No sé qué hacer con las cenizas de mi padre. En realidad, creo que mucha gente no sabe qué hacer con las cenizas de sus muertos. Las tienen guardadas en casa, en los garajes, en los altillos de los armarios, en los trasteros. Es un problema nacional del que nadie habla. Podrían hacer un columbario enorme para que todos los que no sabemos qué hacer con ellas las dejáramos ahí como en una especie de depósito a la espera de su destino final. La consigna de las cenizas.
Los muertos enterrados descansan en sus sepulturas esperando a despertarse con la catalepsia o el juicio final, pero las cenizas son irreversibles. No pueden llamar al timbre del sepulturero, no pueden recomponerse y volver a ser personas.
Impresiona pensar que un cuerpo cabe en un tarro. Al final, el corazón y los dedos de los pies acaban mezclados. Toda la vida intentando separar la carne del espíritu y luego va todo en el mismo bote. Los pensamientos también. Los sueños y las ambiciones también. Eso que llaman la energía se supone que no, es lo único que parece ser que anda por ahí.
Hay que desmitificar la muerte: somos igual que un yogur caducado. También hay que desmitificar la vida: somos como el kéfir o la levadura madre.
Yo de cenizas sé bastante. Tengo experiencia en esa materia. Hace un par de años incineré a mi gata Bety, que vivió conmigo más de dos décadas. Pagué doscientos euros por tener sus cenizas. Si pagaba treinta las tiraban por ahí, «junto a las de otros gatos», según dijo el veterinario. Me pareció una deslealtad con su memoria mandarla a una fosa común de gatos. Me dieron una urna de madera, que parece una caja de música, con su nombre grabado en una chapa junto con la fecha de nacimiento y de muerte. La puse en la estantería del salón con unas flores secas y una foto suya. En el aniversario de su muerte le enciendo siempre una vela. Me imagino sus queridos huesecillos ahí dentro. Prefiero pensar que dentro de la caja no hay cenizas, sino pequeños huesos. Creo que puedo permitirme esa fantasía, al fin y al cabo, las cenizas nunca se miran. Con la urna me dieron también una carta tipo muy emotiva que decía: «Sé que estás triste, pero aquí están los restos de lo que un día fui yo, tu querida mascota. Recuérdame con cariño y alegría, y quizá, dentro de no mucho tiempo, cuando se te pase la tristeza, podrás tener otro gatito, que sin duda no seré yo, pero que llenará tu vida de juegos y felicidad».
A Bety no la vi morir, pero me pude despedir de ella durante una noche entera. A mi padre sí le vi morir. En cambio, no pude despedirme de él.
Siempre damos por hecho que vamos a volver a ver a una persona, una cosa, un lugar. Esa continuidad que presuponemos a todo es la columna vertebral de la vida. Para eso vivimos, para seguir viviendo; para eso vemos a una persona, para volverla a ver. La repetición es el quid de la cuestión.
Por eso siempre me gustaron las personas que, al despedirse de mí, y ya han recorrido cierta distancia, vuelven de repente la cabeza para mirarme de nuevo. Esa gente no se quiere despedir, esos tienen miedo de no volver a ver. Esa gente es la que piensa en estas cosas.
El día que, sin saberlo, me despedí de mi padre, él ya sabía que se iba a morir, pero era un morir aproximado. Cuando le dicen a alguien muy enfermo que se va a morir siempre piensa que se va a morir en general, muy pronto, después, más tarde... Nunca piensa en hoy, esta noche, mañana.
Los familiares, por el contrario, insisten a menudo en querer delimitar ese tiempo, en preguntar a los médicos si esa muerte se producirá de manera inminente: en días, en semanas, en meses, y si es en meses, en cuántos meses más o menos. Entonces, hay una especie de alegría en ir superando el pronóstico, en que el enfermo vaya sumando tiempo, aunque sea de agonía, en ir ganándole terreno a la muerte, en dejar en tablas la partida de ajedrez, al menos por el momento.
Aquellos días, cuando ya estaba en las últimas en el hospital de Marineda, mi padre le preguntó a su médica si se iba a morir, como tímidamente. No quería saberlo, pero a la vez sí quería. «Hoy no», le contestó ella. Él se quedó más tranquilo. No morir hoy es, en el fondo, como ser inmortal. Mañana será otro día. Mañana ya se verá. Mañana ni existe.
—Hay una cosa de la que tenemos que hablar —le dije el último fin de semana que le vi con vida—. Es algo de lo que no hemos hablado nunca, pero que te tengo que preguntar...
Él me cortó en seco.
—No pienso contestar a esa pregunta porque no me pienso morir por ahora.
Nunca más volvimos a hablar.
Era el día de San Juan.
No me dijo qué hacer con sus cenizas. Aquella, justamente, era la pregunta. Iba a preguntarle a un ser de carne y hueso, que respiraba, reía y hablaba, qué debía hacer con él cuando fuera cenizas. No me sorprende que no quisiera saber nada del tema. A preguntas necias, oídos sordos.
De vivo no sabía cómo manejarle, qué lugar ocupaba en mi vida, y de muerto no sé dónde meterle. Viene a ser un poco lo mismo.
No sé qué hacer con sus cenizas, pero me pertenecen. Son mías. Mías, pero no las quiero. Las cenizas son del muerto, pero él ya no las puede recibir y por eso nos las dan a nosotros como de rebote. En realidad, uno es autónomo hasta el momento en el que te entregan a otro hecho polvo.
Deberíamos tener más cuidado cuando empleamos la expresión «estoy hecho polvo». Algún día lo estaremos de verdad y entonces no podremos decir tonterías como esa.
Tampoco sé por qué hay que hacer «algo» con esas cenizas y no, sencillamente, guardarlas en casa o, por qué no, tirarlas. Es un pensamiento absurdo, pero creo que hasta que decida el lugar definitivo donde debe estar, mi padre no descansará del todo, andará como un alma en pena. Me lo imagino como un fantasma perdido pululando por una estación de autobuses.
Manuel no me dio las indicaciones pertinentes sobre qué hacer con sus cenizas, tampoco nadie me explicó cómo manejar la muerte cuando te pasa por encima como una ola, cómo se apaña una con todo eso. Imagino que es lo que se conoce como lecciones de vida. Acontecimientos que se viven, pero que ni siquiera sabes cómo los has podido soportar.
La noche de la muerte de mi padre fue y será siempre una de las noches inolvidables de mi vida. Son las cuatro de la mañana. Él ha muerto hace un par de horas, ya he hablado con la médica de guardia, ya le he visto poniéndose gris, ya he recogido sus cosas de la habitación, ya he hecho todo el papeleo. En el hospital me dicen que lo van a «preparar» y que en unas horas lo trasladarán al tanatorio que está a pocos metros del hospital. Tengo que ir allí a gestionarlo todo.
Hasta ese momento he estado sola. Entonces llega mi madre. La avisé justo cuando mi padre acababa de morir, pero, inexplicablemente, tarda más de dos horas en llegar al hospital. Quizás se puso a desayunar a las tres de la mañana. Nunca le he preguntado por qué tardó tanto en llegar aquella noche. Me imagino que no le impactó mucho su muerte. Llevaban cuarenta años separados, sin embargo, ella le visitaba con frecuencia aquellos últimos días en el hospital. «Lo hice por ti —me dice—. Siempre sentí indiferencia por él. No me importaba lo más mínimo».
Mi madre y yo cruzamos entonces un puente que va por encima de una autopista, la que separa el hospital del tanatorio. Todo está oscuro. Aunque es pleno verano, hace mucho frío. Yo llevo una maleta con la ropa de mi padre, que vamos a llamar «sus pertenencias», porque un muerto o un preso no tiene ropa, tiene pertenencias.
Llevo también otra maleta con mis cosas porque acabo de llegar a Marineda desde Madrid, para asistir al espectáculo de la muerte de mi padre. Y así, con las dos maletas, la suya sin ruedas y la mía con ruedas, una en cada mano, llegamos a un lugar tenebroso en el que, aparentemente, no hay señales de vida, nunca mejor dicho.
Llamamos al timbre repetidas veces, pero nadie nos abre. Me pregunto si quizás tendremos que esperar a que se haga de día, allí, con las pertenencias de mi padre y con mis cosas. Los perros de las casas cercanas ladran. La luna está llena. El mar se ve negro a lo lejos. Todo es silencio.
—Mamá, ¿qué hacemos si nadie nos abre? Aquí no nos podemos quedar —le digo.
—Tranquila. Ya abrirán. Siempre hay muertos. Esta gente no tiene noches libres. La muerte no para, chiquitina.
Pensé en lo literario de aquella escena, las dos allí, esperando a entrar en el reino de las tinieblas, como diría mi padre, y en que la muerte suele llegar de noche, como sucedía en los cuentos que él me contaba. «El Horla llega de noche a las ciudades con puerto de mar, escondido en las bodegas de un barco blanco, como esos que surcan el Mississippi. Entonces, escoge una casa, a una persona que duerme pacíficamente en su habitación y le toca con los nudillos en la ventana. Toc, toc».
Cuando por fin nos abren, nos encontramos en un amplio y desierto hall. La oscuridad parece querer entrar a través de los enormes ventanales. Los eucaliptos proyectan sombras fantasmagóricas tras los cristales. Todo da bastante miedo, como debe ser.
Después de darme el pésame, una señorita que hace las veces de guardiana del inframundo nos informa de las cosas básicas de la muerte. En el mostrador tras el que se sienta reposan álbumes de fotos con coronas y centros florales.
Mi madre me dice que me espera en la entrada. Entonces la señorita me conduce a una especie de sala de trofeos donde se exhiben todas las urnas disponibles.
—Mire —me explica señalando una de las estanterías—, tiene varios tipos de urnas. Las biodegradables y las no biodegradables. Las primeras son más prácticas porque las puede enterrar directamente y son ecológicas. Las puede lanzar al mar, etcétera. Las otras no. Las ecológicas son algo más caras, lógicamente. Pero tiene muchos modelos para elegir, como verá. Más elegantes, más informales...
Echo un vistazo a todas las urnas que reposan en los estantes, y es cierto, hay de todos los estilos, desde algunas que parecen trofeos de un campeonato de fútbol hasta otras más sencillas y discretas. Aturdida como estoy, escojo la que me parece más del estilo de mi padre, que además resulta ser «eco». Así ya mato dos pájaros de un tiro. Es de un color morado que le habría gustado.
—Buena elección —me dice la empleada—. Esa es muy bonita, sencillita pero bonita.
—Sí —respondo yo—, le quedará bien a las cenizas de mi padre.
—Ahora, si le parece bien, vamos a ver el tema del féretro —dice guiándome a una nueva sala donde reposan, puestos de pie y tumbados, distintos tipos de ataúdes. Algunos están abiertos para que pueda apreciarse el confort y lujo del interior. Siempre me pregunté por qué obligan a comprar un ataúd a los muertos que van a ser incinerados. Debe de ser por el negocio de la muerte. Va todo en un pack completo.
En este caso, la elección resulta más limitada. Todos tienen cruces encima. Así que cojo el más sencillo —total, lo van a quemar— y ordeno quitar la cruz. Me imagino al carpintero encargado de extraer de las cajas las cruces de los muertos ateos. Pienso en si se ocupará solo de eso o de más cosas.
Pienso también en la descripción que pondrá la empleada del tanatorio en su perfil de Tinder: «Administrativa», «gestora de recursos». Supongo que pondrá algo así.
Tras escoger los accesorios y pagar la cuenta por adelantado y con tarjeta, por fin me dejan marchar. Me reencuentro con mi madre, que espera en el hall sentada en un sillón, adormilada. Decido que ya es una hora prudente para llamar a Eugenia, la pareja de mi padre, que está en Madrid, y decirle que Manuel acaba de morir. Ella, que había estado cuidándole en Marineda durante sus últimos meses, se tuvo que volver a Madrid apenas unos días antes.
No tengo que explicarle mucho. Una llamada a las seis de la mañana no puede más que anunciar algo terrible.
—Yo creo que Eugenia se marchó porque le daba miedo que tu padre se le muriese a ella —dice mi madre cuando cuelgo el teléfono.
Nos vamos a casa de mi madre a descansar un poco. Me da un Orfidal e intento quedarme dormida, pero tardo bastante. Una se resiste a dormir en medio de la desgracia, pero a la vez lo necesita desesperadamente. Mi mente no procesa lo que acaba de suceder; no sé ni dónde estoy ni qué ha pasado. Necesito rebobinar y verlo todo a cámara lenta para poder entender lo incomprensible. Ojalá sea un sueño, Dios mío. Dime que es un sueño...
Recordé entonces lo que mi padre me había dicho en el hospital algunos días antes de morir: «Lo peor es la noche. De noche me sale toda la angustia y no puedo dormir. De noche es cuando veo el precipicio delante de mí, por eso les pido a las enfermeras que dejen la puerta entreabierta».
Es bastante normal que uno no pueda dormir cuando sabe que se va a morir. El sueño es demasiado parecido a la muerte. Hay que aferrarse a la vigilia, a la vida, a las ventanas, a las persianas, a la luz; trepar por donde sea. Por eso los moribundos nunca quieren que las puertas estén cerradas. Necesitan un punto de fuga. Ver un haz de luz.
Me quedo por fin dormida viendo el hilo de luz del amanecer que entra por las contraventanas. Escucho el ruido de las olas. La claridad de la mañana me protege de El Horla. Yo aún estoy a salvo.
Cuando despierto, creo que todo ha sido un sueño, como suele pasar. Al ver la maleta con las cosas de mi padre en la habitación, a los pies de la cama, me doy cuenta de que es real. Todo cambia en un abrir y cerrar de ojos. En unas pocas horas la vida se te vuelve del revés.
Saco su cartera de la bolsa. Me producen una enorme ternura las carteras de los muertos, con sus moneditas, sus billetes y sus papelitos, con sus carnés de identidad y esas fotos con cara de sorpresa mirando al fotomatón. Veo las monedas en la cartera de mi padre y pienso: «Mira, las monedas de euro que tenía para meter en la tele del hospital, para ver la tele mientras aún estaba vivo, mientras todavía tenía ojos que miraban». Hay también un billete de veinte euros que luego me gastaré en invitar a cañas en el tanatorio. No se me ocurre darle mejor destino.
Miro su carné de identidad, de la identidad que él ya no tiene, que la muerte le ha quitado. En todo caso, es ya mía: tengo doble identidad, como una agente de la CIA. La mía y la que él me ha dejado, que ya se va desdibujando.
Mi madre aún duerme, pero yo siento la urgencia de regresar cuanto antes al tanatorio porque mi padre está allí solo. La señorita nos ha dicho que no abrirían la sala hasta que alguien de la familia llegase por la mañana.
Aparezco allí con muchísima prisa, como si de verdad él me estuviera esperando, como si aún pudiera salvarle, sacarle de allí. Me abren la sala.
Hay varios sofás con una mesita baja y algunas sillas. Me siento en una de ellas y miro a través de una gran cristalera lo que es ahora mi padre, en lo que se ha convertido. No hay nada más aterrador que la madera brillante y pulida y las elegantes curvas de un ataúd.
Me reencuentro con mi padre-caja y lloro largo rato. Ya no se diferencia de nadie. Es igual que todos los demás. No puede ser. No es posible.
Paso varias horas allí sentada, llorando, hasta que alguien se digna a venir.