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DESCARTES Y LAS CONSECUENCIAS DEL JUICIO A GALILEO*

Aunque habitualmente se le adjudica el calificativo de «filósofo», lo que ciertamente también fue, René Descartes (1596-1650) figura asimismo por derecho propio entre los grandes nombres de la ciencia. De sus aportaciones a ésta recordaré en primer lugar la que hizo a la matemática. Aun siendo muy poderosa, la geometría que se encontraba en los Elementos, de Euclides, adolecía de limitaciones, asociadas a las dificultades que encontraron los griegos para tratar con curvas de alguna complejidad. Fueron Pierre de Fermat (1607-1665) y, sobre todo, Descartes quienes resolvieron este problema introduciendo el álgebra en la geometría, construyendo una «geometría de coordenadas» o «geometría analítica», nombre que surgió en el siglo XIX.

En su célebre Discours de la méthode (Discurso del método, 1637), más concretamente en uno de sus tres apéndices, el dedicado a la «Geometría», Descartes encontró el medio de identificar cada uno de los puntos de un plano, al construir dos rectas que se cortaban perpendicularmente. La vertical es el eje de las abscisas y la horizontal, el de las ordenadas, ambas líneas graduadas para medir las distancias de un punto cualquiera a los ejes. Una línea recta se concibió como infinitos puntos que tienen la misma dirección, y una circunferencia, como el conjunto de puntos situados a la misma distancia del centro; de forma analítica se representan por, respectivamente, las ecuaciones ax + by = c, y x2 + y2 = R2, donde a, b, c son constantes, x e y las variables que representan los puntos de las líneas y R el radio de la circunferencia. En otras palabras, «aritmetizó» la geometría, lo que permitió resolver los problemas y demostrar los teoremas sin necesidad de la argumentación geométrica.

René Descartes.

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En física, y precediendo a Isaac Newton, Descartes formuló en toda su generalidad el principio de inercia, como se puede comprobar en uno de sus libros, Les Principes de la Philosophie (Los principios de la filosofía, 1644). Fue en el apartado número 37 de la segunda parte («Principios de las cosas materiales»), en la que trataba de la ciencia del universo, los cuerpos, la extensión, la materia, el tiempo, así como de las leyes del movimiento y de los choques, donde Descartes enunció la ley de la inercia: «La primera ley de la naturaleza: que cada cosa permanece en el estado en que está, mientras nada la cambie». Y en el apartado 39 añadía: «La segunda ley de la naturaleza: que todo cuerpo que se mueve tiende a continuar su movimiento en línea recta». Todavía de manera más explícita, en el comentario que venía a continuación manifestaba: «La segunda ley que yo encuentro en la naturaleza es que cada parte de la materia […] no tiende jamás a continuar moviéndose siguiendo líneas curvas sino siguiendo líneas rectas».

Ante la razonable pregunta de cómo llegó Descartes a estas dos leyes, hallamos una indicación muy valiosa en esos mismos comentarios: «Esta regla, como la precedente, depende de que Dios es inmutable y que conserva el movimiento de la materia de una manera muy simple; porque no lo conserva como pudo haber sido en cualquier momento anterior sino como es en el preciso instante en que lo conserva». Este tipo de argumentación, impregnada de elementos teológico-filosóficos, impide que consideremos a Descartes como un científico del tipo de Galileo, cuyos argumentos nacían de la observación. Al contrario que el pisano, en este punto Descartes se comportaba más como un filósofo que como un científico de la clase que produciría la Revolución Científica.

En lo personal, resaltaré que su vida transcurrió por diferentes países. Francés de nacimiento, pasó algunos años en Holanda y Alemania y luego regresó a Francia, en donde trabajó en París entre 1625 y 1628. Pero buscando la paz y la seguridad de libre pensamiento que su patria natal no siempre le aseguraba, se instaló en Holanda, donde permaneció desde 1629 hasta septiembre de 1649, fecha en que, a requerimiento de la ilustrada reina Cristina de Suecia, se trasladó a Estocolmo; aquí falleció poco después (el 11 de febrero de 1650) como consecuencia de una neumonía. Las cartas que siguen las dirigió al sacerdote, matemático y filósofo francés Marin Mersenne (1588-1648), quien fue su principal corresponsal.1 En ellas se comprueba que los efectos de la condena que sufrió Galileo en 1633 no se limitaron a éste, sino que transcendieron y alcanzaron a otros, como Descartes, que no deseaba sufrir.

La primera de las dos cartas que citaré la escribió Descartes a Mersenne desde Deventer (Países Bajos) a finales de noviembre de 1633:

En este punto estaba cuando he recibido vuestra última carta del once de este mes, y quería hacer como los malos pagadores, que cuando sienten que se acerca el término de su deuda van a pedir a sus acreedores que les den un poco más de plazo. Me habían propuesto, en efecto, enviaros mi Monde como regalo de año nuevo, y hace tan sólo quince días todavía estaba completamente decidido a enviaros por lo menos una parte, en caso de no poder tenerlo transcrito en su totalidad para esas fechas. Pero os diré que en esos días había hecho preguntar en Leiden y en Ámsterdam si se encontraba el Sistema del mundo de Galileo [se refiere al Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo], porque me parecía haber tenido noticia de que se había impreso en Italia el pasado año; y me comunicaron que era cierto que se había impreso, pero que al mismo tiempo habían sido quemados en Roma todos los ejemplares, y él condenado a una retractación: esto me asombró tanto que casi me decidí a quemar todos mis papeles o al menos a no dejarlos ver a nadie. Pues no alcancé a imaginarme que él, que es italiano y hasta apreciado por el Papa según oigo, únicamente ha podido ser criminalizado porque, sin duda, ha querido establecer el movimiento de la Tierra. Ya sé que esto fue censurado hace tiempo por algunos Cardenales, pero yo creía haber oído decir que después no se había dejado de enseñar públicamente, ni siquiera en Roma. Y confieso que, si es falso, todos los fundamentos de mi Filosofía lo son también, pues se demuestra por ellos evidentemente. Y está tan unido a todas las partes de mi Tratado que no podría desligarlo sin volver muy defectuoso el resto. Pero como no quisiera por nada del mundo que saliera de mí un discurso donde se encontrara la menor palabra que fuera desaprobada por la Iglesia, también prefiero suprimirlo antes que sacarlo a la luz mutilado. Nunca he sentido la inclinación de hacer libros, y si no hubiera empeñado mi palabra con vos y algunos otros amigos míos, a fin de que el deseo de cumplir mi promesa me obligara tanto más a estudiar, nunca lo habría llevado a cabo. Pero, después de todo, estoy seguro de que no me enviaríais ningún sargento para forzarme a satisfacer mi deuda, y puede que os agrade quedar exento de la molestia de leer algo malo. En Filosofía hay ya tantas opiniones que tienen verosimilitud y que pueden ser sostenidas en discusión que si las mías no contienen nada más cierto y no pueden ser aprobadas sin controversia, no las quiero publicar nunca. Sin embargo, como sería de mal gusto que, tras habéroslo prometido todo y tanto tiempo, pretendiera pagaros con un desplante, no dejaré de mostraros tan pronto como pueda cuanto he hecho; pero os pido aún, si os parece bien, un año de demora para revisarlo y pulirlo. Vos me advertisteis del dicho de Horacio: nonumque prematur in annum [«guardar nueve años en reserva»], y sólo hace tres que comencé el Tratado que pienso enviaros. Os ruego también que me mandéis lo que sepáis del asunto de Galileo.

El libro, Monde, que mencionaba Descartes no se publicó mientras vivía. Apareció en 1664 con el título de Traité du monde et de la lumière (Tratado del mundo y de la luz). Con anterioridad a la carta anterior, en otra fechada el 22 de julio de 1633 y también escrita desde Deventer, Descartes anunciaba a Mersenne que:

Mi Tratado está casi terminado, pero me queda todavía corregirlo y reescribirlo, y porque no me falta nada nuevo que buscar, me da tanta pereza trabajar en él que, si no os hubiese prometido, hace más de tres años, enviároslo a finales de este año, no creo que pudiera seguir con él durante mucho tiempo; pero quiero cumplir mi promesa.

Mersenne no respondió a la carta de Descartes de noviembre de 1633, motivo por el cual Descartes volvió a escribirle en febrero del año siguiente, esta vez desde Ámsterdam:

Aunque no tenga nada de particular que comunicaros, con todo, dado que hace ya más de dos meses que no he recibido noticias vuestras, he creído que no debo esperar más tiempo para escribiros; pues si no hubiera tenido abundantes pruebas de la buena voluntad que me hacéis el favor de dispensar, para tener algún motivo de duda, casi temería que se hubiera enfriado un poco tras haber faltado a la promesa que os hice de enviaros alguna cosa de mi Filosofía. Pero, por otra parte, mi conocimiento de vuestra virtud me lleva a esperar que no tendréis sino mejor opinión de mí al ver que he optado por suprimir enteramente el Tratado que había hecho y perder casi todo mi trabajo de cuatro años, para rendir una completa obediencia a la Iglesia, en tanto que ésta ha prohibido la opinión del movimiento de la Tierra. Y, sin embargo, como aún no he visto que ni el Papa ni el Concilio hayan ratificado esa prohibición, hecha solamente por la Congregación de los Cardenales establecida para la censura de libros, me gustaría mucho saber qué se dice ahora en Francia, y si su autoridad ha sido suficiente para hacer de ella un artículo de fe. He dejado que me cuenten que los Jesuitas han ayudado a la condena de Galileo; y todo el libro del Padre Scheiner muestra suficientemente que no son sus amigos. Pero, por lo demás, las observaciones que se hallan en ese libro proporcionan tantas pruebas para privar al Sol de los movimientos que se le atribuyen que no puedo creer que el propio P. Scheiner, en el fondo de su alma, no crea en la opinión de Copérnico; y esto me asombra hasta tal punto que no me atrevo a escribir mi parecer.

En cuanto a mí, no busco sino el reposo y la tranquilidad de espíritu, bienes que no pueden poseer quienes tienen alguna animosidad o ambición. Y, entretanto, no me quedo sin hacer nada, pero por ahora sólo pienso en instruirme a mí mismo, y me considero muy poco capaz de servir para instruir a los demás, principalmente a quienes, al haber adquirido ya algún crédito mediante falsas opiniones, tendrían quizá miedo de perderlo si se descubriera la verdad.

La mención que Descartes hacía al jesuita alemán, astrónomo y físico Christopher Scheiner (1575-1650) tenía que ver con las observaciones que Galileo había realizado con su telescopio a partir de 1609, durante las cuales advirtió la existencia de manchas en el Sol, y que presentó públicamente en 1613 en un libro titulado Istoria e dimostrazioni intorno alle macchie solari.2 En realidad, esta obra estaba compuesta por tres cartas que Galileo escribió a Mark Welser (1558-1614), un científico aficionado, rico y amigo de los jesuitas al que no le bastó con la publicación de Sidereus nuncius (1610) —el libro, recordemos, en el que Galileo presentó los resultados de sus primeras observaciones (1609-1610) con un telescopio— para convencerse de las tesis copernicanas; sólo se mostró de acuerdo después de que el matemático más destacado del Colegio Romano, Christopher Clavius (1538-1612), le asegurase que las ideas de Galileo eran de fiar. En la segunda de sus cartas a Welser, Galileo explicaba qué había visto:

Le confirmo resueltamente que las manchas oscuras que por medio del telescopio se descubren en el disco solar no están en modo alguno alejadas de la superficie de éste, sino que son contiguas a él, o están separadas por un intervalo tan pequeño que resulta totalmente imperceptible. Además, no son estrellas u otros cuerpos consistentes de larga duración, sino que continuamente se producen unas y se disuelven otras, siendo, o bien de breve duración, cual es de uno, dos o tres días, o más larga, de diez, quince y, según mi parecer, de treinta, cuarenta o más... En su mayoría son de forma muy irregular, forma que va cambiando continuamente, alguna con rápida y muy variada mutación y otras con variación menor y más lenta. También varían en oscuridad, mostrándose, ora condensadas, ora dilatadas y rarificadas. Además de mudarse en figuras muy diversas, frecuentemente se ve a alguna de ellas dividirse en tres o cuatro y frecuentemente a muchas unirse en una, y esto no tanto cerca de la periferia del disco solar cuanto alrededor del centro.

Pero lo importante de las cartas de Descartes a Mersenne es que muestran que la condena del Santo Oficio a Galileo produjo temor en otros, en Descartes en este caso. Atemorizar es uno de los mecanismos que los poderosos sin escrúpulos han empleado —y desgraciadamente continúan empleando— a lo largo de la historia. En la ciencia también, aunque desde hace tiempo ahí difícilmente sea posible emplear.