Uno de los relatos más extraordinarios de Borges es el titulado «Pierre Menard, autor del Quijote», perteneciente al volumen Ficciones.

Como todo lo que, de puro abstracto y misterioso, parece absolutamente fantástico, este relato parte de un hecho real, de un acontecimiento concreto que, directa o indirectamente, marcó al llamado mundo occidental. Este acontecimiento es la publicación en 1905 de la Vida de Don Quijote y Sancho de Miguel de Unamuno. Desde aquel momento no fue posible seguir leyendo Don Quijote como Cervantes lo escribió: la interpretación unamuniana, que parecía un cristal transparente sobre la obra de Cervantes, era en realidad un espejo: un espejo de Unamuno, del tiempo de Unamuno, del sentimiento de Unamuno, de la visión del mundo y de la realidad española que tenía Unamuno. Desde entonces se leyó el Don Quijote de Unamuno creyendo que se leía el de Cervantes, y leyendo en efecto el de Cervantes. Medio siglo después, Borges escribe sobre Pierre Menard (¡mucha casualidad sería, y puramente borgiana, que Borges no hubiera tenido presente a Unamuno!), un escritor francés que, además de una obra literaria escasa y «visible», deja otra inacabada pero heroica, incomparable, e «invisible»: no otro Don Quijote, sino el Don Quijote; el Don Quijote de Cervantes, idéntico y a la vez completamente diferente.

Es una revelación cotejar el Don Quijote de Menard con el de Cervantes. Este, por ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, noveno capítulo): «... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir». Redactada en el siglo XVII, redactada por el «ingenio lego» Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe: «... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir». La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales —ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir— son descaradamente pragmáticas.

Recordé este relato, este apólogo, nada más terminar de ordenar un poco las crónicas y documentos del caso Moro. Cuadraba con la poderosa impresión de que el caso Moro estaba ya escrito, de que ya era una obra literaria acabada, de que ya vivía en una intocable perfección; intocable al menos en el sentido de Pierre Menard: completamente distinto sin haber cambiado nada. Si escribo, parodiando a Borges:

El 16 de marzo de 1978, minutos antes de las nueve, el diputado Aldo Moro, presidente de Democracia Cristiana, sale del número 79 de Via Forte Trionfale. Lo esperan el Fiat 130 azul oscuro oficial y el Alfa Romeo Alfetta blanco de la escolta. El presidente debe ir primero al Centro de Estudios de Democracia Cristiana, y después, a las diez, al Congreso, donde Andreotti presentará el nuevo gobierno y expondrá su programa. De este nuevo gobierno, el primer ejecutivo democristiano apoyado por los comunistas, Moro ha sido un artífice avisado y paciente. Existe, sin embargo, cierta inquietud tanto en el Partido Comunista, que no ve con buenos ojos la presencia en el nuevo gobierno de viejos y pocos estimados miembros de Democracia Cristiana, como entre los democristianos, que temen ver realizado el llamado «compromiso histórico».1

Esto, escrito y leído inmediatamente después del secuestro, no es más que una crónica de lo que Moro hacía e iba a hacer aquel día. En cambio, esto, escrito hoy:

El 16 de marzo de 1978, minutos antes de las nueve, el diputado Aldo Moro, presidente de Democracia Cristiana, sale del número 79 de Via Forte Trionfale. Lo esperan el Fiat 130 azul oscuro oficial y el Alfa Romeo Alfetta blanco de la escolta. El presidente debe ir primero al Centro de Estudios de Democracia Cristiana, y después, a las diez, al Congreso, donde Andreotti presentará el nuevo gobierno y expondrá su programa. De este nuevo gobierno, el primer ejecutivo democristiano apoyado por los comunistas, Moro ha sido un artífice avisado y paciente. Existe, sin embargo, cierta inquietud tanto en el Partido Comunista, que no ve con buenos ojos la presencia en el nuevo gobierno de viejos y pocos estimados miembros de Democracia Cristiana, como entre los democristianos, que temen ver realizado el llamado «compromiso histórico».

Esto, las mismas palabras y en el mismo orden, escrito hoy, tendrá para mí y para el lector un sentido muy distinto. Es como si el centro de gravedad se hubiera desplazado: desde la persona de Moro, que salía de su casa sin saber que iban a secuestrarlo, hasta el Congreso, donde su ausencia produjo lo que su presencia difícilmente habría producido: la paz y armonía necesarias para que el cuarto gobierno presidido por Andreotti se aprobara sin oposición alguna. El drama de que la ausencia de Moro del Parlamento, de la vida política, fuera más provechosa, en un determinado sentido, que su presencia, ha sustituido, visto retrospectivamente, al drama del secuestro. Y ese, señores, es el drama, como diría Pirandello.

Pero la comparación con el relato de Borges es más profunda, menos paródica. ¿Por qué se tiene la impresión de que el caso Moro está ya escrito, de que vive en una esfera de intocable perfección literaria, de que no podemos sino reescribirlo literalmente, cambiándolo así todo sin cambiar nada? Muchas son las razones, y no todas descifrables. Digamos, para empezar, que el caso Moro se desarrolló irrealmente en un realísimo contexto histórico. Así como el Don Quijote nació de los libros de caballería andante, así el caso Moro parece engendrado por cierta literatura. Ya he mencionado a Pasolini. Puedo también recordar, sin enorgullecerme pero tampoco sin renegar de ellos, dos relatos míos, por lo menos: El contexto y Todo modo.2En su Historia de Democracia Cristiana, publicada meses antes del secuestro, escribe Giorgio Galli:

Probablemente parte de este grupo dirigente democristiano, que hasta los años cincuenta provenía de los ambientes típicos de la cultura y la educación católicas, incluye, a partir de los años sesenta, a un número creciente de personas de distinta formación, quizá ni siquiera creyentes (aunque sí practicantes). Pero, en cualquier caso, la ideología oficial que une al bloque de poder en el que Democracia Cristiana está convirtiéndose es una interiorización de los conceptos y valores del sistema «eusebiano». En el momento culminante del proceso degenerativo de esta especie de filosofía de la acción conservadora, Leonardo Sciascia y Elio Petri sintetizaron en su película Todo modo la parábola de personajes de los que pueden ser ejemplo los ponentes sobre asuntos sociales ya en aquel congreso de Nápoles de 1952.

Una síntesis, un balance; pero las síntesis, en medio del vacío de reflexión, de crítica y aun de sentido común en el que la vida política italiana se ha desarrollado, no podían sino parecer prefiguraciones, profecías, incluso instigaciones. Cuando la verdad, abandonada a la literatura, se hizo patente en la vida cotidiana con toda su trágica crudeza y ya fue imposible ignorarla o disimularla, pareció engendrada por la literatura. Los políticos del poder o próximos al poder culparon de ello a los hombres de letras (prefiramos «hombres de letras», que viene de Voltaire y de su época, a «intelectuales», término demasiado genérico e impreciso), no sin cierta buena fe e inocencia, porque pensaron que los mismos hombres de letras acabarían figurándose engendradores de aquella realidad.

Pero sigamos comparando el caso Moro con el apólogo de Borges. La impresión de que es, por así decirlo, un caso literario se debe sobre todo a esa fuga o abstracción de la realidad, a ese paso de los hechos —en el momento de ocurrir y aún más al contemplarlos luego en conjunto— a una dimensión imaginativa o fantástica de impecable coherencia lógica, de la que resulta una constante ambigüedad: tanta perfección no puede darse más que en la imaginación, en la fantasía, no en la realidad. Por decirlo con una boutade: uno puede escapar de la policía italiana —tal como está entrenada, organizada y dirigida—, pero no del cálculo de probabilidades. Y a juzgar por las estadísticas que dio a conocer el Ministerio del Interior de las acciones policiales llevadas a cabo desde el momento del secuestro hasta el descubrimiento del cadáver, a eso precisamente escaparon las Brigadas Rojas, al cálculo de probabilidades. Lo cual es verosímil, pero no puede ser real y verdadero (Tommaseo, Diccionario de sinónimos: «Para mayor énfasis, las dos voces se emplean unidas, diciéndose: un hecho real y verdadero ... Lo real parece así que refuerza lo verdadero, y no solo por ser un pleonasmo: un hecho real y verdadero no solamente ha ocurrido realmente, sino tal y como se cuenta, como pareció, como se creyó...»).