Aunque recordado por la mayoría de las personas como víctima de la Inquisición romana, no se debe olvidar que Galileo Galilei fue un gran científico. Es cierto que Copérnico combatió el sistema geocéntrico y que Kepler arrumbó las órbitas circulares por las elípticas, pero ninguno de ellos, ni otros como Tycho Brahe, avanzaron en el método científico que, finalmente, establecería Isaac Newton en 1687 con su libro Philosophiae Naturalis Principia Mathematica. Pero antes de Newton, Galileo introdujo un modo esencial para estudiar el movimiento: sustituir la observación de las propiedades por la medida de las magnitudes y el cálculo de las relaciones matemáticas que se descubren en los fenómenos. Para Galileo, las matemáticas eran esenciales para descubrir la realidad, como explicó en una célebre cita de un libro que publicó en 1623: Il Saggiatore (El ensayador), donde incluía la referencia a las matemáticas como el lenguaje de la ciencia:
La filosofía [la física actual] está escrita en ese grandísimo libro que tenemos abierto ante los ojos, quiero decir, el universo, pero no se puede entender si antes no se aprende a entender la lengua, los caracteres en los que está escrito. Está escrito en lengua matemática y sus caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las cuales es imposible entender ni una palabra; sin ellos es como girar vanamente en un oscuro laberinto.
La culminación de los estudios de Galileo sobre el movimiento tardó en llegar, pero llegó. Fue su otro «diálogo», el que publicó en Holanda en 1638: Discorsi e dimostrazioni matematiche, intorno a due nuove scienze (Discursos y demostraciones relativas a dos nuevas ciencias), obra que contiene joyas como la ley de la caída de los graves. No obstante, su fama reside sobre todo en sus observaciones astronómicas y en la interpretación que realizó de ellas. Su interés por la astronomía llegó hasta cierto punto de forma casual, cuando supo de la existencia de un aparato, el telescopio, que habían construido unos artesanos holandeses. Enseguida (parece que en agosto de 1609), Galileo se construyó uno de pocos aumentos: de tres inicialmente, aunque pronto llegaría a los treinta. Al principio pensó en él como un instrumento militar que le reportaría beneficios. Al menos esto es lo que se deduce de la carta que, desde Padua, dirigió el 24 de agosto de 1609 a Leonardo Donato, el dux de Venecia, en la que decía:

Galileo Galilei, Justus Susterman (1636).
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Serenísimo Príncipe, Galileo Galilei, humildísimo siervo de V. S., velando asiduamente y de todo corazón para poder no solamente satisfacer el cargo que tiene de la enseñanza de Matemáticas en la Universidad de Padua, sino también aportar un extraordinario beneficio a V. S. con algún invento útil y señalado, comparece en este momento ante vos con un nuevo artificio consistente en un anteojo extraído de las más recónditas especulaciones de perspectiva, el cual pone los objetos visibles tan próximos al ojo, presentándolos tan grandes y claros, que lo que se encuentra a una distancia de, por ejemplo, nueve millas se nos muestra como si distase tan sólo una milla, lo que puede resultar de inestimable provecho para todo negocio y empresa marítima, al poder descubrir en el mar embarcaciones y velas del enemigo a mayor distancia de la usual, de modo que podremos descubrirlo a él dos horas o más antes de que él nos descubra a nosotros, y distinguiendo además el número y características de sus bajeles podremos estimar sus fuerzas aprestándonos a su persecución, al combate o a la huida. De igual manera se puede descubrir en tierra, desde alguna elevación, aunque sea distante, los alojamientos y refugios del enemigo en el interior de las plazas, o incluso se puede a campo abierto ver y distinguir en sus detalles todos sus movimientos y preparativos con grandísima ventaja nuestra. Posee además muchas otras utilidades claramente obvias para cualquier persona juiciosa. Y, por tanto, juzgándolo digno de ser aceptado por V. S. y estimándolo utilísimo, ha determinado presentároslo, dejando a vuestro arbitrio juzgar acerca de este invento, para que ordenéis y dispongáis, según parezca oportuno a vuestra prudencia, que sean o no fabricados.
Sin embargo, no tardó mucho Galileo en apuntar su telescopio hacia el cielo. Y allí encontró la mutabilidad que negaban los aristotélicos y tolemaicos. Vio relieves lunares, en lo que se suponía debía ser una esfera perfecta. Vio cuatro estrellas —mediceas las llamó, para halagar (y buscar su favor) a Cosme II de Médicis, IV gran duque de Toscana— moviéndose en torno a Júpiter, y también miles de estrellas en la aparentemente continua franja lechosa que llamamos Vía Láctea, la galaxia en la que se encuentra la Tierra. Con todo esto, su ya existente convicción en la verdad del sistema copernicano se reafirmó. Había llegado el momento de defenderlo públicamente. Escribió (1610) a tal fin Sidereus Nuncius (El mensajero sideral), un texto breve pero cuyo contenido era como una bomba de relojería; en cierto sentido podemos decir que en él se encontraban las semillas de las que brotaría, esplendoroso, veintidós años más tarde, su gran libro Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo Tolemaico, e Copernicano, de 1632, el libro que le llevó, por una condena de la Inquisición, a ser recluido en una casa que tenía en Arcetri, pero también, finalmente, a la inmortalidad.
No se sabe cómo se inició formalmente el proceso inquisitorial, sí que los enemigos de Galileo se pusieron pronto en marcha. Sucede, y esto es importante, que muchos de esos enemigos eran también críticos y adversarios de la política exterior y cultural de Urbano VIII. Y éste, como no infrecuentemente sucede con los poderosos acosados, encontró en Galileo un buen chivo expiatorio, o, si se prefiere, una buena moneda para contentar a sus rivales. En agosto de ese año se ordenó el secuestro de los ejemplares del Dialogo y el papa nombró una comisión para que lo examinase «minuciosa y pausadamente, palabra por palabra». Al mes siguiente, se ordenaba a Galileo que se presentase en octubre ante el comisario del Santo Oficio en Roma. La carta que Galileo envió al cardenal Francesco Barberini, que posteriormente formaría parte del tribunal que le juzgó (fue uno de los tres miembros que se opuso a castigarlo), muestra que intentó quedarse en Florencia, protegido por la República de Toscana.

Frontispicio del Diálogo de Galileo de 1632.
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Galileo a Francesco Barberini, en Roma:
Florencia, 13 de octubre de 1632
Eminentísimo y Reverendísimo señor y muy honorable patrón:
Que mi Dialogo, Eminentísimo y Reverendísimo Sr., últimamente publicado, haya tenido que encontrar contradictores, fue previsto por mí y por todos mis amigos, porque las vicisitudes de las otras obras que yo había hecho imprimir antes me lo aseguraban, y porque tal es el ordinario destino de las doctrinas comunes e inveteradas. Pero que el odio de algunos contra mí y mis escritos, sólo porque ensombrecen, en parte, el esplendor de los suyos, haya sido capaz de imprimir en las mentes santísimas de los superiores la convicción de que este libro mío es indigno de aparecer a la luz, es algo totalmente inesperado. Por ello, la orden que hace dos meses se dio al impresor y a mí de no publicar mi libro fue una notificación muy grave. No obstante, era de gran alivio la pureza de mi conciencia, que me persuadiría que no me resultaría difícil manifestar mi inocencia; yo esperaba y deseaba con fuerza que se me daría ocasión de poder sincerarme, y confiaba al mismo tiempo que mi humildad, reverencia, sumisión y absolutísima aceptación de la autoridad sobre todos mis pensamientos hubiera sido capaz de, a la menor señal, ir no sólo a Roma, sino al fin del mundo. Por ello, no puedo negar que la intimación que se me ha hecho últimamente de orden de la Sacra Congregación del Santo Oficio, de que debo presentarme antes del final de este mes ante ese muy alto tribunal, me resulta de grandísima aflicción. En particular cuando considero conmigo mismo que el fruto de todos mis estudios y fatigas de tantos años, que antes habían llevado mi nombre por los oídos de los hombres de saber y me habían valido una fama no del todo oscura, se han convertido ahora en graves faltas en mi reputación. Ello ha dado motivo a mis rivales para dirigirse contra mis amigos, cerrándoles la boca, no ya a los elogios, sino incluso a las excusas para conmigo, al oponerles que yo he merecido finalmente ser citado al tribunal del Santo Oficio, acción que no se practica nunca sino para los delitos graves. Hasta tal punto esto me aflige que me hace detestar todo el tiempo que he empleado en esa clase de estudios, con los que yo ambicionaba y esperaba poder separarme algo del sendero vulgar y trillado de los estudiosos. Además de arrepentirme de haber comunicado al mundo una parte de mis trabajos, he experimentado deseos de destruir y entregar a las llamas los que me quedan en las manos, dando así plena y entera satisfacción a las ansias de mis enemigos, a quienes mis pensamientos tanto incomodan.
Tal es, Eminentísimo Sr., la aflicción que me atormenta sin cesar, y que, añadiendo una continua vigilia al peso de mis setenta años y a otras indisposiciones corporales mías, me asegura que emprendo un viaje que, por su longitud, sus extraordinarias dificultades y sus fatigosas incomodidades, no realizaré con vida ni la mitad. Por ello, impulsado por el deseo natural de todo hombre de preservar la propia salud, he tomado la resolución de recurrir a la intercesión de V. E., animado por la inefable bondad que todo el mundo reconoce en vos, y de la que yo, más que nadie, he recibido pruebas, suplicándoos que hagáis saber a esos prudentísimos padres mi compasible estado presente, no para huir de dar cuenta de mis actos, porque eso lo deseo fuertemente, sino sólo para que me faciliten el medio de obedecerles y de sincerarme. No faltará a la prudencia de los sapientísimos padres el modo de conseguir benignamente su propósito, a mí, por ahora, se me ocurren dos maneras. Una es que estoy prestísimo a poner por escrito y a explicar minuciosa y detalladamente todas las cosas dichas, escritas o realizadas por mí desde el primer día en que el libro de Copérnico, y su renovada doctrina, suscitó alguna emoción. Escrito en el que estoy más que seguro de que dejaré totalmente clara y evidente la sinceridad de mi mente y el purísimo, lleno de celo y santísimo afecto hacia la Santa Iglesia y su rector y ministros, que no habrá nadie, sin pasión y sin alteración en el afecto, que no confiese que me he comportado de manera tan piadosa y católica que cualquiera de los padres que están honrados con el título de santos no lo habría podido mostrar mayor. He tomado conmigo todos los escritos que con tal motivo hice aquí y en Roma, a través de los cuales (vuelvo a decirlo) todo el mundo comprenderá que no me ha movido a implicarme en esta empresa otra cosa que el celo hacia la Santa Iglesia y el deseo de suministrar a sus ministros las noticias que me han procurado mis largos estudios, de algunas de las cuales quizá alguien pudiese sentir necesidad en cuanto que se trataba de materias oscuras y apartados de las doctrinas más corrientes. Estoy seguro de que me resultará facilísimo hacer claro y evidente que en el ponerme a realizar tal empresa fue importante invitación las determinaciones y santísimos preceptos repartidos en tantos lugares de los libros de los sagrados doctores de la Santa Iglesia, y como finalmente la confirmación definitiva en mi propósito me vino a oír un pronunciamiento brevísimo pero santísimo y admirable que como un eco del Espíritu Santo de pronto salió de la boca de una persona eminentísima en doctrina y venerada por la santidad de su vida; pronunciamiento tal que en sí contiene en menos de diez palabras, reunidas con tanta gracia como finura, cuanto se encuentra diseminado en largos discursos en los libros de los sagrados doctores. Por ahora, callaré la admirable sentencia y al autor de la misma, ya que me parece prudente y conveniente no mezclar a nadie en el asunto presente, en el que sólo entra en consideración mi persona.
Si yo tengo la dicha de obtener la gracia, ¡oh, cómo espero que mi inocencia sea reconocida y aceptada por estos prudentísimos y justísimos padres!; ¡cuál será su asombro cuando descubran la estratagema usada por un hombre cegado e incitado a echar la primera piedra, no por celo piadoso, sino por odio, y no contra tal o cual doctrina, sino contra mi persona! Difícilmente me resignaré a creer que una demanda que estimo tan razonable me deba ser negada, tanto más por cuanto al concederla no quita el poderme constreñir en la forma ya iniciada. ¿Y quién querrá negarme tal audiencia por escrito, imponiéndome un esfuerzo insuperable por mi debilidad, por las causas ya expuestas, cuando yo aseguro que al oír mis razones compadecerá mi estado y juzgará que mi demérito (si hay una sombra de él) ha sido más que suficientemente castigado por el tormento que me han causado hasta el presente las, me temo, poco sinceras informaciones de otro? Y en el caso de que mi escrito no satisfaga plenamente todos los extremos que se me imputan y de los que se me acusan, se me podrán proponer las dificultades particulares, y yo no dejaré de responder lo que Dios me dicte. Pero dudo, eminentísimo y reverendísimo señor mío, que mis adversarios se apresuren a poner en el papel aquello que caso han dicho contra mí de viva voz y ad aures [a los oídos] igual que yo me ofrezco a poner por escrito mi defensa.
Finalmente, si se rehúsa aceptar mis justificaciones por escrito y se quiere que sean pronunciadas de viva voz, aquí hay inquisidor, nuncio, arzobispo y otros ministros de la Santa Iglesia, ante los cuales estoy prestísimo a presentarme al menor requerimiento; además, me parece bastante plausible que se hayan tratado ante estos tribunales causas más graves. Apenas es verosímil que a la mirada muy perspicaz y llena de celo de los que leyeron mi libro con pleno poder de efectuar añadidos, cambios o supresiones, a voluntad, haya pasado desapercibido un error tal, sin ser visto, que no pueda ser corregido y castigado por los superiores de esta ciudad.
Éstos son los medios, eminentísimo señor, que se me ocurren para salvar mi vida y para satisfacer a ese excelso y venerado tribunal. Ruego de vuestra benevolencia se digne presentarlos, excusándome al mismo tiempo si por mi ignorancia he cometido algún error. Y como última conclusión, si la avanzada edad, ni las muchas indisposiciones corporales, ni las aflicciones de la mente, ni lo largo de un viaje muy penoso por las actuales amenazas [el temor a la peste], se consideran por ese muy santo y excelso tribunal excusas suficientes para solicitar una dispensa o un aplazamiento, me pondré en marcha, anteponiendo el obedecer al vivir. Ahora, eminentísimo y reverendísimo señor, inclinándome con toda humildad, os beso los vestidos y le pido a Dios os colme de felicidad.
De Florencia, el 13 de octubre de 1632.
De V. eminencia Rma.
Humildísimo y muy obediente siervo
GALILEO GALILEI
Pero su gestión no tuvo éxito y Galileo tuvo que viajar a Roma. Antes de partir, el 15 de enero de 1633, escribió una carta muy interesante a Elia Diodati (1576-1661), un abogado de París, nacido en Ginebra en el seno de una familia protestante, que había conocido a Galileo hacia 1620 durante uno de sus viajes a Italia (fue el primero en recibir en Francia un ejemplar del Dialogo y se encargó de que Mathias Bernegger lo tradujese al latín). La carta respondía a una de Diodati en la que solicitaba la opinión de Galileo y, aunque el pretexto era algunos escritos anticopernicanos (en 1634 publicó Anti-Aristarchus), de Libert Froidmont —un teólogo y científico de Lieja, corresponsal de Descartes, que en su juventud había seguido y explicado a sus alumnos las teorías de Galileo, pero que se convirtió luego en un ferviente aristotélico y anticopernicano—, la misiva de Galileo tal vez pretendiese ser una especie de testamento intelectual dirigido a los protestantes, en caso de que fuese silenciado para siempre en Roma:
En lo que respecta a Froidmont, hubiese deseado no haberle visto caer, en mi opinión, en un grave aunque extendido error; es decir, a fin de refutar las opiniones de Copérnico, lanza primero desdeñosos chistes a sus seguidores, y luego (lo que me parece todavía menos adecuado) se fortifica a sí mismo por la autoridad de las Sagradas Escrituras, y finalmente va tan lejos como denominar sobre esas bases a esos puntos de vista nada menos que heréticos. Que semejante proceder no es digno de alabanza me parece muy fácil de demostrar. Porque si yo le preguntase a Froidmont quién ha hecho el Sol, la Luna, la Tierra y las estrellas, y dispusiera su orden y movimientos, creo que respondería, «Son creaciones de Dios». Si le preguntase quién inspiró las Sagradas Escrituras, sé que respondería, «el Espíritu Santo», que igualmente significa Dios. El mundo es por tanto el trabajo y las Escrituras son la palabra del mismo Dios. [...] Nunca cambia nada en la naturaleza a fin de acomodarse a la comprensión o a las ideas de los hombres. Pero si fuese así, ¿por qué, en nuestra búsqueda del conocimiento de las diversas partes del universo, deberíamos empezar antes con las palabras que con los trabajos de Dios? ¿Es el trabajo menos noble o menos excelente que la palabra? Si Froidmont o cualquier otro ha establecido que la opinión de que la Tierra se mueve es una herejía, y si después de la demostración, observación, y la concatenación necesaria probase que se mueve, ¿a qué situación de desconcierto hubiese conducido él mismo a la Santa Iglesia?
Hace muchos años, cuando comenzaba el revuelo sobre Copérnico, escribí una carta de cierta longitud [Lettera a Benedetto Castelli (1613)] en la que, apoyada por la autoridad de numerosos Padres de la Iglesia, demostraba cuán abusivo era apelar tanto a las Sagradas Escrituras en materia de ciencias naturales, y proponía que en el futuro no se debería hacer. En cuanto me encuentre con menos apuros, le enviaré una copia. Digo «con menos apuros» porque justo ahora salgo para Roma, a donde he sido requerido por el Santo Oficio, que ya ha prohibido la circulación de mi Dialogo. He oído a través de partes bien informadas que los Padres Jesuitas han insinuado en las más altas instancias que mi libro es más execrable e injurioso que los escritos de Calvino y Lutero. Y todo esto pese a que, a fin de conseguir el imprimatur, fui en persona a Roma y sometí el manuscrito al Maestro de Palacio, quien lo escrutó de la manera más cuidadosa, alterando, añadiendo y omitiendo, y que, incluso después de haberle dado el imprimatur, ordenó que fuese examinado de nuevo en Florencia. El revisor de aquí, no encontrando nada que alterar, y a fin de demostrar que lo había revisado cuidadosamente, se contentó con sustituir algunas palabras por otras, como, por ejemplo, en diversos lugares «universo» por «naturaleza», «cualidad» por «atributo», «espíritu sublime» por «espíritu divino», excusándose ante mí por ello diciendo que preveía que yo iba a tener que arreglármelas con fieros enemigos y amargos perseguidores, como así ha sucedido.
En Roma, Galileo sufrió un primer interrogatorio el 12 de abril de 1633. Finalmente, los cardenales inquisidores, reunidos el 22 de junio de 1633 en el monasterio dominico de Santa María Sopra Minerva, leyeron delante de Galileo su sentencia:
Decimos, proclamamos, sentenciamos y declaramos que vos, Galileo, en razón de las cuestiones que han sido expuestas en el juicio y que vos habéis confesado, según el veredicto de este Santo Oficio, sois declarado altamente sospechoso de herejía principalmente por haber sostenido y creído en la doctrina, que es falsa y contraria a las Sagradas Escrituras, de que el Sol es el centro del mundo y no se mueve de oriente a occidente y que la Tierra se mueve y no es el centro del mundo, y que se puede sostener y defender como probable una opinión después de que ha sido declarada y calificada como contraria a las Sagradas Escrituras. Por tanto, habéis violado las censuras y sanciones establecidas y promulgadas por el canon sagrado y todas las leyes tanto generales como particulares contra tales delitos. Sería voluntad nuestra absolveros de ellos siempre que antes adjurarais, maldijerais y renegarais en nuestra presencia de todo corazón y con fe verdadera de los citados errores y herejías, así como de cualquier otro error o herejía contrarios a la Iglesia católica y apostólica de la forma y manera que os prescribamos.
Además, para que ese error pernicioso y grave y esta transgresión vuestra no queden tampoco sin castigo con el fin de que seáis más prudente en el futuro, y como ejemplo para que otros se abstengan de cometer delitos de esta naturaleza, ordenamos que el libro titulado Diálogo de Galileo Galilei sea prohibido mediante un edicto público.
Os condenamos a la reclusión formal en este Santo Oficio a nuestra voluntad. Como penitencia os imponemos que recéis los siete salmos penitenciales una vez a la semana durante los próximos tres años. Y nos reservamos el derecho de suavizar, conmutar o retirar las citadas penas y castigos en parte o en su totalidad. Esto es lo que decimos, proclamamos, sentenciamos, ordenamos y nos reservamos de esta o de cualquier otra forma que en razón podamos o queramos establecer. Así lo proclamamos los cardenales abajo firmantes.
Y Galileo aceptó las condiciones que se le imponían para así evitar males mayores. Éstas fueron sus tristes palabras:
Yo, Galileo Galilei, hijo del fallecido Vincenzo Galilei de Florencia, de setenta años de edad, juzgado personalmente por este tribunal, y arrodillado ante Vosotros, Eminentísimos y Reverendísimos Señores Cardenales, Inquisidores Generales de la República Cristiana contra las depravaciones heréticas, teniendo ante mis ojos los Santísimos Evangelios y poniendo sobre ellos mi propia mano, juro que siempre he creído, creo ahora y que, con la ayuda de Dios, creeré en el futuro todo lo que la Santa Iglesia Católica y Apostólica mantiene, predica y enseña.
Pero como yo, tras haber sido amonestado por este Santo Oficio a abandonar completamente la falsa opinión de que el Sol es el centro inmóvil del universo, y que la Tierra no es el centro del universo y se mueve, y a no sostener, defender o enseñar de ninguna manera, ni oralmente ni por escrito, la mencionada falsa doctrina; y tras haberme sido notificado que dicha doctrina es opuesta a las Sagradas Escrituras, escribí y di a imprenta un libro en que trato de dicha doctrina ya condenada, y presento argumentos de mucha eficacia en su favor, sin llegar a ninguna conclusión: he sido hallado vehementemente culpable de herejía, es decir, de haber mantenido y creído que el Sol es el centro inmóvil del universo, y que la Tierra no está en el centro del universo y se mueve.
Sin embargo, deseando eliminar de las mentes de vuestras Eminencias y de todos los fieles cristianos esta vehemente sospecha razonablemente concebida contra mí, abjuro con corazón sincero y piedad no fingida, condeno y detesto los dichos errores y herejías, y generalmente todos y cada uno de los errores y sectas contrarios a la Santa Iglesia Católica. Y juro que en el futuro nunca más defenderé con palabras o por escrito cosa alguna que pueda acarrearme sospechas semejantes; y si conozco algún hereje, o sospechoso de herejía, lo denunciaré a este Santo Oficio, o al Inquisidor y Ordinario del lugar donde me encuentre.
A pesar de todo, pese a haber sido condenado, Galileo recibió privilegios, que mencionaba desde la casa de campo que poseía en Arcetri, cerca de Florencia, en una carta que dirigió el 25 de julio de 1634 a Elia Diodati:
Muy ilustre Sr. y muy honorable patrón:
Espero que el conocimiento de mis pasadas y presentes tribulaciones, junto con las que me amenazan en el porvenir, me excusará ante V. S. y ante otros amigos y patrones de esa ciudad de la dilación en responder a vuestras cartas, en cuanto a vos, y en cuanto a los demás, del total silencio, si éstos pueden ser puestos al corriente por V. S. de la siniestra dirección que han tomado mis asuntos estos últimos tiempos.
En la sentencia pronunciada en Roma fui condenado por el Santo Oficio a cárcel a la discreción de su Santidad, el cual tuvo a bien asignarme como prisión el palacio y el jardín del gran duque en la Trinità dei Monti; y como esto sucedió el año pasado en el mes de junio y como se me indicó que pasado ese mes y el siguiente, si yo pedía la gracia de la liberación total, la obtendría, para no tener (forzado por la estación) que quedarme allí todo el verano obtuve el cambio a Siena, donde se me asignó la casa del arzobispo. Allí permanecí cinco meses, tras los cuales mi prisión fue cambiada a confinamiento en esta pequeña villa alejada una milla de Florencia, con las órdenes estrictas de que no podía ir a la ciudad ni invitar a mis amigos, ni reunirme con varios de ellos al mismo tiempo para conversar. Aquí vivía entonces muy reposadamente, hacía frecuentes visitas a un monasterio próximo, donde tenía a dos hijas monjas, muy queridas por mí, en particular la mayor, mujer de exquisito ingenio, de singular bondad y muy afectuosa conmigo. Ésta, como consecuencia de una acumulación de humores melancólicos acaecida durante mi ausencia, que ella consideraba era para mí tiempo de penosas pruebas, contrajo finalmente una disentería galopante y murió en seis días, a los treinta y tres años de edad, dejándome en la más profunda aflicción, que otra circunstancia redobló. Fue ésta que, cuando yo regresaba del convento a mi casa en compañía del médico, que venía de visitar a mi hija enferma poco antes de expirar, y me iba éste diciendo que el caso era totalmente desesperado y que no pasaría el día siguiente, lo cual se verificó; al llegar a casa encontré allí al vicario del inquisidor que había venido para indicarme, por orden del Santo Oficio de Roma, recibido por el inquisidor con una carta del S. cardenal Barberini, que debía desistir de solicitar permiso para volver a Florencia y que, de otro modo, se me haría volver a Roma a las verdaderas cárceles del Santo Oficio. Y ésta fue la respuesta que se dio al memorial que el Sr. embajador de Toscana, nueve meses después de mi condena, había presentado a dicho tribunal. De una tal respuesta me parece que se puede sacar la conjetura muy probable de que no dejaré la prisión en la que estoy más que a cambio de aquella otra, común, estrecha y de larga duración.
Las dos hijas monjas que Galileo mencionaba en su carta a Diodati eran Virginia (1600-1634) y Livia (1601-1659), junto a Vincenzio (1606-1649), fruto de la larga relación que mantuvo con Marina Gamba (1570-1619). En 1613, Galileo llevó a ambas al convento de San Mateo de las monjas clarisas ubicado en Arcetri, donde pasarían el resto de sus vidas. No fue fácil hacerlo, ya que no cumplían los requisitos para ser admitidas: no tenían todavía la edad exigida, lo que Galileo solucionó colocándolas inicialmente como pensionadas, y eran hijas naturales, mientras que la ley religiosa prohibía que hermanas de esta clase estuvieran en el mismo convento; esto se solucionó con una dispensa de Roma. Galileo, pese a los problemas que tuvo, mantuvo buenos contactos con la jerarquía romana. Después de tres años en el convento, Virginia tomó las órdenes, adoptando el nombre, con connotaciones tanto paternas como religiosas, de sor María Celeste, y Livia lo hizo al año siguiente, con el nombre de sor Arcángela.
María Celeste fue, efectivamente, una mujer inteligente que quiso mucho a su padre. Las 124 cartas de María a Galileo que aún se conservan están llenas de delicados detalles y, sobre todo, de mucho mucho amor a su progenitor. Así, poco después de conocer la sentencia que el Santo Oficio decretó contra Galileo, sor María Celeste escribía a su padre el 2 de julio:
Ilustre y queridísimo padre:
Tan súbita e inesperadamente como las noticias de vuestro nuevo tormento llegaron hasta mí, señor, así desgarró mi alma dolorosamente el hecho de conocer la sentencia que finalmente se ha dictado y por la que se os censura a vos tan severamente como a vuestro libro. Supe de todo esto molestando al signor Geri porque, al no recibir ninguna carta vuestra esta semana, no pude quedarme tranquila, como si supiera ya lo que había sucedido.
Mi queridísimo señor padre, ahora es el momento de valeros más que nunca de la prudencia que Dios os ha dado para soportar este golpe con esa fortaleza de espíritu que vuestra religión, vuestra profesión y vuestra edad precisan. Y como vos, en virtud de vuestra vasta experiencia, podéis acallar esas afirmaciones gracias al conocimiento pleno de la falsedad y mudanza de todas las cosas de este desdichado mundo, no debéis dejaros llevar demasiado por la tempestad, sino más bien alimentar la esperanza de que pase pronto y transforme las preocupaciones en serenidad.
Os digo todo esto al dictado de mis propios deseos y también de lo que parece ser un augurio de indulgencia hacia vos por parte de su santidad, señor, que os ha enviado a prisión a un lugar tan encantador, con lo cual podemos esperar otra conmutación de vuestra pena que esté aún más de acuerdo tanto con vuestros deseos como con los nuestros; quiera Dios que acaben así las cosas, si fuera para mejor fin. Mientras tanto, os ruego que no me dejéis sin el consuelo de vuestras cartas ni sin darme noticias de vuestro estado, tanto físico como sobre todo espiritual. Aunque termino aquí mi carta, nunca dejo de acompañaros con mis pensamientos y mis oraciones con los que pido a Su Majestad divina que os proporcione paz y consuelo verdaderos.
En San Matteo, a 2 de julio de 1633.
Vuestra hija afectísima
Podemos imaginar el dolor, el sentimiento de abandono definitivo, que debió de sentir Galileo al fallecer su hija María Celeste.