio como la imposibilidad que deja espacio a la multiplicidad. Con respecto a la lengua, la Biblia acierta con la parábola de la torre de Babel: la multiplicidad de lenguas presupone el fracaso de la lengua única. A eso se refiere Hegel con la idea de universalidad concreta: al encadenamiento de fracasos. Surgen múltiples formas de Estado porque el Estado es en sí mismo una noción incoherente/antagónica.
Dicho de otro modo, lo que pretende la universalidad concreta es convertir la excepción a una universalidad en el elemento que cimenta esa misma universalidad. Veamos un caso quizá sorprendente, el de los judíos y el Estado de Israel. Alain Finkielkraut escribió: «Los judíos han elegido en la actualidad la vía del arraigo».6Es fácil distinguir en esta afirmación un eco de Heidegger cuando, en una entrevista al semanario Der Spiegel, aseveró que las cosas importantes y esenciales solo pueden surgir del hecho de tener una patria, de estar anclados en una tradición. Lo irónico del caso es que estamos hablando de un extraño intento de reproducir los estereotipos antisemitas a fin de legitimar el sionismo: el antisemitismo reprocha a los judíos la falta de raíces, y es como si el sionismo intentara corregir esa carencia proporcionando, con retraso, unas raíces a los judíos... No es de extrañar que muchos antisemitas conservadores apoyen encarnizadamente la expansión del Estado de Israel. Sin embargo, lo que ocurre con los judíos es que ahora están intentando echar raíces en un lugar que durante miles de años no fue suyo, sino que estaba habitado por otro pueblo. La solución no pasa por volver a normalizar a los judíos en otra nación, sino por darle la vuelta a la perspectiva: ¿y si los judíos como excepción fuesen un verdadero sustitutivo de la universalidad?, es decir, ¿y si en el estadio más radical «todos fuésemos judíos»?, ¿y si la falta de raíces fuese el estado primordial del ser humano, y nuestras raíces fuesen un fenómeno secundario, un intento de oscurecer nuestro desarraigo consustancial?
Pero Hegel va un paso más allá de lo que Livingston describe como la postura crítico-paradójica: para Hegel, el uno de la identidad propia no es siempre incoherente, fracturado, antagónico, etcétera; la identidad misma es la afirmación de la Singularidad radical: decir que una cosa es idéntica a sí misma significa que es distinta de todas sus propiedades particulares, que no puede reducirse a ellas. «Una rosa es una rosa» significa que una rosa es algo más que todas sus características; hay un «no sé qué» que la convierte en una rosa, hay «algo más» en una rosa que la «propia rosa». Como indica este último ejemplo, estamos hablando también de lo que Lacan denominó objet petit a, la misteriosa x que hay bajo todas sus propiedades y que hace de un objeto lo que es, lo que sustenta su identidad única. Más exactamente, ese «más» oscila entre lo sublime y lo ridículo o lo vulgar, incluso lo obsceno: decir que «una ley es una ley» significa que, aunque sea injusta y arbitraria, aunque sea un instrumento de la corrupción, una ley sigue siendo una ley y hay que cumplirla. La estructura mínima de la identidad (que es siempre autoidentidad, porque es, como ya sabía Hegel, una categoría de la reflexión) es por tanto 1-1-a: una cosa es ella misma en contraste con sus propiedades determinantes, y un objet a es el inabarcable exceso que sustenta esa identidad.
Esto, por último, nos lleva a la sutil diferencia entre Hegel y el planteamiento crítico-paradójico: no es que Hegel subordine las incoherencias y los antagonismos a una unidad superior; es, por el contrario, que para Hegel la identidad, la unidad del uno, es una forma de Singularidad. La identidad es la diferencia llevada al extremo de la autorreferencia. La unidad del uno no está permanentemente amenazada por las fisuras e incoherencias; la unidad del uno es la fisura en cuanto tal. Lo que esto significa es que la totalidad hegeliana es paradójica e incoherente, pero no «crítica» en el sentido de oponerse al centro de poder; no está atrapada en el eterno propósito de socavar o desplazar el centro de poder, en busca de las fisuras y los excesos «indecidibles» que alteran y deconstruyen el edificio del poder. O, expresándolo en los términos hegelianos de la identidad especulativa, el poder es su propia transgresión, basada en la vulneración de sus propios principios fundacionales. Aunque el planteamiento crítico-paradójico pone de manifiesto las incoherencias que constituyen nuestra identidad, su postura crítica lo lleva a intentar superar esas incoherencias; este objetivo es naturalmente inalcanzable —siempre errado y pospuesto—, y por eso el planteamiento crítico-paradójico se percibe a sí mismo como un proceso sin fin. A Derrida, el principal pensador crítico-paradójico, le gusta hablar de la deconstrucción como una búsqueda infinita de la justicia, y, en la política, de la «democracia por venir» (nunca llega a estar aquí).
En claro contraste con esta postura, Hegel no es un pensador crítico: su actitud básica es la de la reconciliación, pero no la reconciliación como un objetivo a largo plazo, sino como un hecho que nos enfrenta a la verdad amarga e inesperada del ideal concreto. Si hubiera un lema hegeliano, este sería: «¡Busca la verdad en el error!». El mensaje que quiere transmitir Hegel no es el del «espíritu de confianza» (el título del último libro de Brandom sobre la Fenomenología de Hegel), sino más bien el del «espíritu de desconfianza»: la premisa de que todos los grandes proyectos humanos salen mal y solo de esta manera pueden acreditar su verdad. La Revolución francesa buscaba la libertad universal y alcanzó su apogeo en el Terror; el comunismo buscaba la emancipación global y dio lugar al terror estalinista... La enseñanza de Hegel es, pues, una nueva versión del eslogan del Hermano Mayor de Orwell en 1984, «la libertad es esclavitud»: cuando queremos imponer la libertad directamente, el resultado es la esclavitud. Sea como fuere, Hegel no es el pensador de un ideal perfecto al que nos acercamos infinitamente. Heinrich Heine (que fue alumno de Hegel durante los últimos años del filósofo) propagó la historia de que en una ocasión le dijo a su maestro que no podía aceptar el principio de que «todo lo real es racional», y que Hegel, mirando atentamente a su alrededor, le dijo en voz baja a su discípulo: «Tal vez habría que decir: todo lo real debería ser racional». Aunque objetivamente verdadera, esta anécdota es filosóficamente falsa, cuando no una descarada invención de Heine; representa el intento por parte de Hegel de ocultar a su pupilo la dolorosa verdad de su pensamiento.
Renunciar a una postura crítica no implica renunciar al cambio social, solo dificulta ese cambio. Abordemos el espinoso caso de la inmigración. Pia Klemp, capitana del navío Iuventa, que estaba salvando a refugiados en el Mediterráneo, terminó su explicación de por qué rechazó la medalla Grand Vermeil que le concedió la villa de París con la proclama: «¡Documentación y vivienda para todos! ¡Libertad de movimiento y residencia!».7Si esto significa, en suma, que toda persona tiene derecho a trasladarse al país de su elección, y que ese país tiene la obligación de proporcionarle una vivienda, entonces estamos hablando de una abstracción al más puro estilo hegeliano: una visión que ignora el complejo contexto de la totalidad social. El problema no puede resolverse en este plano: la única solución real pasa por cambiar todo el sistema económico del que salen los inmigrantes. Lo que hay que hacer, por tanto, es retroceder desde la crítica directa hasta el análisis del antagonismo inmanente del fenómeno criticado, haciendo hincapié en cómo influye nuestra propia posición crítica en el fenómeno que esta reprueba.
La enseñanza hegeliana en relación con el intento de cambiar el mundo es, por tanto, desesperadamente optimista: tales intentos nunca alcanzan su objetivo, pero gracias a sus repetidos fracasos puede surgir una nueva forma de ser. Sí, el chavismo fracasó en Venezuela, Syriza fracasó en Grecia, el comunismo chino no puede ser nuestro ideal, pero todos esos procesos coadyuvan al tejido subterráneo del espíritu que podría dar lugar a imprevisibles nuevas visiones... u horrores.
Y esto nos trae al tema del presente libro. Partimos del principio de que el esquema hegeliano de una totalidad incoherente es el soporte último del pensamiento, y tampoco deberíamos tener miedo de aplicárselo a la mencionada afirmación de que la filosofía solo puede pintar el «claroscuro», de que solo puede aprehender la verdad nocional de una época cuando esta está llegando a su fin. El hecho de que el pensamiento hegeliano esté resurgiendo ahora como máxima expresión del universo de Cantor y Gödel significa que hay en el horizonte una nueva forma histórica que representa una amenaza para él. Otra premisa es que la perspectiva de un cerebro conectado (un enlace directo entre el cerebro y la máquina digital, lo que popularmente se conoce como neuralink) es el principal indicio de esa amenaza, de modo que la cuestión es la siguiente: ¿qué ocurrirá con el espíritu humano, con nuestra subjetividad, si realmente surge algo que se parezca a un cerebro conectado? Tal vez lo que eluda el espacio digital no sea la complejidad del pensamiento, sino la más elemental identidad propia de una cosa, el sencillo «A es A», que solo funciona en un espacio simbólico...
Este libro no es, por tanto, un ensayo sobre Hegel. Lo que intenta es poner en práctica un planteamiento hegeliano. El libro parte de la premisa de que Hegel está vivo como pensador solo si su planteamiento sigue siendo válido, es decir, solo si la pregunta «¿cómo ve Hegel nuestra época?» sigue siendo útil y pertinente. ¿Se puede imaginar una prueba más dura de la incesante productividad del planteamiento hegeliano que el fenómeno del cerebro conectado, que es el fenómeno posthegeliano por excelencia, algo completamente impensable para Hegel, algo que pertenece claramente a otra época?
Poner en práctica un planteamiento hegeliano significa un par de cosas. En primer lugar, este libro presenta un análisis filosófico de la noción del cerebro conectado y su extrapolación ideológica, la noción de Singularidad. No se ocupa de los extensos campos empíricos de la tecnología, la política, la sexualidad o el arte, es decir, no presenta un análisis detallado de fenómenos específicos, como pueden ser las repercusiones del cerebro conectado en la medicina, los mercados o los algoritmos informáticos, y deja a un lado cuestiones específicas como las repercusiones del cerebro conectado en la transexualidad. Se centra en una sola cuestión fundamental: ¿cómo afectará el fenómeno de un cerebro conectado no solo a nuestra experiencia personal de los seres humanos libres, sino también a nuestra propia condición como tales? Esta cuestión también nos obligará a aclarar la propia noción de humanidad: si realmente estamos entrando en una era posthumana, ¿cómo podremos percibir de forma distinta la esencia de la naturaleza humana? Por lo general, solo percibimos la dimensión esencial de cierto fenómeno cuando su propia existencia se ve amenazada, del mismo modo que solo sentimos el peso espiritual de una persona cuando esta muere inesperadamente. La importancia que doy a esta cuestión fundamental es fácilmente apreciable por su obsesiva repetición en casi todos los capítulos del libro, como si estuviera intentando desentrañar desesperadamente un enigma irresoluble.
En segundo lugar, y en virtud del planteamiento hegeliano, poco sentido tendría intentar definir de antemano las nociones de cerebro conectado y Singularidad, pues su desarrollo es el cometido de este libro. Lo único que podemos hacer aquí es demarcarlas de manera meramente formal. Cerebro conectado hace referencia a un vínculo directo entre nuestros procesos mentales y una máquina digital, un vínculo que, si bien me permite desencadenar acontecimientos en la realidad con un simple pensamiento (me viene a la cabeza un ejemplo como el de encender el aire acondicionado: el ordenador descifra mi pensamiento y activa el aparato), también permite a la máquina digital controlar mis pensamientos. La Singularidad hace referencia a la idea de que, compartiendo mis ideas y experiencias con otros (una máquina que interpreta mis procesos mentales también puede trasladarlos a otra mente) surgirá un campo de experiencia global común que hará las veces de una nueva divinidad: mis pensamientos quedarán sumergidos en un pensamiento global del propio universo.
También dejaremos a un lado el problema de la viabilidad tecnológica de un cerebro conectado (¿podrá hacerse realmente como lo han proyectado los posthumanistas?). Entre numerosos informes, mencionemos solo los de AlterEgo, «un silencioso dispositivo lingüístico de salida y entrada desarrollado por el MIT Media Lab. El dispositivo se coloca alrededor de la cabeza, la nuca y la mandíbula, y traduce a palabras, en un ordenador, los impulsos cerebrales relacionados con el habla».8Arnav Kapur (quien desarrolló este sistema) señala que «no se trata solo de leer el pensamiento; hay que tener la voluntad de usarlo»:
Los pequeños cascos son capaces de detectar, por medio de potentes sensores, las señales que envía el cerebro a los mecanismos internos del habla, como la lengua o la laringe, cuando te hablas a ti mismo. Imagínate que te haces una pregunta, pero sin pronunciar las palabras en voz alta. Aunque no muevas los labios ni la cara, el sistema del habla forma esa oración. Los músculos del habla, como la lengua, vibran en consonancia con las palabras que estás pensando, de una manera muy sutil y casi imperceptible.9
De momento, tengo que desearlo con todas mis fuerzas porque la máquina no lee mi mente, sino mis músculos del habla, que solo se mueven cuando tengo la intención de hablar. En esta fase todavía es posible mentir: simplemente imagino que quiero decir algo que no es verdad, los músculos del habla se mueven en consonancia y la máquina «interpreta» ese engaño como un dato real... Sin embargo, es fácil imaginar que más adelante la máquina podrá seguir mi línea de pensamiento sin mi aprobación o incluso sin que yo sea consciente de ello: una perspectiva claramente distópica.
Pero ¿vivimos realmente en una época distópica o vivimos más bien en una época de fantasías distópicas? ¿No es la idea misma de un cerebro conectado, con su imagen de una compartición colectiva de experiencias íntimas, una fantasía, una extrapolación ilusoria de tendencias que no pueden realizarse tal como se conciben? Una cosa es segura: no deberíamos subestimar el tremendo impacto de la experiencia colectiva, pues esta lo cambiará todo aunque se realice de manera mucho más discreta que las grandiosas visiones actuales de la Singularidad. El punto de vista de los escépticos quedó bien claro en un reciente debate celebrado en Seúl, en el que un señor mayor (cuyo nombre no recuerdo) propuso una paradoja maravillosa: la Singularidad no solo no será tan nefasta como se ha dicho (los seres humanos conservaremos nuestra espiritualidad con todas sus ambigüedades, creencias sin creencias, referencias a los ausenciales, etcétera), sino que también es posible que no se produzca. Aun aceptando que tal vez no suceda tal como describen sus defensores, deberíamos insistir en que ocurrirá algo nuevo e imprevisible. Peter Sloterdijk10acertó al calificar a Ray Kurzweil de nuevo san Juan Bautista, de precursor de una nueva forma de posthumanidad: Kurzweil captó las drásticas consecuencias del cerebro conectado; vio claramente el cambio que se producirá en nuestra visión de la realidad y en el papel que desempeñamos en ella.
Más que la idea de un cerebro conectado, la Singularidad, según Kurzweil, se basa en la perspectiva de la inteligencia artificial (IA): augura que, debido al crecimiento exponencial de la capacidad de los artificios digitales, pronto estaremos relacionándonos con máquinas que no solo mostrarán todos los signos de una conciencia propia, sino que también superarán con creces la inteligencia humana. No deberíamos confundir esta actitud «posthumana» con la paradigmática creencia moderna en la posibilidad del absoluto dominio tecnológico sobre la naturaleza; lo que estamos presenciando hoy es una ejemplar inversión dialéctica: el lema de las ciencias «posthumanas» ya no es la dominación, sino la aparición por sorpresa (contingente, no planificada). Jean-Pierre Dupuy detectó una extraña inversión de la antropocéntrica arrogancia cartesiana que sustentaba la tecnología, y esa inversión era claramente visible en la robótica, la genética, la nanotecnología y las investigaciones sobre la vida y la inteligencia artificiales:
¿Cómo explicar que la ciencia se ha convertido en una actividad tan «peligrosa» que, según algunos científicos prestigiosos, supone hoy la principal amenaza para la supervivencia de la humanidad? Algunos filósofos responden a esta pregunta diciendo que el sueño de Descartes —«convertirse en dueño y señor de la naturaleza»— no se ha cumplido, y que deberíamos volver enseguida a la «maestría de la maestría». No han entendido nada. No ven que la tecnología que se perfila en el horizonte gracias a la «convergencia» de todas las disciplinas conduce precisamente a la impericia. El ingeniero del mañana no será un aprendiz de brujo, pero no por negligencia ni ignorancia, sino por decisión propia. Se dotará de complejas estructuras u organizaciones, e intentará averiguar de qué son capaces estas examinando sus propiedades funcionales: un enfoque ascendente. Será un explorador y un experimentador al menos en la misma medida que un ejecutor. Su éxito dependerá más del grado en que lo asombren sus propias creaciones que de la conformidad de su realización con la lista de tareas preestablecidas.11
¿No es esta extraña tendencia a materializar la autoaniquilación una clara e inesperada manifestación de lo que Freud denominó pulsión de muerte? El motor de esta autosuperación de los seres humanos es el continuo progreso científico de la biología evolutiva, la neurología y las ciencias cognitivas, que se nutre de una extraña forma de vergüenza: la vergüenza que nos producen nuestras limitaciones biológicas, nuestra mortalidad, la ridícula forma de reproducirnos, lo que Günther Anders denominó vergüenza prometeica,12que no es en definitiva otra cosa que la vergüenza «de haber nacido y no haber sido fabricados». La idea nietzscheana de que somos los «últimos hombres» allanando el terreno para nuestra propia extinción y la llegada de un nuevo superhombre recibe así un giro científico-tecnológico... Sin embargo, debido a nuestras limitaciones, pasaremos por alto en este libro la cuestión de la IA. La IA y el cerebro conectado, pese a su evidente interrelación, son dos cosas claramente distintas: la IA puede superarnos sin arrastrarnos al espacio de la experiencia común, es decir, dejando que nuestro desgraciado cerebro siga funcionando como ha funcionado hasta ahora.
Suponemos, por tanto, que, a pesar de todas las simplificaciones y exageraciones de los medios de comunicación, algo está sucediendo en este ámbito, pero nosotros nos limitaremos a cuestionar sus implicaciones y consecuencias filosóficas. Por eso vale la pena abordar el concepto de Singularidad: pese al exceso de oscurantismo new age, combinado con cierta tecnoingenuidad, deberíamos decir, parafraseando a Groucho Marx: «Afirman presentar algo verdaderamente nuevo, y actúan como si presentaran algo verdaderamente nuevo, pero eso no debería confundirte: apuntan a la aparición de algo verdaderamente nuevo». En esta primera fase de desarrollo, solo podemos conjeturar cómo se organizará esta inmersión en la Singularidad en cuanto espacio de pensamientos y experiencias compartidos: ¿cómo se conectarán (o desconectarán) el sujeto y/o la máquina? ¿Cómo se decidirá el alcance de la conexión? (¿En qué medida tendré acceso a los conocimientos de la máquina? ¿Cómo y con quién compartiré mis experiencias?) Deberíamos tener en cuenta que estas preguntas revisten una enorme importancia política.13
No se trata, pues, de criticar las ideas sobre la mente y el lenguaje humanos que Musk, Kurzweil y otros defensores del cerebro conectado consideran ingenuas y primitivas; es evidente que combinan una noción sensata del ego con el naturalismo vulgar, y de lo que se trata realmente es de que esas ideas pueden hacerse realidad en la medida en que se plasman en máquinas digitales que escanean y manejan nuestros cerebros. Incluso cuando dicen que el cerebro conectado puede suponer una amenaza para la humanidad, Musk y compañía conciben esa dimensión amenazada, la esencia de nuestro «ser humanos», de manera muy limitada y engañosa. Así pues, es posible que la verdadera amenaza para nuestra humanidad resida en la limitada y engañosa noción de humanidad que Musk, Kurzweil y compañía dan automáticamente por sentada en su descripción de aquello que el cerebro conectado pone en peligro. Cuando hablamos de posthumanidad, deberíamos prestar atención a lo que entendemos por humanidad (en el sentido de cualidad de humano). Puede que la perspectiva de la posthumanidad nos permita precisamente entender de otra manera qué significa ser humanos.14
En nuestro proyecto hay por tanto tres dimensiones inextricablemente entrelazadas: una teórica, otra experiencial y otra institucional. Oscilamos constantemente entre estas tres dimensiones: 1) las indagaciones sobre la estructura de un cerebro conectado y cuáles serán sus implicaciones teóricas; 2) qué significará para las personas tener el cerebro conectado, cómo transformará su experiencia (personal); 3) y por último, que no menos importante, cuáles serán las implicaciones institucionales y sociopolíticas de los cerebros conectados, a qué clase de relaciones de poder darán lugar los cerebros conectados, cómo se organizará y regulará la inmensa red digital que lo sostiene. Las instituciones militares están reaccionando a esta amenaza como era de esperar: «Se necesitan filósofos “expertos en ética”. Conocimientos: análisis de datos, aprendizaje automático, robots asesinos. Imprescindible: sangre fría, discernimiento moral y disposición a incumplir las órdenes de generales, científicos e incluso presidentes. El Pentágono está buscando a la persona adecuada para surcar las aguas moralmente turbias de la IA, presentada como el campo de batalla del siglo XXI».15Una seudosolución consistente en la creación de diversos comités éticos quiso limitar el «uso indebido» de la ciencia, como es lógico: lo que hace falta es transparencia pública.
Un observador bien informado advertirá sin duda que estas tres dimensiones están presentes en todas las ideologías. Pongamos por ejemplo la religión: una religión es 1) un sistema de creencias, elaborado por la teología, que tiene respuestas a todas las «grandes» preguntas sobre la naturaleza intrínseca de la realidad; 2) una compleja red de experiencias íntimas de la dimensión divina; y 3) un aparato ideológico, un conjunto de instituciones y prácticas materiales (rituales, etcétera). Y lo mismo cabe decir del psicoanálisis, que es una teoría (no solo) sobre la psique humana, una práctica médica y (no deberíamos olvidarlo) una «multitud organizada», una institución terapéutica con sus reglas de identificación.16Volviendo a la Singularidad, abarca estas mismas tres dimensiones: ofrece una nueva explicación de la humanidad y su transición a la posthumanidad, incluso con una nueva dimensión teológica; promete una nueva experiencia subjetiva de inmersión en el espacio de la mente colectiva; pero —y este es el aspecto que se suele omitir— la Singularidad también conllevará una inmensa red de máquinas integradas en nuestras relaciones sociales de dominación. ¿Las máquinas llegarán a controlarnos? ¿Una parte de la humanidad tendrá un contacto privilegiado con ellas? En términos extraordinariamente simplificados: ¿en qué afectará el (eventual) ascenso de la Singularidad al capitalismo y a las distintas formas de poder social?
Por consiguiente, deberíamos someter la idea del cerebro conectado a un análisis crítico que funcione en tres niveles diferentes. En primer lugar (pero esto queda fuera del alcance de este libro), tendríamos que cuestionar su viabilidad tecnológica: ¿realmente podemos construir máquinas que interaccionen directamente con el flujo neuronal que constituye la base material inmediata de nuestra conciencia? En segundo lugar, aunque consiguiéramos cablear nuestro cerebro, ¿podríamos así compartir nuestras experiencias con otras personas? ¿Qué ocurre con la visión externalista según la cual nuestras experiencias importantes no son como imágenes internas, localizadas en alguna parte del cerebro, sino que son «chaladuras», cosas que ocurren como resultado de una compleja interacción entre el cerebro, la actividad física y la compleja realidad en la que interactuamos, de manera que el hecho de centrarnos en nuestro cerebro aislado hace que, por definición, erremos el tiro? En tercer lugar, aunque funcionase la compartición de experiencias, ¿sobreviviría nuestra subjetividad a esta inmersión en un espacio común? Para hacernos una idea del resultado final, lo que escapa a la Singularidad no es mi experiencia vivida, sino nuestro inconsciente correlacionado con la autonomía del sujeto cartesiano.
Una última salvedad: un planteamiento hegeliano que se centre en nociones básicas no implica un análisis conceptual y sistemático que pase por alto las cuestiones específicas. Si leemos a Hegel atentamente, enseguida nos damos cuenta de que el filósofo alemán avanza realmente de manera paratáctica, pasando con brusquedad de un tema a otro, y este libro es también una presentación paratáctica de su asunto. La parataxis (del griego παράταξις, «acto de colocar lado con lado») es una técnica literaria que prefiere las oraciones breves y sencillas, y el uso de la coordinación. En la parataxis poética, dos imágenes o fragmentos —por lo general completamente dispares— se yuxtaponen sin una conexión clara, dejando que el lector haga sus propias conexiones en función de la sintaxis paratáctica... Así pues, en cierto sentido, el reproche de que este libro no trata sobre Hegel ni sobre el cerebro conectado da en el blanco: da en el blanco, pero se olvida de lo fundamental, que es precisamente girar de manera paratáctica alrededor de sus dos puntos nodales. ¿No es ese método totalmente ajeno al planteamiento sistemático de Hegel? No: ¿se le ocurre a alguien una obra más paratáctica que la Fenomenología del espíritu?
El modelo secreto del presente libro es mi obra favorita de E. L. Doctorow, Vida de los poetas: seis cuentos y una novela: seis relatos breves completamente dispares (con algún paralelismo oculto entre ellos), seguidos de una novela corta sobre un escritor neoyorquino, de la que se deduce que los cuentos son fragmentos de la autobiografía imaginaria del escritor. Este libro también podría haberse subtitulado Un tratado y siete ensayos: siete ensayos sobre asuntos dispares (neuralink, teología de la caída, puntos muertos en la construcción del socialismo durante los primeros años de la Unión Soviética, un nuevo Estado policial basado en control digital...), seguidos de un tratado más sustancial que hace referencia a todo lo precedente para explicar las implicaciones filosóficas de la perspectiva de un cerebro conectado.
Empezamos por las implicaciones políticas de la digitalización de nuestras vidas: ¿nos dirigimos hacia un nuevo Estado policial? De la digitalización y el control digital en general pasamos al proyecto más específico del cerebro conectado, y completamos su sencilla, incluso ingenua, descripción con algunas cuestiones abiertas. El problema de cómo afectará el cerebro conectado a nuestras relaciones de poder nos retrotrae al biocosmismo soviético, cuya visión del comunismo como espacio de experiencias compartidas prefigura el concepto gnóstico de Singularidad: Andréi Platónov vio claramente las limitaciones de semejante concepción gnóstica del comunismo. Luego pasamos al análisis crítico de la interpretación teosófica popular (new age) de la Singularidad como reunificación definitiva del espíritu y la materia. En la medida en que la Singularidad promete revertir lo que el cristianismo llama «la caída», analizamos la relación entre la caída, la libertad y las limitaciones de nuestro conocimiento, con el fin de acentuar el contraste entre el concepto hegeliano de Aufhebung y la absorción de nuestra finitud por parte de la Singularidad. A continuación, desarrollamos la estructura reflexiva del inconsciente con el objetivo de delimitar el contorno de una dimensión de nuestro universo simbólico que eluda la Singularidad. La fantasía literaria que viene a continuación intenta imaginar el modo de subjetividad que aflorará por obra de la expansión de los cerebros conectados: ¿y si las cavilaciones cartesianas sobre el «innombrable» de Beckett nos muestran el camino? La premisa del tratado final es que la eventual existencia de la Singularidad será evidentemente apocalíptica, pero ¿qué clase de apocalipsis será, con o sin un nuevo reino derivado de él? La transición a la posthumanidad señala claramente el fin de la historia tal como la conocíamos, pero ¿qué termina y qué comienza con ella? El lector no debería buscar aquí predicciones concretas: este libro es una reflexión filosófica que solo puede conjeturar en qué medida afectará a nuestra subjetividad el eventual ascenso del cerebro conectado. Además, puesto que nuestros cerebros estarán conectados sin que siquiera lo sepamos, surgirá una nueva forma de libertad y poder que residirá simplemente en nuestra capacidad de aislarnos (o, más bien, desconectarnos) de la Singularidad. La perspectiva de un control digital absoluto del que ni siquiera somos conscientes nos enfrenta brutalmente con la pregunta filosófica fundamental: ¿se trata de nuestra única oportunidad de libertad fuera del espacio de la Singularidad o hay una dimensión del ser humano que en principio escapa a la Singularidad, aunque estemos inmersos en ella?
Así pues, en cierto sentido, este libro es también una serie de ensayos sobre la paradoja del carácter indirecto que obsesiona a la filosofía desde sus inicios: ¿por qué un rodeo en nuestra aproximación a una cosa es mejor que un intento directo de comprenderla? Esta paradoja funciona en muchos niveles. ¿Por qué solo podemos aproximarnos a la verdad por medio de mentiras y engañosas ilusiones, es decir, por qué no damos con la verdad si pasamos por alto la telaraña de mentiras que la envuelve? Winston Churchill estaba en lo cierto cuando escribió que la verdad es tan valiosa que hay que protegerla con una gruesa muralla defensiva hecha de mentiras. ¿Por qué una ficción artística retrata la esencia de una época más fielmente que su descripción documental? ¿Por qué aprendemos más acerca de la Inglaterra isabelina en las obras de Shakespeare que en los sesudos tratados de historia? Y, por último, pero no por ello menos importante, ¿por qué una aproximación directa a un objeto erótico nos produce menos placer que la compleja estrategia de posponer el encuentro y girar alrededor del objeto? Dos pensadores desarrollaron detenidamente esta paradoja de lo indirecto: Hegel y Lacan. La premisa básica de la dialéctica hegeliana es que el camino que conduce a la verdad es en sí mismo la hora de la verdad: la verdad no es en definitiva otra cosa que la expresión sistemática de una sucesión de errores. Lacan introdujo el concepto de plus de goce precisamente con el fin de explicar por qué el aplazamiento del placer, incluso su prohibición, genera su propio goce. Hoy en día, con el impresionante desarrollo de las tecnologías digitales, el problema de lo indirecto se ve agravado al máximo. La digitalización hace que nuestras experiencias más íntimas sean indirectas: la pornografía está empezando a formar parte de nuestra vida erótica cotidiana, y cada vez nos acercamos más a la propia realidad a través de medios digitales que no solo la reproducen fielmente, sino que incluso la realzan. Sin embargo, las nuevas tendencias de las ciencias y tecnologías de la cognición amplían la perspectiva de la participación directa en el pensamiento y las experiencias de los demás, eludiendo el lenguaje y otras formas de comunicación. ¿Cómo afectará esto a nuestra humanidad?
Así pues, repito, este no es un libro sobre Hegel, sino un libro sobre cómo habría abordado Hegel en sus últimos días una cuestión que es completamente ajena a su universo, el fenómeno de un cerebro conectado, una versión contemporánea de la tesis hegeliana de que «el ser del espíritu es un hueso»: nuestra mente es una máquina digital. Hegel dice que el verdadero comienzo de la lógica está en la «determinación» de pensar, de pensar cualquier cosa, de hacer algo, aunque no sea en el sentido de una acción positiva. Un heideggeriano interpretaría inmediatamente esa afirmación como una prueba de que Hegel permanece en el horizonte de la metafísica de la voluntad; si bien esta interpretación es rechazable, el hecho sigue siendo el papel fundador si la determinación apunta a la dimensión de la subjetividad, pero de una manera muy compleja, no solo en el sentido de que «una persona tenga que pensar pensamientos». El estado de «determinación» en Hegel no es psicológico o irracional (un exceso irracional y externo a la lógica), sino estrictamente lógico, inmanente a la construcción lógica. Esa misma determinación ha de intervenir directamente cada vez que se produce un giro importante, cada vez que surge algo radicalmente nuevo: en esos momentos decisivos, si queremos comprender bien el nuevo fenómeno, tenemos que volver a pensar, y la perspectiva del neuralink es, sin duda, una de esas ocasiones.