2

Jordan

—No creo que sea buena idea —le digo a Cole al mismo tiempo que saco mis cartones de leche del maletero de su coche—. Tengo la sensación de que me estoy aprovechando.

Mi novio hace esa mueca con los labios tan típica de él, esa con la que deja entrever los dientes del lado izquierdo.

—¿Y qué piensas hacer? —Me mira mientras se dispone a levantar mi mesa de dibujo plegable—. ¿Irte con tus padres?

Tiene los ojos hinchados, seguramente por la falta de horas de sueño. Avanzamos hacia el porche de la casa de Pike Lawson y dejamos nuestras cosas en él.

He aquí nuestra nueva casa.

Los últimos días han sido de locos y yo todavía no puedo creerme que este tío sea su padre. ¿Cómo es posible? Ojalá nos hubiéramos conocido de una forma distinta y no yendo a la comisaría a las dos de la madrugada para sacar a su hijo —mi novio— del calabozo.

—Vamos, ya te lo he dicho —continúa Cole mientras va a por más cosas al coche—. Ha sido idea de mi padre. Nos quedamos aquí, lo ayudamos con lo que necesite y ahorramos para mudarnos a otro piso más adelante. A uno mejor.

Claro. Y cuántas personas se plantean lo mismo y acaban quedándose a vivir con sus padres tres años, ¿eh? Es imposible que su padre no haya tenido en cuenta esa posibilidad.

Yo haré lo que haga falta para pirarme lo antes posible de aquí, pero Cole no sabe ahorrar. Instalarnos en otro piso, con los gastos adicionales que conlleva y la fianza (que ya perdimos en el anterior por culpa de algún que otro desperfecto en las alfombras, nada grave) es muchísimo dinero. Cuando encontremos el lugar adecuado, Cole podrá contribuir y pagar una parte del alquiler, pero el proceso de buscarlo e instalarlo todo me lo tendré que chupar yo.

Hace ya tres días de mi escapada al cine, donde conocí a Pike Lawson. Cuando sacamos a Cole de comisaría, fui a casa y me encontré el piso hecho una porquería. Se ve que me había organizado una fiesta de cumpleaños en casa para cuando volviera de trabajar, pero nuestros amigos —sus amigos, mejor dicho— no pudieron esperar a que llegara yo para empezar la celebración. A las once de la noche, todo el mundo iba pedo y se habían zampado la pizza entera. Pero, ¡eh!, me habían dejado un trozo de tarta.

Cuando vi cómo estaba todo, tuve que escabullirme al baño para no llorar allí delante.

Al parecer, alguien se peleó en la fiesta. Los vecinos se quejaron del ruido, Cole protestó y se lo llevaron a él y a uno de sus amigos para apaciguar la situación. Mel, el arrendador, dijo que estaba harto y que no quería ver más a Cole. Y fue clarísimo. Me dijo que yo podía quedarme sin problema, pero no puedo hacerme cargo de tantos gastos yo sola. Y menos aún después de haberme pulido mis ahorros en ayudar a Cole a reparar el coche el mes pasado.

La poli dejó que se fuera sin fianza. Y menos mal, porque si ya no tengo de dónde sacar cien dólares, imagínate dos mil quinientos.

—Tú eres su hijo —le recuerdo a Cole mientras cojo mi lámpara de pie, una de las pocas cosas aparatosas que no he tenido que almacenar porque, como una de las habitaciones libres de la casa de su padre ya está amueblada, casi no cabe nada—. Pero no es justo que yo también me quede sin pagar absolutamente nada.

—Bueno, y yo creo que no es justo para mí tener que sobrevivir a diario sin todo esto —bromea con una mueca fanfarrona al mismo tiempo que me acerca a él y me rodea con los brazos.

Suelto la lámpara y sonrío, siguiéndole el juego, aunque toda esta situación no acabe de parecerme del todo bien. Hace mucho tiempo que no estoy lo suficientemente relajada como para olvidarme del estrés que nos acompaña a todas partes. Hace bastante que no reímos cuando estamos juntos y la relación está empezando a convertirse en algo más bien forzado.

Sin embargo, en sus ojos veo ahora esa mirada infantil con la que parece preguntarme: «¿Verdad que me quieres?». Le hace parecer el torbellino más adorable del mundo.

Descansa su frente en la mía. Paso los dedos por su pelo rubio y observo esos ojos azules que siempre brillan ilusionados, como si acabara de acordarse de que tiene un pastel entero esperándolo en la nevera.

Su mano derecha coge la mía, levanta ambas, y yo apoyo mi palma en la suya. Ya sé qué está haciendo. Cerramos los dedos alrededor de la mano del otro y nuestros pulgares quedan pegados. Me aguanta la mirada. Nos vienen los mismos recuerdos a la mente.

Para una persona cualquiera, parecerá que estemos echando un pulso. Sin embargo, yo miro hacia abajo y me fijo en nuestros pulgares, juntos, y en una cicatriz muy muy pequeña que ambos tenemos y que compartimos con solo una persona más. Es una historia más bien graciosa: el hermano pequeño de un amigo tenía una pistola Nerf que, evidentemente, era de niños; cuando intentamos usarla, como teníamos las manos demasiado grandes para jugar con ella, nos rasgamos la piel. Los tres nos reímos al ver que nos habíamos hecho la misma cicatriz en la cabeza del metacarpiano.

Ahora solo estamos Cole y yo. Solo nosotros dos. Ya no hay tres cicatrices. Solo dos.

—Quédate conmigo, por favor —susurra—. Te necesito.

Y, casi por primera vez, parece vulnerable.

Yo también lo necesité una vez y él estuvo a mi lado. Hemos vivido muchas cosas juntos. Es mi mejor amigo.

Justamente por eso, le consiento más de lo que debería. No quiero que esté mal.

Y, justamente por eso, me dejo convencer. No me apetece nada mudarme con mi padre y mi madrastra; además, será solo hasta finales de verano. Cuando me llegue el préstamo de estudios, en otoño, ya habré ahorrado y podré permitirme alquilar un piso otra vez. «Creo.»

Cole me abraza con fuerza y permanece en silencio. Sabe que sigo enfadada con él porque lo han detenido y por cómo ha dejado el piso, pero también sabe que me importa. Empiezo a preguntarme si no será ese uno de mis errores. Lo que está claro es que es mi talón de Aquiles.

Desliza las manos hacia abajo y me agarra el culo. Se hace un hueco en mi cuello y lo besa. Me acerca aún más a él; jadeo y luego me río, me retuerzo entre sus brazos e intento escabullirme.

—¡Para! —le riño en voz baja mientras me vuelvo nerviosa y miro hacia la casa de dos pisos que tengo detrás—. Se nos ha acabado la privacidad.

—Mi padre aún está trabajando, amor —dice con una sonrisa burlona—. No volverá hasta las cinco, más o menos.

«Oh.» Anda, una buena noticia, al menos. Miro de lado a lado de la calle. Hay niños jugando y algunas casas cuyas cortinas no están corridas. No es lo mismo que en un apartamento, donde cualquiera que mire por la ventana puede ver lo que estás haciendo, pero le da absolutamente igual porque estás ahí de paso y no te quedarás el tiempo suficiente como para merecer su atención. Aquí, en un barrio de verdad, la gente lo sabe todo acerca de sus vecinos.

Tomo una bocanada de aire. Huele a barbacoa y se oye el ruido de los cortacéspedes. Es un barrio muy bonito. ¿Viviré así algún día? ¿Encontraré un buen trabajo? ¿Tendré una casa bonita? ¿Seré feliz?

Cole vuelve a apoyar su frente en la mía.

—Lo siento, en serio —confiesa con los ojos clavados en el suelo—. No paro de cagarla y no sé por qué. Estoy muy inquieto. No...

Deja la frase a medias y niega con la cabeza. Sé lo que quiere decir. Siempre lo sé.

No es un fracasado. Tiene diecinueve años. Es impulsivo y está cabreado y confundido.

Pero, a diferencia de lo que me ha ocurrido a mí, él nunca ha tenido que madurar. Siempre ha tenido quien lo cuidara.

—Ya sabes lo que tienes que hacer —respondo—. Cada uno lo hace a su manera, pero lo conseguirás.

Levanta los ojos y, solo por un segundo, su mirada denota indecisión. Tengo la impresión de que quiere decir algo, pero se limita a sonreír, divertido.

—No te merezco. —Y me da una palmada en el culo.

Pego un brinco, nos soltamos e intento que no se me note que estoy molesta. «No, la verdad es que no. Pero eres mono y das buenos masajes.»

Seguimos descargando el coche y lo metemos todo en varios viajes. Antes de venir he comprado algo de comida que dejo en la cocina. En el salón ya solo queda una caja; la cojo y la llevo a nuestra habitación, que está en el primer piso a la izquierda.

Abro la puerta e inspiro profundamente por la nariz. El olor a recién pintado me hace sonreír. Por el aspecto que tiene la casa, parece que el padre de Cole está de reformas, aunque diría que la mayor parte del trabajo ya está hecha. En el piso de abajo, el suelo es de una reluciente madera noble. Cada habitación luce unas preciosas molduras de corona. En la cocina, sobre las encimeras de granito descansan unos electrodomésticos cromados que diría que son todos nuevos, y los muebles de ebanistería negros con cristales casi me dejan sin aliento. Jamás he vivido en un sitio tan bonito. Para ser albañil, a Pike Lawson no se le da mal el diseño.

Definitivamente, es una casa bonita. Mucho, en realidad. No es una mansión; es más bien una casa de dos pisos al estilo craftsman americano, con un pequeño porche al que hay que subir para llegar a la puerta de entrada. Sin embargo, está reformada y bien conservada, y tanto en el patio trasero como en el delantero hay césped. Es preciosa.

Dejo la caja, me acerco a la ventana y miro a través las lamas de la persiana. «Un jardín de verdad.» La situación de la madre de Cole no siempre ha sido buena, y me gusta saber que mi novio tiene un barrio decente y seguro donde quedarse en caso de necesidad. Siempre se ha comportado como si alguien tuviera que cuidar de él; sin embargo, ahora que veo que tiene todo esto a su disposición, no entiendo muy bien por qué lo hacía. ¿Qué pasa entre él y Pike Lawson?

Algún día tendré algo así. Aunque mi padre, por desgracia, morirá en la caravana en la que me crie.

Cole entra en la habitación y deja un par de maletas en la cama. Luego se saca el móvil del bolsillo y se vuelve a marchar de inmediato.

—¿Crees que a tu padre le importará que utilicemos la cocina? —pregunto mientras le sigo fuera de la habitación—. He comprado un montón de cosas para hacer hamburguesas.

Se le escapa una risita.

—Cariño, dudo que un tío, incluido mi padre, le diga a una mujer que no puede utilizar la cocina para prepararle algo de comer.

«Ya, claro.» Le dedico una mirada poco amigable a su espalda cuando gira a la derecha en dirección al salón. Yo me meto en la cocina.

Antes me gustaba hacer lo que fuera por Cole. Estar allí para él, hacerlo mejor que mi madre con mi padre; tener la casa limpia (bueno, el piso), y verle sonreír porque le hacía la vida un poco más fácil o me aseguraba de que tenía todo lo que necesitaba. Sin embargo, desde hace unos meses, parece que tenga que hacerlo todo yo.

Lo que sí es verdad es que su padre nos está ayudando mucho y una de las cosas que acordamos fue cocinar algunas noches a la semana. No tengo ningún problema en cumplir mi parte del trato. Bueno, nuestra parte del trato, pero, como Cole no cocinará, le tocará ocuparse del patio, como ya le dijo su padre.

Pike Lawson. He tenido que hacer un esfuerzo para no pensar en la otra noche en el cine. Todavía me cuesta asimilar la situación en general.

Sigo pensando en la cerilla en el dónut y en su charla motivacional para animarme a que siguiera mis sueños, aunque creo que, en parte, también se lo estaba diciendo a sí mismo. Hablaba desde la experiencia y parecía un poco decepcionado. Quiero conocerlo mejor; saber, por ejemplo, cómo era como padre joven.

Pensé que era guapo, sí. ¿Qué más da? Pienso lo mismo de Chris Hemsworth. Y de Ryan Gosling, Tom Hardy, Henry Cavill, Jason Momoa, los hermanos Winchester... Tampoco es que haya fantaseado sexualmente con él, ¡por favor! No tiene por qué ser incómodo.

No puede serlo. Estoy saliendo con su hijo.

Saco el móvil de la cartera y abro la aplicación de música mientras me acerco a una de las sillas de la mesa de la cocina. Empieza a sonar Jessie’s Girl justo en el minuto en el que la he parado cuando he terminado de correr esta mañana. Echo una ojeada a la cocina y al salón para asegurarme de que hemos acabado de ordenarlo todo. No quiero molestar a su padre más de lo que ya lo estamos haciendo.

Me dirijo hacia la nevera deslizando la mano por la isla. Las demás encimeras son de granito de color marrón con toques negros, pero la de la isla está hecha de tabla de carnicero. Siento el tacto suave y cálido de la madera en la punta de los dedos; la superficie es totalmente lisa, libre de cualquier ranura o corte. Parece que Pike ha renovado la cocina entera hace poco, de modo que no debe de haber tenido muchas oportunidades de utilizar la tabla de cortar. O a lo mejor es que no es muy cocinitas.

Un aplique práctico y metalizado de color bronce cuelga sobre la isla. Hago una pirueta antes de llegar al frigorífico y me río por la nariz. Es agradable tener espacio para moverse sin irse chocando por todas partes. Lo único que le falta a esta cocina, y que me volvería completamente loca, es un panel antisalpicaduras. Eso ya sería la leche.

Abro la nevera y saco la carne picada, la mantequilla y la mozzarella. Me vuelvo, cierro la puerta con el pie y lo dejo todo en la isla. Cojo las dos cebollas que he dejado antes en la encimera y las corto en finas rodajas con un cuchillo de carnicero que he sacado antes del soporte sin dejar de mover la cabeza al son de la música, bailando y patinando de un lado a otro.

Me dejo embriagar por la música, se me erizan los pelos de los brazos y siento un chute de energía en las piernas. Quiero bailar, pero tengo que contenerme. Espero que a Pike Lawson no le importe que suene música de los ochenta de vez en cuando en su casa. El otro día en el cine no dijo que no le gustara, aunque tampoco contaba con que fuéramos a vivir con él.

Me limito a hacer playback y a seguir el ritmo con la cabeza mientras doy forma a cinco hamburguesas. A continuación, las pongo en una sartén que he calentado y embadurnado de mantequilla previamente.

Sigo meneando las caderas y, de repente, un cosquilleo me acaricia la cintura. Brinco. Me da un vuelco el corazón y se me forma un nudo en la garganta.

Me doy la vuelta y me encuentro a mi hermana.

—¡Cam! —me quejo.

—¡Te he pillado! —bromea dándome pinchazos en las costillas con una sonrisa de oreja a oreja.

Paro la música.

—¿Cómo has entrado? No he oído el timbre.

Rodea la isla, se sienta en un taburete, apoya los codos en la encimera y coge un aro de cebolla.

—Me he cruzado con Cole fuera y me ha dicho que entrara sin llamar.

Estiro el cuello, miro por la ventana y lo veo a él y a un par de amigos suyos alrededor del antiguo Volkswagen de mi abuela. Como está estropeado, el padre de Cole ha pagado para que lo remolcaran hasta aquí. No podía dejarlo en nuestro antiguo piso y, por lo que parece, Cole por fin va a cumplir su promesa y lo arreglará para que yo también tenga mi propio coche.

Al oír el chisporroteo de la carne, le doy la vuelta a las hamburguesas. Una gota de grasa me salpica el antebrazo y esbozo una mueca de dolor.

Cam ha venido a ver cómo estoy, lo sé. Es típico de ella.

Solo me saca cuatro años, pero le tocó hacer de madre cuando la nuestra no estuvo para nosotras. Vivía en un aparcamiento para caravanas hasta que acabé el instituto. Cam se marchó al cumplir los dieciséis y se las ha arreglado sin la ayuda de nadie desde entonces. Ella solita, con su hijo.

Miro el reloj. Son más de las cinco. Mi sobrino seguramente esté con la canguro y, mi hermana, de camino al curro.

—Bueno, y ¿dónde está el padre? —me pregunta.

—Supongo que aún está trabajando.

Aunque volverá pronto. Saco las hamburguesas de la sartén, las pongo en un plato y abro el paquete de panecillos.

—¿Es amable? —me pregunta dubitativa.

Esta pregunta no me ha hecho gracia, pero Cam no tiene manera de saberlo porque le doy la espalda. Mi hermana no tiene pelos en la lengua y ahora mismo está midiendo cómo dice las cosas. Seguramente esté pensando algo que no quiero escuchar, como que por qué narices no acepté el trabajo que me ofreció su jefe el otoño pasado, con el que ganaría mucho más dinero y podría seguir viviendo en mi apartamento.

—Parece majo —asiento echándole un vistazo—. No es muy charlatán, diría.

—Tú tampoco.

Le dedico un gesto burlón y la corrijo:

—Soy seria. No es lo mismo.

Suelta una risita, se sienta bien e intenta bajarse el top de tirantes blanco a través del cual se aprecia perfectamente un sujetador rojo de encaje.

—Supongo que alguien tenía que ser la seria de casa.

Se refiere a nuestra casa, cuando aún éramos niñas.

Sacude su melena castaña y la deja caer por detrás de sus hombros. Se ha puesto unos pendientes plateados largos que combinan muy bien con su maquillaje: una sombra de ojos con efecto ahumado y brillo de labios.

—¿Qué tal Killian? —pregunto al acordarme de mi sobrino.

—Muy pillo, como siempre —responde. Luego para, como si acabara de acordarse de algo—. Ah, y espera. Hoy me ha contado que, cuando le recojo de la guardería, les dice a sus amigos que soy su hermana mayor. —Se ríe—. ¡El muy canalla se avergüenza de mí! Aunque en realidad también me he quedado en plan «Vaya, ¿y la gente se lo cree?». —Vuelve a sacudir su melena con un movimiento digno de película—. Sigo estando bien, ¿no?

—Tienes veintitrés años. —Añado la mozzarella a la hamburguesa para darle el toque final, pongo otro trozo de carne y de nuevo pongo queso por encima—. Claro que estás bien.

—Genial. —Chasquea los dedos—. Tengo que aprovechar para ganar pasta ahora que puedo.

Cruzamos una mirada fugaz, pero no necesito más para darme cuenta de que no está tan animada como quiere aparentar. La sonrisa más bien forzada que muestra a modo de disculpa y la forma en la que pestañea llenan el silencio que flota ahora en el aire.

Y luego está la manera en que tira de su top para cubrirse el abdomen tanto como pueda, sobre todo en presencia de su hermana pequeña.

A Cam no le gusta su trabajo, pero le gusta el dinero.

Vuelve a centrar su atención en mí.

—Por cierto, ¿qué haces? —pregunta con un tono de voz con el que parece más bien que me esté acusando.

—Preparar la cena.

Niega con la cabeza y pone los ojos en blanco.

—O sea que ahora no solo le haces todo al tío con el que estás, sino que ¿también le haces de chacha al otro?

Pongo un par de aros de cebolla en una de las hamburguesas dobles y coloco el panecillo encima.

—No.

—¡Hombre que no!

La miro cabreada.

—Ahora vivimos aquí; en un barrio maravilloso, por cierto. Y gratis. Qué menos que cumplir con nuestra parte del trato: limpiar y preparar algunas comidas. Y punto.

Arquea exageradamente la ceja derecha y se cruza de brazos. No se lo ha tragado. Madre mía, de verdad. Con las condiciones que hemos estipulado, Cole y yo salimos ganando; más que Pike Lawson. Tenemos un sistema central de aire acondicionado, televisión por cable, wifi, un vestidor...

Me acerco a la encimera y retiro las cortinas.

—¡Que tiene piscina, Cam, por favor! —grito para quitármela de encima.

Abre los ojos como platos.

—¡No jodas!

Salta de la silla y corre hacia mí para echar un vistazo al patio trasero. La piscina es increíble. Tiene forma de reloj de arena, los azulejos que rodean el borde son de distintos colores y de estilo mediterráneo, e incluso tiene una entrada de playa decorada con un mosaico. Creo que el padre de Cole todavía no ha terminado de arreglar esta parte del patio, porque al otro lado de la piscina todavía hay arriates sin flores y algunos tubos para unas minicascadas que aún no ha puesto en marcha. También hay una mesa y varias sillas aún sin colocar, y algunos muebles de jardín que, como todavía no están montados, no sé muy bien qué son. Al lado de la manguera, descansa una mesa con su sombrilla a juego, y, a la izquierda, cubierta con una lona, una barbacoa.

Mi hermana asiente con la cabeza a modo de aprobación.

—Qué bonito. Te mereces vivir en una casa así.

—¿Y quién no? —le suelto.

Todo el mundo debería tener la misma suerte.

Sigo sintiéndome mal por quedarme en casa de Pike, pero Cole es muy importante para mí y prefiero estar con él que con mi padre.

Mi hermana se da la vuelta, apoya las manos en el borde de la encimera y me observa mientras termino de preparar las hamburguesas.

—¿Estás segura de que solo quiere que cocines y limpies de vez en cuando? —pregunta de nuevo—. Los hombres son todos iguales, tengan la edad que tengan. Ya deberías saberlo.

«Que sí. Ya puedes cerrar el pico.» Sé cuidar de mí misma. Entre los rollos que tuve en el instituto y mi trabajo en el bar, todo eso ya me ha quedado claro.

Sin embargo, se acerca a mí para deje lo que estoy haciendo y le preste atención.

—Escúchame un momento —insiste con un tono más seco—. Esta casa está muy bien, está en un barrio seguro y sí, podrás ahorrar; pero no tienes por qué quedarte aquí.

—Es mejor que estar con papá y Corinne —rumio—, y no puedo quedarme contigo. Gracias por la oferta, pero no puedo dormir en el sofá, molestando a todo el mundo, ni tampoco puedo estudiar con un niño de cuatro años que quiere jugar en su propia casa, como cualquier crío a su edad.

Voy a clases de verano los jueves y necesito espacio para trabajar.

—No me refería a eso —protesta—. Podrías haberte quedado en ese piso. Te las habrías arreglado.

Abro la boca solo para cerrarla de nuevo. Me vuelvo y meto las hamburguesas en el horno unos minutos.

No quiero volver a hablar del tema. ¿Es que no se rinde nunca?

—No, ¿vale? —suelto—. No quiero. Me gusta lo que hago y no quiero trabajar en el mismo sitio que tú.

—Claro, cómo no —me mira molesta—. Demasiado chabacano para ti, ¿verdad?

—Yo no he dicho eso.

Jamás menospreciaría a mi hermana por su trabajo. Le sirve para dar de comer a su hijo y para comprarle ropa. Se tragó su orgullo e hizo lo que tenía que hacer. La admiro, pero (y jamás se lo diré a la cara) sé que, de haber tenido otras opciones, habría preferido dedicarse a algo distinto.

Y yo todavía tengo elección.

Cam lleva trabajando como bailarina en The Hook desde que tiene dieciocho años. Empezó siendo un trabajo temporal para poder apañárselas y cuidar de su hijo después de que la dejara su novio, pero compaginarlo con los estudios y el bebé fue demasiado, y, al final, acabó dejando la universidad. Su plan era volver a estudiar cuando Killian empezara primaria, pero ya falta poco para eso y no parece que tenga intención alguna de dejar el trabajo. Al menos, no en un futuro próximo. Se ha acostumbrado a tener dinero.

Hace más o menos un año, su jefe me ofreció currar de camarera allí y, desde entonces, Cam no ha parado de insistirme. Ganaría más de lo que en realidad necesito para mantenerme, y quizá no tendría que pedir tantos préstamos para la uni. «Unos cuantos años y ya», me dijo. Sería algo provisional.

Pero yo sé que su jefe ofrece este trabajo a las chicas para ir camelándoselas hasta que aceptan bailar.

Y ni de coña hago eso. Tampoco voy a pasarme cada noche viendo cómo lo hace mi hermana.

Mi cuerpo es mío. Me pertenece y yo decido a quién se lo enseño y a quién no. Gracias, pero me quedo en el Grounders.

—Estoy bien donde estoy —añado—. Tranquila.

Suspira.

—Muy bien —dice rindiéndose, al menos por el momento—, pero que no te pille desprevenida si esto no funciona.

Y con «esto» se refiere al hecho de que Cole y yo vivamos en casa de su padre.

Paso por detrás de ella y saco la limonada de la nevera. De pronto, oigo el ruido sordo de un motor que se acerca. Miro por la ventana y veo el lateral de una pick-up negra que acaban de aparcar en la calle. Es la misma Chevrolet Cheyenne del setenta y uno en la que me monté después de la peli de la otra noche para ir recoger a Cole a la comisaría.

Me da un vuelco el corazón, pero hago como si nada y cierro la nevera de golpe.

—Ha llegado su padre —informo a Cam mientras cojo su bolso, que sigue en la encimera, y se lo lanzo—. Tienes que irte.

—¿Por?

—Porque esta no es mi casa —suelto a la vez que la empujo hacia el cuarto donde se encuentra la lavadora y, luego, hacia la puerta—. Dame al menos una semana antes de empezar a invitar a amigos e invadir su espacio.

—Soy tu hermana.

Oigo la puerta del coche cerrarse.

Sigo empujándola hacia la puerta trasera, pero Cam clava los talones en el suelo.

—Más te vale mantenerme al tanto. No voy a permitir que dejes que un pervertido madurito con barriga cervecera que está encantado de meter a una adolescente sexi como tú en casa empiece a exigirle cada vez más a su nueva inquilina.

—Cállate —contesto, aunque no puedo evitar reírme.

Se vuelve y me hace cosquillas en el estómago. Baja la voz y, con un tono fingido y grave, bromea:

—Vamos, nena. —Se retuerce a mi alrededor en un intento de abrazarme seductivamente—. Ha llegado el momento de pagar el alquiler.

—¡Cállate! —susurro, riéndome e intentando arrastrarla fuera de la cocina—. En serio, qué vergüenza. ¡Sal de aquí!

—No tengas miedo —continúa fingiendo ser un viejo verde a la vez que se humedece los labios e intenta besarme—. Las niñas cuidan de sus papitos.

Con una ágil maniobra, se empotra contra mí y trata de sacar toda la barriga cervecera que le permite su cinturita de cincuenta y cinco centímetros.

—¡Que pares! —suplico muerta de vergüenza.

Me pasa las manos por la cintura, sonriendo, mientras sigo intentando sacarla de la cocina.

Pero, de pronto, para en seco. Se pone seria y fija la vista en algo que hay detrás de mí. O alguien.

Cierro los ojos un segundo. «Genial.»

Me vuelvo y veo al padre de Cole plantado en la entrada, entre el salón y la cocina. Está quieto, mirándonos. El corazón se me sale del pecho solo con verlo.

Oigo a mi hermana coger aire y me separo de ella. Carraspeo. Creo que Pike no ha oído nada. O eso espero.

Nos mira alternativamente a la una y a la otra, pero al final fija la vista en mí. Lleva el pelo corto y algo revuelto; está un poco sudado de trabajar y el sol de las cinco de la tarde ilumina su barbilla. Tiene algunas manchas negras en los brazos y, como lleva el cinturón de las herramientas y la bolsa en la que ha guardado el almuerzo esta mañana, se le marcan los tendones de su bronceada mano.

Toma una bocanada de aire y avanza para dejar sus cosas en la isla de la cocina.

—¿Ya te has acomodado? —me pregunta pasándose las manos por el pelo.

Asiento.

—Ajá —consigo decir—. Digo, sí.

Mi corazón vuelve a hacer de las suyas; parece que esté surfeando en mi pecho y no consigo recordar qué se supone que debo hacer, así que vuelvo a asentir. Pestañeo hasta que mi hermana se coloca en mi campo visual y recuerdo lo que está pasando.

—Pike. Señor Lawson —me autocorrijo—, perdón. Le presento a mi hermana, Cam. —La señalo—. Ya se iba.

La mira y saluda:

—Buenas.

Y, entonces, para mi sorpresa, vuelve a mirarme un segundo antes de fijarse en la correspondencia que hay en la encimera y ponerse a ojearla como si nosotras no estuviéramos allí.

Pestañeo algo confundida.

Cam es como un caramelo para los tíos. Puede que sea más joven que él, pero ya es una mujer y la mayoría de los hombres se quedan embobados mirándola. A ella, a sus largas piernas y a los caros y llamativos melones que tiene debajo de ese top. La mayoría de los hombres; Pike parece la excepción.

—Sí, encantada de conocerle —responde—. Gracias por ofrecerle su casa a mi hermana.

Nos lanza una breve mirada y esboza media sonrisa antes de coger los sobres y meterlos en la cajita del correo.

Cam se va alejando de la cocina y yo la sigo hasta el cuarto de la lavadora.

Se asegura de que Pike no pueda verla y entonces se vuelve y articula un «¡Madre mía!» con una mirada traviesa en los ojos.

Aprieto la mandíbula y le indico que siga caminando con la barbilla. Ahora vendrá cada dos por tres para tontear con él.

Oigo a Pike que abre el horno detrás de mí y me doy la vuelta.

—Estaba preparando la cena —explico—. Para los tres. Espero que no le importe.

Cierra el horno y en su cara se dibuja una expresión de alivio.

—Solo faltaría —suspira—. Gracias. Me muero de hambre.

—Estará lista en quince minutos.

Se acerca a la nevera, saca una Corona y la destapa con el abridor que hay incrustado debajo de la encimera de la isla. Agarra el tapón y lo tira en la basura.

—Perfecto, así me da tiempo a ducharme —responde mirándonos—. Disculpadme.

Sale de la cocina con la cerveza y despeja la entrada en un santiamén. No me muevo. Todavía me sorprende lo alto que es. La casa es grande, pero sería imposible que Pike pasara desapercibido.

—Ya lo pillo —me susurra mi hermana al oído—. Y yo que estaba preocupada por si un vejestorio gordo y sudoroso te hacía propuestas indecentes.

—Basta —cierro los ojos, exasperada.

Oigo cómo se abre la puerta de atrás y mi hermana me vacila socarrona:

—Venga, ahora ocúpate de tus hombres.

Me doy la vuelta para cerrarle la puerta en las narices, pero pega un grito y la cierra antes de que pueda hacerlo yo.

 

 

—Ay, no me gusta la cebolla.

Cuando estas palabras salen de la boca de Pike, me quedo quieta y bajo la mirada hacia la salsa barbacoa que he echado sobre los increíbles aros de cebolla que he preparado y emplatado cuidadosamente. Son dignos de publicación de Instagram. Sin estas perfectas cebollas doradas, el plato no sería más que una foto sin éxito de Pinterest.

—Pruébela —me atrevo a decir con una sonrisa tímida en los labios—. Le gustará, en serio.

La experiencia me ha enseñado que los hombres se comen cualquier cosa que tengan delante.

Parece que se lo piensa un momento, cierra la nevera y me mira a los ojos con una expresión más relajada.

—Está bien.

Creo que se siente medio obligado a hacerlo porque he preparado yo la cena. Mientras la pruebe... Cubro la hamburguesa con otro panecillo y le paso el plato. Se lo lleva al taburete y la muerde antes de sentarse. Lo miro por encima del hombro. Deja de masticar y parpadea unas cuantas veces. Se le tensan los músculos de la mejilla. Y gime.

Me doy la vuelta y me pongo de cara a los fogones para que no pueda ver mi sonrisa.

—Oye, pues está buena —afirma—. Muy buena.

Me limito a asentir, aunque sus palabras me han alimentado un poco el ego.

—Cuando desde pequeña comes lo más barato que hay, acabas encontrando formas de hacer que los platos sean un poco más sofisticados —le digo.

Permanece unos segundos en silencio.

—Ya... —responde a media voz.

No tengo muy claro si eso significa que está escuchando atentamente lo que digo o que me está dando la razón. Suponiendo que sabe cómo me apellido, ya debe de haber intuido quién es mi padre. Aquí todo el mundo conoce a Chip Hadley. Puede hacerse una idea de cómo vivíamos.

En cambio, yo no sé mucho de la familia de Cole. No sé si han vivido siempre aquí. Pike Lawson no es rico, pero, teniendo en cuenta la casa en la que vive, está claro que de pobre no tiene nada.

—Está muy buena, de verdad —repite.

—Gracias —me vuelvo y dejo un plato en la isla, delante de los taburetes de Cole y mío, perpendiculares al suyo.

Nos quedamos callados y me pregunto si para él también es una situación extraña. La otra noche, cuando ninguno tenía ni la más mínima idea de quién era el otro, la conversación fluyó sin ningún problema, pero ahora ya no es lo mismo.

Se oye movimiento en el salón; me vuelvo y veo que Cole viene hacia la cocina. Sonrío. Lleva la camiseta pringada de grasa y tiene una mancha debajo del labio. Puede que a veces no demuestre el comportamiento más ejemplar del mundo, pero tiene un encanto más bien infantil que no he encontrado en nadie más.

Coge la hamburguesa de su plato con una sola mano y se mete algo sucio y oxidado del coche debajo del brazo. Me señala con la barbilla.

—Ey, cielo, te estamos arreglando el coche. No te importa que coma fuera, ¿verdad?

Me quedo mirándolo.

¿Lo dice en serio? Los observo a los dos.

—Pues sí —respondo con un hilo de voz, intentando decirle mucho más con la mirada.

No quiero comer a solas con Pike.

—¡Venga ya! —Cole ladea la cabeza e intenta ablandarme con una expresión juguetona—. No puedo dejar a los demás ahí fuera. Ven y siéntate con nosotros.

«Vaya, gracias.» Aprieto los labios y me doy la vuelta para sacar la jarra de limonada de la nevera. Sería de mala educación que me fuera. Su padre nos está haciendo un favor y yo debería hacer el esfuerzo de conocerlo.

Sin embargo, antes de que pueda decirle a Cole que se vaya a comer fuera y ya, su padre interviene:

—¿Por qué no te sientas aunque sean diez minutos? Hace mucho que no te veo.

Menos mal; qué alivio. Finalmente, Cole suelta una bocanada de aire y las patas de uno de los taburetes chirrían cuando lo arrastra para sentarse delante de donde ha dejado el plato.

Reviso que haya apagado el horno y cojo mi bebida. Pike se sienta y deja un espacio vacío entre ellos que acabo llenando yo antes de inclinarme y acercarme el plato.

—Bueno, ¿qué tal el trabajo? —pregunta el señor Lawson; supongo que habla con su hijo.

Este descansa la mano derecha en mi muslo y, con la izquierda, se lleva la hamburguesa a la boca. Miro a su padre y veo que sus ojos descienden hasta la mano que Cole ha dejado en mi pierna. Al levantar la vista, se le tensa la mandíbula.

—Sin más. —Cole se encoge de hombros—. Aunque ahora que no hace tanto frío es mucho más fácil.

Cole trabaja en el sector de la construcción vial desde que nos fuimos a vivir juntos, hace unos nueve meses. Desde el día en que lo conocí ha cambiado muchas veces de trabajo, pero este le está durando.

—¿Has vuelto a pensar en si irás a la universidad? —quiere saber Pike.

A Cole se le dibuja una mueca burlona en la cara.

—Me costó la vida acabar el instituto, ya lo sabes.

Me acerco la limonada a los labios y doy un sorbo. Se me ha cerrado el estómago y no me apetece comer nada ahora mismo. El padre de Cole mastica lo que tiene en la boca, deja la hamburguesa en el plato y coge la botella.

—El tiempo pasa más rápido de lo que crees —le responde con voz tan baja que casi ni se le oye—. Yo estaba a punto de enrolarme en los marines cuando supe que... —Se le apaga la voz de golpe—. Cuando tenía dieciocho años —sentencia.

Creo que sé por dónde iban los tiros. «Cuando supe que sería padre», quería decir. Pike Lawson no es tan mayor como para tener un hijo de nuestra edad, o sea que debía de ser bastante joven cuando nació Cole. Tendría unos dieciocho o diecinueve, quizá. Y eso quiere decir que ahora ronda los... ¿treinta y ocho, más o menos?

—No me resultó nada fácil aceptar que iba a desaprovechar siete años de mi vida —continúa—, pero esos siete años pasaron volando. Si quieres asegurarte un buen futuro, debes hacer una inversión y comprometerte con ello, Cole. Merece la pena.

—¿A ti te mereció la pena? —replica mientras da un mordisco a la hamburguesa.

Con la otra mano, Cole me aprieta con delicadeza la parte interior del muslo. Es un gesto sutil que me encanta a pesar de la creciente tensión que nos rodea en ese momento. Es su forma de decirme que, aunque esté enfadado, no lo está conmigo, y que le sabe mal que me sienta incómoda.

Pike bebe directamente de la botella y luego vuelve a dejarla en la mesa.

—Bueno, me ha servido para ganar el dinero con el que te saqué del calabozo la última vez —puntualiza con un tono de voz más firme—. Y la anterior también.

La mano de Cole me aprieta aún más el muslo y estoy tan acalorada que desearía tener una goma de pelo cerca. Me pasan mil preguntas por la cabeza. ¿Por qué no se llevan bien? ¿Qué pasó? Por lo poco que lo conozco, el padre de Cole parece un buen tío, pero Cole ha construido un muro entre ellos. Además, Pike pierde los nervios casi tan rápido como su hijo.

Con la hamburguesa de queso en la mano, Cole aparta el plato que tiene delante y echa la silla hacia atrás para levantarse.

—Me voy a comer fuera —dice soltándome la pierna—. Ven si quieres, cariño. Y deja los platos. Ya los fregaré luego.

Abro la boca para decir algo, pero, en lugar de eso, aprieto los dientes. Verás tú qué bien nos lo vamos a pasar.

Cole se da la vuelta y sale de la cocina. Unos segundos más tarde, se oye un portazo que viene de la entrada. El murmullo de las voces ahogadas de quienes están fuera y el ruido de las bocinas de los coches en la calle llegan hasta la cocina, donde reina un silencio prácticamente asfixiante. Con un poco de suerte, Pike Lawson se olvida de que estoy aquí.

¿Cómo demonios se supone que tengo que vivir en esta casa? Si siguen así, yo no puedo posicionarme a favor de ninguno.

Pike rompe el silencio con un tono de voz más dulce:

—Tranquila. —Y veo que vuelve la cabeza hacia mí de refilón—. Puedes ir con él, si quieres.

Ahora soy yo quien vuelve la cara, busco sus ojos y me quedo mirándolo. Aprieto los labios, sonrío y me encojo de hombros.

—Fuera hace calor —respondo.

Y yo ya me estoy asfixiando con la tensión que hay aquí.

Además, los amigos de Cole no son mis amigos. Estar fuera no hará que me sienta mejor.

—Me sabe mal —confiesa antes de volver a coger su hamburguesa—. No se repetirá a menudo. A Cole se le da bien eso de alejarse de donde esté yo.

Como no sé qué decir, asiento con la cabeza. Tengo la sensación de que, sea como sea, no me quedaré mucho tiempo. Acabo de llegar y ya siento que tengo que medir todo lo que digo o hago.

Me obligo a comer a sabiendas de que mañana la hamburguesa no sabrá igual. Llega la música desde fuera y el ruido de una máquina cortacésped lejana, y la brisa se cuela por las ventanas abiertas, haciendo ondear las cortinas de color canela y embriagándome con el olor a verde. El aire fresco me acaricia los brazos.

Verano.

Suena un teléfono y Pike coge su móvil de la encimera.

—Ey —saluda.

Al otro lado de la línea se escucha la voz de un hombre, pero no oigo qué dice.

Pike se levanta, sujeta el teléfono con una mano y, con la otra, lleva al plato al fregadero. Aprovecho su distracción para echarle alguna que otra ojeada. Me acuerdo de las bromitas de Cam imitándolo y me ruborizo, pero no porque me guste.

Pike es más bien misterioso.

Más allá de las fotos de cuando Cole era un bebé o un niño pequeño que decoran el salón, en esta casa no hay muchas cosas de la vida personal de Pike. Lo único que sé es que está soltero. No tiene ningún libro que pueda indicarme qué le gusta y tampoco he visto ningún recuerdo de viajes. Nada de animales o de arte; no hay ninguna baratija suelta por ahí. Ni una revista ni nada de parafernalia que pueda sugerir cuáles son sus aficiones, si el deporte, los videojuegos o la música. Es una casa preciosa, pero es como si fuera de esas de revista: muy bonita, pero sin habitantes.

—No. Me hace falta una excavadora más y otros cien sacos de cemento como mínimo —le dice al tío del teléfono mientras sujeta el aparato con el hombro, se remanga y abre el grifo.

Sonrío. Lava los platos. ¡Sin que se lo haya pedido nadie! Suspiro y me levanto. A fin de cuentas, suele vivir solo. ¿Quién le lavaría los platos si no?

El hombre del teléfono le dice algo y Pike se ríe entre dientes, sacudiendo la cabeza. Yo tiro las sobras de mi plato a la basura.

—Dile a ese idiota que no me trago eso de que está enfermo y que, si no se sube la bragueta y se presenta antes de mañana por la mañana, iré a buscarlo personalmente —añade—. Quiero terminar cuanto antes.

Me acerco a él y dejo mis platos en la encimera procurando no hacer ruido antes de volver a guardar la limonada y las salsas en la nevera.

—Vale, vale... —le oigo decir en tanto que aclara los platos antes de meterlos en el lavavajillas—. Venga, nos vemos por la mañana.

Cuelga y deja el teléfono. Vuelvo a lanzarle una mirada rápida.

—¿Trabajo? —pregunto.

Asiente a la vez que enjuaga un vaso.

—Para variar. Estamos construyendo un edificio de oficinas en la veintidós, justo antes de llegar al parque. —Me mira—. Por mucho que lo organices todo y elabores un presupuesto, siempre acaban saliendo imprevistos que ralentizan las obras.

La autopista 22. Es la misma que cojo para ir a clase. Seguro que he pasado por su trabajo un millón de veces.

—Las cosas nunca salen como esperamos —musito—. Nunca. Ya me he dado cuenta de eso.

Ríe y las comisuras de los labios se le encorvan hacia arriba cuando me mira.

—Así es.

De repente, flaqueo y tengo un déjà vu. Por un segundo, vuelvo a ver al tipo del cine.

Pestañeo y hago ademán de apartar la vista. Sus ojos de color avellana son más verdes bajo la luz que cuelga del techo; el pelo ya se le ha secado, y de golpe parece más el hermano mayor de Cole que su padre. Aparto la mirada de su sonrisa y, al hacerlo, veo cómo se le marcan los músculos de los brazos mientras sigue lavando los platos.

Pillo el móvil que he dejado en la encimera y me doy la vuelta para irme, pero entonces me acuerdo de algo.

—¿Podría darme su número? —le pregunto volviéndome de nuevo—. Por si alguna vez pasara algo en casa o pierdo las llaves o algo así.

Me mira por encima del hombro, con las manos bajo el chorro de agua.

—Ah, sí. —Cierra el grifo, coge un trapo y se seca—. Buena idea. Dame.

Coge su teléfono, lo desbloquea y me lo pasa.

—Apúntame el tuyo también.

Le doy mi móvil, cojo el suyo y tecleo mi nombre y mi número. Menos mal que me he acordado. En una casa puede pasar de todo. Se puede inundar el sótano, pueden entregar paquetes que no sean míos, puede que Cole y yo tengamos una de esas noches en las que ni siquiera nos da tiempo a terminarnos la cena y tenga que avisarle... Ahora vivimos en casa ajena y las decisiones no las tomo solo yo.

Le devuelvo el móvil y me da el mío. Mi teléfono empieza a reproducir música. Pike dirige la mirada un segundo hacia mi pantalla y luego la aparta rápidamente, antes de desviarla otra vez hacia allí. La app debía de estar abierta y le habrá dado a algo sin querer.

«Mierda.»

Empieza a sonar Father Figure, de George Michael, y Pike levanta las cejas cuando llega el sugerente estribillo de la canción.

Se me seca la boca y voy interiorizando la letra.

Toco de nuevo el móvil y lo apago.

Pike ríe por la nariz.

«Maravilloso.»

Luego se yergue y se aclara la voz.

—Conque música de los ochenta, ¿eh?

Me paso los dedos por el pelo y me guardo el móvil en el bolsillo trasero del pantalón.

—Sí. Lo dije en serio.

Cuando vuelvo a levantar la vista, observo que me mira fijamente, sonriendo.

Aparta los ojos de mí y se agacha para recoger una de las revistas de hogar y jardinería que se me ha caído de la cartera, que he dejado en la mesa de la cocina, sin que me diera cuenta.

—Y tutéame —dice mientras me la devuelve—. No me llames señor Lawson.

Está tan cerca que me da un vuelco el estómago. Soy incapaz de mirarlo a la cara.

Cojo la revista y asiento. Sigo sin poder mirarlo a los ojos.

Continúa con su tarea y yo me doy la vuelta para marcharme, pero me detengo y vuelvo a mirarlo.

—No tienes por qué hacerlo. Lo sabes, ¿no? —comento refiriéndome al hecho de que friegue los platos—. Cole ha dicho que se encargaría él.

Se ríe y, al hacerlo, se le agita el cuerpo entero. Se inclina para meter unos cubiertos en el lavavajillas y me mira.

—Yo también tuve diecinueve años una vez —responde—. «Luego» significa en el algún momento del día y ese momento no llega nunca.

Resoplo, pero se me relajan un poco los hombros. «Pues tienes razón.»

Ya he perdido la cuenta de las veces que me he despertado y he encontrado los platos de la noche anterior en el fregadero, aún sin lavar. Evidentemente, mi relación con Cole no irá mejor porque su padre se ocupe de las cosas que debería hacer su hijo, pero intento ignorarlo y pensar que no es mi problema.

Con tal de no tener que ocuparme yo...

—Gracias —contesto sacando una botella de agua de la nevera para llevármela.

De repente me asalta otra duda.

—¿Tiene más hijos?

Supongo que no está de más saber si habrá más gente que entre y salga de casa. Sin embargo, al mirarlo veo que se le ha tensado la mandíbula y que tiene el ceño fruncido. Ahora está mucho más serio.

—Si Cole tuviera hermanos, creo que a estas alturas ya te lo habría dicho, ¿no?

Me tenso involuntariamente. Su tono suena a reprimenda. Es verdad; Cole me lo hubiera dicho. Nos conocemos hace tiempo.

—Claro —respondo con rapidez y sacudo la cabeza, como si la tuviera nublada y por eso le hubiera preguntado algo tan estúpido.

—Además, nunca he estado casado —añade y la nuez se le desliza por el cuello—. Tener varios hijos con distintas mujeres... No tenía intención de seguir cometiendo errores.

Me quedo pasmada, observándolo y sintiéndome un poco mal. La llegada de Cole no estaba planeada, es el resultado de un embarazo no deseado, al menos a priori, al que tuvieron que enfrentarse dos adolescentes. Quizá estoy empezando a resolver el misterio de su fría relación.

Sin embargo, valoro su pragmatismo. El joven Pike Lawson se dio cuenta enseguida de que seguir teniendo bebés con cualquiera no estaba hecho para él. Y eso era algo que yo no quería experimentar. Nunca.

Parece que se da cuenta de lo que ha dicho y de cómo debe de haber sonado porque deja lo que está haciendo y me mira entrecerrando los ojos en señal de disculpa.

—No quería que sonara... así. Yo...

—Te he entendido —le corto—. No pasa nada. —Con las manos en la espalda, me cojo el pulgar y me alejo—. Me voy a estudiar. Estoy asistiendo a algunas clases de verano y... Buenas noches —añado.

Pike se da la vuelta, pone detergente en el lavavajillas y lo enciende.

—Gracias por dejar que nos quedemos aquí —digo finalmente.

Me mira y contesta:

—Gracias a ti por la cena.

Antes de irme, me acerco a la mesa, donde he dejado una vela aromática encendida. Debería haberle preguntado primero. Quizá no le guste tener velas perfumadas en casa.

Me inclino, cierro los ojos, inhalo y pido el mismo deseo de siempre: «Que mañana sea mejor que hoy». Soplo y, casi al instante, un hilo de humo abandona la mecha y flota por el aire, impregnándolo con su olor.

Siempre deseo lo mismo. Con cada vela que soplo. Siempre. Quiero una vida de la cual no quiera desconectar. Ese es mi objetivo.

A excepción de la cerilla que soplé en el cine. Esa noche pedí algo distinto.

Al abrir los ojos, veo que Pike me está mirando. Se endereza rápidamente y me da la espalda.

Salgo de la cocina y me dirijo hacia la escalera del salón. Sin embargo, antes de subir, dejo mi revista en la mesa auxiliar que hay al lado del sofá.

Ahora sí que vive alguien aquí.