Capítulo uno

Mis días en la librería Morisaki se alargaron desde el inicio del verano hasta la primavera.

Vivía inmersa en los libros en una habitación de la primera planta, en un ambiente sombrío, húmedo e impregnado por el olor a moho típico del papel viejo.

Sin embargo, el recuerdo de aquellos días ya forma parte de mí, porque fue justo ahí donde mi vida, mi verdadera vida, empezó. Sin esa experiencia todo habría sido insustancial, banal, insulso.

Un lugar importante, inolvidable: eso es para mí la librería Morisaki.

Los recuerdos de aquellos días permanecen vívidos, listos para surgir de los recovecos de la memoria.

Todo empezó como un jarro de agua fría.

Una situación que, hasta aquel momento, me parecía más inverosímil que una lluvia de ranas.

Un día, Hideaki, con quien llevaba casi un año, me dijo de improviso:

—Me caso.

De primeras, un gran interrogante se materializó sobre mi cabeza. Lo habría entendido de haber dicho: «Casémonos». «Quiero casarme» también habría tenido sentido. Pero «me caso» era indudablemente extraño. El matrimonio es un juramento que presupone un acuerdo recíproco, por lo que la frase que acababa de formular era de todo salvo apropiada. Por no hablar del tono desenfadado con el que la pronunció, que podría haber servido para una ocurrencia como «he encontrado una moneda de cien yenes en el suelo».

Era un viernes de mitad de junio. Al salir del trabajo, nos quedamos a cenar en un restaurante italiano de Shinjuku. Estaba en el último piso de un hotel y nos gustaba mucho a ambos porque tenía una vista preciosa de la ciudad iluminada. Hideaki y yo trabajábamos en la misma empresa, él tres años antes que yo, y siempre había tenido debilidad por él desde que me contrataron. Cuando se acercaba sentía que mi corazón saltaba como en un trampolín arriba y abajo. De hecho, esa noche, la primera que pasábamos juntos después de tanto tiempo, estaba de muy buen humor y el vino tampoco estaba mal.

Pero…

Todo lo que logré contestar al escuchar sus palabras fue un «¿qué?». Quizá no había escuchado bien.

Él, como si fuese una tontería, repitió:

—Me caso el año que viene.

—Y ¿con quién?

—Con mi novia.

¿Cómo?, me pregunté intentando encajar el golpe.

—¿Tu novia? —Balbuceé.

Él, impasible, me nombró a una colega de otra oficina. La habían contratado al mismo tiempo que a mí, pero era mucho más agradable. Solo con verla ya te daban ganas de abrazarla.

En cambio, yo era demasiado alta, demasiado insignificante. De hecho, no me entraba en la cabeza cómo se le ocurrió ligar conmigo si estaba con una chica tan adorable. Me explicó que llevaban juntos dos años y medio, por lo tanto más que nosotros. Obviamente yo no lo sabía, no me lo había imaginado para nada, ni de lejos. En el trabajo no se lo habíamos contado a nadie, pero pensaba que solo era una forma de evitarnos líos con los colegas. Pero él nunca me había considerado como una novia formal: solo era un pasatiempo. ¿Fui ingenua o él era un miserable?

Era un hecho que ya se habían presentado a las respectivas familias y que a lo largo del mes siguiente se comprometerían oficialmente. Tenía vértigos, era como si un cura estuviese haciendo sonar las campanas de una iglesia en mi cabeza.

—Dice que estaría bien casarnos en junio, pero para este año ya no llegamos, así que…

Le oía, pero realmente no le escuchaba. Al final logré murmurar:

—Bien, me alegro por vosotros. —Mientras lo decía, ni siquiera yo podía entender cómo fui capaz de decir una frase como esa.

—Oh, gracias. Pero no te preocupes, Takako, tú y yo siempre podremos vernos —respondió él sonriendo. Esa típica sonrisa suya desenfadada, como la de un as del deporte.

Si estuviésemos en un melodrama, en ese momento me habría levantado de golpe tirándole una copa de vino a la cara, pero siempre he sido incapaz de expresar mis sentimientos y, para entender cualquier cosa, necesitaba estar a solas para reflexionar un poco. Y encima, para complicar el asunto, estaba ese maldito cura con sus campanas.

Todavía confundida, me despedí y me fui a casa. Poco a poco volví en mí y me hundí en la tristeza. Así es, más que enfadada, estaba triste. Casi podía tocarla con la mano, esa tristeza tan clara y vibrante.

Empecé a llorar, y cuanto más lloraba, más ganas me daban de seguir llorando. Sollozaba en mitad de la habitación, ni siquiera encendí las luces. Tuve una estúpida ocurrencia: que si en lugar de lágrimas llorase petróleo, al menos me convertiría en multimillonaria. Así que lloré por mi propia estupidez.

Necesitaba que alguien viniese a ayudarme. Lo necesitaba de verdad. Pero no lograba decirlo, así que seguí llorando.

A partir de ese momento, todo fue una sucesión de desastres.

Para empezar, como trabajaba en la misma empresa que Hideaki, y a pesar de que hubiese preferido evitarlo, me tocaba verlo siempre. Él se acercaba como si no hubiese pasado nada y yo me ponía fatal. Como si con eso no fuese suficiente, me topaba con su novia de vez en cuando, en el comedor o cerca de los dispensadores de agua. No sabía si estaba al corriente de nuestra relación, dado que siempre me dedicaba sonrisas resplandecientes.

Dejé de comer y de dormir. Perdí mucho peso y mi cara tomó un color mortecino que no conseguía tapar ni con maquillaje. Mientras trabajaba me entraban ganas de llorar de repente y tenía que ir corriendo al baño para reprimir los sollozos.

Tras un par de semanas entendí que había llegado al límite, tanto físico como psíquico, por lo que me presenté ante mi superior y le entregué mi carta de dimisión.

Mi último día de trabajo, Hideaki vino a verme todo animado y me dijo:

—Aunque ya no trabajes más aquí, ¡algún día podríamos quedar para comer algo juntos!

Perdí el trabajo y a mi novio de un plumazo; me sentía como si me hubiesen arrojado al vacío.

Me mudé a Tokio desde Kyushu, donde nací y estudié, por lo que la búsqueda de mis conocidos estaba circunscripta a mis colegas. Nunca fui especialmente sociable, así que más bien eran conocidos superficiales y en Tokio no tenía ningún amigo digno de ser considerado como tal.

Pensándolo bien, mis primeros veinticinco años de vida fueron, como se suele decir, así así. Nací en una familia así así, ni rica ni pobre; fui a una universidad así así; me contrató una empresa así así; había vivido una vida así así; y, en el fondo, no era malo, más bien todo lo contrario. No era el colmo de la felicidad, pero ni mucho menos el abismo de la desesperación. Era mi vida, punto.

Mi situación con Hideaki fue algo excepcional. Pasiva como era, involucrarme con un hombre que me gustaba tanto era una especie de milagro. Justo por eso, el fin de nuestra historia fue todo un choque y realmente no podía imaginar cuándo y cómo lo superaría.

Al final adopté la estrategia del sueño a ultranza. Tenía siempre sueño. Probablemente era un modo como otro cualquiera de evitar la realidad, y apenas me metía bajo las sábanas, me dormía. Mientras dormía, los días pasaban y pasaban en el universo microscópico de mi habitación.

¿Cuánto tiempo pasó? ¿Un mes, quizá? Una tarde me desperté y vi que mi teléfono se iluminaba allí donde lo había abandonado: tenía un mensaje en el contestador.

No conocía el número que aparecía en la pantalla, pero decidí escuchar el mensaje igualmente.

Una voz intensa rompió el silencio: «¡Eh! Takako-chan, ¿cómo te va? Soy yo, Satoru. Te hablo de la librería. Llámame luego, cuando puedas. Uh, ha entrado un cliente. Hasta pronto».

Incliné la cabeza. ¿Satoru? ¿Quién podía ser? Me había llamado Takako-chan, así que no era un error… ¿Y de qué librería hablaba? Una librería. Seguí dándole vueltas hasta que lo entendí.

¡Era Satoru, mi tío Satoru! La verdad es que mi madre me habló hace bastante tiempo de una librería en Jinbōchō, que mi tío había heredado del abuelo. La última vez que nos vimos se remontaba a mi último día de instituto. Entre unas cosas y otras, no nos habíamos visto desde hacía casi diez años, pero indudablemente era su voz.

Tuve un mal presentimiento. Tenía que ser un plan de mi madre. Solo ella sabía que había perdido el trabajo y el novio. Seguro que estaba preocupada y le había dicho a mi tío Satoru que me llamase. Vamos, nada urgente.

A decir verdad, no estaba muy en sintonía con mi tío Satoru. Era un hombre extraño, algo chalado y completamente indiferente a lo que la gente pensase de él. A veces era hasta arrogante y tenía algo excéntrico que me molestaba.

De pequeña apreciaba mucho su forma de ser y siempre que acompañaba a mi madre a visitar a sus parientes de Tokio, iba corriendo a jugar con él. Sin embargo, durante la adolescencia, sus rarezas empezaron a resultarme insoportables, así que empecé a evitarle. Además, justo por esa época, mi tío se casó de improviso sin tener siquiera un trabajo estable, lo que provocó un gran jaleo en la familia.

Por eso no se me ocurrió hacerle una visita cuando me mudé a Tokio: prefería que se quedase como estaba, como un extraño.

Al día siguiente de haber recibido el mensaje, le devolví la llamada a regañadientes. Pensaba que si no lo hacía desencadenaría la cólera de ese demonio conocido como mi madre. Cuando yo estaba en el instituto, él tenía unos treinta años, así que ahora debía de haber superado de sobra los cuarenta.

Respondió el teléfono al primer tono.

—¿Diga? Aquí la librería Morisaki.

—Eh… Soy yo, Takako.

—¡Oh! ¡Vaya! —gritó mi tío Satoru desde el otro lado del teléfono con su habitual energía.

Me anticipé y aparté el teléfono de la oreja.

—¡Cuánto tiempo! ¿Cómo lo llevas?

—Bien, ahí voy… Nada mal.

—Sabía que estabas en Tokio, ¡pero no has venido nunca a verme!

—Perdóname, es que con el trabajo… —Intenté justificarme.

—Pero ya no trabajas, ¿no?

Fue directo a dejarme sin palabras. De alguien como él no se podía esperar discreción. No paraba de repetir «ah, cuánto tiempo ha pasado», casi como si yo no estuviese y, de repente, dijo:

—¿Sabes qué he estado pensando? Si no tienes ganas de trabajar, ¿por qué no te quedas conmigo un tiempo?

—¿Cómo?

Me dejó descolocada. Pero él siguió, impasible:

—Así no tendrías que preocuparte por el alquiler y los gastos, ¿no? Conmigo todo es gratis. Claro que si quisieras echarme una mano en la librería, me harías un favor.

Me explicó que se ocupaba él solo del negocio y, dado que tenía la necesidad de someterse regularmente a visitas médicas por culpa de unos dolores de espalda, estaba buscando a alguien que lo sustituyese por las mañanas. Añadió que su casa estaba en Kunitachi, por lo que en horario de cierre estaría sola y tendría toda la privacidad que quisiera. Él mismo había vivido encima de la librería hace algunos años, por lo que además de la habitación, tendría un baño con bañera.

Pensé en ello. Efectivamente no podía seguir así para siempre. Pronto estaría sin dinero. Pero, al mismo tiempo, no quería que se entrometiese.

Esbocé una negativa:

—No querría ser una molestia…

Pero él no cedió:

—¡Pero cómo una molestia! ¡Siempre eres bienvenida, Takako-chan!

Abrí la boca para preguntarle si la tía Momoko estaba de acuerdo, pero me callé enseguida. Es verdad: su mujer Momoko se había marchado hace años. Durante un tiempo no se habló de otra cosa en la familia. El estado de aflicción en el que se encontraba mi tío le provocaba mucha ansiedad a mi madre; más de una vez temió que enfermase de verdad.

A mí también me sabía mal por mi tío, y su situación me parecía absurda: él y Momoko siempre habían estado enamorados y de acuerdo con todo, y ella era buena y noble, no daba para nada la impresión de irresponsable.

Mientras estaba ocupada recordando toda esta historia, mi tío llegó a la conclusión sin darme tiempo a rebatirla siquiera:

—¡Pues está decidido!

Le objeté que tenía bastante ropa, pero él me respondió que en su casa de Kunitachi tenía mucho espacio, así que bastaba con que dejase todo allí y me llevase a Jinbōchō una maleta con las cosas de primera necesidad. En fin, había pensado en todo.

—Será mejor así para ti, Takako. Confía en mí.

¿Confiar en alguien a quien no he visto en casi diez años?.

—Pues entonces empiezo a prepararlo todo —dijo sin esperar mi respuesta. Luego colgó porque entró un cliente.

Me quedé embobada escuchando el tu-tu del teléfono.