PRÓLOGO: EL TITIRITERO

Frank el Gordo está ordenando los aparatos usados de su tienda subterránea, uno de esos negocios de cuya existencia apenas tienen conocimiento un puñado de personas, todas ellas sospechosas. Frank el Gordo es flaco como una adolescente anoréxica. Nadie sabe por qué todos lo llaman Frank el Gordo, pero es lo que hay. En realidad ni siquiera se llama Frank.

Sus estanterías contienen todo tipo de productos de electrónica, desde dispositivos liberados hasta implantes cyborg chafados, pasando por sistemas smart home craqueados, siempre y cuando encajen en un rango que va de «medio legales» a «totalmente ilegales».

—Bienve... Bienve... Bienvenidos —dice la puerta de Frank. No es que la puerta sea tartamuda, sino que han entrado tres personas en la tienda.

—¿En qué puedo ayudarles? —pregunta Frank. Al oírlo hablar, uno diría que le está cambiando la voz si no fuera porque, en realidad, tiene casi cuarenta años. Entonces se da la vuelta y ve a sus clientes por primera vez—. La madre que me parió...

Ante él tiene a dos tipos vestidos con chándal verde oscuro que parecen gánsteres. Uno es alto y delgado, el otro bajo y gordo. Entre ellos hay un robot rojo, casi sin rostro. El espacio donde debería encontrarse la nariz lo ocupa una enorme spycam, como un ojo volador. Frank ha oído hablar de este robot, desde luego: es el Cíclope. Sabe también que el Cíclope no es ningún androide, sino un avatar. O sea, un robot controlado por un humano desde la distancia. Y todo el mundo en los bajos fondos sabe quién controla al Cíclope.

—El Titiritero... —susurra Frank.

—Vaya, mi fama vuelve a precederme —dice el Titiritero, y la grave voz de su avatar hace vibrar la tienda entera.

Los dos gánsteres esbozan una sonrisa idiota.

—Estos dos son mis ayudantes —añade el Titiritero.

El alto y delgado saluda a Frank con la cabeza.

—Bertram —se presenta, con un fuerte acento inglés.

El bajito y gordo levanta una mano y dice:

—Ernst. Aunque mis amigos me llaman Ernie.

—Pero él no es tu amigo, ¿verdad, idiota? —pregunta el Titiritero.

—No, claro.

—¿Pero por qué...? Eh..., ¿a qué debo el honor de su visita? —pregunta Frank, y una vez más se le rompe la voz.

Los dos gánsteres se pasean por la sección de armas y proceden a arramblar con todo lo que les parece útil, como si fuera gratis: proyectiles teledirigidos, pistolas electromagnéticas, lanzacohetes de un solo uso...

—Si buscan recambios... —dice Frank

El Cíclope lo agarra por el cuello y lo aplasta contra la pared.

—Escúchame bien, gusano —dice el Titiritero—. Te voy a...

Y de pronto es como si el tiempo se detuviera. El Cíclope no dice nada más y se queda inmóvil, aplastando a Frank el Gordo contra la pared. En el ojo del avatar hay un círculo rojo que gira en la dirección de las agujas del reloj.

—Ay, no —murmura Ernst—. Otra vez no...

—Perdón —dice Bertram, volviéndose hacia Frank—. Tenemos problemas de conexión.

—El Cíclope está cargando el búfer.

—A veces pasa, sobre todo cuando nos metemos en un sótano, o algo así.

—La verdad es que pasamos bastante tiempo en sótanos...

Yeah. Whatever. Just a second, el avatar volverá a funcionar enseguida.

—Tranquilos, tengo tiempo —grazna Frank.

Ernst se saca una barrita de AzuSaGra del bolsillo de la chaqueta, se la mete entera en la boca y tira el envoltorio al suelo. Frank lo ve, pero no dice nada.

—¿Qué quieren de mí? —les pregunta.

—Pfff, ni idea —responde Ernst con la boca llena—. El jefe nunca nos cuenta nada.

—Pero, anyway, tampoco es asunto nuestro —añade Bertram.

—¿Qué te ha dicho antes de colgarse? —pregunta Ernst.

—Ha dicho: «Te voy a...», y entonces se ha perdido la conexión —croa Frank.

Well, vete a saber —dice Bertram—. Supongo que te soltará alguna amenaza.

—Sí —añade Ernst—. Desde luego, seguro que no dice: «Te voy a... regalar una pasta gansa para que mandes a tus hijos a una buena universidad».

Nope —dice Bertram—. Vamos, me sorprendería mucho.

—O: «Te voy a... convertir en una estrella. Tienes una voz magnífica». Es bastante probable que tampoco diga eso.

Bertram se ríe.

—Apuesto a que dirá: «Te voy a empotrar la cabeza en la pared por arte de magia. Contaré hasta tres, and then abracadabra».

—Pero no va a hacer magia de verdad, ¿eh? —aclara Ernst—. A lo que se refiere es a que te golpeará el cráneo contra la pared con tanta fuerza que va a quedar un agujero en el cráneo y otro en la pared.

—O a lo mejor dice: «Te voy a arrancar los brazos y te pegaré una paliza con ellos».

—Sí, eso ya lo probó una vez.

—Pero no funcionó.

—No, los brazos arrancados son demasiado gelatinosos. Les falta rigidez para usarlos como porras.

—Además quedó todo hecho un asco, con la sangre y tal. Y luego tuvimos que limpiarlo nosotros.

—¿A quién se le ocurre montar un espectáculo así en su propio taller? En fin, yo espero que diga...

De pronto, el Cíclope vuelve a la vida.

—Te voy a empotrar la cabeza en la pared por arte de magia. Contaré hasta tres y, entonces, abracadabra.

Ernst y Bertram se miran, orgullosos. La presión en el cuello de Frank es cada vez más asfixiante y ya casi no puede respirar.

—A la una —dice el Titiritero.

Su víctima gime.

—A las dos...

—¿Qué quiere de mí? —logra decir Frank el Gordo con un hilo de voz.

El Cíclope le estruja el cuello con más fuerza y entonces pregunta:

—¿Dónde puedo encontrar a Kiki Desconocida?