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VIVIR INFLAMADA, LA HISTORIA DE MI VIDA

Son las seis y media de la mañana, suena el despertador, mi cabeza se siente pesada, mis ojos apenas quieren abrirse… Cinco minutos más. Buf, ¡qué sensación! Diez minutos más y ya me toca levantarme de la cama. ¡Qué pocas ganas!

Voy al baño a asearme, me miro al espejo, siento mis párpados cargados y me veo la cara «gorda» e hinchada… No entiendo por qué hay días en que me despierto así. Con sensación de resaca, con poca claridad mental y con la impresión de estar cansada, pesada, hinchada y con poca energía. En cambio, hay días en que me encuentro mejor, pero tengo la sensación de que cada vez son menos.

Me dirijo a la cocina; no puedo vivir sin café, lo necesito para arrancar. De hecho, apenas tengo hambre, casi no siento hambre de verdad últimamente. Me siento pesada y cansada, pero al final como porque «hay que desayunar», y con cierta esperanza de que la comida me dé algo de energía.

Ya no sé qué hacer ni qué comer. Y sí, soy dietista de profesión y reconozco que no sé qué le pasa a mi cuerpo ni qué hacer con él. En los últimos tres meses he ganado cerca de veinte kilos. He probado al menos cincuenta dietas, he calculado y recalculado mi requerimiento de calorías y nutrientes, y estoy segura de que estoy comiendo la cantidad de proteínas, carbohidratos y grasas «teóricamente adecuada». Además, como frutas, verduras y todo eso que indican que es bueno. Hago ejercicio al menos tres veces por semana, voy al gimnasio, hago un poco de spinning y algo de pesas, aunque no demasiadas porque necesito perder peso.

Cada vez me encuentro peor, física y mentalmente; desmoralizada por no saber por qué a mí no me funciona lo que aprendí a hacer y lo que enseño. Pero más allá de eso, siento que algo no anda bien en mi cuerpo, me lo dice mi intuición.

Así pasé un par de años de mi vida, con una sensación en mi cuerpo de que algo no andaba bien. No todos los días eran así de malos, pero sí la mayoría. Con algún otro síntoma que fluctuaba día tras día, con alergias frecuentes, con dolores de cabeza durante la regla, con algunos granitos en la cara o en la espalda, y con una sensación de aletargamiento incipiente que algunos días me impedía hasta pensar. Y no, no tenía cincuenta años en ese momento. Tenía apenas veintidós años.

Lo que no variaba mucho era mi abdomen. Casi siempre se veía abultado en su parte baja, y peor aún si estaba en mis días de regla o si tenía algún día de «excesos». Pero me estaba acostumbrando a vivir así, a pensar que eso era en parte «normal». La loratadina y el inhalador fueron mis mejores amigos en la infancia, y el paracetamol no fallaba algunos días.

Fue entre los veintidós y los veintitrés años cuando la crisis de inflamación detonó en mi organismo: justo antes de terminar la carrera, después de una ruptura amorosa, tras años de estreñimiento, cargando con una relación compleja con la comida tras sufrir anorexia restrictiva a los quince años y en una relación un poco tormentosa con mi mente llena de autoexigencias, miedos y mucho estrés. A raíz de esto último, desarrollé también amenorrea (es decir, que dejé de tener la regla) y estuve en tratamiento con anticonceptivos. Además, estaba empezando mi vida laboral en una empresa muy exigente, con mucho personal a mi cargo. En fin, uno de esos momentos complejos de la vida.

Pero recuerdo la gota que colmó el vaso. Los cambios en el sueño y en mi salud mental. Fue la única vez en mi vida en que he experimentado lo que es una depresión. Los fines de semana dormía hasta mediodía, cuando siempre he sido muy madrugadora. No tenía ganas de hacer nada. Podía estar horas en la cama. Convivía con alergias, con malas digestiones, con hinchazón abdominal, con malestar general… Visité médicos, alergólogos, inmunólogos, gastroenterólogos, naturópatas y para de contar… De hecho, lo último fue ir al psiquiatra y salir con un tratamiento con fluoxetina (o la pastillita de la felicidad), un inhibidor de la recaptación de serotonina que promete hacerte sentir mejor.

Pero yo quería saber más…

Recuerdo que uno de esos días, de los pocos en los que tenía claridad, me vino a la mente la posibilidad de padecer problemas de tiroides. Lo había estudiado en la carrera y lo conocía un poco, además de que buscando en internet te autodiagnosticas en un segundo (sí, yo también he caído en eso).

Poca motivación, uñas frágiles, estreñimiento, pulso bajo, tendencia depresiva, bajo estado de ánimo y cansancio extremo… tenía todos los síntomas del hipotiroidismo, el déficit de hormonas tiroideas. Entonces decidí hacerme un examen completo. En ese momento —te estoy hablando de hace unos doce años; ahora tengo treinta y cuatro— el hipotiroidismo era mucho menos conocido y aparentemente menos «frecuente» que en la actualidad, pero ya se sabían cosas sobre él.

El resultado revelaba unos valores de TSH (la hormona que estimula la tiroides) de 4,14; esta cifra todavía estaba dentro del rango de normalidad (hasta 4,5) y, según varios médicos que visité, no podía explicar mis síntomas. «Tú no tienes nada, tus valores están bien.» Pero yo me sentía cada vez peor. Cabe destacar que tanto mi abuela como una tía materna, y también mi madre, habían tenido problemas con la tiroides, con lo cual la idea no se me iba de la cabeza. Visité unos cinco especialistas, incluidos endocrinólogos y ginecólogos. Recuerdo que, además, durante la visita al ginecólogo, me enteré de que había desarrollado quistes en los ovarios, u ovario poliquístico… Uf, ¿se puede pedir algo más?

Yo aún sabía poco de estos temas. Lo único que perseguía, al igual que muchos de los pacientes que veo ahora, era saber ¡qué diablos me pasaba! Lo que yo necesitaba desesperadamente era una etiqueta, un diagnóstico que resumiera mis síntomas.

Al final di con un endocrinólogo que finalmente me dijo: «Niña, de verdad que estos valores son aún normales, pero con tus síntomas seguro que tienes hipotiroidismo». ¡Al fin vi la luz! Alguien que se atrevía a decirme algo. Recuerdo el tratamiento: «Comenzarás con cien microgramos de levotiroxina, una dosis alta para que empieces a encontrarte mejor, y luego vas a bajar a setenta y cinco en un par de semanas. En dos meses me cuentas».

Llevaba un mes sintiéndome mejor, pero algo de lo que estaba haciendo no me encantaba. Mi vena curiosa me decía que había otra forma de entender y atender lo que me pasaba. Un día, estando por el centro de Caracas, me recomendaron que fuera a una farmacia homeopática que había por la zona. Parecía que el señor que dispensaba las bolitas y los remedios homeopáticos era muy bueno, así que le pedí que me mandara algunas cosas. Aparte de darme unos cuantos botes me recomendó que fuera a una ginecóloga especialista en terapias alternativas y que, al parecer, era muy buena en estos casos. Yo estaba desesperada por hacer cualquier cosa, y fui a visitarla.

La ginecóloga, experta en medicina biológica y alternativa, me hizo miles de terapias (pediluvio, sueros de minerales, terapias de desintoxicación celular, suplementación y otros) y, por supuesto, me brindó un apoyo empático, cercano, me dio confianza y yo la deposité en ella con todas mis fuerzas. No solo había conseguido que alguien me atendiera, sino que me entendiera. Tres meses después, mi cuerpo era otro. Había perdido casi todo el peso que había ganado en los últimos meses, mi energía era rebosante, tenía ganas de hacer cosas, no necesité más fluoxetina y, sí, también me eché otro novio (pero ¡eso ya da para otro libro!).

Seguí yendo a mis controles durante casi un año y medio, y continué con mis tratamientos. De hecho, al año, ¡mis quistes en los ovarios habían desaparecido! Estaba realmente en un buen momento de mi vida. Mi relación con mi médica había sido tan profunda y bonita que al final me ofreció trabajar con ella. Abandoné mi absorbente trabajo de horas y horas en la empresa donde estaba y decidí empezar a hacer lo que siempre había soñado: ayudar a otras personas a mejorar su salud a través de la nutrición. Consciente o inconscientemente, había abandonado la idea de trabajar en lo que quería mientras estaba enferma porque no me sentía con la moral de hacerlo, y ahora finalmente estaba alineada con mi propósito de vida.

Y así transcurrieron casi un par de años. Terminé trabajando y aprendiendo junto a Yolanda, la médica que tanto me había ayudado, en una consulta integrativa que abordaba infertilidad, problemas hormonales, embarazos y enfermedades inflamatorias. Además, conseguí trabajar también en la Clínica Ávila, en la Unidad de Endocrinología y Fertilidad, atendiendo a pacientes en esta misma línea. Bastó ese poco tiempo para sacar mis propias conclusiones: el cambio de hábitos y la alimentación eran claves para que las pacientes con abortos de repetición y problemas de fertilidad lograran ser madres. Más allá de eso, empecé a darme cuenta de que muchos de los problemas hormonales, metabólicos y de salud tenían que ver con el sistema inmunológico. Que una hematología y la activación de ciertas células como los linfocitos nos daban pistas y se relacionaban con la presencia de problemas de salud y que, además, la mayoría de los pacientes que acudían presentaban también trastornos digestivos que, al solucionarse, mejoraban su salud general. En ese entonces se hablaba muy poco de inmunología e inflamación, y menos aún se pensaba que el sistema inmunológico podía tener algo que ver con la alimentación. Tampoco se hablaba demasiado, aunque ya empezaba a despuntar, de la microbiota, conocida por un tiempo como «flora intestinal»: ese conjunto de microorganismos (virus, bacterias, parásitos, hongos y levaduras) que conviven con nosotros y que habitan en muchas áreas de nuestro cuerpo, pero sobre todo en el tracto digestivo y, en concreto, en el intestino.

Este libro no trata sobre la microbiota, pero sí sobre la inflamación. Sin embargo, veremos que en estas páginas te hablaré mucho sobre la microbiota, y es que cerca del 70 % del sistema inmunológico se encuentra en la microbiota y es controlado por esta.

Bueno, la verdad es que me apasiona el tema de la microbiota y al final me he extendido un poco más hablándote de ella. Pero volviendo a mi historia, el hecho es que ya en ese momento, hace unos seis años, empecé a observar que había una estrecha relación entre los problemas digestivos y hormonales y las manifestaciones inmunológicas en los pacientes (enfermedades autoinmunes e inflamatorias), y que también la fertilidad tenía mucho que ver con nuestro sistema inmunológico.

Así se fue despertando en mí una gran curiosidad por el tema, por aprender más sobre inmunología. Pero me encontraba con un obstáculo: no había ninguna formación de nutrición e inmunología a la vez; de hecho, era algo extraño para un nutricionista. También, ya con veintiséis años, quería abrirme rumbo fuera de Venezuela, mi país, debido a la fuerte crisis económica, social y política que existía y aún existe. Fue así como después de una tarde de búsqueda di con un máster en España, concretamente en Granada, que me llamaba muchísimo la atención.

Era un máster de investigación con una temática compleja y nueva (al menos para mí), en el que debía profundizar mucho en genética, microbiología y mecanismos moleculares, que no tenía yo muy estudiados; aunque ya hacía unos cuatro años que me había graduado en mi carrera, lo nuevo siempre me ha resultado atractivo. De hecho, al inscribirme y venirme a España, me di cuenta de que era la primera nutricionista–dietista que lo había cursado en la historia. Aprendí de genética, aprendí a investigar, aprendí sobre moléculas y células, y, sobre todo, aprendí a conocer a fondo el funcionamiento del sistema inmunológico para así poder integrarlo con mi pasión: la nutrición.

Pero más allá de los tópicos y las asignaturas del máster, lo mejor fue el trabajo de investigación que logré desarrollar junto a un gran equipo de médicos e investigadores que, como yo, creían en la posible relación de la dieta con el sistema inmunológico. Abrimos así una línea de investigación preciosa sobre la alimentación y el estilo de vida y su relación con las enfermedades autoinmunes, en concreto el lupus, una de las enfermedades autoinmunes sistémicas más complejas y desconocidas hasta la fecha. Unos años después, esto dio lugar a mi tesis de doctorado, en la cual comprobamos que una alimentación mediterránea y antiinflamatoria se relaciona con un mejor pronóstico, una menor progresión y menos daño, y con una mejoría en los marcadores de inflamación en una enfermedad tan compleja como el lupus. Finalmente, había logrado plasmar y demostrar científicamente lo que desde hace años veo y sigo viendo: nuestra alimentación y nuestro estilo de vida pueden cambiar el rumbo de enfermedades crónicas e inflamatorias, y todo tiene que ver con su impacto en nuestro sistema inmunológico, el encargado de generar esa famosa «inflamación».

Hasta ahora, seguro que te habrás hecho muchas preguntas: ¿Qué tiene que ver la inflamación con el sistema inmunológico? ¿Qué tiene que ver el sistema inmunológico con las hormonas? ¿Y la microbiota qué pinta en todo esto? Resulta que todo está relacionado en nuestro cuerpo. La inflamación crónica de bajo grado es, en gran parte, el origen de muchas de las enfermedades y males de la vida moderna. Es el caldo de cultivo y una enemiga muchas veces silenciosa —yo diría que más bien es ignorada por el sistema de salud actual— que poco a poco va causando estragos hasta transformarse en enfermedades «crónicas», esa palabra a la que todos tememos.

Empecemos entonces el mágico viaje hacia el entendimiento de la inflamación, el sistema inmunológico y la microbiota, pero, sobre todo, aprendamos a reconciliarnos con ella, a entender que la inflamación de mala no tiene nada, pero que hay que mantenerla bajo control.

Para empezar a explicarte cómo empieza y cómo se manifiesta el proceso inflamatorio, me remontaré a mi infancia y así podrás ir entendiendo de dónde viene todo.

Bueno, suena como que tengo un montón de años, pero no: hoy día, en el año 2022 y mientras escribo este libro, tengo treinta y cuatro años. Nací a finales de los ochenta, una época en la que, por suerte, aún jugábamos con la tierra y donde la distracción más atractiva cuando iba en el coche con mis padres era ver los colores del resto de los vehículos o preguntar cincuenta veces durante el viaje cuánto tiempo quedaba para llegar. Aún no existían las tabletas, ni ningún dispositivo para distraerme en el camino. A decir verdad, agradezco mucho haber crecido en esos tiempos y que mis padres siempre hayan sido muy conservadores.

Además de recordar esto, no puedo dejar de pensar en mi alergia y mi asma, porque fueron dos acompañantes fieles durante al menos los diez primeros años de mi vida. Alergia al marisco, al polvo, a los ácaros, a los libros viejos, al cambio de clima, ahhh, y por si fuera poco, a múltiples medicamentos de uso común, y mi querida amiga el asma, que se solía asomar junto a la alergia y que, según mi madre, me daba más cuando «me emocionaba». Y seguro que aquí las emociones desempeñaban un papel importante, pero también desayunar todos los días un tazón de cereales de trigo con leche desnatada también tenía lo suyo; te lo contaré más adelante. Durante mi infancia eran pocos los días del año en que no vivía estornudando y con sensación de estar congestionada.

La cosa empezó a cambiar cuando fui creciendo. Parecía que iba mejorando. De hecho, de pequeña recuerdo haber visitado muchos alergólogos que le decían a mi madre que la mayoría de las alergias se «irían» con el desarrollo y la pubertad. Efectivamente, a partir de los diez años, todo fue cambiando y muchas de mis alergias quedaron en el olvido, al igual que el asma. Sin embargo, aquí viene el gran «pero»… porque fue cuando empezaron a surgir mis otros problemas.

Granos en la piel, acné, eccemas, vientre hinchado, estreñimiento e intestino irritable y retención de líquidos fueron los siguientes agregados a la lista. Cuando parecía que una cosa se había ido, aparecían otras. Y sí, ahora entiendo el porqué. No es que las alergias se vayan, sino que el sistema inmunológico va rotando, va cambiando a lo largo de la vida. El sistema inmunológico y su respuesta inflamatoria son migratorios. Y las hormonas de mi pubertad también tenían que ver con estos cambios.

Y así, de ser una niña alérgica, pasé a ser una joven con problemas digestivos y una adulta con problemas de tiroides hormonales. Diferentes enfermedades, diferentes síntomas que me han acompañado a lo largo de mi vida, y diferentes formas en las que el sistema inmunológico tan solo me estaba gritando: «Gabriela, estás inflamada».