El de nación es un concepto que tiene varias acepciones, según ha distinguido Gustavo Bueno en la exposición más sistemática y profunda de la que tengo noticia.1 Según entiende Bueno, que haya varias acepciones no significa que sea un concepto «discutido y discutible», como a algunos les ha convenido pensar. Vinculada a la noción de soberanía, la nación política —en sentido contemporáneo, revolucionario si se quiere— es una idea clara y distinta porque el ámbito en el que actúa determinado poder político nacional (soberano) se puede plasmar en un mapa y ser distinguido con claridad, a través de sus fronteras, de otros ámbitos soberanos. El concepto político de nación es, por tanto, claro y distinto; salvo en algunos contextos en los que existen disputas territoriales, el mapamundi está ya cubierto de naciones distinguidas con celosa —a veces recelosa— nitidez unas de otras (no hay terra incognita política, siguiendo las palabras de Lenin).
En cualquier caso, no hay confusión entre las diversas acepciones del concepto de nación. Según Bueno, existen conexiones internas que permiten establecer relaciones genéticas entre ellas, de tal modo que unos sentidos se derivan de otros sin caer en la confusión.
Y conviene distinguir tales acepciones, reconocidas y documentadas históricamente, porque en el contexto del Estado autonómico español muchos buscan confundirlas para, amparándose en ese barullo, poner tal confusión a disposición de las corrientes que buscan la fragmentación (separatista) de la nación española.
El término «nación» es, en sentido lógico, un universal que se despliega en los siguientes tres géneros: el biológico, el étnico y el político.
Las acepciones biológicas recogen el significado del verbo latino nascor (‘nacer’). Conviene recordar que «nación» es, etimológicamente, el «acto y efecto de nacer». Y, por extensión, el conjunto de los nacidos en un territorio común.
Las acepciones étnicas, resultado del despliegue de las anteriores, nos introducen en la situación, ya histórica, desde la cual una sociedad política compleja, como un imperio o un reino, contempla el «nacimiento» de los pueblos que se aglutinan en su entorno o en su propio seno. Según la relación que la sociedad política establezca con estas naciones, puede hablarse de tres especies distintas.
La primera especie, las naciones periféricas, incluye los grupos sociales que rodean a la sociedad política sin formar parte de ella. Encontramos numerosos ejemplos en escritores antiguos: Cicerón decía que «las otras naciones pueden perder la servidumbre; la libertad es propia del pueblo romano»; César señalaba, en sus Comentarios a la guerra de las Galias, el estatus de belgas, aquitanos, helvecios y otros pueblos como naciones étnicas, pues «todos ellos se diferencian entre sí en lenguaje, costumbre y leyes»; Tácito, en Agrícola, describirá las naciones de los britanos, y en la Germania hará lo mismo con las naciones más allá del Rin y del Danubio; Arnobio, el retórico y polemista del siglo iv, dirigirá su libro Adversus nationes contra aquella cuyas «gentes» todavía estaban sin cristianizar (los conceptos de nación y gentes se superponen en la literatura cristiana desde Tertuliano, en A los gentiles, hasta santo Tomás de Aquino, en Suma contra los gentiles).
La segunda especie es la de las naciones integradas, las que forman parte de la sociedad política, y se identifican con el origen del que proceden sus individuos, grupos o instituciones. Por ejemplo, en los mercados medievales se llamaban «naciones» a los agrupamientos de mercaderes que, instalados en Brujas o en Medina del Campo, exponían allí sus mercancías; al igual ocurría en las universidades, donde los estudiantes se encuadraban por «naciones», es decir, según su lugar de procedencia. Este será el sentido habitual en que se emplee el término durante la Edad Media y Moderna europea, y que muchos interesadamente confunden en la actualidad, en anacronismo manifiesto, con su sentido político contemporáneo.
Por último, la tercera especie, la nación envolvente (o histórica) tiene especial interés porque suele confundirse con las acepciones políticas. Francia, España, Inglaterra, Alemania o Italia, al margen de su unidad e identidad políticas, eran consideradas como naciones en sentido histórico desde el siglo XV, lo que quiere decir que han tenido capacidad para envolver a otras naciones (integradas) y convertirlas en partes suyas. Así, por ejemplo, el concepto de nación con sentido envolvente aparece en el Concilio de Constanza, en 1414, donde estuvieron representantes de las naciones más importantes de la Europa occidental, y que pasan a ser mencionadas, en el Liber Pontificalis, de la siguiente manera: itálicas, gálicas, germánicas, hispanas y ánglicas.2 Cuando Gil de Albornoz funda en Bolonia el Colegio Mayor de San Clemente de los Españoles, en el año 1364, el gentilicio de nuevo hace referencia a ese sentido envolvente de nación.
Ahora bien, la nación así entendida no es todavía política, puesto que la soberanía —el poder político— no reside en ella, sino en el monarca o príncipe. A través de sus empresas, en las que se integran las distintas partes de la nación, se consolida un proceso de homogeneización cultural (lengua, costumbres, religión) que permite distinguir a esa nación envolvente de otras de rango semejante. Tocqueville ya destacaba el papel centralizador de la acción política de las cortes europeas durante el Antiguo Régimen.3 Se dirá «nación histórica» porque, aunque en ella no resida la soberanía, sí se mueve en una perspectiva ya política, al ser el ámbito en el que recae la acción del príncipe o soberano, a diferencia de la perspectiva puramente antropológica de las dos especies anteriores (la periférica e integrada, organizadas por jefaturas, cacicazgos, arráeces, etcétera, pero no príncipes soberanos).
Y es que en su acepción política, denotativa de soberanía, este nuevo concepto de nación nació en los siglos X VIII y xix a partir de la ruptura revolucionaria con el absolutismo regio del Antiguo Régimen. «La nación reunida (assemblée) no puede recibir órdenes», dice Jean Sylvain Bailly, primer presidente de la Asamblea Nacional francesa, el 23 de junio de 1789, objetando las órdenes de Luis XVI para la disolución de los representantes del Tercer Estado después de haber jurado estos no hacerlo hasta elaborar una nueva Constitución. El concepto de nación cobra así sentido político, por su vinculación plena con el Estado o con la sociedad política en cuyo seno se moldea. La nación aparece ya como sujeto titular de la soberanía, como protagonista directo de la vida política. Por tanto, la nación presupone al Estado (y no al revés), en cuyo seno se produce un proceso por el que sus partes son distinguidas individualmente —ya no por estamento— e igualadas en derechos ante la ley. En definitiva, la nación política representa la destrucción del privilegio del Antiguo Régimen.
El principio de soberanía nacional, que a partir de este momento se impone (en Francia, en España, en Bélgica) y al que se subordina ahora, si es que se conserva, la autoridad real («el rey reina pero no gobierna», dice Adolphe Thiers), implica la posibilidad de planes y programas políticos nuevos. Estos rebasan las empresas de los monarcas de las naciones históricas, circunscritas al Antiguo Régimen —con el privilegio del trono y del altar—, ya que esos planes están dirigidos ahora a toda la nación como «reunión de ciudadanos libres e iguales»: educación universal, ejércitos nacionales, políticas dirigidas al pleno empleo, seguridad social, obras públicas (carreteras, ferrocarril, canales…), promoción de las ciencias y las artes, etcétera. Todos ellos son ahora empresas nacionales, desarrolladas con una potencia y alcance sin precedentes, para las que el privilegio estamental, base del Antiguo Régimen, siempre supondrá un obstáculo, plasmado por ejemplo en forma de aduanas interiores y privilegios fiscales.
La propagación del principio de soberanía nacional va acompañada, debido a la propia lógica política derivada de él, de la industrialización y urbanización a gran escala. Las revoluciones políticas van asociadas a la revolución industrial (es la célebre tesis de Gellner).4. Y esto tiene como efecto inmediato el extraordinario incremento de la población (principalmente tras la segunda revolución industrial: la del petróleo y la electricidad), que alcanza cotas inauditas (explosión demográfica). Esta población permanece hacinada, deprimida y explotada (manchesterizada, si se quiere). Así se genera la llamada «clase proletaria», puesta al servicio de la industria, en los contornos de las grandes urbes. Esta va a ser canalizada, también nacionalmente (ampliación del sufragio, reducción de la jornada laboral, etcétera), a través de la presión ejercida sobre los gobiernos por las revoluciones socialistas.
La nación política, en sus formas canónicas (Francia, Reino Unido, Estados Unidos, Rusia, Alemania, Italia, España), desemboca, por las necesidades de su sostenimiento interno a la creciente industrialización, en los imperialismos de la segunda mitad del siglo xix. Y esos imperialismos, por los que todo el planeta se ve comprometido en el principio de soberanía nacional, terminan enfrentándose en la Gran Guerra y, años después, en la Segunda Guerra Mundial.
El socialismo, solidario del internacionalismo, que concibe al proletariado como clase productora universal, procura desbordar en sus planes la perspectiva nacional. Pero, sobre todo tras la Segunda Guerra Mundial, se termina readaptando al principio de soberanía nacional (en Rusia, China, Vietnam, Cuba) y queda más o menos encauzado; la lucha entre Estados prevalece sobre la lucha de clases, y acaba imponiéndose la «conciencia nacional» a la «conciencia de clase», como factor práctico de movilización social.
El resultado de ambas contiendas (en las que España, por cierto, no se involucra directamente) es el «concierto internacional» actual, cuando el principio de soberanía se aplica también a las colonias, prefecturas y dominios en general, y el proyecto soviético internacionalista termina por fracasar con la descomposición de la URSS frente a las democracias capitalistas de mercado. Este principio de soberanía nacional (principio de las nacionalidades) guarda en su seno el germen de la nación fragmentaria, que brota cuando se aplica a fragmentos de las naciones canónicas (irlandeses, valones, normandos, bávaros, corsos, vascos, catalanes, gallegos, serbios, croatas, etcétera).
España, en definitiva, se transforma en nación política canónica en el siglo xix, a partir del rechazo a la invasión napoleónica. «El pistoletazo de salida de la nación española son las Cortes de Cádiz», afirma Gustavo Bueno. Es, además, una de las primeras en constituirse como tal en este sentido contemporáneo.
Pero la formación de España como nación política no aparece por generación espontánea, sino que es el resultado de un largo proceso histórico que surge en la Baja Edad Media.
Partimos, pues, del hecho nacional, en el sentido canónico contemporáneo, de la formación de España como nación política en el actual concierto internacional. Con más o menos influencia, España es un sujeto de acción soberana reconocido tanto desde su interioridad constitucional (con su ordenamiento jurídico e institucional) como por las demás naciones del entorno en el actual campo (geo)político de las relaciones internacionales, de modo que firma tratados internacionales, concierta acuerdos comerciales, establece embajadas, etcétera. Es una nación canónica que, además, se asienta sobre un territorio geográfico definido por sus fronteras, y que ocupa cuatro quintas partes de la península ibérica, con sus islas adyacentes, las islas Canarias y las plazas de soberanía en el norte del continente africano. Sus fronteras peninsulares muy estables se mantienen sin apenas cambios significativos desde el siglo XVI.
Ahora bien, ya que, según hemos visto, el concepto de nación no es univoco, sino análogo, la respuesta a la pregunta sobre el origen de la nación española tampoco puede ser unívoca, y debe contemplar las distintas acepciones de nación y sus géneros.
Y es que las cuestiones relativas al origen nunca son independientes de la definición o esencia del concepto (la existencia implica la esencia). Por eso, muchas de las respuestas que se ofrecen a esta cuestión no distinguen esas acepciones de nación, lo que produce confusión por tratar de ofrecer respuestas unívocas a partir de un concepto que no lo es.
Por ejemplo, aquellos que creen que la nación española nace en Cádiz reducen unívocamente el concepto de nación a la nación política, ignorando el concepto de nación histórica o envolvente que lo antecede, como si en Cádiz hubieran encendido un interruptor constitucional y la nación española echase a andar de repente, aglutinando a pueblos de ambos hemisferios por obra y gracia del constitucionalismo doceañista (cual doctor Frankenstein formando a su criatura con un chorro galvánico). Otros, también de modo unívoco, fijan el origen de la nación española a partir de los Reyes Católicos, con el pistoletazo de salida en el matrimonio de Isabel y Fernando en Valladolid en 1469; estos reducen la nación, de nuevo unívocamente —es lo más habitual en la literatura historiográfica—, al concepto de nación envolvente (histórica), y muchas veces lo confunden con el de nación política incurriendo en flagrante anacronismo, porque creen ver surgir en el siglo XV un concepto, el que identifica nación con soberanía, que es decimonónico. El embrollo es total.
Es más, existe una corriente muy caudalosa de historiadores que, desde ese mismo quid pro quo anacrónico, fijan el origen de la nación política española en Covadonga, en el año 722, con la restauración del orden godo frente a la invasión islámica, contemplando la Reconquista como una especie de proceso de liberación nacional que tiene su líder carismático en Pelayo, asimilado a la figura del caudillo libertador decimonónico. De nuevo se trasladan esquemas del xix —es decir, esquemas contemporáneos— al siglo VIII, viendo en la conquista islámica una suerte de invasión napoleónica (Argüelles, en el discurso preliminar de la Constitución de Cádiz, las compara), aunque esta venga desde el sur. Esto resulta, por incoherente, poco sólido como hito fundacional de la nación española, porque esta tendría que prexistir a la conquista islámica para poder ver en la acción de las huestes de Tarik y Muza una acción invasora; la nación ya tendría que estar constituida, como lo estaba con anterioridad a la invasión napoleónica. Para deshacer esta incoherencia, y llevando hasta el final la tesis de la Reconquista como liberación nacional, muchos remontan el origen de la nación española todavía más atrás, y la identifican con el Reino visigodo de Toledo; estos sitúan en la laudatio de san Isidoro el punto culminante de este reconocimiento nacional (hispano-godo) de España ya en el siglo vi, y se olvidan de que De laude Spaniae es un encomio que pertenece a la Historia Gothurum: «ilustre porción de la tierra, en la cual grandemente se goza y espléndidamente florece la gloriosa fecundidad de la nación goda».
En definitiva, insisto que en la marca de estos hitos se da una confusión constante entre las distintas acepciones de nación, a la que no es ajena la historiografía, y que casi siempre tiene un trasfondo ideológico.
Según hemos dicho, por su propia vigencia y fuerza como realidad contemporánea, el concepto de nación política se vuelve absorbente con respecto al resto de acepciones, y se acaba viendo una soberanía nacional actuando políticamente cada vez que, en un documento del siglo VIII, del XIII o del XVI, aparece el término «nación», como si detrás de su sola mención estuviese latiendo una soberanía, una sociedad organizada políticamente o con el afán (emancipador, independentista) de hacerlo. Y es así, de este modo sesgado y anacrónico, como se justifica «documentalmente» el concepto de nación fragmentaria actual, a propósito de, por ejemplo, Cataluña, Galicia o País Vasco.
Y es que si bien los órdenes de la política y de la antropología (o de la sociología) no pueden estar separados, pues las formas políticas requieren siempre de una materia sociológica y antropológica para realizarse, sí son disociables. Así, el Estado y sus transformaciones a lo largo de la historia han influido sobre los grupos nacionales (étnicos), de tal manera que el dominio político ha tenido efectos aglutinadores (por ejemplo, la Francia capeta sobre la borgoñona, la provenzal, etcétera) creando nuevas naciones, al mezclar unas poblaciones etno-nacionales con otras. Pero también ha tenido un efecto separador (por ejemplo, el Reino Unido en Irlanda), cuando no invasivo, hasta el punto de producir el desplazamiento y, en el límite, la destrucción deliberada de grupos nacionales enteros. Es verdad que otras veces esos cambios políticos no han significado cambio nacional alguno (por ejemplo, los franceses no dejaron de serlo con los cambios de república, hasta la V actual). Por último, hay cambios políticos que no han contribuido ni a crear nuevas naciones, ni a destruirlas, ni tampoco siquiera a dejarlas como estaban, sino que han producido su consolidación como tales naciones con su transformación en nación política (así, los procesos de unificación de Italia y de Alemania en el xix).
Es más, muchas veces se contemplan determinados cambios políticos como nacionales cuando las transformaciones que se dan en ese orden político —en el del Estado (constituciones jurídicas, matrimonios reales, batallas, etcétera)— responden a una dinámica distinta de la nacional. Y es que la vida nacional tiene lugar en la antropología o en la sociología, mientras que la política ejerce una influencia oblicua sobre ella, y no recta.
Por ejemplo, Carlos I, flamenco de nación, gobernaba tanto sobre súbditos de nación española como italiana, alemana, etcétera, siendo independiente la adscripción nacional del poder político. Sin embargo, sus títulos imperiales, en los que se basaba su autoridad política, algo tenían que ver con esas naciones (era emperador de los germanos, de los romanos, de los lombardos).
Así, mientras que el poder político (Estado) es la acción de ordenar y administrar la sociedad, en la que unos gobiernan y otros obedecen (y que puede ser uninacional o plurinacional, como lo era el imperio de Carlos I), la nación implica la sucesión generacional en una sociedad y su persistencia tiene más que ver con la familia, que es el ámbito en donde se produce la generación (en el lecho), que con el Estado (en el trono o en el Parlamento). Los cambios políticos tienen (o pueden tener) un dinamismo del que carecen los cambios a nivel nacional. En una sola jornada o en unas pocas (el 14 de julio de 1789, el 14 de abril de 1931) pueden cambiar totalmente el orden político. En «diez días» se puede «estremecer el mundo», y puede suceder incluso sin que el cambio sea percibido por la nación, como ocurrió con la toma del Palacio de Invierno. De repente se precipitan los acontecimientos en una ocasión (kairós) cuyo alcance puede ser más o menos revolucionario o reformista en el seno del Estado en el que se producen. Sin embargo, los cambios a nivel nacional se miden por generaciones, requieren de la sucesión y cambio generacionales, en la medida en que exista o no continuidad en las tradiciones, usos o costumbres al pasar de una generación a la siguiente.
Los españoles actualmente vivimos (como ciudadanos españoles) en la nación política, en un contexto institucional surgido en el siglo xix (que supuso la homogeneidad legislativa en los códigos —civil y penal, comercial—, en la fiscalidad, en la administración con la creación de las provincias), y no en la nación histórica que, por ejemplo, protagonizó como sociedad la acción bélica de Lepanto en 1571, o firmó la paz de Westfalia en 1648, o fue objeto de crítica por Cervantes en el Quijote. Esa sociedad española de los siglos XVI y XVII, cuyo tejido institucional era completamente diferente al actual (desde la moneda hasta la administración del Estado, pasando por la economía, la religiosidad y tantos otros factores), se mantiene como tal sociedad española, gracias a unos rasgos comunes (la lengua castellana, y a través de ella la literatura, la continuidad patrimonial, etcétera) que la mantienen cohesionada con el cambio generacional.
Por eso voy a tratar de situar en qué momento, si retrocedemos generacionalmente, llegamos al límite en el que la sociedad española como tal desaparece, y ya no se puede hablar de españoles en referencia al conjunto de esa sociedad (teniendo que hablar de godos, hispano-godos, hispanos o lo que fuera). Porque, en efecto, «los españoles no pueden estar exentos de la universal exigencia (que afecta tanto al sol como a la ameba, a los romanos como a los pigmeos) de pasar del no ser a ser lo que son y como son. Solo Minerva —y sus afines— pudieron brotar ya armados de casco y lanza de la cabeza del Júpiter de turno».5
En definitiva, para hablar del origen de la nación española hay que tener en cuenta las distintas acepciones del concepto de nación, que además es oblicuo, políticamente hablando, y no recto.
Aquí nos vamos a comprometer con el hecho de que España no surge como una nación étnica, sino como un imperio (es decir, como entidad política, más bien metapolítica). Y solo en el seno de este imperio, como resultado del torbellino de relaciones sociales, económicas, culturales que pone en funcionamiento su acción secular, surge España como nación histórica o envolvente, involucrando a gallegos, vascos, asturianos, cántabros, castellanos, catalanes y al resto de naciones integradas peninsulares. Es más, estas quedarán definidas a través de España, como partes suyas, pero ya disueltas como naciones étnicas, en el conjunto formado por los españoles, como las aguas de un río se mezclan en el cauce principal con las aguas procedentes de sus afluentes.
Se trata de un imperio que nace modesto, a partir de una batalla, quizás escaramuza, en un lugar recóndito y escarpado de la montaña asturiana, que será el embrión de una nueva formación política, el Reino de Asturias, que terminará desbordándose (primero en León, y después en Castilla) para crear las bases del Imperio hispano.
La pregunta por el origen ya supone enfrentarse a dos posturas extremas y absurdas históricamente hablando, ya no solo por ahistóricas, sino por antihistóricas, y, por lo tanto, colocadas en el irracionalismo, al margen de la razón histórica. Estas son la concepción providencialista de una España eterna y la concepción negacionista de una España inexistente.
La concepción de una España eterna puede tener varios sentidos, pero nosotros nos referimos al que vincula España al providencialismo cristiano («martillo de herejes, luz de Trento»), y que estuvo envolviendo desde el principio, como ideología y mito justificativo, la acción de respuesta frente a la conquista islámica tras su victoria en Guadalete, en el 711. Guadalete fue interpretada ya en las primeras crónicas de los vencidos (que eran cristianos) como un castigo divino a consecuencia de los vicios y excesos del último rey godo, Rodrigo, y cuyo resultado catastrófico fue la «pérdida (espiritual) de España». Así, la España isidoriana, que había sido ganada para la causa de Cristo, se desvía de ese curso salvífico para quedar condenada al dominio infiel.
En este marco teológico, la acción de Pelayo en Covadonga, en el 722, va a concebirse como una reacción providencial, coloreada enseguida en las crónicas con un aura bíblica, deuteronomista: a los musulmanes conquistadores se les llama «caldeos» y sus huestes se cuentan con cifras imposibles, propias del Antiguo Testamento. Gracias a ella se va a mantener viva la llama del cristianismo en España, hasta producirse su ulterior restauración, tras los ochocientos años de lucha peninsular contra el islam.
Guadalete y Covadonga son interpretadas, pues, como dos acciones de designio divino (con la intercesión directa de la Virgen o del mismo Dios Padre), que hablan de un proceso espiritual —caída (Guadalete) y restauración (Covadonga)—, y que influye en la redacción de las crónicas ligadas primero al Reino de Asturias, y después al de Castilla y León. La luz del cristianismo en España, que parecía haberse extinguido en Guadalete, se vuelve a encender en Covadonga (siguiendo quizás aquello de que Dios aprieta, pero no ahoga), de tal manera que la cronística cristiana va a poner toda la carne en el asador para justificar la acción de Pelayo. Las crónicas recogen una célebre conversación (seguramente inventada), previa a la confrontación en Covadonga, entre Pelayo y el obispo Oppas, identificado como hijo de Witiza, y que puede representar a la Iglesia colaboracionista con el conquistador. En ella Pelayo compara la situación de la Iglesia, tras la conquista musulmana, con un pequeño grano de mostaza que termina siendo el germen de grandes cosas (esto es, ganar de nuevo España para el cristianismo).6
La acción de Pelayo, por modesta que fuera como acción bélica (así la pintan las crónicas árabes), va a quedar envuelta por la narrativa cristiana y convertida en una gran batalla espiritual. Esta sublimación, operada sobre todo por la cronística posterior, es tan histórica —tan real— como la batalla misma.
Ahora bien, en la medida en que se admita la acción providencialista de Dios actuando realmente en el proceso de acción conquistadora musulmana, y en su réplica reconquistadora cristiana, entonces se admitirá la acción paranormal de un sujeto, en este caso divino, y esto sí que nos situaría fuera del campo de la historia (de la razón histórica). La creencia (narrativa), entre los protagonistas de la acción en Covadonga (o de la cronística posterior), de que Dios o la Virgen están intercediendo a favor de los cristianos sí es un acontecimiento histórico, o puede serlo, pero que la Virgen o Dios estén actuando realmente nunca puede ser una acción histórica. Una cosa es creer en el auxilio divino, y que esta creencia pueda estar conduciendo a las acciones de los hombres (de hecho, lo hace), y otra cosa muy diferente es creer que las acciones de los hombres son conducidas realmente por el auxilio divino. «Combatieron con todo género de armas y con un granizo de piedras la entrada de la cueva, en que se descubrió el poder de Dios favorable a los nuestros y a los moros contrario, ca las piedras, saetas y dardos que tiraban revolvían contra los que los arrojaban, con grande estrago que hacían en sus mismos dueños. Quedaron los enemigos atónitos con tan gran milagro», relata el padre Mariana siglos después,7 recogiendo el bagaje de la cronística vinculado al Reino de Asturias (sobre todo las crónicas de Alfonso III). En el momento, pues, decisivo, en que la luz del cristianismo está en un tris de extinguirse en la Península, actúa, según Mariana, la providencia divina para asestar la derrota al enemigo infiel, y con esta misma acción da comienzo esa nueva entidad, sancionada espiritualmente de un capirotazo divino, que se llama España («los nuestros», dice Mariana, refiriéndose a los cristianos).
Por esta vía providencialista, España es una idea eterna, contemplada en la mente de Dios ab aeterno, y que se despliega en un momento dado, en la lucha entre las dos ciudades (Jerusalén o ciudad de Dios/Babilonia o ciudad del pecado), en el contexto de la realización del cristianismo histórico.8 La Reconquista significa la Spanie salus, la salvación del cristianismo y su Iglesia en España.
Existe otra concepción, en cierto modo sucedánea del providencialismo, que, si bien no se puede asignar a una ideología en concreto, también contempla España sub specie aeternitatis, borrando igualmente su origen. Es aquella que, a la manera del mito platónico de los terrígenos, deriva el carácter español de la geografía, como si de algún modo la tierra imprimiese un carácter singular, un genio, que es común a todos los pueblos que la han ocupado (en esta línea situaríamos el sanchezalbornocismo). Así los españoles responden a un molde arquetípico, el Homo hispanus, cuyo origen se establece in illo tempore, y que se fue revistiendo de romano, de visigodo, más discutiblemente de andalusí, de castellano, de aragonés, pero sin dejar nunca de ser español. Opera aquí un quid pro quo absolutamente metafísico, por el que la constitución actual de España es contemplada como una especie de destino manifiesto desde el que se mira toda la historia anterior como una preparación para llegar a la actualidad española (preparatio hispaniae), como si la piel de toro estuviera destinada a ser necesariamente habitada por los españoles, aunque previamente hubieran de disfrazarse de otras cosas. Detrás de todos esos trajes persiste el mismo sujeto, lo eterno hispano, que en el presente ya se ha revelado en su verdadera esencia, y que tuvo en Covadonga su epifanía, un hito que marca el punto de no retorno para no dejarse avasallar como españoles por ningún otro pueblo extraño. Además, esta concepción lleva aparejada cierta carga axiológica al suponer que, a pesar de los numerosos intentos de sometimiento, los españoles siempre lograron sacar adelante su espíritu irredento (su numantinismo), para nunca dejar de ser lo que son: un ser que siempre conserva cierto aire arcano, un enigma histórico, inescrutable, resultado de su impronta providencial.
En definitiva, el providencialismo o bien niega, sin más, el origen de España (la «España eterna»), o bien lo encubre y esconde con el enigma o el misterio, para presuponer en ambos casos que en el origen de España operan fuerzas que quedan por encima de la racionalidad histórica. Dicho de otro modo, la razón histórica es insuficiente para tratar acerca del origen de España que requiere de la teología.
Por otro lado, por el negacionista, situado acaso en el otro extremo ideológico, aparece la idea de la inexistencia de España. Desde aquí la pregunta por el origen también carece de sentido (o lo tendría, pero solo ideológico).9
Según esta visión, España sería una especie de entelequia metafísica, un mito cuyo significado es puramente ideológico, en cuanto epifenómeno al servicio del imperialismo castellano, pero que nunca existió ni como realidad política ni, menos aún, como realidad nacional; Castilla, y España con ella, es una nación inventada. España es, en realidad, un constructo interesado de relatos, al servicio de una especie de conspiración castellanista (entre el rey, el noble y el cura), que ha creado una falsaria historia oficial cuyo propósito es legitimar históricamente ese tinglado político (imperialista, nacionalcatólico) llamado España, para perpetuarse en el tiempo. La historia de España es un ardid político, del nacionalismo español, con sus figuras heroicas inventadas (desde Pelayo hasta Daoiz y Velarde, pasando por el Cid y los Reyes Católicos), para justificar su constitución contemporánea (como nación canónica), pero que no tiene correlato real en la historia de la Edad Media (ni en la Moderna). No existe España en la historia, esta es la tesis negacionista. Lo que sí existe es el nacionalismo español, y España como un subproducto ideológico suyo (es la idea de la mater dolorosa de Álvarez Junco).
He aquí un botón de muestra representativo de este posicionamiento negacionista, en su formulación más cruda, y menos sutil. Hablando de la «cuestión española», se afirma lo siguiente: «He escrito alguna vez que Euskadi (o Cataluña) jamás lograrían la independencia de España porque es sencillamente imposible separarse de un país que no existe; y que, por lo tanto, para la unidad o para la separación, el requisito previo es la existencia, el aterrizaje de esa nación metafísica y violenta, aire y sangre al mismo tiempo, en los límites de sus pueblos, su reconstitución radical al margen de su historia y a partir de una soberanía cierta que decida contemporáneamente su nombre, su tamaño y su gobierno. Eso todavía está pendiente y la llamada Transición no ha hecho otra cosa que bordear de puntillas la cuestión, prolongando y agravando la paradoja: ha creído, sin ingenuidad alguna, que podía democratizar España sin refundarla democráticamente y que se podía decidir libremente su destino sin haber decidido antes libremente su existencia».10
Es curioso que, según Alba Rico, haya que dar prueba demostrativa de la existencia para España, y no ocurra lo mismo para Euskadi (o Cataluña), cuya existencia por lo visto es de una evidencia axiomática, aunque tampoco se sabe de dónde procede tal evidencia, porque, como él mismo reconoce, todavía están esperando Euskadi y Cataluña su constitución democrática, que es como decir genuina, verdadera. El único criterio de existencia válido para una nación, según postula, es el de la libre decisión democrática (sea esto lo que fuera), de tal modo que España no existe porque esa decisión jamás se ha tomado (nunca el pueblo español ha sido libre para tomar una decisión sobre su origen), sino que España ha sido siempre un producto artificioso, espurio (un flatus vocis), de la conspiración oligárquica que ha dejado fuera permanentemente a las clases populares y sus distintas sensibilidades nacionales.
Y es que, en efecto, para este democratismo o fundamentalismo democrático (como lo llamó Gustavo Bueno), la conservación de España, con su historia, es incompatible con la democracia, siendo así que existen unos nacionalismos aceptables (compatibles con la democracia) y otros no (el español, por supuesto, está entre estos últimos), en un planteamiento de la cuestión que constantemente pide el principio de la nación vasca, catalana como ya constituidas, y, además, constituidas democráticamente.
En definitiva, la historia de España es la de una conspiración oligárquica, en muchos momentos tiránica, pero nunca puede ser la historia de una nación inexistente.
Frente al providencialismo de la España eterna, frente al negacionismo de su existencia o frente a esa concepción telúrica del suelo español (sucedánea de la primera), voy a defender que, en efecto, España como nación tienen un origen, y que ese origen tiene lugar en el contexto de lo que la historiografía ha recogido bajo el controvertido nombre de «reconquista».
El concepto ha experimentado últimamente, sobre todo como consecuencia de su reactivación propagandística en la política actual de la mano del partido político Vox, una profunda revisión crítica, al margen de sus usos divulgativos, por destacados especialistas de la historiografía académica: desde los ya clásicos Julio Valdeón, Ladero Quesada y Besga Marroquín, hasta Carlos de Ayala, Francisco García Fitz y el propio García Sanjuán han salido al paso al respecto.
En las últimas semanas de 2018, medievalistas y arabistas españoles y portugueses se reunieron en Palmela con el propósito de valorar ese «constructo» —así se dice more posmoderna en el programa de las Jornadas allí celebradas— y permita «resituarlo en el lugar que le corresponde como muy efectivo discurso justificador»; se supone que justificador de la respuesta cristiana ante la conquista islámica.11 Con algunos matices, las posiciones defendidas en esas Jornadas por los distintos especialistas arrojan desconfianza sobre el concepto, ya muy sesgado y tendencioso, y lo consideran un producto ideológico propagandístico del nacionalismo conservador decimonónico (dice Ayala). Aun así, algunos creen que, con reservas y sin negar sus aspectos más ideológicos, el concepto es sostenible historiográficamente (por ejemplo, García Fitz), mientras que otros piensan que hay que retirarlo, por ser una «bomba historiográfica», siempre susceptible de ser convertido por la propia carga que arrastra en un arma propagandística en la actualidad política (esta es la posición de García Sanjuán).12
Además de ser usado como «constructo justificador», ¿el concepto de «reconquista» responde a una realidad histórica, por muy inflamado que esté o pueda estar ideológica y políticamente hablando? Es decir, atendiendo al significado del término «re-conquista», en el que ese «re» significa réplica, respuesta acción-reacción a una conquista previa, ¿hay algo históricamente real en él, que no se pueda reducir a pura ideología justificadora?
No sería este, desde luego, el único caso en el que un término no se ajusta bien al concepto que quiere representar. Y esto ocurre tanto en el contexto de las ciencias sociales o humanas como en las ciencias naturales. Así, el término químico de «afinidades electivas», como el biológico de «selección natural» o el físico de «átomo» falsean los conceptos que quieren representar. La noción de «partícula subatómica», por ejemplo, no tiene sentido desde el término «átomo», procedente del atomismo de Leucipo y Demócrito, que significa «sin partes».
En la historia también existen términos que están definidos desde otras plataformas: el de «Edad Media» es despectivo, definido oblicuamente desde un Renacimiento que, se supone, recuperaba la luz antigua, clásica, perdida durante el medievo. Por tanto, no son términos de los que sean conscientes sus propios coetáneos. La historia siempre se escribe desde el presente y, obviamente, ni Carlomagno ni Federico Barbarroja sabían que vivían en la Edad Media, igual que César no sabía que vivía antes de la formación del Imperio romano, ni Alejandro supo nunca que con su muerte se inauguraba la época helenística. Son términos que se definen en la historiografía, que tienen ahí su sentido (con más o menos claridad y fortuna), pero que desbordan los propios acontecimientos históricos que señalan.
La historia implica tener presente unos resultados, derivados de la acción de los protagonistas históricos, que esos protagonistas no pudieron tener presentes. En este sentido, la historia siempre es historia universal, porque para hablar de un proceso desarrollado en la Edad Media, hay que presuponer su distinción histórico universal con respecto a la historia antigua, moderna o contemporánea. Sería algo parecido, mutatis mutandis, a un mapa regional que, en la medida en que está atravesado por la red de meridianos y paralelos, ya está implicando el mapamundi. Diríamos, pues, que un relato histórico implica la historia universal como un mapa regional implica el mapamundi, aunque esto compromete mucho la noción de «especialista» en historia, que se volvería muy problemática desde esta perspectiva.
Pues bien, teniendo en cuenta estos matices, repetimos, ¿qué hay de real —histórico— en la noción de «reconquista» que no se pueda reducir a pura justificación ideológica?
De lo que no cabe duda es de que existe una realidad actual, que no se la puede saltar ni el más posmoderno de los posmodernos (para el que cualquier realidad es un vago relato, storytelling), y es la de que España es un país social y culturalmente cristiano (católico, en concreto), y que esto tiene que ver con un proceso, llamado Reconquista, que se inició como respuesta a la conquista islámica de la península ibérica en el 711.
Cuando se dice, como objeción a la admisión historiográfica del concepto, que las crónicas nunca han hablado de «reconquista», en referencia a la acción iniciada por Pelayo, además de que es muy discutible («recuperatione» «recunquisierat», son términos que aparecen en los documentos), hay que tener en cuenta los resultados histórico-universales que desbordan una época determinada. Y el hecho, resultado de este proceso (verum est factum), es que España es hoy una nación política, cultural y socialmente católica (y no musulmana), y son mitos católicos, por muy mitos que sean (desde el patronazgo de Santiago en adelante), los que han conformado esta nación en todos sus aspectos (desde los usos y costumbres cotidianos y festivos hasta la toponimia y los patronímicos —la inmensa mayoría de los españoles tienen nombres bíblicos o del santoral— están marcados por el catolicismo), y lo han hecho en confrontación secular con el islam.
La afirmación de que España es católica puede parecer perogrullesca y con un rendimiento parco, pero esta se debe a lo que la historiografía concibe como «Reconquista». Sin embargo creo que es muy necesario tener en cuenta que el posmodernismo del relato ha convertido a la historia en una vaga red de textos que hablan no ya de una realidad líquida (en el sentido de Baumann), sino gaseosa, volviendo el pasado histórico en algo completamente nebuloso, donde se puede ver cualquier cosa, expuesto siempre a cualquier interpretación, de hermenéutica infinita (una especie de espejo de los deseos de cuento de hadas).
Eso no quiere decir que reconocer la realidad católica de España nos comprometa con una idea providencialista sobre su origen, de la misma manera que la catedral de Burgos, siendo un edificio cuya razón de ser es la liturgia ceremonial católica, no se mantiene en pie por la (inexistente) acción providencial de Dios, sino por las técnicas de la arquitectura.
España, en su lucha contra el islam, no se originó y desarrolló por ninguna acción providencial, sino por la acción política, bélica, administrativa, económica, productiva y doméstica de los que sacaron adelante esa lucha, lo cual no obstó que se concertaran alianzas, tanto entre iguales como de vasallaje, con las sociedades musulmanes que tenían enfrente. Es decir, por muy «guerra divinal» que fuera —por decirlo con Alfonso de Cartagena, y que tanto gusta repetir a Américo Castro— esto no la convierte en una guerra providencial: Dios no entra en los cálculos históricos, aunque sí pueda entrar su idea como creencia providencialista.
La Reconquista —históricamente hablando, sin ningún sentido ideológico— surge como respuesta bajo el liderazgo de Pelayo frente al avance de la conquista islámica, y termina consolidando un Estado bajo la idea de una restitución tanto desde el punto de vista civil (el orden godo anterior) como eclesiástico (una Iglesia no colaboracionista con el islam). Este es el núcleo real a partir del cual se va a desarrollar, con la ampliación de su radio de acción, eso que todavía seguimos llamando España. Pero esta no surge como nación, así de un plumazo, sino como un Estado, casi una jefatura poco más que tribal en el entorno de varias naciones étnicas de asturianos, cántabros, gallegos y vascos. Y va a consolidarse, aglutinando a esos pueblos norteños, hasta convertirse en un imperio. Al principio lo será más intencional que real, pero va a conseguir desbordar ese ámbito «serrano» (como le gusta decir a Sánchez Albornoz), e ir ganando terreno, en el valle del Duero primero, y después derramándose en las cuencas de los demás ríos, para continuar adelante «recubriendo» al islam en un largo proceso que culminará en Granada en 1492.
Es ahí donde aparece la nación española, resultado de la acción aglutinadora de ese imperialismo, recayendo primero sobre la población peninsular, para después consolidarse con la prolongación de su acción en América. La nación española, insisto, no aparece con Pelayo, que nunca puede ser adecuadamente concebido como un libertador nacional, porque no había nación española previa que liberar. Es una nación que aparece cuando este imperio medieval se consolida, comprometiendo a la población peninsular, y empieza a ser visto como tal desde el exterior, cosa que no ocurre, y en esto creo acierta plenamente Américo Castro, hasta el siglo XIII : «Fue lenta, múltiple y profunda la tarea realizada entre la época en que unos habitantes de la Península llamaban a sus lugares Romanos o Godos, y aquella otra —no anterior al siglo XIII — en que el “nosotros” enfrentado, o con el moro o con el vecino reino cristiano, comenzó a denominarse “español”».13
Solo cuando se pide el principio de la nación española ya constituida, como hace Sánchez Albornoz, se puede ver en Covadonga el inicio de una «liberación nacional», y entonces se puede hablar críticamente, como Ortega en España invertebrada, de la Reconquista como un período excesivamente largo para que el nombre encaje en él. Pero la Reconquista no es un proceso de liberación nacional, sino que es el período del proceso de una formación nacional, del origen de España como nación histórica o envolvente.
Y es que, en efecto, «en el siglo XIII estaban ya fijados los rasgos tópicos de los caracteres nacionales de los pueblos europeos, como lo demuestra la lectura de textos literarios e incluso el Testamento de Alfonso X, en 1284, donde reflexiona sobre la complementariedad de los caracteres de los españoles y los franceses».14
En los capítulos siguientes abordaremos esta cuestión fundamental relativa al imperio medieval español, sobre la que la historiografía viene debatiendo de manera intermitente. Existen posturas que van desde los que niegan su institucionalización medieval como tal imperio (Alfonso García Gallo o, actualmente, Francisco J. Fernández Conde) hasta los clásicos estudios de Menéndez Pidal o de José Antonio Maravall, que la afirman.