—Papá, esa no es tu maleta, ¡es esta! —le dijo Maya a su padre mientras bajaba la bolsa de la cinta transportadora.

Un hombre con mala cara se acercó a él y le quitó el equipaje que tenía en las manos.

—Uy, tienes razón, qué despiste. ¡Perdone! —se disculpó cuando el otro pasajero ya se alejaba.

—Cariño, ni siquiera era del mismo color —se rio Rebeca, y le dio un beso.

Salieron del aeropuerto y se montaron en un autobús que los llevó directos al centro de Bergen, la ciudad en la que vivía Emma, la madre de Rebeca.

Nada más bajarse, Maya echó a correr, se metió por una callejuela y llegó a la casa de su abuela, que ya los esperaba en la puerta.

—¡Hola, pequeña! —exclamó al verla aparecer, y le dio un largo abrazo—. ¡Qué ganas tenía de verte!

—Y yo a ti, abuela —respondió Maya.

Sus padres llegaron poco después.

—¡Hola, mamá! —saludó Rebeca.

—Emma, ¿cómo estás? —preguntó Sebastián.

—Feliz de teneros aquí después de tanto tiempo —contestó ella agarrándolo por el hombro, y caminó con él hacia la puerta—. Vamos, pasad.

Maya dejó la maleta en la entrada y corrió al salón; estaba entusiasmada por estar allí. Su abuela vivía en una casita de madera cerca del puerto. Aunque era bastante vieja y no demasiado grande, era el lugar más acogedor en el que había estado; cada detalle rebosaba encanto e inspiración.

—La ciudad está repleta de gente —comentó Rebeca mientras se servía una taza de café.

—Llevan semanas con los preparativos, ¡están como locos! —respondió su madre, que rebuscaba entre los libros de una enorme estantería que llenaba la pared—. Si tu padre lo viera… —añadió riéndose.

En dos días se celebraría la Gran Regata Transoceánica Leif Erikson, una carrera organizada para conmemorar la ruta que siguió el explorador vikingo en su viaje hasta América y cuyo pistoletazo de salida se daría en Bergen. Esa misma ruta era la que había hecho Klaus, el abuelo de Maya, cinco años atrás, y en la que había desaparecido misteriosamente. Desde entonces, no habían vuelto a saber nada de él.

—El abuelo ganaría, ¡seguro! —exclamó Maya, que se había sentado en el suelo, al lado de la chimenea.

—Es posible, y luego nos contaría la historia una y otra vez —se rio Emma; después sacó un libro y se lo pasó a la niña—. Para esta noche —le susurró, y le guiñó un ojo.

A Maya le encantaba encender la chimenea por las noches y leer uno de los libros de aventuras de su abuelo mientras se comía un skillingsboller, un rollo de canela típico de noruega que su abuela cocinaba especialmente bien. Ella solía recordarle que se fuera a la cama a una hora razonable, pero más por costumbre que porque realmente quisiera que le hiciera caso: ambas sabían que era una batalla perdida.

—¿Os apetece que vayamos a dar una vuelta antes de cenar? —sugirió Rebeca.

—Sí, es buena idea, así podremos ver cómo han decorado la ciudad —respondió Sebastián.

—Yo estoy un poco cansada. Si no os importa, me quedaré en casa —se disculpó Maya.

—Claro, ha sido un viaje largo —dijo su madre.

Su padre le dio un beso en la frente, los adultos se pusieron los abrigos y se fueron. Maya se quedó un rato en el salón, ojeando el libro que le había dado su abuela. Después, fue a por su mochila, se la colgó al hombro y subió corriendo al desván.

Era una estancia oscura, pero cálida, y siempre olía a madera. En ella guardaban todas las reliquias que Klaus se empeñaba en conservar y Emma no quería ver por casa. Maya buscaba una en concreto: el viejo telégrafo. Antes de desaparecer, su abuelo le había enseñado a usarlo y a comunicarse mediante código morse. «Si algún día fallan las comunicaciones modernas, esto resistirá. Tú eres una auténtica Erikson, tienes que estar preparada», le decía muy serio.

Klaus afirmaba ser descendiente directo del explorador vikingo Leif Erikson. Según contaba, había hecho una investigación exhaustiva de su árbol genealógico y lo había descubierto, pero Maya nunca había estado segura de si hablaba en serio o si era una broma de las que tanto le gustaba gastar.

Fuera como fuese, ella estaba convencida de que su abuelo seguía vivo y de que, si había alguna forma de comunicarse con él, era aquel telégrafo. Ese era el verdadero motivo por el que había decidido quedarse en casa.

Dejó su mochila en el suelo, apartó un par de cajas y allí estaba, justo donde lo había dejado la última vez, pero con mucho más polvo. Lo limpió lo mejor que pudo, lo encendió y se sentó delante, esperando que, en algún momento, llegase una señal.

Pasó allí más de una hora, hasta que oyó la puerta abrirse. Agarró su mochila y bajó las escaleras. —¿Cómo ha ido el paseo? —preguntó al ver entrar a su familia.

—Tienes que verlo, cariño, te va a encantar. ¡Es el acontecimiento del año! —le contó Sebastián.

—¿Qué haces con la mochila? —preguntó su madre extrañada.

—Iba al cuarto a dejarla —respondió ella, y se dirigió hacia allí.

Maya llevaba guardada la esfera negra que había encontrado en la Antártida. Todavía no había conseguido descubrir qué era, y solo se había encendido en Japón, tras su última visita a la JAXA. Sin embargo, seguía convencida de que era importante y no quería separarse de ella.

—¡No tardes, hemos traído la cena! —exclamó su padre desde el salón—. Me muero de hambre.

Ella dejó su equipaje en el armario y se reunió con su familia. Los cuatro se sentaron alrededor de una mesa cuadrada y comenzaron a comer.

—¿Cuántos barcos participarán al final? —preguntó Sebastián.

—Ocho. El favorito se llama Tiburón Mako —les contó Emma.

—¿Quién lo capitanea?

—Una mujer alemana, Odetta Müller. Lo más curioso es que nadie la ha visto por aquí todavía. Hay varios jóvenes poniendo el velero a punto, pero ella no aparece por ningún lado.

—¡Qué misterio!

—¿Por qué es el favorito entonces? —indagó Maya.

—Por lo visto, tiene un novedoso diseño que le proporciona gran velocidad.

—¿Ha venido Percival? —preguntó Rebeca.

—¡Por supuesto! Ese viejo cascarrabias no se lo perdería por nada del mundo. Mañana es el acto de despedida.

—Vayamos, seguro que será divertido —propuso la madre de Maya.

Los demás asintieron y continuaron cenando.

—¿Ese cuadro es nuevo? —preguntó Sebastián cambiando de tema, y señaló un gran óleo con tonos azules que estaba colgado en la pared que tenía en frente.

—Sí, la pintura debe de seguir fresca.

Emma era artista. Años atrás, exponía sus obras en galerías del mundo, y se había hecho tan popular que todos sus cuadros se vendían en menos de un día. Después, decidió simplificar su vida y abrió un pequeño local en Bergen en el que se servía café gratis y donde exhibía su obra de manera ininterrumpida. Ahora, era la gente la que venía de todo el mundo para poder ver sus creaciones.

—Es precioso, mamá —opinó Rebeca.

Aprovecharon la cena para ponerse al día y, al acabar, todos se fueron a descansar, salvo Maya, que se sentó frente a la chimenea con el libro que su abuela le había dejado. Ella también estaba agotada, pero hacía mucho tiempo que no visitaba esa casa y no quería perderse una de sus costumbres favoritas.

Empezó a leer y la aventura la enganchó tanto que perdió la noción del tiempo; cuando miró el reloj, faltaba muy poco para que amaneciese. Decidió irse a la cama, pero acababa de entrar en la habitación cuando escuchó un ruido que venía de la planta de arriba. Salió, contempló la puerta del desván y, sigilosamente, subió.

Estaba mirando alrededor para intentar averiguar qué había producido aquel sonido cuando lo escuchó de nuevo, y entonces lo descubrió: se había dejado el viejo telégrafo encendido y estaba recibiendo un mensaje.