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Zaragoza, marzo de 1963

Melania se abotona la blusa con cuidado. Al desprenderse del camisón largo, ese hermoso camisón de lino blanco con puntillas en el pecho que heredó de su abuela, ha notado un escozor en la espalda, como un latigazo agudo. No ha querido decir nada cuando al despertar ha sentido esa sensación lacerante, no se ha quejado. Sebastián ha permanecido en la cama leyendo, como cada domingo por la mañana, con la claridad del nuevo día atravesando las cortinas blancas, blancas como su camisón, ese que ahora presenta una marca bermeja, como la hoja de una pequeña guadaña oxidada. Se ha encerrado en el baño y ha dejado correr el agua mientras intentaba verse la espalda en el espejo, contorsionándose desnuda frente a su imagen blanca, blanca como las cortinas, como el camisón de su abuela, como el lino inmaculado excepto por esa herida, ese arañazo púrpura y latente que la agrede desde el centro de sus omoplatos.

Se abotona la blusa con cuidado. La sangre ya no mana, una pequeña costra va sellando su vergüenza, mientras ella rehace la lazada del cuello una y otra vez hasta dejarla perfecta sobre su cuello blanco.

Zaragoza, febrero de 2019

Ella siempre ha querido ser como Camila. Su primer recuerdo es el de una niña que la miraba de un modo extraño y vago. Llegó a pensar que su imagen tenía algo de malévola, como el hada mala de los cuentos infantiles; la negrura de su mirada y de su melena enredada la asemejaba más a Maléfica que a la Bella Durmiente. A pesar de ello, su hermana nunca la atemorizó; al contrario, la encontraba fascinante. Podía pasar horas enteras observándola, espiándola mientras leía, mientras escuchaba música tumbada en la cama con la cabellera desbordando el lecho. Sin embargo, ella sentía que Camila nunca le prestaba atención; la miraba muchas veces como si no la viera, y era eso, quizá, lo que la intrigaba, esa especie de indolencia no exenta de hechizo. Eso, y su aspecto tan poco convencional, tan pasado de moda, tan diferente. Ella no es diferente. No tiene nada especial, no tiene nada embriagador, nada que la haga única. Única como lo era Camila. Cloe es delgada y menuda, con un rostro de facciones delicadas pero corrientes heredado de su madre, la piel gruesa y cierta tendencia al acné.

—¿Qué diablos estás haciendo, Cloe? —casi grita su madre al asomarse a su habitación—. ¡Y péinate, haz el favor!

Cloe continúa plegando ropa y ordenándola en montones sobre la cama. Ha decidido que va a prescindir de ciertas prendas anodinas, esas que no le aportan nada. Sobre una silla descansan vestidos largos, monos vaqueros, pantalones de gasa. Es la ropa de Camila que Cloe ha decidido quedarse.

—No quiero nada de esto, mamá —contesta señalando el montón más grande—. No me lo voy a poner. Quiero ser diferente, vestir de otra manera, no como todo el mundo.

Paloma cruza los brazos sobre el pecho y observa a su hija con el ceño fruncido. Tiene cuarenta y cuatro años, pero representa muchos más. Sus facciones son delicadas, pero apenas se aprecia la antigua elegancia de la nariz, de la curva del mentón, de los pómulos. Desde hace un tiempo un rictus en la frente ha acentuado sus arrugas, y lleva el cabello muy corto y sin teñir. Ha engordado cerca de veinte kilos y su bonita figura de antaño es ahora la de una robusta matrona. Quizá alguien pudiera achacar ese cambio a la soledad y a la pérdida de su esposo; pero quien así lo hiciera no conoce a Paloma. Ella era hermosa y esbelta, de aspecto aniñado y frágil, pero en el momento en el que se casó ya no encontró aliciente para cuidarse, y mucho menos cuando quedó embarazada de Cloe, excepto el de seguir siendo más bella que la primera esposa. Ada era seis años mayor, de complexión ancha y facciones pronunciadas; no era especialmente atractiva, pero Paloma la analizaba detalladamente cada vez que se presentaba la ocasión, y siempre veía algo —una sonrisa, un destello, una prenda— que le hacía sentirse derrotada en la comparación. Cuando Ada murió, Paloma perdió el estímulo para arreglarse, y comenzó a descuidar su dieta y a no dedicar demasiado tiempo a su imagen. No porque lo destinara a algo más interesante o enriquecedor. No. Simplemente, ya estaba casada, tenía una hija y su rival había desaparecido. ¿Para qué luchar contra un fantasma que siempre saldría ganando?

—Cloe, esto es absurdo —dice mientras echa un vistazo a las prendas que su hija ha descartado—. ¿Qué quieres? ¿Parecerte a esa hermana tuya, que estaba desquiciada?

—¡No digas eso! —interrumpe Cloe alzando la voz y apuntando a su madre con el dedo.

—No te entiendo —contesta Paloma sin inmutarse—. Esa chica siempre iba a la suya. No sé cómo la admirabas tanto...

—¡Claro! —dice Cloe levantando la voz—. Tú nunca la quisiste. ¡Nunca! Claro, como era su hija...

El rostro de la madre parece congestionarse y el mentón tiembla ligeramente.

—¿De qué diablos estás hablando?

—La hija de Ada. Camila era el recuerdo permanente de cómo la había querido papá, de sus noches juntos; era su primogénita. Por eso la odiabas.

Paloma levanta el rostro y mira a su hija con desprecio. Después da media vuelta y sale de la habitación dando un portazo.

A la media hora, Cloe entra en el salón con las manos en la espalda y la mirada baja.

—Mamá... —su voz es melosa y suave—. Lo siento, no te enfades, anda...

Paloma la mira con expresión ceñuda. Se siente profundamente herida por su hija; no podría haberle dicho nada peor. O tal vez sí.

—Lo siento, no quería ser desagradable —insiste la joven—. De verdad. Pero no fuiste buena con Camila. Lo sabes. Está muerta, mamá —continúa con un brillo acuoso en los ojos—. Camila está muerta.

Paloma aprieta los labios con fuerza.

—De hecho, mamá —dice cogiéndola de las manos y obligándola a sentarse en el sofá junto a ella—, he tomado una decisión, y sé que no te va a gustar.

—Venga, Cloe, no me asustes —espeta Paloma intentando levantarse. Cloe la detiene—. ¡Me estás poniendo de muy mal humor!

—Pues lo siento, mamá. ¡Otra vez lo siento! —exclama con una breve carcajada—. Pero estoy decidida.

El tictac del reloj de pared se cuela entre los poros del tiempo. Los segundos pasan lentos, casi sólidos.

—Ya tengo veintiún años —Cloe habla y Paloma se tensa, endereza la espalda y parece contener el aliento—, de modo que me voy a independizar. Villa Melania es mía, así que he decidido que el próximo mes me mudaré allí.

No es habitual que una persona joven otorgue testamento. Durante la juventud la certeza de la muerte es tan solo una teoría, una obviedad lejana y ajena. Por eso resultó una sorpresa para todos saber que Camila lo había hecho.

—Esa casa... —musita la madre como para sí; hay una expresión de vago temor en su mirada prendida en el cristal de la ventana—, esa casa está maldita, Cloe. No estoy dispuesta a dejar nuestro hogar, a todos nuestros amigos, a buscar un nuevo trabajo y volver a Zaragoza para vivir en una mansión llena de fantasmas.

—Creo que no me has entendido, mamá —responde Cloe con firmeza—. No nos mudamos. Tú no tienes que venir, entiendo que no quieras. Lo haré solo yo, como hizo Camila.

Es un relámpago, un alabardazo en el pecho, una púa clavada en la córnea. Paloma se encuentra sumergida en el lodo hasta la barbilla, su mundo es una masa viscosa que la absorbe. Se siente confusa; no sabe si es dolor u opresión. O es la muerte que llega ya, demasiado pronto y sin pedir permiso. Parpadea.

—No sé qué quieres decir —casi boquea—, no te entiendo...

—Mamá, soy ya una adulta, y sabes que no me gusta Madrid, que no me encuentro bien aquí. No pasa nada porque viva sola. Y quiero hacerlo en Villa Melania.

De pronto, la furia descontrolada. Un basilisco de mirada torva, aliento putrefacto y alas espinosas; puede distinguir la diadema blanca sobre la cabeza de ave.

—¿Estás loca? —grita la mujer salpicando a su hija con saliva—. ¡Estás loca! ¿Crees de verdad que voy a dejar que te vayas a vivir sola?

—Tengo veintiún años, mamá, no dramatices.

—¿Y cómo vas a vivir, a ver? Te vas a esa casona vieja, una casa enorme, que no sabes mantener, ¿y luego qué? ¿Se puede saber qué piensas hacer?

—Pues trabajar, ¿qué crees que voy a hacer? Soy técnica superior en Asistencia a la Dirección, y aquí me tienes, trabajando de dependienta en una tienda de ropa. Ya estoy buscando ofertas de empleo en Zaragoza, y hay algunas muy interesantes como secretaria de dirección. Además, me queda el dinero del tío Sebastián —prosigue Cloe con impaciencia.

En su testamento, Camila nombraba a Cloe heredera universal de todos sus bienes. En la lectura, la joven preguntó repetidamente al notario si su hermana había dejado alguna carta para ella, algún tipo de instrucción. La respuesta había sido negativa.

—¡Dinero que la imbécil de tu hermana malgastó en esa jodida casa! —La saliva salpica a Cloe, y esta se aparta un poco.

—¡No insultes a Camila! —grita abriendo los brazos.

Paloma comienza a dar vueltas por la habitación. Las flores del salón parecen haberse marchitado de pronto, podridas por el aliento del basilisco.

—Pero ¿por qué? —pregunta de golpe mirando a su hija. La ira se ha desvanecido. Ahora solo queda desolación, una angustia que arrasa la habitación como una marea que apesta a algas.

Cloe se encoge de hombros.

—Quiero hacerlo, mamá —responde sentándose junto a su madre, que se tapa el rostro con las manos—. No puedes imaginar la ilusión que me hace. Me gusta Zaragoza, lo sabes, mucho más que Madrid. Y me encanta esa casa. Soy ya una adulta, tengo dinero y un título. Puedo encontrar allí un trabajo mejor que aquí...

—Eres buena estudiante, deberías haber ido a la universidad —interrumpe Paloma en voz baja—. Podrías haber estudiado cualquier cosa.

—Ya.

Ambas parecen agotadas y Paloma rompe a llorar. Cloe la observa de un modo desapasionado y advierte su vientre abultado, sus brazos carnosos, el cabello sucio y cano que le hace parecer quince años mayor. No ha sido una buena madre; ella jamás ha sido su prioridad. Todo su esfuerzo, toda su energía, las ha vertido y malgastado en envidiar a alguien que probablemente no dedicó ni un minuto de su vida a pensar en ella. Y ahora Ada sigue siendo un fantasma y Cloe de repente ya es una mujer.

—¡Pues vete! —grita Paloma con el rostro congestionado—. ¡Vete si es lo que quieres! Esa casa acabará contigo. ¡Está maldita! ¡Está maldita!