Un fantasma recorre España, es el fantasma del nacionalismo fragmentario. Un verdadero «viejo topo», según la célebre expresión de Karl Marx, que lleva operando en nuestro territorio nacional ya más de cien años, horadando, cavando túneles y abriendo boquetes en el cuerpo de la sociedad política española.
La cohesión nacional española, labrada durante siglos, ha quedado expuesta a esta labor de zapa en los últimos años, en los que el nacionalismo fragmentario ha penetrado y se ha filtrado en las instituciones políticas, culturales y sociales españolas.
Un nacionalismo que se abona a la idea de que España es una especie de carcasa artificial («Estado español»), obra impositiva del «nacionalismo castellano» que, como velo despótico, ha mantenido sometidos al resto de «pueblos» o naciones peninsulares («España, prisión de naciones»). Una carcasa que, ahora mismo, con la democracia, y por la propia pujanza y vitalidad de esas naciones, al parecer, está en un tris de quebrarse para regresar, por fin, a su verdadero ser «plurinacional».
«España» significa, pues, según esta visión, una verdadera trampa histórica, tendida por el imperialismo castellano, en cuyas garras cayeron, ingenuamente, los pueblos peninsulares durante siglos, pero que hoy, tras ese calvario, están a punto de recuperar —cual hóbbits en la Comarca— su antigua y arcádica inocencia: «Nosotros, catalanes, gallegos, vascos, andaluces, valencianos, montañeses, asturianos, etcétera, somos inocentes, nada tenemos que ver con esa monstruosidad histórica llamada España, destructora de civilizaciones, aniquiladora de continentes, segregadora de religiones. Es más —añadirían— nosotros somos las primeras víctimas, mártires (“testigos”) de su acción tiránica». Y es que, aun avasalladas durante cientos de años, convertidas en simples «regiones» españolas, no cejan en tratar de recuperar, tras el paréntesis «castellanista», su plena, e incluso pletórica, «identidad nacional».
Este es, más o menos, el retrato ideológico, exculpatorio, que, desde el nacionalismo fragmentario (por lo demás, muy institucionalizado y acomodado en el actual Estado autonómico) se hace de España y de su historia.
El caso es que esta concepción, de mucha fuerza divulgativa, presupone en esas naciones un origen previo a la formación de España, y al margen de esta. Para que este retrato pueda cuajar doctrinalmente, y este nacionalismo tenga efectos prácticos propagandísticos, la versión —el «relato nacionalfragmentario»— tiene que ofrecer pruebas de que tales naciones son anteriores a la formación de España. De este modo, cuando España se constituya con posterioridad, lo hará siempre a costa de desvirtuar, de pervertir la identidad de Galicia, Cataluña, País Vasco y otras naciones previamente constituidas. Todas ellas permanecían puras, impolutas, vírgenes, y España, por la vía de la imposición castellanista, vino a mancillarlas, a manchar su auténtica identidad originaria.
Es fundamental, pues, en el cuento o historieta (storytelling) nacionalista, una vida anterior a la existencia de España, reservada para estas sociedades. Así que la vía de la justificación histórica es imprescindible para sacar adelante —siempre hay que convencer, además de vencer— tales proyectos políticos diferenciales, autonomistas y, en el límite, separatistas («a cada nación le corresponde un Estado»).
En este sentido, uno de los caballos de batalla del nacionalismo fragmentario es, sin duda, la discusión historiográfica. Se trata de construir en este campo una versión creíble, verosímil, por fantástica que sea, según la cual la nación fragmentaria (la vasca, la catalana, la gallega) se encuentra ya formada, prístina, reluciente, impoluta, autosuficiente, recién estrenada, en un pasado más o menos remoto (in illo tempore), pero siempre anterior a la formación de España. Y es que probar una autosuficiencia previa se convierte en una manera de justificar una autosuficiencia futura, lo que significaría, y esto es lo que busca el nacionalismo fragmentario, que España sobra (Good Bye, Spain).
Para justificar esa presunta anterioridad —ya no solo histórica, sino incluso prehistórica—, el relato nacionalfragmentario escarbará en la arqueología, en la lingüística, en la antropología, en busca de algo que en realidad ya había hallado («Si te busco es porque te he encontrado», decía san Agustín respecto a Dios): los restos de esa «nación» primigenia, auténtica y absoluta (que no requiere de ningún otro poder para existir).
Sin embargo, es muy difícil hallar en la arqueología o en la antropología elementos distintivos entre las regiones de España, salvo el lingüístico. Los demás rasgos culturales no ofrecen con la misma elocuencia una justificación del «hecho diferencial» separatista.
Las lenguas regionales son un hecho que, con cierta consistencia histórica, testimonian una realidad cultural, social e incluso política previa a la constitución de España, a juicio de los nacionalistas. Se pone así sobre la mesa un elemento diferenciador que sigue vigente y que no se encuentra solo en un museo (como otros). Una comunidad lingüística significa cierta cohesión de grupo, el de los hablantes de esa lengua, que lo distingue de otros. De este modo, aquí sí habría un elemento que testimonia una comunidad cohesionada, consistente y constituida al margen de España (si se considera que esta última es un grupo nacional que se ha formado como comunidad lingüística en torno al castellano). El gallego, el euskera y el catalán siguen ahí, como testigos de unas sociedades que tuvieron, al parecer, su consistencia interna sin necesidad de formar parte de España.
Ahora bien, las lenguas regionales, en torno a las cuales se articula y define ese «ser» nacional fragmentario (aunque «total» para ellos, insisto), no pueden remontarse a una época anterior a la Edad Media, por lo menos con respecto a sus primeras manifestaciones escritas y literarias (ni siquiera el euskera). Por eso va a situarse en el período medieval el escenario de la lucha encarnizada por la justificación de esos proyectos nacionalfragmentarios y separatistas. (Lenguas en guerra tituló la periodista y lingüista Irene Lozano un estupendo libro que habla de estas pugnas.)1
Así pues, el axioma de este es la negación medieval de España: no existía como nación entonces, ni tampoco los «españoles» como grupo étnico reconocido. Esto convierte a España en un fenómeno político relativamente reciente, nunca anterior a 1492, y, por tanto —razona el nacionalista—, artificioso, sin raigambre, casi provisional, que como tal puede desaparecer ante la reciedumbre, peso y abolengo de las naciones ancestrales (Galicia, País Vasco, Cataluña). España es un Estado que se licúa ante la solidez de las naciones originarias, constituidas casi telúricamente, y que reclaman su derecho a constituirse como Estado (uno que administre su vida nacional desde el «respeto a su identidad»).
Esta idea ha prendido en una parte de la historiografía, más allá de los propios publicistas nacionalistas, y hoy en día es fácil encontrar esa negación de la existencia medieval de España, sobre todo en obras generalistas y de divulgación, que suelen ser las que más eco tienen en la escuela y en el sistema educativo. Con las competencias educativas traspasadas a las comunidades autónomas, esta versión de la historia de España casi se ha convertido en la versión oficial. Castilla, Aragón, Portugal, Navarra y Granada (los llamados «cinco reinos») son, a finales del siglo XV, las entidades políticas que constituyen el campo político peninsular, sin que quepa lugar a ninguna otra «identidad». Solo a partir del siglo XVI podría reconocerse algo parecido a una unidad superior, que las pondría en relación, pero en función de intereses dinásticos, en el fondo extraños (el imperio «europeo» de Carlos V). Algo así como «España», comprendiendo la totalidad de los reinos peninsulares, echaría a andar, si acaso, con Carlos I, aunque de un modo también bastante difuso, incluso precario, porque enseguida se producen desistimientos de unos y otros grupos «nacionales» contra esos intereses dinásticos (rebeliones de los comuneros, de las germanías, de Flandes, de los moriscos, de Cataluña, de Portugal, etcétera). Grupos «nacionales» que pugnan por recuperar su auténtica «identidad», de alguna manera degradada, desnaturalizada, desvirtuada, al integrarse por razones espurias (las derivadas de los intereses de los Habsburgo) en el seno de esa artificiosa unidad imperial española.
En definitiva, España, de ser algo, es un artificio moderno montado sobre la primacía de Castilla. Pero, una vez agotada la «violenta» hegemonía de esta, la Península debe volver a su «ser natural» de los cinco reinos «medievales». Una violencia, la protagonizada por la carpetovetónica Castilla, que arrastró a los demás reinos al «insidioso» proceso de la Reconquista, que terminó, con su empuje de odio e intolerancia, por arruinar una exquisita y luminosa civilización como era la andalusí.
Hace ya unos años el que fuera factótum del grupo Prisa —y, por tanto, máximo gurú de la intelligentsia «progresista», además de miembro de la Real Academia Española—, Juan Luis Cebrián, habló de la «insidiosa» Reconquista para referirse al proceso histórico en el que se forja España como sociedad política. Más recientemente, un artículo firmado por Guillermo Altares en El País hablaba con ironía de la «rabiosa actualidad de la Edad Media»: achacaba a ciertos partidos de ultraderecha, de reciente creación, que buscaran en las luchas de ese período la justificación de sus posicionamientos políticos.2 En concreto, ese artículo aludía a Vox, que abrió su campaña electoral en Covadonga, y que retiró una estatua de Abderramán III en un municipio aragonés como primera medida cuando obtuvo la alcaldía. Es curioso que, en dicho artículo, sin embargo, se pase por alto el hecho de que desde hace ya más de cien años existen partidos en España que pueden ser calificados perfectamente de extrema derecha, que llevan buscando en la Edad Media la justificación de sus posiciones actuales, las cuales significan la fragmentación de España, algo que a esa intelligentsia progresista no le ha llamado la atención durante todo este tiempo. Solo ven Edad Media en la irrupción de Vox, aplicando un doble rasero.
Durante buena parte de la Transición (nombre no menos ideológico —insidioso, si se quiere— que el de Reconquista) se quiso borrar o desdibujar el concepto de España en la Edad Media para tratar de justificar la realidad presuntamente preespañola de las distintas autonomías, particularmente de las llamadas de manera enfática «históricas», que según parece tienen su origen justamente en la Edad Media. A esas identidades históricas la España democrática les debe un reconocimiento constitucional (título VIII), que implica una especie de reparación por los daños que les produjo el expansionismo castellano. La autonomía es una sociedad más añeja y auténtica que la artificiosa España, epifenómeno producto del espurio, rancio y mesetario imperialismo castellano. Digamos que la labor tecnológica administrativa, relativa al desarrollo competencial autonómico, tenía que venir acompañada de una labor ideológica de legitimación, poniendo la historiografía a su servicio. Para esta visión autonomista, la Reconquista, lejos de ser un proceso histórico —real—, es más bien un modo ideológico españolista de dar por buena la acción de la España medieval; una España, a su vez, que no es más que un reflejo proyectado por la historiografía españolista (casticista) de los siglos xix y XX.
Negando, pues, la realidad histórica de la España medieval, aparecerían las identidades autonómicas en plena edad dorada, ricas, florecientes (con sus tradiciones, ritos, mitos e idiomas propios) que, con la Transición a la democracia, habrían de algún modo de ser restauradas (tras su eclipse castellanoespañolista). En definitiva, en el medievo no hay España: esta es la coartada que el autonomismo de la Constitución de 1978 quiere encontrar en la historiografía.
Pero esta negación se da de bruces con la documentación, con las reliquias y los relatos medievales, en los que España está presente con un formato político determinado, el del imperio. Porque cuando borramos el término «imperio» —cuando se cae en «imperiofobia», por utilizar los términos de Elvira Roca Barea— España pierde su sentido unitario, pues la identidad imperial es la que le da unidad. Aunque esta identidad imperial tenga origen medieval, se consumará con el descubrimiento y conquista de América. Entonces el mundo medieval (mediterráneo) quedará completamente desbordado por la acción (atlántica) del Imperio español reconocida en la divisa Plus ultra que figura en el escudo. En este sentido son fundamentales, por las contundentes pruebas documentales que ofrecen acerca de la realidad histórica de la España medieval, los libros El Imperio hispánico y los cinco reinos, de Ramón Menéndez Pidal, y El concepto de España en la Edad Media, de José Antonio Maravall, pues ya responden a esa pretensión ideológica («autonomista») de anularla.3 Ambos autores, haciéndose eco de esa negación medieval, y para combatirla, tratan de fijar el tipo de organización política que permite hablar de España como una unidad política en la Edad Media. Esta se logrará cohesionar como identidad política a través de la idea de imperio. Para Menéndez Pidal, la unidad imperial medieval, que arrancaría con los Alfonsos, se terminará extinguiendo a partir del siglo XV, desbaratada por el auge de los llamados «cinco reinos». Maravall, sin embargo, pinta las cosas de otra manera: entiende que, a pesar de la división en reinos, persiste un trasfondo de comunidad política (de impronta goda, isidoriana) que penetra ese carácter unitario imperial y perdura más allá del siglo XV, en el fondo normativo (consuetudinario y legislativo) común a todos los reinos hispanos.
Es así que, con el colapso de la Hispania romano-visigoda (el Reino de Toledo) producido tras la conquista musulmana, los núcleos dispersos de identidad cristiano-romana asentados en el norte tratan de restablecer esa unidad visigótica apoyándose en la idea gótica mozárabe de «re-conquista», y concibiendo la conquista musulmana como una invasión. El resultado, sin embargo, es la generación de una nueva sociedad, con una identidad política cuyo desarrollo, si bien se asienta sobre las bases de la sociedad visigótica —sobre todo en el terreno jurídico y teológico político—, responde a unos principios constitucionales nuevos detectables en el cambio de nombre de los reyes, la monarquía hereditaria en lugar de electiva, las lenguas romances, el peregrinaje jacobeo y otros fenómenos.
El Imperio hispano medieval (Alfonso III, Alfonso VI, Alfonso VII, los emperadores) es la nueva identidad política en la que se transforman las sociedades cristianas peninsulares —reinos, condados, etcétera— en lucha indefinida contra el islam. Esta nueva identidad se va consolidando en su avance hacia el sur y tiene en la ciudad de Oviedo —fundada por Alfonso II como la «nueva Toledo», que a su vez se fundó como la «nueva Roma»— su primer centro imperialista de expansión. Desde ahí se va reorganizando y roturando el territorio con nuevas formas institucionales (poblamiento, repartición, etcétera) que configuran un tipo de sociedad distinta de la visigoda, aunque se inspire en ella.
Y es que el islam había roto la unidad visigoda produciendo la dispersión de sus partes. Estas terminan coordinándose y reuniéndose bajo un imperio católico que trata de restituir la unidad cristiano-romana previa (regnum Hispaniae). Sin embargo, su identidad, y esta es la cuestión, ya es distinta de la romano-visigoda.
PLUS ULTRA
Es este el origen de España como sociedad política. La novedad radica en que su identidad no se va a agotar en la restauración de su unidad peninsular; de hecho, la unidad peninsular romano-visigótica ni siquiera se recupera políticamente: ahí sigue Portugal desde Alfonso Raimúndez a Alfonso I de Portugal, a pesar de su anexión por España entre 1580 y 1640. Por el contrario, esta unidad va a quedar desbordada por la vía atlántica a través, sobre todo, del descubrimiento y la conquista del Nuevo Mundo, con todo lo que ello implica (organización geográfica, jurídico-política, lingüística). La Española o La Nueva España son nombres que hablan de una continuidad política imperial cuya identidad se hace inasimilable con la identidad de la Hispania romano-visigótica; este «salto oceánico», como decía José Ortega y Gasset, ya no se puede justificar, desde luego, como reconquista.
A través del desarrollo de este imperio, enfrentado a otras potencias políticas, no solo se configura España como nación histórica, sino que también se establecen las primeras redes efectivas de globalización, sobre todo a partir de la circunnavegación de Magallanes-Elcano en 1519-1522. Tras este hito, las partes del orbe antes incomunicadas comienzan a interrelacionarse a través del comercio, la evangelización, la explotación, la guerra. El proyecto imperial procura involucrar de un modo efectivo a todo el género humano en el proceso civilizatorio.
Así, el Imperio español (con la participación desde el principio de vascos, catalanes, castellanos, aragoneses, gallegos, andaluces, etcétera), si bien no logra gobernar la humanidad (según la idea imperial), es capaz de «envolver» territorios y gentes, sobre todo a los hasta entonces desconocidos indios americanos; de ahí surgirá la cuestión de Indis, sobre la que hablarán Francisco de Vitoria, Juan Ginés de Sepúlveda, Bartolomé de las Casas y otros. Un envolvimiento que en absoluto implicaba la aniquilación de los indios, sino que los incorporó de pleno derecho (conforme a legislación de Indias) a la nación española en tanto que súbditos del rey católico, poniendo así las bases de lo que supondría su ulterior emancipación.4
En términos históricos España es, sobre todo, la ejecución de ese proyecto imperial que surge durante la época medieval en lucha contra el islam y que desborda la unidad peninsular ya en época moderna, para acabar convirtiendo los tres grandes océanos, tras la anexión de Portugal, en «mares interiores» suyos.
Es verdad, pues, que la noción de reconquista puede considerarse insidiosa, si se quiere, pero no porque resulte en exceso belicista —y por tanto antipática para ciertos oídos piadosos—, sino porque está restringida al mundo antiguo y medieval. La acción de España a través del océano Atlántico convertirá en regional ese ámbito mediterráneo, en el que la noción de reconquista sí tiene algún sentido. Entonces serán los caminos de agua oceánicos, abiertos por la náutica española, los que harán de la reconquista un término insuficiente para explicar su historia como imperio, al quedar restringida y circunscrita al ámbito (isidoriano) peninsular.
La acción imperial que comienza en Covadonga en el siglo VIII podría verse como reconquistadora si el empuje de España se hubiera quedado en 1492. Sin embargo, lo que comienza a partir del 12 de octubre de ese año ya no es una reconquista, sino una acción —con centro en Sevilla— de descubrimiento y conquista (continental y oceánica). Esta es la que da a España relevancia desde el punto de vista de la historia universal (representada, insisto, en su divisa Plus ultra), y con ella el Imperio español cobra su verdadera identidad y dimensiones. No es Castilla la que hace a España, según decía Ortega y Gasset, sino América. Es el hecho americano —en continuidad con el fecho del allende africano, por cierto— el que sustancia a España, no al revés. Acierta, pues, Unamuno, cuando dice: «Y España toda, ¿dónde se ha hecho sino fuera de sí? ¿Dónde vivirá su vida más para sí sino en la veintena de repúblicas [americanas] que ha parido y en sus futuras democracias?».5
El concepto de reconquista quizás sea insidioso como categoría historiográfica, pero no por ser excesivo sino, más bien, por ser insuficiente; se queda corto para significar el sentido de la sociedad política imperial que surgió a partir de Covadonga, cuyo alcance solo se puede medir retrospectivamente.
Será, en definitiva, a través de la acción totalizadora imperial como se produzca el origen de la nación española, resultado de la conexión y comunicación entre los distintos géneros de población peninsular, con raíz prehistórica e histórica. Así terminará constituyéndose un nuevo género nacional, el de los españoles, caracterizado principalmente por el hecho de hablar una lengua común («que siempre la lengua fue compañera del imperio», decía Nebrija).
De la misma manera que hay prueba documental de la existencia medieval de España como entidad política, también la hay de su existencia como entidad antropológica o sociológica, es decir, nacional.
En esa línea quizás haya sido Américo Castro, en disputa con Sánchez Albornoz, el que más haya insistido en el reconocimiento de la realidad étnica, gentilicia (gens, natio), de los españoles formada en la Edad Media, y no antes.
A partir de un trabajo del romanista suizo Paul Aebischer, en el que afirma el origen provenzal del gentilicio «español»,6 Castro rastrea en la literatura castellana y confirma que este término no es anterior al siglo XIII.7 Antes de su adopción, a los oriundos de la Península se los denomina, sin más, «cristianos», en el contexto de la pugna entre las «tres castas» —cristiana, musulmana y judía— que Castro considera un factor clave en la formación de la vida hispana. Estudios posteriores reafirman la tesis de esos dos autores y remontan su origen como mucho al siglo XII, cuando entró en la Península a través de la fuerte inmigración procedente del Mediodía galo.8
Todavía en el siglo XIII la historiografía hispana —me refiero a las obras del Tudense y del Toledano9— tiene como referencia nacional (étnica), en tanto que sujeto histórico, a la nación goda —isidoriana—. Por tal motivo no se reconoce una realidad hispana diferenciada si no es ligada a esos grupos germánicos que se integraron con los romanos en el seno de la península ibérica y el Mediodía francés (Reino de Tolosa, primero, y Reino de Toledo después).
En los prolegómenos de la batalla de las Navas, Jiménez de Rada ordena que los pueblos transpirenaicos que venían para dar apoyo cruzado a los cristianos peninsulares regresen a sus lugares de origen, pues solo serán las mesnadas hispanas las que compongan el ejército cristiano.10 Ahí se forma esa singularidad que, probablemente, al ilustre cronista no le resultaba extraña, pues el término «español» ya circulaba como gentilicio castellano. Soli hispani, dice Rada. «Solo los españoles», porque los pueblos cristianos procedentes allende los Pirineos no estaban dispuestos a pactar con las poblaciones mudéjares que habitaban la cuenca del Guadalquivir, sino que buscaban más bien aniquilarla. Así que las tropas, únicamente formadas por peninsulares, son arengadas por el rey castellano Alfonso VIII, que subraya el carácter común de españoles, al margen del reino del que sean súbditos naturales. De esta manera describe Alfonso X este dramático momento: «[Alfonso VIII] apartose otro día con los de Aragón et portugaleses et gallegos et asturianos, essos que y [allí] vinieron; et díxoles assí el rey don Alfonso: “Amigos, todos somos españoles”».11 Cabe suponer que lo dijo, y la crónica así lo reproduce, en castellano.
Una vez conquistadas, en la llamada Castilla Novísima, Córdoba (1236), Jaén (1246), Sevilla (1248), Cádiz (1262) y Murcia (1266), y con la incorporación de la población mudéjar, que no habla latín, aparece un elemento decisivo en la castellanización, el uso de la lengua castellana en la Administración y en la Cancillería, tanto por parte de la corte de Fernando III, primero, como de Alfonso X después. El latín, lengua litúrgica, propia del poder eclesiástico, pero también del civil hasta ese momento, es sustituido en este ámbito cancilleresco por la lengua vulgar castellana, por el «román paladino, en el cual suele fablar el pueblo a su vecino», dice Berceo (Vida de Santo Domingo de Silos, 1236). Además, y aquí está la gigantesca labor de Alfonso X, el castellano se va a convertir en una lengua de cultura, remplazando al latín en todos los órdenes, ya que mediante él va a ordenarse la vida civil (Partidas, etcétera), y la intelectual (Escuela de Traductores de Toledo). Y lo hará de tal manera que, según el hispanista Márquez Villanueva, «el abrazo integral del castellano, por parte de Alfonso X, que destruía el monopolio del latín […] figura, sin duda, entre los hechos más decisivos en el devenir histórico de los pueblos hispánicos».12
Será ahí, en la formación de la Castilla Novísima (o sea, Andalucía), donde aparezcan en su origen embrionario los elementos característicos de lo que hoy llamamos «nación española», la sociedad nacional que actualmente habita, junto con la vecina nación portuguesa, la península ibérica.
Partiendo de la actual nación española, que como Estado soberano tiene asiento en la ONU, se trata de remontar la vía generacional hasta el momento en que ya no podamos seguir hablando de ella en tales términos, sino más bien de la nación goda o hispanorromana (recordando siempre que los procesos históricos se cuentan como mínimo por años, y que no tienen lugar de la noche a la mañana).
La nación española echó a andar precisamente ahí y no antes —esta es la tesis que defiendo—, cuando el castellano se propaga por el resto de los reinos hispanos como elemento de cohesión social. Porque si existe un elemento que hoy otorga unidad nacional a España, ese es el castellano. Como lengua común permite la comunicación y el trato social, presididos fundamentalmente por el convivium —la convivencia— y por el connubium —el establecimiento de lazo de sangre—, que ponen en marcha la sucesión generacional. Y es que la generación es el mecanismo que permite la persistencia de la nación, pues sin nacidos, sin crecimiento natural, no existe la nación en sentido antropológico o sociológico.
En Toledo, el 23 de noviembre de 1221, ve la luz Alfonso. A los pocos meses, en marzo de 1222, será nombrado heredero en Burgos, en la catedral construida en el nuevo estilo procedente de Francia, el gótico. En 1249 se casa con Violante, hija de Jaime I de Aragón, en Valladolid. Cuando el 1 de junio de 1252, tras la muerte de su padre Fernando el día anterior, Alfonso termina convirtiéndose en rey de Castilla y León haciendo valer sus derechos de primogenitura, a los treinta y un años, la situación del reino es muy distinta a la de 1221, cuando nació. La ceremonia de coronación tendrá lugar lejos de Burgos, en la catedral de Sevilla (también del nuevo estilo), ciudad que su padre conquistó el 23 de noviembre de 1248, el mismo día que Alfonso cumplía veintisiete años.
Alfonso experimenta el desarrollo de una expansión sin precedentes de las fronteras de los reinos hispanos hacia el sur, llevada a cabo por su abuelo Alfonso IX de León, que conquista Extremadura, por su padre, Fernando III, con la conquista de Andalucía Occidental (Castilla Novísima) y Murcia (en la que Alfonso participará en primera línea), y por su suegro, Jaime I, con la incorporación de Valencia y Baleares. Entre 1221, año en que nace Alfonso, y 1252, año de su coronación, por el lado castellanoleonés se conquista un área que abarca unos 100.000 km2; en la vertiente aragonesa la expansión alcanza unos 25.000 km2. Estas áreas cierran prácticamente el programa de la Reconquista que iniciado por Pelayo; solo queda Granada, que ya nace, en 1246, vasalla de Castilla.
Es en esta tierra de frontera, constantemente rebasada por el empuje cristiano, donde se constituirá una norma política, con determinada forma de organización del Estado, cuya acción tendrá por resultado un arquetipo nacional, la nación española (con una morfología administrativa, económica, cultural y lingüística característica). Esta aglutina, frente al islam, a una población muy variada procedente de otras partes de la Península. Gallegos, vascos, cántabros, castellanos, aragoneses, catalanes, etcétera, se fundirán por la doble vía del reparto territorial y del enlace genealógico, es decir, por la doble vía del patrimonio y del matrimonio (de la propiedad y del linaje), y adquirirán la condición de españoles. A partir del siglo XIII España empieza a transformarse en una magnitud histórica cuya influencia va a hacerse notar a escala internacional.
En cualquier caso, la imagen de serenidad que muestran algunas miniaturas medievales sobre la sabia persona de Alfonso X contrasta con la realidad convulsa de su reinado, sobre todo al final del mismo, debido al conflicto que se produce tras la muerte prematura de su primogénito Fernando de la Cerda, en 1275. Los pleitos sucesorios con el segundogénito del rey, Sancho, y su rebelión posterior hasta desposeer a su padre dejan al reino en guerra civil y al borde del precipicio. Traición de sus familiares, rebelión de los nobles, continuas y cada vez más graves enfermedades, la humillación de ver rechazada su candidatura a la corona imperial, sin aliados externos, hacen que los últimos años del rey sean devastadores. Ya al final Alfonso recupera posiciones buscando incluso la alianza de los benimerines, su enemigo secular; solo se mantienen fieles a él las ciudades de Sevilla, Murcia y Badajoz. Cuando muere en Sevilla el 4 de abril de 1284, deja a su sucesor, Sancho IV, un reino agitado por fuertes rivalidades internas.
Sin embargo, su legado es impresionante. El reinado de Alfonso X ocupa la primera parte de la segunda mitad del siglo XIII, y, a pesar de atravesar grandes problemas políticos, será decisivo en todos los órdenes institucionales —geopolítico, administrativo, económico y cultural— para la consolidación de España como nación.
Desde un punto de vista geopolítico, el siglo XIII se inicia con la derrota musulmana de los almohades en las Navas de Tolosa (15-16 de julio de 1212) y culmina con la presencia aragonesa en Italia, durante el acontecimiento conocido como Vísperas Sicilianas (1282). El primer hecho supone el golpe de gracia contra la presencia hegemónica del islam peninsular, y el segundo, el punto de arranque del expansionismo mediterráneo de Aragón.
En medio de estos hitos Alfonso X pone todo su empeño en la consolidación de la población de la Andalucía Occidental y de Murcia. Su objetivo es neutralizar cualquier otra oleada musulmana procedente del norte de África.
La geopolítica del rey llamado el Sabio fue trazada por su padre Fernando III en su testamento, una vez consumada la Reconquista (el fecho de Espanna). Pero será él quien trate de dar la estocada final al islam con el intento de recuperación del norte de África: el fecho del allende. Para ello ordena el establecimiento de los arsenales en Sevilla, crea el almirantazgo para Castilla y la orden militar de Santa María de España, e inicia relaciones amistosas con las pujantes repúblicas mediterráneas italianas. De Pisa le llegará a Alfonso la propuesta de convertirse en emperador de Alemania (el fecho del imperio), y aspira a ello para tratar de comprometer a Europa en la cruzada africana. Ambos objetivos, el fecho del allende (África), y el fecho del imperio (Europa) marcan la línea de acción de Alfonso durante su reinado, pero también de España en los próximos siglos, que fija en Sevilla el nuevo centro imperial.
El intento de sellado de la Península abre paso a un periodo de transformaciones sin precedentes en las instituciones del Estado (administrativas, jurídicas, económicas, urbanísticas), tratando de establecer una homogeneización en las normas que las rigen, desde una idea secularizada del Estado y de sus instituciones, que va a afectar a todos los aspectos de la vida social. El espíritu secular alfonsí, que viene de la mano del aristotelismo, encabalgado en la escolástica medieval, se manifiesta en toda la amplísima obra cultural, una de cuyas principales consecuencias es la del uso del castellano como lengua de Estado, dejando el latín para su uso eclesiástico y litúrgico.
El llamado, con cierta grandilocuencia, «concepto cultural alfonsí», con la escuela de Traductores de Toledo como punta de lanza, va a convertir la lengua castellana, nacida de nuevo en el área de influencia burgalesa, en el elemento de unión y comunicación más importante para la consolidación de la vida social española como vida nacional. La lengua castellana, como verdadera koiné, se va a extender durante este siglo por toda la Península, y su uso áulico (cancilleresco) y literario por parte de la corte alfonsina va a ser definitivo en su constitución como lengua de cultura. La sustitución del latín por el castellano, a través de esta labor de Alfonso X (en el ámbito jurídico, por supuesto; en el de las ciencias triviales y cuadriviales, particularmente en la astronomía, pero también en el de la historiografía y en otras disciplinas), será el logro más destacado de su legado cultural; tanto que el criterio más sólido para afirmar una continuidad nacional española desde la época de Alfonso X hasta la actualidad me parece justamente el lingüístico. Hablar de una España nacional antes de su reinado resulta problemático, precisamente por la dispersión idiomática. Pero a partir del Sabio hay una línea de continuidad muy clara gracias al hilo de acero que representa la lengua castellana. Cualquier persona alfabetizada en español hoy puede leer, sin mucha dificultad, lo que escribieron los autores del siglo XIII, incluido el propio Alfonso.
Así lo reconoció, nada menos, que Antonio de Nebrija cuando se puso manos a la obra con la elaboración de la primera gramática del castellano, dos siglos después de la muerte del rey Alfonso X:
[la lengua castellana] comenzó a mostrar sus fuerzas en tiempo del muy esclarecido y digno de toda la eternidad el rey don Alfonso el Sabio, por cuyo mandado se escribieron las Siete Partidas, la General Historia, y fueron trasladados muchos libros del latín y arábigo en nuestra lengua castellana; la cual se extendió después hasta Aragón y Navarra, y de allí a Italia, siguiendo la compañía de los infantes que enviamos a imperar en aquellos reinos.13
Todas estas transformaciones producen un nuevo orden, que ya no es ni romano ni godo, sino un orden hispano —español— que va dando forma a la nación española, que echa a andar durante el reinado bajomedieval de Alfonso X, y no antes. Además, estas transformaciones no se explican a escala estatal, sino que requieren la escala imperial. Alfonso X se eleva con un vuelo de águila imperial, haciendo una política de gran alcance intercontinental, que no se resuelve en la inmediatez de una clase, sino ni siquiera de un Estado. Hay un plan. Un plan imperial.
De eso trata precisamente este libro: de cómo España se afianza como nación y comienza su andadura durante este siglo (y no antes, ni tampoco después), fijando como hitos fundamentales, en el mismo año 1221, el nacimiento de Alfonso X y el inicio de la construcción de la catedral de Burgos. Ocho centurias después, reinado y catedral son dos monumentos que hablan de una sólida cohesión nacional de España, frente a aquellas posiciones que remontan su origen a un vago «érase una vez» legendario, y también frente a aquellas otras que niegan su existencia medieval como nación. En definitiva, cuando decimos España en el siglo XIII, ¿de qué realidad política, social y cultural estamos hablando? ¿Se conserva en ella la unidad, o esta se disuelve en una pluralidad de reinos diferentes (Castilla, Navarra, Aragón, etcétera), sin que exista un nexo de identidad común? ¿Es consistente la idea de España en la Edad Media porque tiene fundamento en la realidad histórica medieval?, ¿o se trata de una proyección o invención posterior (moderna, contemporánea), de un «dios útil», que sirve para legitimar ideológicamente su acción política frente a otras naciones rivales, o frente a las partes que la integran? ¿Desde cuándo podemos hablar de España como nación? Este libro quiere ser una respuesta a estas cuestiones.