No recuerdo muchos momentos felices de mi niñez, pero eso no significa que no los hubiera.
—¿Por qué no recuerdo hacer nada de niña con vosotros? —le pregunto a mi madre el mismo día que me da las fotos.
—Porque nunca hicimos nada —contesta.
Pero en el fondo sí hacíamos cosas. Mi padre no me entretenía con juegos infantiles al uso ni me leía cuentos antes de dormir. De vez en cuando, me sentaba en su regazo, en la habitación que llamábamos el Cuarto de los Libros. Cuando Manuel me llevaba a aquella habitación repleta de libros yo intuía que iba a pasar algo emocionante, que alguna de sus tétricas y retorcidas historias estaba a punto de comenzar. Saltaba a su colo, como decimos en Galicia, y reía con la risita nerviosa de la impaciencia. Él siempre me hacía esperar para darle más emoción al asunto y, modulando bien la voz, como hacen los grandes contadores de historias, comenzaba...
«¿Sabes que a veces los muertos no mueren en realidad, Sibiloncia? —me decía—. Algunas veces los muertos parecen muertos, pero verdaderamente no lo están. Hay una enfermedad que se llama catalepsia, que es como si estuvieras muerto. No respiras. No te late el corazón. La gente cree que la has palmado y te entierran. Horas más tarde, cuando se pasa el ataque, la persona se despierta, pero ya es demasiado tarde porque está en su ataúd bajo tierra, ¿puedes imaginarte la angustia? Dicen incluso que hubo gente, como Fray Luis de León, que cuando la exhumaron, que es quitar los restos de su ataúd, encontraron la caja toda rascada. ¿Y sabes por qué? Porque se despertaron en sus tumbas y rascaban para intentar salir, los pobres. ¿Te puedes imaginar el terror de despertarse con la tapa de un ataúd encima? Es por eso que mucha gente en los siglos pasados, como tenían miedo a sufrir catalepsia, se hicieron instalar timbres dentro de su ataúd que conectaran su tumba con la garita del sepulturero. Así, si se despertaban, podían hacerlo sonar y conseguir que les rescataran de las garras de la muerte».
No sé dónde estaba mi madre cuando mi padre me contaba los cuentos de la catalepsia o del Horla. Debía estar en la tienda que tenía en aquel entonces, cogiendo taxis —una de sus principales aficiones cuando no era tan común como ahora—, o haciendo yogures en una yogurtera que se había comprado. También recuerdo ese tipo de detalles del pasado: era la moda hacer los propios yogures que nunca cuajaban, la época de llevar camisetas que ponían «Nucleares, no, gracias». Era la época de que las madres fueran a Londres o Ibiza a comprar ropa hippie, traerla en grandes bolsas y vendérsela a las amigas.
A mí me aterraban aquellas historias que me contaba mi padre, que me hacía llamarle de broma «el Príncipe de las Tinieblas», pero a la vez me atraían muchísimo. Suponían asomarme a un precipicio de mundos desconocidos y misteriosos, y creo que fueron la simiente de algo que me ha acompañado a lo largo de mi vida: el miedo a la muerte y su presencia constante, sobre todo en mi juventud. Desde entonces, creo que hay dos tipos de personas, las que piensan en la muerte y las que no, y que el hacerlo o no condiciona la personalidad y el sentido del humor de cada uno. Cuando la muerte está tan presente en tu vida, llegado un momento, se le deja de tener miedo, ya por puro hartazgo.
Mi padre me contaba historias de ultratumba antes de dormir en vez de cuentos de princesas y hadas. Incluso así sobreviví. El niño siempre sobrevive, entre otras cosas porque no hay más opciones. Sobreviví sin trenzas de raíz, sin coletas altas, sin coletas de lado, sin lazos, sin natillas, sin tartas ni canelones, sin tres cerditos ni Caperucitas ni Bollicaos ni ostias. Sobreviví sin tener casa fija, saber andar en bici, sin recordar un solo momento feliz con mis padres, sin hacer volteretas laterales ni volteretas en el agua ni nada.
Otro recuerdo muy vívido de mi infancia: yo sentada sola en la mesa del salón comiendo filetes de hígado. Me recuerdo comiendo filetes de hígado de un dedo de gordos debido a mi falta de hierro. Entonces no había superalimentos ni suplementos vitamínicos. Había el hierro de las vísceras. El hierro de la sangre. Lo odiaba con todas mis fuerzas. Me acuerdo de mi padre duchándome y cantándome la canción de los payasos de la tele, Fofó, Miliki, Fofito y Milikito, pero en versión vísceras para hacerme rabiar: «Cómo me gusta el hígado, yo no lo puedo resistir. Es lo que más me gusta a mí. Cómo me gusta el hígado...».
A mí me daban hígado y a la gata le daban liviano. Mi padre me mandaba a la carnicería a comprar liviano. Yo no sabía muy bien lo que era. Lo recuerdo como una masa compacta, sanguinolenta y asquerosa, pero luego él me lo explicó: eran los pulmones de una vaca. Por aquel entonces a los gatos no se les daba piensos para eliminar bolas de pelo ni para mejorar el tracto urinario. Se les daba pulmones troceados, cortados en tacos. Entonces era todo más rústico. Tampoco se les ponía arena. Se iba a la serrería a comprar sacos de serrín. No he vuelto a ver serrín en ninguna parte. Ya no debe existir. Ni siquiera se puede ver en el suelo de las tascas, entre otras cosas porque ya no hay tascas. Seguro que se recicla para convertirse en muebles de Ikea o en galletas cien por cien orgánicas.
Nuestra gata de aquel entonces se llamaba Lisístrata, pero la llamábamos Lisis. Era feísima, de esas gatas multicolores que no hacía honor a un nombre de tanta enjundia. Una vez se cagó en una silla y mi padre le restregó los morros en la mierda. Ella se largó despavorida y días después volvió a cagar en la misma silla. Cuarenta años más tarde, yo hice lo mismo con mi gata. También se volvió a cagar. Lo de «la letra con sangre entra» no debe ser del todo cierto. Al menos con ciertos animales y personas.
Mis padres nunca me enseñaron a andar en bici ni a patinar o nadar ni nada de eso, pero aprendí a inventar historias a base de escucharlas y después leerlas. Mi bici sin estrenar se oxidó cubierta por un plástico en nuestra terraza, pero crecí leyendo literatura inglesa del siglo XIX y escuchando yo sola, encerrada en el salón, óperas de Mozart durante horas mientras hacía planes para instalar un timbre en mi tumba infantil.
Luego, todo se repite, aunque de forma más diluida. Lo que mi padre hacía conmigo lo hice yo también con mis propios hijos.
Muchos años después de que Manuel me contara la historia de la catalepsia, le puse la película Alien a mi hijo de ocho años. No calibré bien las consecuencias de aquello. El niño se tiró meses sin dormir, llorando cada noche, diciendo que un bicho le iba a salir de la tripa. Traumaticé la infancia de mi hijo. Mi ya exmarido por aquel entonces se enfadó mucho. Me dijo que aquello era lo peor que había hecho yo como madre, pero es porque no sabe el resto. «A quién se le ocurre ponerle al niño esas cosas...». Luego me preguntó si a mí me parecía normal.
Y sí, claro que sí. A mí me parecía normal.
Mi madre nunca se preocupó de mi aseo, de mi ropa, de si iba limpia o sucia, de mi aspecto infantil... Y yo, aunque no llegué a esos extremos, jamás les corté las uñas a mis hijos, o pocas veces. Creo que es por eso que los dos se las comen desde pequeños. Eso se llama inteligencia, capacidad de adaptarse al medio o capacidad de anticipación.
«¿A ti te parece normal cómo tienen estos niños la uñas?», me preguntaba mi exmarido.
Y sí. A mí me parecía normal.
Mis padres me hicieron vivir de niña como una peonza, de casa en casa, desubicada, desatendida... Y yo una vez me dejé a uno de mis hijos olvidado en su sillita en un Zara. Pero volví a por él. Eso me alivia un poco. Y sí, hasta cierto punto también me pareció normal.
Mi madre nunca me hizo comidas ricas ni meriendas apetecibles ni pasteles ni postres ni nada... Y mi hijo pequeño recuerda como uno de los momentos estelares de su infancia el día en que yo aparecí en la puerta de su colegio con un bocadillo de media barra de chorizo.
—¿Qué es eso? —recuerdo que me preguntó.
—Un bocadillo... La merienda.
—¿En serio me has traído la merienda? —volvió a preguntar con extrañeza—. Y encima le has puesto mantequilla al pan.
Mi padre me machacaba hasta la extenuación cuando era niña: «Dime por qué hiciste eso, no, no te vayas por las ramas, dime por qué, explícame, dime, quiero saber por qué. No vale de nada hacer que no pasó. Lo que hiciste lo has hecho y quiero saber la razón, el motivo, piénsalo, alguno habrá. No te vas a mover de aquí hasta que me digas por qué lo hiciste. Y si no se te ocurre, vas a estar aquí hasta que lo descubras. Sin moverte. Sin comer ni beber. Más vale que se te ocurra porque si no...».
Y yo, sin querer, un poco más diluido, me he portado a veces así con alguno de mis hijos, con esa insistencia, con esa machaconería, hasta que termino por exasperarles, provocando que pase cualquier cosa, poniéndonos a todos al borde del abismo. Y a mis hijos intuyo que les da el mismo miedo que me daba a mí. Y a mí no es que me dé miedo, sino terror. El terror y la angustia de repetir yo lo mismo, como una maldición.
Debí de haber pensado que tenía estos padres antes de tener hijos, pienso a veces. ¿Qué creía, que iba a salir indemne?
Soy, como madre, un ciego dando palos de ciego, intentando no caer al andén del metro. A veces, algún buen samaritano me coge del brazo y me devuelve a la línea recta, pero en la mayoría de las ocasiones es mi propio palo el que me muestra el camino.
En realidad, todo se repite, lo queramos o no. Las familias son como una cadena infecciosa. Parece ser que dura tres generaciones que toda la mierda se diluya y la sangre se clarifique un poco. Claro que entonces vendrán las nuevas generaciones con otras taras.
La pureza absoluta no existe más que en el agua de manantial, en el cielo de las islas griegas y en los bebés recién nacidos, y ni eso, porque lloran todo el tiempo.
Ya tienen ganas de joder desde el principio.