
10 h. Desayuno Dragón
—Mí llamo Mulán, soy intérprete y guía vuestra en Juegos del Dragón —dijo una chica joven con un kimono rojo—. Nombre mío significar Magnolia. Yo no tiene nada que ver con famosa cría de película.
Mulán era bajita, un poco rechoncha y nunca sonreía.
—¿Eres de Shanghái? —le preguntó Ion, tratando de ser amable.
—Eso ser irrelevante —contestó ella—. Sentáis en vuestra mesa y prestáis atención.
Estábamos en el pabellón central de un enorme templo.
Allí se llevarían a cabo el desayuno, comida, merienda y cena durante el día. También algunas reuniones importantes, según nos habían dicho.
Había siete mesas rectangulares de madera.
Una por cada equipo participante.
En la cabecera, presidiendo, había otra mesa muy estrecha y alargada con una silla más grande en cuyo respaldo se leía: 红龙 Hóng lóng.
Significaba 'Dragón Rojo'.
Ocupamos la tercera mesa a la derecha. Junto a unas columnas con faroles y caracteres chinos.
—¿Por qué nos sentamos aquí si están todas las mesas vacías? —preguntó Ewan—. ¿Hay algún tipo de protocolo?
—Vuestra capitana ha elegido mesa —dijo Mulán, señalando a Patrizia—. No se puede cambiar.
—Me he sentado sin pensar —se excusó Patrizia—. Si no os gusta, buscamos otra mesa.
—Ya has oído a Mulán —dijo Bella—. No se puede cambiar.
—¿Y eso por qué? —dijo Britt.
—El motivo ser irrelevante —contestó Mulán—. Lo importante es que vosotros quedar aquí. Desayunar y prestáis atención.

—No me gusta que me digan lo que tengo que hacer —advirtió Britt—. Y aún menos sin ninguna explicación.
Mulán ni siquiera se molestó en contestarle.
Se quedó de pie, al lado de la columna.
—Este sitio es superantiguo, me encanta —dijo Ion, tomando asiento.
Britt resopló.
Los Juegos del Dragón es la competición infantil más exigente que existe.
Solo participan siete equipos de todo el mundo.
Dos son fijos:
Los Leones de Pekín.
Y Los Dragones de Shanghái, los anfitriones.
La rivalidad entre ambos es legendaria.
Durante ciento diez ediciones, cada uno de los dos equipos ha ganado cincuenta y cinco veces.
Este año, en la edición 111, se producirá el desempate.
Ningún otro equipo ha ganado nunca.
Y eso que han pasado por allí niños de todo el planeta.
Para poder asistir, hay que recibir una invitación directa de la organización.
A esas invitaciones las llaman cartas rojas del Dragón.
Muchos equipos del mundo entero se inscriben para participar. Pero solo cinco son elegidos cada año. Supuestamente, son excepcionales y han demostrado algún mérito extraordinario.
Las Princesas Rebeldes recibimos una carta roja del Dragón por tres motivos: porque algún día nos convertiremos en jefas de Estado de nuestros países, por nuestra lucha en distintos foros contra el cambio climático, y también porque…, bueno, vale, sí, porque Patrizia hackeó la computadora central de la organización.
No estamos orgullosas de haberlo hecho, pero necesitábamos ir a Shanghái.
Necesitábamos una excusa oficial para enfrentarnos al gusano extraterrestre.
Cuando cualquiera de nosotras viaja a algún sitio, se arma un gran revuelo. No podemos movernos alegremente sin una justificación.
Así que le dimos un pequeño empujón al algoritmo para ser uno de los equipos elegidos. Ya he dicho que Patrizia es una crack con esas cosas, no hay dispositivo que se le resista por muy encriptado que esté.

Además, necesitábamos ganar la competición.
Para poder hablar con el Dragón Rojo.
Solo el equipo ganador tenía la oportunidad de hablar con él.
Según contaba la leyenda, era el mayor sabio sobre la faz de la Tierra.
El único que podía darnos la respuesta para acabar con esa invasión extraterrestre.
Así que teníamos una doble misión: infiltrarnos en los Juegos del Dragón y ser el equipo vencedor.
La primera parte ya estaba hecha.
La segunda sería más difícil.
Por nuestro código de honor, no podíamos usar nuestros superpoderes. Eso sería una ventaja desleal, una trampa.
—Princesa Alma, qué alegría —dijo Rana acercándose a nuestra mesa.
Rana es el número 11 del Estrella Polar. En realidad, se llama Ramón Naya, pero todos lo llaman Rana.
Lo había visto un rato antes sobre el río Huangpu, en mitad de la pelea con el bicho.
Pero no había podido hablar con él.
Mulán no nos quitaba ojo.
Rana me hizo una pequeña reverencia, disimulando, como si acabáramos de vernos por primera vez.
—Yo también me alegro de verte —dije, manteniendo la compostura—. ¿Qué tal el viaje desde Cuenca?

El Estrella Polar era un equipo de fútbol de un pueblo de Cuenca llamado Nakatomi. Antes se llamaba Villa Rata, pero hicieron un referéndum y le cambiaron el nombre. Era un lugar muy… pintoresco.
Habían recibido una de las siete cartas rojas del Dragón.
Sus méritos eran sobre todo deportivos. A pesar de tratarse de un equipo de un pueblo muy pequeño, habían ganado al Real Madrid, al Barça y a otros grandes equipos.
Por otra parte, en Nakatomi había una central nuclear enorme, y los integrantes del Estrella Polar se habían hecho célebres por ayudar a contener una fuga radiactiva.
—El viaje, muy cansado, tres aviones para llegar hasta Shanghái —me respondió Rana—. Aunque creo que ha merecido la pena, alteza.
En público nos tratábamos de usted.
Pero la verdad es que Rana y yo nos habíamos hecho buenos amigos.
Poco a poco, el pabellón se fue llenando con los otros equipos participantes.
Entraron en el salón Los Mapuches, un equipo muy numeroso de Chile. Eran más de veinte.
—¿Los Mapaches? —preguntó Ion.
—Mapuches —lo corrigió Patrizia—. Descendientes de los indígenas originarios de Chile. Son un coro increíble, han recorrido el mundo dando conciertos.
A los Juegos del Dragón acudían equipos de toda clase: deportivos, musicales, matemáticos, literarios…
La única condición es que hubieran sobresalido en su especialidad y que recibieran la carta de invitación.
En la mesa más alejada, junto a la puerta de entrada, se sentaron Las Cebras de Kenia. Un grupo de niñas atletas que habían batido todos los récords mundiales de atletismo en fondo y media distancia. Eran delgadas y fibrosas. Se trataba del único equipo integrado solo por chicas.
Detrás de nosotras, se acomodaron los miembros del Dangun Forever, un equipo de lucha, formado por cuatro niños y cuatro niñas.
Por lo visto, eran campeones del mundo de taekwondo.
Todos tenían un símbolo pintado en la sien: un círculo rojo y azul que representaba la bandera de Corea del Sur.
Una chica coreana bastante grandullona me empujó al pasar por mi lado.
—Oye, ten cuidado, mira por dónde vas —le dijo Britt, molesta por el golpe que me había dado.
—No pasa nada, no se ha dado cuenta —dije, quitándole importancia.
—Ya, bueno, pero por lo menos podía disculparse —insistió Britt—. Un poco de educación.
La chica la miró fijamente y contestó:
—Mi nombre ser Eun-Ji Dangun. En 2333 a. C., el primer Dangun fundó mi país, Corea. Nosotros luchar contra invasores extranjeros desde entonces. Nunca retroceder, nunca pedir disculpas.
—Pero ¿qué me estás contando? —le soltó Britt, levantándose—. Solo digo que no vayas empujando a…
No pudo continuar, porque en ese momento otro chico coreano pasó por detrás y le arreó un buen empujón a Britt.
—¿¡De qué vais vosotros!? —exclamó la princesa sueca—. ¡Estoy empezando a cansarme de tantas tonterías!

—No tonterías —replicó otro de los coreanos, empujándola con el hombro—. Tú extranjera. Nosotros educados y firmes.
Sin que Britt se diera cuenta, a base de empujones la habían rodeado.
Los tres la miraron, girando a su alrededor desafiantes.
Me levanté para ayudar a mi amiga.
—Venga, un poco de calma, aquí en Shanghái todos somos extranjeros, vosotros también —dije.
—Nosotros saber idiomas, escalar las ocho montañas más altas del mundo y conocer técnica profunda de lucha Dangun —replicó Eun-Ji muy seria—. ¿Vosotros qué saber?
—Nosotros sabemos bailar un vals y ponernos vestidos fabulosos —intervino Bella.
—También sabemos atizar buenos mamporros —dijo Britt entre dientes.
Estaba a punto de liarse.
Observé de reojo a Mulán, esperando que pusiera paz. Pero ni se inmutó.
Conociendo a Britt, si le daban un solo empujón más, la cosa se pondría fea.
En ese momento, apareció un niño chino con el pelo teñido de rubio platino.
Llevaba una cinta roja en el pelo y varias pulseras de cuero y metal.
Una camiseta negra con un dragón.
Y tenía aspecto de ser un poco chulito.
Se acercó a los Dangun y les dijo:
—Guardad vuestras fuerzas para competición, os hará falta —exclamó con una voz muy grave—. Zuò za` ni de zhuozi páng.
—Es guapísimo —susurró Bella.
—Y muy valiente —dijo Ion.
—Y tiene una voz tan profunda —suspiró Patrizia.
—Tampoco es para tanto —murmuró Ewan.
Eun-Ji y los Dangun lo miraron y regresaron a su mesa.
El chico del pelo rubio sonrió con aplomo, satisfecho.
—No necesitaba tu ayuda —dijo Britt.
—Me llamo Xiao Zhang —se presentó, con una sonrisa de oreja a oreja—. Soy capitán de Los Dragones de Pekín. Hablo doce idiomas a la perfección. He ganado tres veces los Juegos del Dragón. Llevo participando desde que tengo siete años.

—Encantada —dije yo—. Soy Alma Florencia Ifigenia Tatiana Rosalinda de Roca-Vientos. Pero me puedes llamar… Alma.
Bella tenía razón. Era guapísimo. Se le formaban unos pequeños hoyuelos al lado de sus ojos rasgados.
—Huítóu jìan —dijo, con un pequeño gesto de la cabeza.
Se alejó hacia una mesa donde lo aguardaban los demás miembros de su equipo.
—Ha dicho que nos vemos luego —tradujo Patrizia, consultando una aplicación de su móvil.
Los compañeros de Xiao Zhang eran un grupo de niños y niñas chinos con aspecto de ser los más populares de clase. Chocaban las manos unos con otros. Y se comportaban como si fueran los dueños de todo aquello.
A su lado, en la otra mesa de la primera fila, llegó el último equipo.
Los Leones de Pekín.
Entraron en el pabellón como un circo ambulante. Una niña dio unas volteretas laterales, hizo un triple salto mortal y se sentó en el banco.
Un niño grandullón iba echando fuego por la boca con una especie de instrumento metálico.
Otro hacía malabares con unas estrellas doradas y puntiagudas.
El que cerraba el grupo caminaba bocabajo sobre unas plataformas de dos metros.
La comitiva al completo tomó asiento.
Por fin ya estábamos todos.
Los siete equipos participantes.
Entre las columnas, con precisión milimétrica, surgieron varios camareros que nos sirvieron el desayuno.
—Ummmm, tiene una pinta buenísima —se relamió Britt, agarrando unos palos fritos.
—Son youtiao —explicó Patrizia—. Masa de trigo dulce.
Nos sirvieron leche de soja.
Bollos al vapor.
Pudin de queso.
Tallarines.
Y de remate una sopa con tropezones.
—¿Sopa de pescado para desayunar? —preguntó Ion.

—A lo mejor es sopa de tiburón —dijo Patrizia—. Es un plato muy típico de China.
—No ser sopa pescado —aseguró Mulán, arrugando la nariz—. Ser sopa de dragón.
Miré la cuchara que había introducido en mi cuenco.
¿Sería cierto?
¿Sopa de dragón?
¿Eso existía?
Mi tutora me había enseñado que, una vez llenaba la cuchara, no debía devolver su contenido bajo ningún concepto.
Me armé de valor y me tragué aquella cucharada de sopa.
Tenía un sabor agridulce.
Puede que acabara de probar mi primera sopa de dragón.
En ese preciso instante, sonó un GONG que retumbó por toda la estancia.
Entraron siete monjes en fila.
Con la cabeza rapada y unas túnicas.
Debían de tener más de setenta años.
Se parecían mucho entre sí. Todos, excepto uno de ellos que llevaba unas diminutas gafas redondas.
Los siete fueron ocupando la mesa principal.
Dejaron libre la silla más grande.
Sonaron otros tres GONG.
A continuación, entró en el pabellón un monje muy bajito con el rostro tapado por una máscara de dragón.

Todos se pusieron en pie para recibirlo.
Bella me dio un codazo y yo también me levanté.
—Es el Dragón Supremo, más conocido como el Dragón Rojo —murmuró Patrizia—. El gran maestro de ceremonias.
—Nadie conoce su nombre, su edad ni su verdadera identidad —añadió Ewan—. Es un sabio auténtico, se dedica al estudio y la meditación. Por lo visto, solo habla una vez al año.
El Dragón Rojo era un ser mítico. En cuanto tenga un segundo, os contaré su leyenda.
Permaneció de pie, contemplando la sala llena.
A través de unas aberturas en la máscara se intuían sus pupilas.
Pasó la mirada por todos los participantes, como si nos estuviera examinando.
Hizo un gesto imperceptible y uno de los monjes, el de las pequeñas gafas, empezó a hablar en chino.
Debía de ser el portavoz.
Los siete guías comenzaron a interpretar al mismo tiempo.
En varios idiomas a la vez.
Coreano, inglés, alemán, francés, árabe, castellano y suajili.
Era muy difícil distinguir qué decían, unas voces se mezclaban con otras.
Me concentré muchísimo.
Hasta que, por fin, empecé a oír la traducción.
—Los Juegos del Dragón constar de siete pruebas. Todas disputar a lo largo día de hoy. Última prueba acabar a las doce en punto de la noche…
El monje portavoz continuó hablando en chino.
Los guías interpretaban a toda velocidad.

—El equipo ganador llevar honor y también llevar dragón de oro.
Los siete monjes levantaron la vista.
Colgando del techo, había una impresionante escultura dorada de un dragón echando fuego por la boca.
Un oooooooooooooh de admiración recorrió el pabellón.
—El dragón simbolizar orden sagrado de universo —continuó—. Demostrad que vosotros ser dignos merecedores de su poder.
Si aún había alguien despistado, en ese momento todos los participantes fuimos conscientes de la solemnidad de aquella competición.
—Por último, equipo ganador también podrá hacer pregunta de la verdad al maestro. El Dragón Rojo derramar su sabiduría en respuesta. Única vez que gran maestro hablar en todo el año. Equipo ganador debe elegir cuidadosamente su pregunta.
Todos hicieron una reverencia.
—La única vez que habla en todo el año es para responder esa pregunta —repitió Patrizia, que ya parecía estar dándole vueltas a la cuestión por si resultábamos ganadores.
—Si yo solo pudiera hablar una vez al año, me volvería loca —aseguró Britt.
Los nervios entre los participantes se podían palpar. Había mucha expectación en el ambiente.
Crucé una mirada con Rana.
Me hacía muy feliz que ellos también hubieran podido asistir. Con Los Once cerca, me sentía mucho mejor. Más segura. Más a gusto.
—Aviso última hora: producir una reclamación —anunció el monje—. Normas indicar muy claramente que, para participar en Juegos del Dragón, cada equipo debe tener mínimo siete miembros. Sin embargo, hay uno grupo que no cumplir requisito…
Todas las miradas se posaron en nosotras.
Patrizia, Bella, Britt, Ion, Ewan y yo.
Seis en total.
Ups.

¿Qué iba a ocurrir?
¿Pensaban expulsarnos?
—¿No habíais leído las bases de la competición? —preguntó Patrizia.
—De esas cosas te ocupas tú, para eso eres la jefa —protestó Britt.
—Siempre dices que en este grupo no hay jefas —aseguró Patrizia.
—Pensad algo o nos echarán a la calle antes de haber empezado —pidió Ion.
—¿De dónde podemos sacar ahora mismo otro miembro para el equipo? —preguntó Bella.
El Dragón Rojo, también conocido como Dragón Supremo, nos observaba muy serio.
El monje de las gafas habló en chino, y Mulán tradujo:
—No haber excepción. Si Princesas Rebeldes no subsanar error en este momento, ser expulsadas.
Respiré hondo.
No veía ninguna solución.
De nada había servido conseguir las autorizaciones de nuestros respectivos padres.
Preparar los visados de los viajes.
Lograr que los servicios de inteligencia de cada país elaboraran un plan de seguridad específico.
Hackear el sistema.
Todo eso estaba a punto de irse a la porra.
Con severidad, el Dragón Rojo nos señaló.
No hacía falta decir nada más.
Iba a expulsarnos.
En ese preciso instante, se abrieron las puertas traseras del pabellón.
Y allí, corriendo por el pasillo, apareció…
—¡¡¡Mundi!!! —exclamé.
