José Vittadini Bruzzone

Café Bacacay

13 de mayo

—Yo no sé cómo estos tipos te siguen publicando, José. Esto es como una catarata de… Casi adolescente. Y también peligroso. Disparás para todos lados, sin dirección, caiga quien caiga. No entiendo… Aparte, ¿qué hacés escribiendo ahí?

David y Tabárez llegan siempre antes, y mi demora, que podría obedecer al descuido, responde exactamente al mismo tiempo que me tomé para decidir si iba a venir. Cada viernes a la tarde los escalones que debo remontar hasta alcanzar la calle se han ido convirtiendo en una cordillera que el invierno de la ciudad agiganta. Desde el escritorio levanto la vista hacia las aberturas pequeñas, en la altura, donde apenas alcanzo a ver los pasos. La más leve acción —ya no bañarme, apenas ponerme ropa limpia— es casi un reto que debo enfrentar. Porque también sé que, si decido dejarme en el sofá, más tarde será peor. Me despertaré en la madrugada, enredado en la frazada a cuadros y envuelto en el silencio. Pero decido dar la batalla y consigo, aunque más no sea, cambiar la camisa y alisarme algo los pelos. Podría, aprovechando la estación, cubrir el resto bajo el sobretodo, pero no. Aún, a pesar de todo, mantengo ciertas veleidades y aspiro a una mirada, suficiente para colgarme el saco, abandonar la bufanda y descartar la imagen de desamparo que me devuelve mi cuerpo cubierto hasta las rodillas.

La semana llega al fin y la ciudad, a la vez que oscurece, comienza a encender sus luces, distorsionadas y centelleantes por el agua que no cesa. Es mi hora preferida —las esquinas saturadas, los sonidos de la urgencia, el vértigo por alcanzar la meta— donde un frágil estado de nervios ataca la ciudad, que por un rato despierta de la siesta y compensa el esfuerzo de salir de mi cueva y caminar por la avenida hasta el Bacacay, cumpliendo con una de las escasas rutinas que aún mantengo.

Tengo a Tabárez en frente y, entre ambos, de cara a la calle, al Gordo —que no desentonaría con un sombrero de copa negro, camisa blanca, saco y pantalones también negros, los rulos cayendo por sus orejas— impartiendo su sermón. Tabárez, que ha girado levemente apoyándose en el cristal empañado, atiende a ambos y yo sé, porque puedo leer a través de una vida, cuál es la respuesta:

—Y… está bravo. O, más bien, el problema es que no está claro, es confuso, José. Ahora, que no entiendas por qué ese diario de mierda lo publica… Está en el manual, Gordo. Los enemigos de mis enemigos son siempre bienvenidos. Y un renegado siempre garpa, aunque también les dé palo; les da chapa de pluralistas, liberales. La vieja derecha, que no ahorra en liftings para volver a enamorar.

Gracias, Tabárez, me ahorrás superar la indolencia y aclararle lo elemental a David, que hace años le prendió fuego al Manifiesto y precisa creer que hay futuro detrás de un escritorio, con sueldo de asesor. Aspira a hacer justicia sin tocar las porciones, agrandando la torta para aliviar el hambre. Pero no, ya sé lo que me espera si insisto, la revolución ya no es un tema y solo me resta aclarar su última pregunta:

—Es que es el único laburo que tengo. No me joden y pagan puntuales. Suficiente en mi actual situación.

Igual, me molesta el enojo que esconde la soberbia de la ilusión del poder. Porque no quieren aceptar que el pastel se sigue cocinando en horno ajeno y las tajadas, si fuera necesario, se cortarán con la cuchilla que —con restos de sangre reseca—aún conservan y no dudarán en volver a usar.

—¿Y vos? —cambiando el foco, porque desprecia mi respuesta—. ¿No vas decir más nada? De los tres, si alguno sabe de justicia, sos vos. Y no me refiero a estrategias, tácticas, el cómo, cuándo… Yendo al fondo…

Tabárez es abogado, pero eso es lo de menos en esta circunstancia. Es un obsesivo, un estudioso sin límites —y, en mi camino, el mojón en que deberé reparar—, con quien nunca se puede contar, bajo la sola excepción de que el problema sea grave, y ahí sí, al extremo, nunca falla. «Te estás cruzando todas las rojas, José», me dijo hace unos meses, «y eso sabés cómo termina». Tuvo razón. Pero ahora me interesa —nada más que para elevar el tono de la discusión con David— su opinión sobre mi última columna semanal:

—Mirá, Gordo, yo también estoy hasta las bolas de ver cómo con los pibes que salieron del baile y le dieron un par de sopapos al otro, casi tan desgraciado como ellos, para arrebatarle cincuenta pesos para una birra, viene Mandía, pide rapiña agravada, y se comen cinco años y cuatro meses. Cuando llega el final, les abren el portón. Afuera no hay nadie, los espera la ruta, en medio del campo, con los mismos cincuenta mangos en el bolsillo y arreglate. Mientras, al viejo que se manda traer una niña desde Villa Carajo, lo mandan a un campito, casi un retiro, y a los pocos meses: «Disculpe, claro, usted no sabía que era menor. Adelante, buena suerte». Ahora, volviendo…

David, que me ha descartado de momento en la discusión —no atiende más que a Tabárez—, acerca la silla y descarga los ciento veinte quilos apoyando los codos en la mesa y la barba entre sus manos, con los ojos chispeantes, sin dejarlo terminar:

—Tabárez, Tabárez, siempre se te terminan viendo los hilos. ¿Otra vez me van a hacer el dos uno? De vos, José, no me sorprende nada.

Ahora vuelve a incluirme y para ello debe retirarse, balancear y volver a echarse, recostado en la silla que desborda, buscando la distancia que le permita atender ambos flancos:

—Pero vos, doctor, que te ganás la vida con la ley, a ver si te despertás. Sin ley, te quedás sin trabajo. Y vos…

O sea, yo:

—… justificando elípticamente la violencia, encadenado a la historia, ensayando que la yihad es justicia. No me jodan. Mirá, Tabárez…

Agitado ya ante la obligación de atender ambos flancos:

—… Como sos un amigo, te puedo recomendar a Inés, a ver si te ayuda con las contradicciones. Está bravo dedicar la vida a algo en lo que no creés.

Inés atiende a David todos los jueves de siete a ocho, él se acuesta un rato y habla, habla y habla, hasta que ella le hace una pregunta sin aguardar la respuesta y lo despide hasta la semana próxima. «Así funciona», dice David. No parece. Hablará de Daniela, de los hijos, de los padres, de los suegros, todos sobre los hombros del consejero destacado que día a día hace equilibrio caminando por la cuerda tensa sobre el abismo, que deja de un lado al capital y del otro al trabajo. Pero no precisa a Inés, seguro, para saber que esa es una travesía perversa donde no hay buen final y el triunfo es caer del lado de los malos, la derrota moral. Si por esas cosas —no te veo, David— resolvés bien y te tirás del lado de la honra, la victoria final ya no aparece marcada en ningún calendario. El rabino continúa con el discurso de lo posible, las razones de estado, el orden y las garantías, nada de lo que habla con Inés, y que Tabárez, supongo que, por afecto, atiende paciente, aguardando turno, quizá revisando mentalmente archivos que ya nadie —pero menos David— resiste. No está mal, viernes a viernes, y de primera mano, conocer la versión oficial y confirmar por si hace falta que, para sentarse en la mesa del poder, hay que aceptar todos los platos.

Yo hago como que escucho, pero mis hemisferios comienzan a bifurcarse y mantengo el derecho sobre David y Tabárez, pero, tras el mirador borroso, a mi izquierda, desde donde apenas alcanzo a ver la puerta del juzgado, la veo cruzar. Es ella, sí, que, pese a la cortina invernal y bajo el paraguas siempre inútil, se acerca rápida, decidida.

La vi por última vez, en esta misma mesa, ella ocupando mi silla, hace algo menos de un año. Sabe dónde encontrarme, no puede no saber que estoy aquí, que todavía la espero. Sin embargo, traspone la puerta y al delicado entorno —las luces ambarinas y bajas, las mesadas de Botticino sin brillo, los tirantes añejos, el metal oxidado y la piedra bruta, la mejor música que ningún otro boliche pueda ofrecer— opone, como una alarma sorda, el carmesí que cubre su cuerpo y compone deliberadamente con el color del cabello, más oscuro y menos lúcido que su mirada, velada por las delgadas hebras enmarcadas en negro con trazo firme.

No pasa desapercibida la esposa del ministro —habitué del lugar—, que saluda, primero una mesa y luego a la alemana detrás del mostrador.

La admiro, porque puedo verla también a través del recuerdo de la única noche, la de las fotos del chantaje que despreció, cuando pensé que era capaz de mover las piezas a mi antojo, y resultó que mi lugar era el del peón a sacrificar, con los monarcas intactos.

Continúa su recorrido y atraviesa todo el local —recorriendo la barra, que para ella es una pasarela— casi hasta llegar a nuestra mesa. Aunque cuando estoy a punto de levantarme, Tabárez y David —ignorantes por su ubicación— no pueden ver que corrige levemente su dirección, se planta frente a la mesa contigua y se dirige hacia su único ocupante:

—¿Todavía por acá? Pensé que ya te habías ido.

Su tono es alto, aunque no logro identificar si trasciende la amistad. Se saludan y la conversación que no logro escuchar —en medio de copas y pocillos que percuten sin necesidad y la trompeta chirriante y asordinada que ahora detesto— finaliza en breve, con la despedida de Susana que me consuela:

—Bueno, te esperamos.

No puedo verlo, solo su espalda, me tapa Tabárez, harto de David y la ética de la responsabilidad que justifica el apartamiento del deber. Ahora sí, con un leve giro, está a mi frente:

—Hola… Tanto tiempo… Crucé a saludar a un amigo. Lo vi de afuera y entré.

Me subestima. Yo sí la vi. Suficiente para saber que la mesa de su amigo solitario —al que ella esperará, aunque no sola y eso me alienta— es la única invisible desde afuera. Pero sigo el juego de la mentira, esta vez inocente, y hago las presentaciones también innecesarias cuando todo es tan pequeño. No hay lugar ni es momento para compartir, cuando suena su teléfono, que nos exime de excusas:

—Perdón, un minuto… Sí, estoy pronta, recién terminé. ¿Estás en la puerta? No, yo salgo. Bueno, encantada, disculpen, quizá otra vez. Nos vemos.

Ahora sí, me levanto, aunque no solo para saludarla. La acompaño, ella avanza, yo voy detrás, aunque solo hasta el límite de la incomodidad, y siempre un paso adelante —justo antes de la puerta, el auto afuera en marcha—, me despide:

—¿Cómo estás?

—Como me dejaste: idéntico a mí mismo.

Rozó el dorso de su mano en mi barba, se dio media vuelta y se subió al auto que la esperaba, en el asiento del acompañante.

En el retorno a la mesa, abandonado, hago un esfuerzo por componerme y regresar al ring, donde me aguardan David y Tabárez, que conocen de oídas —aunque por pedazos, deshilvanada— mi historia con Susana:

—Así que esta es la dama. Literalmente un fuego —dice Tabárez.

—La causa de la quemazón, perdón —agrega el Gordo.

—Tranquilo, Gordo, eso es historia.

—No se te nota. Si querés, la dejamos por acá.

Ni pienso en volver a mi guarida, no sé nada de Julieta y recién voy recobrando la lucidez que alimenta el insomnio. Quedate, David, que todavía no empecé:

—¿Qué te pasa? ¿Tenés que marcar tarjeta en algún after hour de garcas? Tranquilo, Gordo, no tenés ni que avisar por la falta, nadie se va a dar cuenta. Son tantos…

No me interesa lo que hayan hablado ambos en mi breve ausencia. Solo yo sé cómo llegué hasta acá, no puedo culpar a nadie más que a mí mismo y ya Tabárez retoma el rumbo:

—En cuanto a Inés, si tiene más de cuarenta, olvidate, no me interesa. Y, aparte, no me dejás terminar, Gordo.

—Es que el cuento de los pobres marginales, de la responsabilidad social, los frutos de la sociedad injusta. No me jodas, Tabárez, es de manual, todo tan obvio, me extraña de vos.

—Injusticias que piensan resolver repartiendo unos pesos. Saben todo de los pobres, en detalle, si compran celulares o championes de marca. A los ricos no se les puede ni mirar, no sea cosa que se ofendan.

—Y entonces vamos y dinamitamos todo. Por favor, Tabárez, a ver si te despertás: este no es el Vasquito, y del Chueco Maciel quedó solo una canción que nadie se anima a cantar. En cuanto a los pibes esos que salen a la ruta, realmente conmovedor, casi me hacés llorar, a menos que sean los mismos con los que te cagás hasta las manos cuando están en la esquina de tu casa, acá nomás, a tres cuadras. No son más que…

El tercer trago, que para mí es un alivio, a David lo encrespa, y ahora afloja la corbata y se envuelve en la bandera, esta sí, roja. No me resisto y regreso una vez más a la batalla, treinta años después, siempre desde la mesa del boliche, para completarlo:

—¡Lumpenproletariado! ¡Funcionales a la burguesía! Pegame, Tabárez, por favor pegame.

David asiente —ya sin cambiar la postura, echado hacia atrás, agarrado al vaso— y lanza una carcajada; mientras Tabárez no me hace caso, y en silencio, pone sus manos en mis hombros para impedir que me levante, evitar el papelón y moderar mi acting excesivo.

—Es que no te puedo creer, David. Hace dos minutos renegabas del pasado —le digo ahora más sosegado.

—Yo no reniego de nada. Lo que sí no voy a dejar de combatir es el pasado que vos revindicás. Fueron por los fierros, ¿y en qué terminaron? Los veo todos los días, José, son mis jefes, y ahora viven de la transa. La política ha resultado para algunos un buen negocio; para otros, al menos un laburo. ¿Y yo qué hago mientras?

Ayudame, Inés —qué hacer con esta mezcla de judío, comunista e intelectual con plata—, porque yo no me animo a responderle y él no piensa detenerse:

—Lo que se puede, José, lo que se puede. Pero hago algo. Vos no sé, buceás en un charco embarrado. No hay nada ahí, más que basura. Es más, cuidate, que no te acusen de apología a la violencia ¿Y vos qué opinás?

Tabárez mira a ambos lados de la red, fuera de la cancha, pronto para un veredicto. Ni piensa entrar. De momento, estoy a solas con el Gordo, que continúa:

—Pretendés que la injusticia la puede resolver un lobo solitario. ¿Qué tiene que ver esto con la yihad?

—¿Conocés algo más eficaz que un hombre solo, sin referencia alguna, manejando un camión en la costa de un balneario o una feria navideña, que se lleva puesto todo lo que encuentra?

—¿Y qué consiguen, José, aparte de cien muertos?

—Que se caguen, David, al menos que se caguen. No pueden… Encontraron un enemigo contra el que no tienen armas. Se van a pudrir de tirarles desde el cielo, en avioncitos que ni piloto precisan. ¿Qué es lo único que consiguen? Encender la ira, el ánimo de venganza, que no falla. Reconocelo, encontraron el camino, aunque no te guste.

—¿Y a vos?

—Yo miro, algo pienso, y escribo, nada más, David. Palabras, palabras…

—La justicia por mano propia. Esas son las palabras que no te animás a escribir, aunque no hay que pasar por ninguna universidad para leer lo que falta.

—Te quedaste en lo literal, David, una pena. Y, aparte —aunque supongo por qué—, ¿para qué ir tan lejos, cambiar de continente, siempre lo mismo? No te ofendas, pero no son el centro del mundo, David. Lo que pasa es que, entre tanto saladito de esos que les sirven a ustedes, los funcionarios, te morfaste también el cuento de la inseguridad. Se espantan ante la delincuencia y no abren la boca con estos hijos de puta que terminan sueltos. Te la hago más fácil: yo no sé bien dónde están los buenos, ni qué tan buenos son, tranqui, nosotros estamos de ese lado, pero sé perfectamente dónde están los malos. Y espero que vos, aunque distraído, no te olvides. A ver, Tabárez, ¿qué hay que hacer con los malos?

—Los malos deben morir.

Y vuelve al silencio.

Podría ser el título de mi próxima novela, pienso, mientras David continúa:

—Los superhéroes, el triunfo de la voluntad, que bien sabés que no es otra cosa que la fuga hacia delante, la carrera con final trágico. Son filosofías de muerte, José. Es peligroso y ni siquiera es original. Y vos, el dueño de la verdad, eligiendo… No, ni eso, vos solo mirás. Ojo, que no te apunten con el dedo.

—Seguís sin querer entender, Gordo. Más fácil todavía: un milico que violó, asesinó, robó niños…

—Es malo.

—Gracias.

Solo por esto es que lo sigo bancando, pero igual, ya que ha bajado la guardia decido aprovecharme:

—Y supongo, Gordo, decime si me equivoco, que, si a mí me resulta insoportable ver a estos criminales sueltos, ¿por qué no?, a algún otro, con más motivos que los míos, le debe de pasar lo mismo, y, entonces, esté dispuesto a hacer algo.

—Y, entonces, siguiendo ese razonamiento, no te ofendas, un tanto burdo, va y lo mata.

—Lo mismo que hicieron tus abuelos con los nazis sueltos. ¿O acaso hay otra escena de más goce en la historia de la cinematografía que la matanza del cine en Bastardos sin gloria? Casi un orgasmo ver hechos pulpa a todos esos hijos de puta.

Debería haber incluido estas líneas en mi artículo.

—La ficción de un desbundado, José.

—Que disfrutaste, no me mientas.

Esta vez tonifica solo el silencio, que me alienta a continuar:

—Todavía más claro: es que no están ni en cana, David. O los banqueros que se afanaron un país, también libres. Puedo seguir. Un ejemplo en contrario: la madre que mató a su hija en el hospital, porque nadie detenía su sufrimiento. Está en su casa, en paz, y todos de acuerdo, ¿no?

—Me perdí.

—Que, así como el asesino perfecto no existe, porque que no los capturen es más bien producto nada más que de la burrez o de la negligencia, sí existe el asesinato perfecto, el que ninguno de nosotros, los buenos, condenaría. ¿Matar a un violador de niños? Imaginate ahora al mismo camionero, invisible para todos, solitario, sin causalidad aparente, silencioso. Ya no mata a cien, ya no. Ahora afina la mira y dispara.

—Pero eso no es terrorismo.

—Fuiste vos el que hablaste de terrorismo. Yo hablo de justicia. No la de nuestro doctor, aunque, no sé… ¿Estás acá, Tabárez?

No hay final posible, ambos lo sabemos, pero, igual, como el ruido permanente al que nos volvemos insensibles, la discusión es la misma de siempre. Ahora sí, David, que tiene que atender a su prole, comienza a arriar el estandarte e intenta componerse, con el mostrador a su espalda, en el que se apoya para levantarse y comenzar la retirada. Se calza con pesadez la gabardina ajustada, carga el portafolio junto con las preocupaciones de las que se tomó vacaciones por un rato y se despide:

—Nos vemos el viernes.

Para Tabárez, la temporada de caza se abre recién en un par de horas.

—¿Te quedás un rato?

Le confirmo el aguante, tras lo cual se levanta para el saludo con David, pero, detrás de su silla, ya no está el amigo de Susana. No alcancé a advertir en qué momento se levantó para retirarse, no puse atención. «Te esperamos», lo despachó Susana, y eso lo había descartado.

—Te fuiste al mazo con el Gordo.

—Es que proponer que un individuo solitario tomando justicia por sus manos resuelva la injusticia es indefendible, José.

—Lo que sí mantengo es que esta situación alienta la justicia por mano propia. Y así como todo en este país tarda, pero llega, también llegará un justiciero. Yo no lo justifico, Tabárez, no estoy tan quemado, más me gusta cagar al Gordo, pero ¿por qué no? Puede pasar. Por ejemplo, imaginemos… Vamos por… ¿el quinto? Por suerte ya no tengo auto… perdón, sigo: imaginate a alguien que vive enfrente al coronel que condenaron por el asesinato de veintiocho personas. Secuestró niños, se enriqueció, lo que todos sabemos. Bueno, un día tras otro lo ve sacando a mear al perro. Otra noche lo ve salir al cumpleaños de quince de su nieta. Y resulta que, justo, ese mismo tipo fue el que boleteó a su abuela. ¿Es un disparate pensar que vaya, le pegue un balazo y listo? ¿Es lo correcto? ¿Por qué no lo haría? No lo sé, pero tampoco es del todo incorrecto. Imperfecto sí, pero…

—Porque se caga la vida.

—Ah, entonces es casi un tema instrumental. Premio y castigo, la moral de un niño. Bastaría con conseguir el anillo de Giges, hacerse invisible, y se acabaron los dilemas. El problema entonces no es el crimen, sino las consecuencias. Como, por suerte, lo del anillo no es más que una gran fantasía, nuestro justiciero termina en cana. Te oigo, que hable la voz del derecho.

—Fácil. No es más que el estado del combate en un momento, la resultante de fuerzas que se oponen. Te voy a ahorrar el discursete sobre superestructura, infraestructura, ¿te suena?

—Gracias, Tabárez, recién tiré.

—Revisá la historia. En algún tiempo fue delito todo lo que ofendía el espíritu y la moral del estado nacionalsocialista. O lo que fuera contrario a la revolución. Sería una forma. ¿Proponés entonces una especie de moral de tercer orden, donde te cagás en el castigo, en toda ley, más que en la propia? Puede ser. En cualquier caso, cuando se apartaron de ciertos conceptos, la historia resultó la del desbarranque. Hasta nuevo aviso, yo defiendo lo que tenemos.

—Perdoná que me repita, pero ¿A vos te parece? ¿Estos hijos de puta? ¿El torturador por viejito o el banquero que casi quiebra un país, el otro viejo crápula que compra niñas, tratados con la misma vara? ¿Y todos tan campantes? ¿Ese es el derecho que defendés?

—De momento… El camino de las leyes que intentan emparejar y no hacen más que consolidar la desigualdad, eso, aunque suene políticamente correcto, no es ni republicano ni democrático.

—La democracia, el republicanismo…, entelequias en las que se cagan todos cuando no les calza.

—El problema con tu discurso es que no tiene salida. ¿O pensás hacer algo, José?

—Escribir, a menos que pudiera conseguir el anillo.

El asesino invisible: un moralista posconvencional. Buen título, podés usarlo.