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La evolución del amor romántico

Prólogo: el amor y el desafío

Las historias de relaciones amorosas apasionadas forman parte de la literatura y de nuestra herencia cultural. Los grandes romances de Lancelot y Ginebra, Eloísa y Abelardo o Romeo y Julieta representan para nosotros símbolos de la pasión física y la devoción espiritual. Sin embargo, esas historias son tragedias (y muy reveladoras).

Los amantes resultan extraordinarios no porque tipifiquen sus sociedades, sino porque se rebelan contra ellas. Los amantes son memorables porque son distintos. Su amor desafía los códigos morales y sociales de su cultura, y sus historias son trágicas porque esos códigos acaban derrotándoles.

En la naturaleza trágica de esas historias de amor, en el hecho de que el compromiso de los amantes representa una negativa desafiante contra su cultura o su sociedad se halla implícita la idea de que un amor así no se considera un modo de vida «normal» o un ideal cultural aceptado.

El ideal del amor romántico se opone en gran medida a nuestra historia, como veremos. En primer lugar, es individualista. Rechaza la visión de los seres humanos como unidades intercambiables y otorga la mayor importancia a las diferencias y a las elecciones individuales. El amor romántico es egoísta en el sentido filosófico, no mezquino. El egoísmo como doctrina filosófica mantiene que la autorrealización y la felicidad personal son los objetivos morales de la vida, y el amor romántico está motivado por el deseo de felicidad personal. El amor romántico es seglar. En su unión del placer físico con el espiritual a través del sexo y el amor, así como en su unión de romance y vida cotidiana, el amor romántico representa un compromiso apasionado con este mundo y con la felicidad exaltada que la vida en este mundo puede ofrecer.

La definición de amor romántico ofrecida en la introducción —un vínculo apasionado espiritual-emocional-sexual entre un hombre y una mujer que refleja una alta estima mutua de su valor como persona— contiene todos esos elementos, y su importancia se pondrá más de manifiesto a medida que avancemos. Llegaremos a comprender hasta qué punto están íntimamente relacionados los temas del individualismo y el amor romántico. En ese mismo contexto tendremos que reconsiderar la cuestión del egoísmo, ir más allá de los modos de pensamiento convencionales y reconocer lo indispensable que es para nuestra existencia y nuestro bienestar el egoísmo racional o inteligente. Un respeto honesto por el interés propio es una necesidad para la supervivencia y, por supuesto, para el amor romántico.

La música que inspira el alma de los amantes existe dentro de ellos mismos y en el universo privado que ocupan. La comparten entre ellos, no con la tribu o con la sociedad. Tener el valor de escuchar esa música y honrarla es uno de los requisitos previos del amor romántico.

La importancia de la historia: temas recurrentes

La evolución de las relaciones entre hombres y mujeres forma parte de la evolución de la conciencia humana. Todos llevamos el pasado con nosotros —en ocasiones como un valor positivo, a veces como un lastre—, y los que hemos vivido en el último tercio del siglo XX no podremos entender plenamente los conflictos y los bloqueos de la psique que obstruyen nuestros esfuerzos por conseguir la felicidad en las relaciones amorosas a menos que seamos conscientes de nuestra historia, de los pasos que nos han llevado hasta el punto donde nos encontramos.

Cuando examinamos el desarrollo de las relaciones entre hombres y mujeres a lo largo de los siglos, vemos movimiento, progreso, retroceso, desvíos y de nuevo movimiento hacia delante (algo parecido al camino que sigue la propia evolución). La aparición de un concepto racional del amor romántico se produjo después de un largo proceso de desarrollo.

El propósito del breve repaso que sigue consiste en ayudarnos a entender las fases de ese desarrollo y aislar determinados temas recurrentes que parecen casi atemporales por su persistencia en nuestro pasado y en nuestro presente. Sean cuales sean la época y la cultura en las que nos fijemos, resulta imposible no encontrarnos a nosotros mismos. Empecemos.

La mentalidad tribal: la insignificancia del individuo

La economía, y no el amor, era el motivo de unión en las sociedades primitivas (de hecho, en prácticamente todas las sociedades cazadoras y agrícolas). La familia era una unidad establecida con el fin de optimizar las posibilidades de supervivencia. Las relaciones entre hombres y mujeres se concebían y se definían no en términos de «amor» o de necesidades psicológicas de «intimidad emocional», sino en función de necesidades prácticas asociadas con la caza, la lucha, las cosechas, la crianza de los hijos, etc.

Dado que la supervivencia en las sociedades preindustriales dependía en gran medida de la fuerza y las habilidades físicas, el reparto de tareas entre hombres y mujeres se decidía básicamente en función de sus respectivas capacidades físicas. La fuerza superior del hombre y la necesidad de protección de la mujer, sobre todo durante el embarazo y la maternidad, se convirtieron en una justificación de la desigualdad de sexos y de la subordinación de la mujer al hombre.

Por lo que se ha podido averiguar, en las culturas primitivas no existía la idea del amor romántico. El valor primordial que lo regía todo era la supervivencia de la tribu. El individuo estaba supeditado a sus necesidades y normas en casi todos los aspectos de la vida. Ésa era —y es— la esencia de la «mentalidad tribal». El valor de la personalidad individual tenía muy poca o ninguna importancia, y lo mismo podemos decir de los vínculos emocionales individuales.

Si bien estas conclusiones pueden no ser más que inferencias, se sustentan en estudios antropológicos de sociedades primitivas que todavía existen. En palabras de Morton M. Hunt (1960):

Con diferencia, la estructura de clan y la vida social de la mayoría de las sociedades primitivas proporcionan una intimidad total y una distribución amplia del afecto. La mayoría de los pueblos primitivos no ven grandes diferencias entre individuos, y de ahí que no se impliquen en relaciones únicas al estilo occidental. Todos los observadores con formación han comentado el desapego que demuestran con respecto a sus objetos amorosos y su ingenua creencia en la intercambiabilidad de los amores. La doctora Audrey Richards, una antropóloga que vivió entre los bemba del norte de Rodesia en la década de 1930, les relató en una ocasión un cuento popular inglés sobre un joven príncipe que trepó montañas de cristal, cruzó abismos y luchó con dragones por conseguir la mano de su amada. Los bemba se quedaron muy extrañados, pero no dijeron nada. Finalmente habló el jefe para expresar el sentimiento de todos los presentes en una sencilla pregunta: «¿Por qué no se buscó otra chica?».

El conocido estudio de Margaret Mead sobre los samoanos (1949) también demuestra que los vínculos emocionales profundos entre individuos son muy extraños para la psicología y el modo de vida de esas sociedades. Si la promiscuidad sexual y la breve duración de las relaciones sexuales se consienten y se estimulan, ocurre todo lo contrario con la tendencia a establecer vínculos emocionales fuertes entre individuos. Según las buenas costumbres que regulan la actividad sexual en las culturas primitivas, no es extraño detectar temor, o incluso rechazo, hacia los vínculos sexuales que desembocan en (lo que nosotros llamaríamos) amor. De hecho, la actividad sexual se presenta como aceptable para la mayoría cuando los sentimientos que la impulsan son superficiales, como bien explica G. Rattray Taylor (1973):

En las islas Trobriand, por ejemplo, a los adultos no les importa que los niños desarrollen juegos sexuales e intenten llevar a cabo precozmente el acto sexual; una pareja en la adolescencia puede compartir el lecho, siempre y cuando no estén enamorados. Si se enamoran, el acto sexual pasa a estar prohibido y se considera una indecencia que los amantes duerman juntos.

El amor, si surge, se regula en algunos casos de manera más estricta que el sexo. Por supuesto, en muchas ocasiones ni siquiera existe una palabra para «amor» tal como nosotros lo entendemos. Los vínculos individuales apasionados se consideran una amenaza para los valores y la autoridad tribales.

Debemos observar que no estamos hablando de primitivismo, sino de mentalidad tribal. La encontramos también en la sociedad tecnológicamente avanzada de 1984, de George Orwell: el poder absoluto y la autoridad de un Estado totalitario tienen como objetivo aplastar el individualismo arrogante del amor romántico. El desprecio de los dictadores del siglo XX hacia el deseo de los ciudadanos de tener «vida propia» y la caracterización de ese deseo como «egoísmo burgués y mezquino» son tan conocidos que no necesitan más explicación. La mentalidad tribal, antigua o moderna, tiende a considerar el amor romántico socialmente subversivo, algo amenazador para el bienestar de la tribu (es decir, de la sociedad).

La perspectiva griega: el amor espiritual

El concepto del amor como valor importante y vínculo espiritual apasionado basado en la admiración mutua entre dos seres humanos existió, y de hecho fue tema de debate filosófico, en la cultura de la Grecia clásica. Sin embargo, ese amor se concebía como un vínculo muy «especial» que tenía muy poco que ver con las relaciones reales entre seres humanos y la conducta habitual en sus vidas cotidianas, y menos aún con la institución del matrimonio.

A modo de aclaración —debo hacer hincapié en ello desde el principio—, no pretendo sugerir que el sexo sólo es justificable en un contexto donde hay amor o que el amor necesariamente debe conducir al matrimonio. Obviamente, el sexo, el amor y el matrimonio son tres elementos distintos, aunque relacionados en determinados contextos. Más adelante ofreceré mi punto de vista sobre la relación que une esos tres elementos. Ahora considero necesario señalar que el sexo no necesariamente implica amor, pero que el amor romántico sí implica sexo, y que el amor no necesariamente implica matrimonio, pero el matrimonio sí debería implicar amor. Aclarado esto, podemos continuar.

A pesar de que gran parte de la cultura griega reflejaba un culto por la belleza física, existía la idea —claramente evidente en actitudes hacia el sexo y el amor— de que el ser humano se componía de dos elementos distintos: la carne, que pertenecía a la naturaleza «inferior» de cada uno, y el espíritu, que pertenecía a la «superior». Las necesidades y los objetivos de la carne eran inferiores a las del espíritu; lo que se exaltaba y lo más preciado era lo más alejado del cuerpo y sus actividades.

Existía otra división estrechamente relacionada con la dicotomía entre alma y cuerpo: la que separaba la razón y la pasión. «Razón» significaba desapego neutral y sereno, mientras que «pasión» equivalía necesariamente a un fracaso de la razón.

Los griegos idolatraban la relación espiritual, no carnal, entre los amantes. Para ellos, ese amor profundo y espiritual sólo era posible en el contexto de las relaciones homosexuales, por lo general entre hombres mayores y jóvenes.

Aunque existe cierto desacuerdo sobre el predominio de la homosexualidad en Grecia, no hay duda de que estaba mucho más extendida que en nuestra cultura. Muchos intelectuales la consideran «la expresión del tipo más elevado de emoción humana» (Hunt, 1960).

Mientras que el deseo sexual separado de un sentimiento más profundo se consideraba afeminado e insano, una relación amorosa apasionada entre dos hombres se idealizaba como una relación en la que el amante de más edad inspiraba nobleza y virtud al más joven, y el amor entre ellos elevaba la mente y las emociones de ambos.

Por otro lado, el antifeminismo era un tema destacado en la cultura de la Grecia clásica, y aunque los griegos no eran indiferentes al sexo heterosexual o a la belleza femenina, consideraban ese interés vacío de significado ético o espiritual. Platón y Aristóteles coincidían en que las mujeres eran inferiores a los hombres en cuerpo y en mente. Las mujeres eran educadas para verse como seres subordinados a los hombres en casi todos los aspectos. Apenas contaban ante la ley; requerían guardianes legales y no compartían casi ninguno de los derechos con los que contaban los ciudadanos griegos. Las funciones económicas prácticas que las mujeres habían desempeñado en épocas anteriores habían pasado a los esclavos. Ellas, que dejaron de ser las compañeras de los hombres en la lucha por la supervivencia, habían perdido importancia.

Si un hombre se enamoraba de una mujer, era muy poco probable que ésta acabase siendo su esposa y muy posible que se convirtiese en cortesana (una mujer con una gran educación, formada para resultar mentalmente estimulante y sexualmente excitante; una compañera intelectual y sexual). Sin embargo, la mayoría de los griegos miraban con desprecio a los hombres que se enamoraban, aunque fuese de una cortesana.

Excepto en el sentido ideal de admiración, que sólo podía existir entre hombres, el «amor» se consideraba predominantemente un juego placentero y agradable, un entretenimiento, una diversión sin mayor importancia ni significado. El amor sexual apasionado, cuando aparecía, se veía normalmente como una locura trágica, una congoja que se apoderaba del hombre y lo alejaba de la calma y la neutralidad tan admiradas por los griegos.

La noción del «matrimonio por amor» no existía en la cultura griega, como tampoco en la del hombre primitivo. «El matrimonio sólo le aporta al hombre dos días felices: el día en que se lleva a la novia a la cama y el día en que la deposita en su tumba», escribió el poeta griego Palatas. Una esposa era un gasto, una carga y un obstáculo para la libertad del hombre. Sin embargo, se decía que el hombre tenía que procrear porque se lo debía al Estado y a su religión; necesitaba un ama de casa, y además la esposa aportaba la dote. El matrimonio era un mal necesario y una unión desigual.

La perspectiva romana: una visión cínica del amor

Desde el punto de vista de la filosofía dominante en Roma, el estoicismo, la implicación apasionada era una amenaza para el desarrollo del deber. El héroe de la épica romana, Eneas, prescinde fácilmente de la pasión de su amada, Dido, para cumplir con su deber de fundar la República romana. Como los griegos, los intelectuales romanos consideraban la pasión un tipo de locura.

Los romanos, igual que los griegos, no se casaban por amor. Entre las clases altas, los matrimonios se concertaban entre las familias por razones económicas o políticas. Los hombres se casaban para contar con un ama de casa y tener hijos.

Ahora bien, en la cultura romana, la familia cobró un nuevo significado como unidad política y social, principalmente por cuestiones relacionadas con la conservación y la protección de la propiedad. La ley romana, que establecía claramente la transferencia de las propiedades de una generación a la siguiente, pasó a incluir leyes complejas sobre las formas de matrimonio entre ciudadanos romanos de clases distintas y de otros pueblos del Imperio. La importancia cultural y política de la familia otorgó un nuevo valor a la relación entre maridos y esposas. La mitología cultural apoyaba una devoción religiosa hacia la familia romana, ensalzando en particular las virtudes de la virginidad en las mujeres solteras y la fidelidad en las casadas. Ciertos moralistas (e incluso, en ocasiones, legisladores) exigían fidelidad también de los maridos.

El aprecio cada vez mayor por la unidad doméstica fue acompañado de avances en el ámbito femenino. Las mujeres de Roma ganaron considerablemente en estatus legal y disfrutaron de mucha más libertad, independencia económica y respeto cultural. Por tanto, tenían más probabilidades de situarse en una posición de igualdad en las relaciones amorosas. En este sentido, se acercaron a una de las condiciones del amor romántico —la igualdad—, ya que la relación de una persona superior con una inferior o de un amo con un subordinado no puede considerarse amor romántico. Los epitafios romanos, las cartas entre maridos y mujeres, y las referencias ocasionales de observadores sociales contemporáneos demuestran la fuerza del vínculo marital y la existencia de uniones largas, armoniosas e incluso afectivas entre algunas parejas. Sin embargo, la pasión continuó siendo ajena a la visión romana del matrimonio.

En el momento álgido del Imperio romano, y durante la época de su desintegración, tanto hombres como mujeres buscaron experimentar la pasión, la excitación y el encanto de las relaciones sexuales en aventuras extramatrimoniales como las que relata el poeta Ovidio en su Ars Amatoria. El adulterio por parte de ambos sexos estaba muy extendido y se daba casi por sabido como algo necesario para mitigar el tedio de la existencia. Los aristócratas romanos se entregaban a la sensualidad frenética que asociamos con la decadencia del Imperio: una mezcla depravada de amor y odio, atracción y repulsión, deseo y hostilidad. La literatura romana más conocida sobre la pasión romántica, la descripción del «arte del amor» de Ovidio y los poemas amorosos de Catulo a «Lesbia», retrata a los amantes inmersos en la sensualidad, atormentándose con infidelidades y elaborados juegos de poder. Existe, en particular, un volumen considerable de literatura dedicada a las quejas hostiles contra la sensualidad tiránica de las nuevas mujeres, tal como vemos en la Sátira VI de Juvenal:

La esposa es una tirana, y mucho más si el marido es cariñoso. La crueldad es natural en las mujeres: atormentan a sus maridos, azotan a las sirvientas y disfrutan flagelando a los esclavos hasta casi matarlos. Su lascivia es repugnante; prefieren a esclavos, actores y gladiadores; sus esfuerzos por cantar y tocar instrumentos musicales son tediosos, y su glotonería a la hora de comer y beber es suficiente para repugnar a cualquier hombre.

Así, la misma cultura que generó el primer ideal de felicidad doméstica y respeto mutuo entre hombres y mujeres, que institucionalizó formas elaboradas de matrimonio, fue una cultura en la que el sexo y el amor, la pasión y las relaciones afectuosas aparecen como polos opuestos. La unión de sexo y amor, básica en nuestro concepto del amor romántico, se veía, si es que siquiera llegaba a ser reconocida, como algo cínico.

El mensaje del cristianismo: el amor no sexual

En los siglos II y III, durante la decadencia del Imperio romano, una nueva fuerza cultural e histórica que influiría en las relaciones entre hombres y mujeres con la misma profundidad con la que influyó en todas las facetas de la cultura comenzó a dejar sentir su impacto en el mundo occidental: el cristianismo. El impulso principal de la nueva religión era un profundo ascetismo, una intensa hostilidad hacia la sexualidad humana y un desprecio fanático hacia la vida terrenal. La hostilidad contra el placer —sobre todo contra el placer sexual— no era un precepto más de la nueva religión, sino una idea central y básica. La animadversión de la Iglesia por el sexo tenía su origen en su hostilidad hacia la existencia física —terrenal— y en la idea de que el goce físico de la vida en la Tierra equivalía necesariamente al mal espiritual. Si esas doctrinas ya estaban presentes en el mundo romano a través del estoicismo, el neoplatonismo y el misticismo oriental, el cristianismo movilizó los sentimientos que subyacían en ellas, fomentando el creciente rechazo hacia la decadencia despreocupada de la época y ofreciendo el atractivo de un ácido limpiador y purificador.

San Pablo otorgó una importancia sin precedentes en el mundo occidental a la dicotomía griega entre alma y cuerpo. Según sus enseñanzas, el alma es una entidad separada del cuerpo, al que trasciende, y su ámbito es el de los valores no relacionados con el cuerpo o con la Tierra. El cuerpo sólo es una prisión en la que el alma se encuentra atrapada. Es el cuerpo el que arrastra a las personas hacia el pecado, a la búsqueda del placer, a la lujuria sexual.

El cristianismo propugnaba un ideal de amor desinteresado y asexual. El amor y el sexo se consideraban polos opuestos: la fuente del amor era Dios; la del sexo, el diablo.

«Para el hombre lo mejor es no tocar a la mujer», enseñaba san Pablo. Ahora bien, si éste carece del autocontrol necesario, «dejemos que contraiga matrimonio, porque es mejor casarse que arder [de deseo]».

La abstinencia sexual se proclamaba como el ideal moral. El matrimonio —descrito más tarde como una «medicina contra la inmoralidad»— era la concesión reticente del cristianismo a la depravación de la naturaleza humana que ponía al alcance del hombre ese ideal.

Taylor escribió en 1973:

La Iglesia medieval estaba obsesionada con el sexo hasta un grado insoportable. Los temas sexuales dominaban su pensamiento de una manera que consideraríamos patológica. No exageramos si decimos que el ideal que ofrecía a los cristianos era principalmente un ideal sexual. Se trataba de un ideal muy coherente, reflejado en un elaborado código de normas. El código cristiano se basaba sencillamente en la convicción de que era preciso huir del acto sexual como de la peste, con la excepción del mínimo necesario para perpetuar la especie. Incluso cuando se llevaba a cabo con ese propósito, seguía siendo una necesidad lamentable. Se exhortaba a evitarlo por completo a aquellos que pudiesen, aunque estuviesen casados. Para los que eran incapaces de un sacrificio tan heroico existía toda una red de reglas cuyo propósito primordial era lograr que el acto sexual fuese lo menos placentero posible y restringir su práctica al mínimo, es decir, a la función de procreación. En realidad, no era el acto sexual lo que resultaba condenable, sino el placer que se derivaba de él, placer que seguía siendo condenable cuando el acto se llevaba a cabo con el único fin de la procreación. [...] No sólo era pecaminoso el placer del acto sexual, sino también la sensación de deseo hacia una persona del sexo contrario (aunque no llegase a consumarse). Dado que el amor de un hombre hacia una mujer se consideraba simple deseo, los hombres no debían amar a sus esposas. De hecho, Pedro Lombardo mantenía que amar a la esposa con demasiado ardor era un pecado peor que el adulterio [...].

Aparte de su papel como «medicina contra la inmoralidad», el matrimonio durante la Edad Media todavía se siguió considerando una institución económica y política, aunque declarada sacramento por la Iglesia. A finales del siglo VI, la Iglesia asumió la autoridad política sobre el matrimonio tal como había hecho con otros aspectos de la vida seglar. La severa regulación de las relaciones entre hombres y mujeres por parte del poder eclesiástico no dejaba nada al azar. La Iglesia sustituyó su autoridad por la del consentimiento paterno en cuestiones como el concierto y la autorización de los matrimonios, y prohibió el divorcio y las segundas nupcias sin dispensa papal.

Un dato que hoy no se tiene en cuenta, y que resulta especialmente interesante en cuanto a la actitud de la Iglesia, es que la unión de amor y sexo se consideraba no un ideal noble, sino un vicio:

A ojos de la Iglesia, que un sacerdote se casase era un crimen peor que tener una amante, y tener una amante era peor que dedicarse a la fornicación ocasional (un juicio completamente contrario a las concepciones seglares de la moralidad, que otorga importancia a la calidad y la durabilidad de las relaciones personales). Cuando se le acusaba a uno de estar casado, siempre era una buena defensa contestar que se trataba de una seducción indiscriminada, ya que eso tenía un castigo leve, mientras que lo otro podía llegar a implicar la excomunión total (Taylor, 1973).

A los ojos de la Iglesia medieval no era un gran pecado que un sacerdote fornicase con una prostituta. En cambio, que se enamorase y se casase —es decir, que su vida sexual se integrase como una expresión de su persona— era una ofensa capital.

Resulta significativo que la ira más encarnizada de la Iglesia estuviese reservada no para la fornicación, sino para la masturbación. A través de la masturbación, el ser humano descubre el potencial sensual de su propio cuerpo; además, es un acto totalmente «egoísta» porque se lleva a cabo a beneficio únicamente de la persona implicada. Es el acto a través del cual muchos individuos descubren la posibilidad de un éxtasis totalmente distinto al que promete la religión.

El antisexualismo de la Iglesia era comparable a su antifeminismo. Con el auge del cristianismo en la Europa medieval, las mujeres perdieron casi todos los derechos que habían adquirido con los romanos. En la práctica eran vasallas de los hombres, a quienes estaban totalmente subordinadas (para ser más precisos, estaban consideradas animales domésticos). Se abrió el debate sobre si las mujeres tenían alma o no. La relación adecuada entre la mujer y el hombre, según la doctrina cristiana, era como la del hombre con Dios: del mismo modo que el hombre acepta a Dios como su señor y se somete a su voluntad sin cuestionarse nada, la mujer debía reconocer al hombre como su señor y someterse a su voluntad. Que la mujer se subordinase completamente al hombre estaba justificado, en parte, por el hecho de que Eva había sido la causante de la caída de Adán y, por tanto, de todo el sufrimiento que el hombre tuvo que soportar después.

Más avanzada la Edad Media surgió una nueva visión de la mujer que coexistió con la anterior. Por un lado, la mujer se simbolizaba a través de la figura de Eva, la tentadora sexual, la causante de la caída espiritual del hombre. Por otro, también existía en la imagen de María, la Madre Virgen, el símbolo de pureza que transforma y eleva el alma. Desde entonces, la puta y la virgen —o la puta y la madre— dominan el concepto de la mujer en la cultura occidental.

Para plantear la dicotomía en términos modernos: está la mujer que uno desea y la que uno admira; la mujer con la que uno duerme y la mujer con la que uno se casa.

En su actitud hacia la mujer, el cristianismo también manifestó un profundo antagonismo hacia la relación amorosa que integra el deseo y la admiración, los valores físicos y espirituales, y que se basa en la igualdad esencial de los compañeros. En el nivel más profundo, el cristianismo siempre ha sido un fiero adversario del amor romántico.

La búsqueda de los valores personales, el ejercicio del juicio individual en la propia vida y el disfrute del placer sexual son actos de autoafirmación implicados en la elección y la experiencia de una relación romántica. Pues bien, todos ellos fueron condenados por el cristianismo.

El amor cortés: un avance del amor romántico

Dada la brutal e inhumana represión sexual que hubo durante la Edad Media y la estricta regulación del matrimonio por parte de la Iglesia, no es de extrañar que el primer intento a ciegas de mejorar el concepto de la relación entre hombres y mujeres surgiera como una extraña mezcla de creencias sobre el amor y el matrimonio conocida como «doctrina del amor cortés». Se desarrolló en el sur de Francia, en el siglo XI, de la mano de trovadores y poetas cortesanos (las cortes casi siempre estaban dirigidas por las esposas de los nobles, ocupados en las Cruzadas).

La doctrina propugnaba como ideal una pasión exaltada entre un hombre y una mujer (no entre un hombre y su esposa, sino la esposa de otro). El amor, en sentido apasionado y espiritual, se identificaba específicamente con las relaciones extramatrimoniales. Así, el amor cortés mantuvo la funesta visión del matrimonio aceptada desde hacía siglos. Aunque existe una considerable controversia sobre hasta qué punto el amor cortés fue un fenómeno real o meramente literario, el hecho de que haya documentos que lo mencionen significa que fue un concepto presente en el ideario medieval.

El «código de amor» proclamado por la condesa de Champaña en 1174 expresa en estilo literario los preceptos del amor cortés:

(1) El matrimonio no es una buena excusa para no amar [es decir, amar a otra que no sea la propia esposa]... (3) Nadie se puede comprometer con dos amores a la vez... (8) Nadie puede verse privado de su amor si no existen buenas razones para ello. (9) Nadie puede amar si no tiene la esperanza de ser amado a su vez... (13) El amor que se hace público raras veces sobrevive. (14) Una conquista fácil abarata el amor, y una difícil incrementa el deseo... (17) Un nuevo amor nos hace abandonar el antiguo... (19) Si el amor se debilita, muere con rapidez, y pocas veces recupera la salud. (20) El hombre propenso al amor es propenso al temor. (21) Los celos verdaderos siempre incrementan el valor del amor. (22) La sospecha, y los celos que ésta provoca, aumentan el valor del amor... (25) El verdadero amante considera que lo único bueno es aquello que complace a su pareja. (26) El amor nada puede negarle al amor... (28) La más mínima suposición lleva al amante a sospechar de su pareja... (Libro del amor cortés, Andrés el Capellán) (Langdon-Davies, 1927).

El famoso código declara, además:

Decimos y afirmamos, a tenor de estas normas, que el amor no puede extender sus fuerzas entre dos personas casadas. En efecto, los amantes se dan todo gratuitamente el uno al otro y sin que una razón lo obligue; en cambio, los esposos están obligados, por el deber, a satisfacer sus mutuos deseos y a no negarse nada. Así que nuestro juicio, que ha sido emitido con extrema moderación y con el consejo de un gran número de damas, sea considerado por vosotros como una verdad incuestionable e inalterable (Ibíd.).

A pesar de sus muchas ingenuidades, en la doctrina del amor cortés como ideal figuran tres principios relacionados con el concepto del amor romántico tal como lo entendemos hoy: el amor verdadero entre un hombre y una mujer se basa en, y requiere de, la libre elección de cada uno de ellos, y no puede surgir en un contexto de sumisión a la familia o a una autoridad social o religiosa; ese amor se basa en la admiración y el respeto mutuo, y no es una diversión para los ratos de ocio, ya que tiene una gran importancia en la vida de los individuos. En este sentido, los historiadores que sitúan la doctrina del amor cortés como el comienzo del concepto moderno de amor romántico están justificados.

No obstante, el amor cortés queda muy por debajo de la idea madura del amor romántico, no sólo por la magnitud de su irrealismo psicológico (del que apenas hemos hablado aquí), sino porque no logra integrar el amor y el sexo de una forma concreta. El amor cortés era una idealización, hasta el punto de que no se consumaba. El valor de la relación amorosa se justificaba con el ennoblecimiento del amante, que se sentía motivado para llevar a cabo actos virtuosos y valerosos con el fin de ganarse el amor de su ideal. Para la mujer se justificaba con el hecho de que ella era la fuente de ese ennoblecimiento, y el deseo insatisfecho avivaba el esfuerzo y la pasión. Las aventuras de los amantes corteses más conocidos —Lancelot y Ginebra, Tristán e Isolda— terminaron en consumación y, por ello, en culpabilidad y desesperación. No era ésa una visión del amor adecuada para los hombres y las mujeres que deseaban vivir con los pies en la tierra.

Del Renacimiento a la Ilustración: la secularización del amor

Durante las convulsiones políticas, económicas, sociales y culturales que caracterizaron el Renacimiento, la evolución hacia la formulación de un concepto alegre de las relaciones amorosas siguió adelante, pero sin poner en duda el antisexualismo y el antifeminismo que impregnaban la cultura occidental. Siguió sin cuestionarse la culpabilidad básica asociada al acto sexual, y lo mismo sucedió con la dicotomía entre el cuerpo y el alma. La autoridad y el poder de la Iglesia disminuyeron con el auge del protestantismo, y el matrimonio se consideró cada vez más una institución necesaria. El celibato siguió siendo preferible al matrimonio carnal incluso para la Iglesia de la Reforma, cuyos representantes mantuvieron un odio tenaz hacia la sexualidad humana. Bajo el mandato de Calvino, la fornicación se castigaba con el exilio y el adulterio con la muerte por ahogamiento o decapitación.

El objetivo del matrimonio era la procreación y también era «el remedio de la incontinencia». El sexo se consideraba un pecado, pero irrefrenable, y Lutero mantuvo que bajo el matrimonio «Dios tapaba el pecado». No obstante, a partir del Renacimiento la cultura se fue secularizando. El auge del comercio y el desarrollo de la clase media fueron acompañados de un nuevo despertar a las posibilidades y los valores de la existencia terrenal. La aversión religiosa hacia las posibilidades de la vida seglar fue perdiendo fuerza de manera lenta y sutil. Cada vez se respetaba más el matrimonio como una institución importante por derecho propio y como una relación interpersonal satisfactoria. Los intelectuales de los siglos XV, XVI y XVII mantuvieron que el matrimonio debía ser organizado por las familias según criterios «racionales», es decir, «distintos al interés personal de los participantes» (Hunt, 1960). En este sentido, la tradición del pasado continuó con el único cambio, tal vez, de que se justificaba en nombre de la «razón».

Sin embargo, en gran parte de la literatura de la época —y sobre todo en las obras de Shakespeare— el amor se defendía como un requisito previo y esencial del matrimonio. Algunos escritores, como Heinrich Cornelius Agrippa, llegaron a sugerir que «el amor sea la causa del matrimonio, no la naturaleza de los bienes apartados»; que un hombre debe «elegir una esposa, no una prenda, pues es con la esposa con la que se casa, no con su dote» (Ibíd.) Entre las opiniones publicadas más apasionadas y radicales sobre las relaciones hombre/mujer están las de John Milton, que afirmaba que el divorcio debería estar permitido por razones de «indisposición, incapacidad o incompatibilidad de caracteres surgida de una causa de naturaleza inalterable que impida o pueda impedir los beneficios principales de la sociedad conyugal, que son el consuelo y la paz» (ibíd.) (Nota: consuelo y paz, no excitación, ni arrebato ni éxtasis).

Vemos, por tanto, que se produjo un creciente esfuerzo por encontrar el modo de integrar el amor y el matrimonio, de crear una estructura en el que la expresión de la sexualidad humana fuese aceptable y en el que los sentimientos de amor, ternura y afecto pudiesen coexistir con el deseo. A pesar de este nuevo énfasis, la cultura puritana que sucedió al catolicismo en muchos países occidentales siguió siendo antirromántica en su menosprecio de los valores terrenales y duramente represiva en su regulación de la conducta sexual.

A finales del siglo XVII y en el XVIII se produjo entre las clases educadas una reacción extrema contra el puritanismo y, en general, una intensa hostilidad contra el poder de la Iglesia en la sociedad y la política. No obstante, en lo que respectaba a las relaciones entre hombres y mujeres, la «rebelión» provocó una capitulación sin precedentes. «Desafiando» a la religión, escritores y pensadores de la llamada Edad de la Razón manifestaron su visión del ser humano no como un pecador, sino como un animal encantador, tal vez débil, pero no depravado (en el sentido religioso), y del sexo como un juego, una aventura tan despojada de significado espiritual como los juegos entre dos animales.

La Edad de la Razón difundió la idea de la «perversión razonada», defendida por escritores como Diderot y el marqués de Sade, que a su vez influirían en numerosos escritores románticos del siglo XIX. Esta tendencia «desafiaba» la moral religiosa y celebraba la crueldad sexual. «Diderot, de hecho, es uno de los mayores exponentes de ese système de la nature que, al llevar el materialismo hasta sus consecuencias lógicas y proclamar el derecho supremo del individuo a la felicidad y el placer frente al despotismo de la moral y la religión, allana el camino de la justificación de la perversión sexual en nombre de la Naturaleza» (Praz, 1951).

La visión de los seres humanos que surgió en esta época no se entiende en toda su magnitud sin tener en cuenta la visión mecanicista de la realidad, puesta en marcha por la nueva ciencia. En un universo newtoniano de causa y efecto puramente físicos, reductible al movimiento ciego de las partículas en el espacio, el espíritu humano —por no mencionar el fenómeno básico de la vida en sí misma— sólo se podía calificar de insignificante. Los intelectuales influidos por esta nueva visión del mundo que intentaron interpretar la conducta humana desarrollaron sus teorías basándose en premisas mecanicistas-deterministas, buscando las causas del comportamiento en los orígenes animales de la humanidad o en el papel del individuo en la maraña de las fuerzas sociales. Intentaron reducir la aparente complejidad de los deseos y los objetivos humanos a unas leyes físicas rígidas. Desde este punto de vista, el concepto de una relación espiritual apasionada entre un hombre y una mujer parecía neciamente «acientífico», un intento iluso de ennoblecer un impulso puramente físico.

En esa Edad de la Razón, la dicotomía entre razón y pasión se reavivó con todas sus fuerzas. El sello característico del intelectual era el desprecio hacia las emociones. Según Jonathan Swift (Hunt, 1960), el amor es una «pasión ridícula» que sólo existe en la literatura. Para Sebastien Chamfort (ibíd.), el amor no era más que «el contacto entre dos epidermis».

Frente a los supuestos valores exaltados de la religión que llevaban a la represión, la población se volvió en contra del concepto de valores exaltados en las relaciones humanas terrenales (y lo más grave es que fue en nombre de la razón). Los intelectuales de la época no se enfrentaron al monopolio religioso de la exaltación y el éxtasis; simplemente, se rindieron a esos dos estados.

Sin embargo, del mismo modo que las culturas anteriores asumieron el conflicto ineludible entre razón y emoción, entre valores espirituales-intelectuales y experiencia apasionada-física, la cultura de la Edad de la Razón se obsesionó con las pasiones que intentaba ignorar. Según Hunt (1960):

La cultura, a pesar de menospreciar la emoción e insistir en que el intelecto del hombre debería gobernar sus acciones, estaba obsesionada con el amor, o más bien con esa variación especial llamada «galantería», una rutina socialmente necesaria, complicada y ritualizada de flirteo, seducción y adulterio. [...] Los mismos hombres y mujeres que hablaban con nobleza de subordinar su razón, eran irremediablemente adictos a derrochar su tiempo y su dinero en intrigas amorosas y a arruinar su salud con los excesos de la lujuria.

El amor era un juego, una diversión. La seducción y el adulterio eran distracciones. Las mujeres tenían que ser aduladas, engañadas, manipuladas, seducidas, pero nunca tomadas en serio. Lord Chesterfield escribió a su hijo:

Las mujeres son sólo niñas mayores. Practican una charla entretenida y en ocasiones ingeniosa, pero por razones sólidas y buen sentido, nunca en la vida he conocido a una con ingenio (ibíd.).

Conviene observar que el amor romántico difícilmente podría coexistir con ese antifeminismo. Si el objeto de la pasión de un hombre no se tomaba en serio, la pasión en sí misma no podía verse como un sentimiento de grandeza.

En la cultura de la Inglaterra y la Europa de ese período, por tanto, el matrimonio difícilmente podría basarse en el amor. Sin duda alguna existieron excepciones (como siempre las ha habido), pero aquí estamos hablando de tendencias culturales dominantes.

A partir del Renacimiento, la creciente simpatía hacia el concepto de felicidad seglar se había reflejado en la idea de que las parejas podían aprender a amarse después del matrimonio. La idea de la legitimidad de la felicidad conyugal empezó, pues, a cobrar forma en esta época. No obstante, el matrimonio siguió siendo un arreglo de las familias por razones económicas o políticas (es decir, por dinero y/o seguridad y/o poder).

En el reino de las relaciones entre hombres y mujeres, por tanto, los pensadores de la Ilustración no aportaron ideas distintas o superiores a las de sus predecesores. Al aceptar la vieja división de la persona en dos mitades enfrentadas —cuerpo y espíritu—, garantizaron que la pasión física y el valor espiritual siguieran sin integrarse la una en la otra dentro de dichas relaciones.

La industrialización, el capitalismo y una nueva visión

de las relaciones entre hombres y mujeres

Ahora bien, en otras áreas del pensamiento, sobre todo en las ciencias y en la filosofía política, la razón protagonizó avances espectaculares y sin precedentes.

Fue una época de descubrimientos incesantes en un campo de investigación intelectual tras otro. En el campo de las ciencias, los pensadores proclamaron el poder de la mente para discernir, «sin ayuda», los secretos de la naturaleza y aportar luz a un mundo que, durante siglos, había estado sumido en la oscuridad por el dominio de la Iglesia. En política, tras esos siglos en los que se sucedieron, una tras otra, diversas formas de tiranía, los filósofos descubrieron los derechos del hombre. Estos dos avances ejercerían un profundo efecto en las relaciones entre hombres y mujeres durante los siglos XIX y XX.

El concepto del amor romántico como un valor cultural ampliamente aceptado y como base ideal del matrimonio es un producto del siglo XIX. Surgió en el contexto de una cultura predominantemente seglar e individualista, que valoraba la vida terrenal y reconocía la importancia de la felicidad del individuo. Esa cultura nació en el mundo occidental —especialmente en Estados Unidos— con la aparición de la Revolución industrial y el capitalismo.

Pero no podemos entender cómo se convirtió el amor romántico en un ideal cultural si no conocemos el contexto político y económico que transformaría de forma radical el sentido de las posibilidades que ofrece la vida en la Tierra a los seres humanos. Con la Ilustración, la Revolución industrial y el auge del capitalismo en el siglo XIX —tras el colapso del Estado absoluto y el desarrollo de una sociedad de libre mercado—, los seres humanos presenciaron la repentina liberación de una gran cantidad de energía productiva que hasta entonces no había tenido salida. Millones de personas que en las economías precapitalistas no habían tenido posibilidades de sobrevivir, vieron una esperanza. La tasa de mortalidad descendió y la de natalidad aumentó de manera espectacular. La población pasó a disfrutar de un nivel de vida que ningún barón feudal podría haber imaginado. Con el rápido desarrollo de la ciencia, la tecnología y la industria, la mente humana liberada se hizo con el control, por primera vez en la historia, de la existencia material.

No obstante, la industrialización y el capitalismo provocaron mucho más que una explosión de bienestar material. Por primera vez en la historia de la humanidad se reconoció explícitamente que el ser humano debía tener la libertad de elegir sus propios compromisos. La libertad intelectual y la económica surgieron y avanzaron juntas. El hombre había descubierto el concepto de los derechos individuales.

El individualismo fue el motor creativo que revolucionó el mundo y las relaciones humanas.

Y fue en Estados Unidos, con su sistema de gobierno constitucional limitado, donde se puso en marcha el principio del capitalismo (de comercio libre en un mercado libre) en toda su extensión. En la América del siglo XIX, las actividades productivas de los seres humanos no estaban sujetas a regulaciones, controles y restricciones gubernamentales. En el breve período de un siglo y medio, Estados Unidos consiguió libertad, progreso, logros, riqueza y bienestar físico: un nivel de vida sin parangón y no superado por la suma total de los avances de la humanidad hasta ese momento. Estados Unidos creó un contexto en el que la búsqueda de la felicidad en este mundo parecía natural, normal y posible.

Nada menos que un opositor del capitalismo como Friedrich Engels atribuyó la elevación cultural de las relaciones amorosas elegidas al auge de la industrialización y el libre mercado:

[El capitalismo] disolvió todas las relaciones tradicionales, y a las costumbres heredadas y los derechos históricos los sustituyó [...] el contrato «libre» [...].

Sin embargo, los contratos sólo pueden cerrarlos las personas que disponen libremente de sí mismas, de sus acciones y sus posesiones, y que tratan a los demás como a iguales.

[Bajo el capitalismo] tanto en teoría moral como en poesía, nada estaba tan firmemente establecido como el hecho de que los matrimonios que no se basaban en el amor sexual mutuo y en el acuerdo realmente libre entre un hombre y una mujer eran inmorales. Resumiendo, el matrimonio por amor pasó a ser un derecho humano: no sólo como droit de l’homme, sino también, por extraño que resulte, como droit de la femme.

En el campo de las relaciones entre hombres y mujeres, este nuevo avance se vivió de manera especialmente intensa entre las mujeres. El reconocimiento social de la igualdad de los sexos tiene sus raíces en ese sistema político-económico que Engels aborrecía tanto. Como hemos visto, antes del nacimiento del capitalismo la familia era para una gran parte de la población una unidad de supervivencia económica. Y dado que la mayoría vivía de la tierra, y de que cuanto más numerosa era la familia más trabajadores potenciales tenía, el papel de la mujer como madre era de vital importancia. Su supervivencia económica dependía de esa función y, de manera más general, de su relación con un hombre. En cambio, en una sociedad industrial, y con la aparición de las ciudades, las habilidades intelectuales robaron protagonismo a las físicas. La fuerza física como tal posee muy poco valor para la supervivencia en una civilización mecanizada. Poco a poco, y contra una resistencia cuyos orígenes eran básicamente tradicionales y religiosos —no políticos o económicos—, las mujeres accedieron a nuevas posibilidades de independencia.

Pero la independencia económica de las mujeres, que comenzó su andadura en el siglo XIX y continuó su desarrollo durante todo el XX, llevó irremediablemente a la independencia social y legal. Surgió así la posibilidad de que las relaciones entre hombres y mujeres fuesen relaciones entre iguales hasta límites sin precedentes.

El antifeminismo y el antisexualismo difundidos por la religión no desaparecieron en el siglo XIX; su influencia, aunque disminuyó, llegaría hasta bien entrado el siglo XX. De hecho, la batalla todavía no ha terminado. Lo que sí es cierto es que su desaparición se volvió inevitable desde el desarrollo de la industrialización, el capitalismo y la filosofía del individualismo. El antisexualismo y el antifeminismo son hoy anacronismos históricos.

Es una pena que muchos defensores actuales de los derechos de las mujeres consideren que el capitalismo es su enemigo, ya que la verdad histórica nos dice que fue precisamente el capitalismo el que posibilitó que la mujer accediese a la independencia económica. Fue el capitalismo, con su filosofía subyacente del individualismo, el que hizo inevitable la aparición del feminismo contemporáneo.

Desde los comienzos de la Revolución industrial, muchos críticos sociales se quejaron de que el capitalismo había destruido el tejido social de las relaciones feudales y la institución de la familia. Advirtieron de que la independencia que estaban adquiriendo hombres y mujeres con el capitalismo acabaría con la civilización. Hasta cierto punto, tenían razón: una nueva civilización, radicalmente distinta a cualquier otra conocida, estaba en proceso de desarrollo, y una de sus características era que los hombres y las mujeres podrían decidir compartir sus vidas no por razones de necesidad económica, sino por su deseo de encontrar la felicidad y la plenitud emocional al lado de otra persona.

El impacto de la literatura romántica

Los comienzos de la Revolución industrial coincidieron con otra revolución que ejercería su influencia en las relaciones entre hombres y mujeres. Fue el movimiento literario del Romanticismo.

La corriente romántica de finales del siglo XIX y principios del XX propugnó una perspectiva de la vida humana que cambiaría la cultura occidental de manera decisiva. En primer lugar, el Romanticismo era individualista: consideraba al individuo un fin en sí mismo y un agente libre en la elección de una senda vital. En segundo lugar, el Romanticismo se orientaba profundamente hacia los valores, al entender que la vida humana no estaba gobernada por fuerzas externas (la sociedad o alguna fuerza metafísica, o una «imperfección trágica»), sino por valores elegidos personalmente por seres individuales. En realidad, la esencia del Romanticismo era la celebración del individualismo apasionado.

Como escuela literaria, el Romanticismo fue una expresión del individualismo. En la base de este nuevo movimiento figuraba el concepto del hombre y la mujer como seres motivados por sus valores personales, ya que los valores pasaron a ser elementos cruciales y determinantes en la vida humana.

Así pues, en lugar de formalizar el amor cortés, cargarlo de convencionalismos y ritualizarlo, los románticos del siglo XIX celebraron la idiosincrasia y la «naturalidad» de la pasión. Según este nuevo movimiento, el amor era el deseo de unión entre dos almas individuales con una similitud espiritual fundamental, de manera que encontrar al «alma gemela», elegir a la persona adecuada, era de gran importancia.

Por primera vez, las mujeres empezaron a figurar en esas relaciones (aunque de manera muy esporádica) como seres iguales a los hombres en cuanto a intelecto y pasión. En su Vindicación de los derechos de la mujer (1792), Mary Wollstonecraft insiste especialmente en la racionalidad y la capacidad intelectual de las mujeres. Cuando Manfred, el héroe romántico de Byron, describe a la mujer que amaba, nos dice que ambos compartían las mismas capacidades: «Tenía los mismos pensamientos y divagaciones solitarios/La búsqueda del conocimiento oculto, y una mente/capaz de entender el universo [...]».

Aunque esta visión de la mujer no era la dominante (la literatura romántica está llena de héroes y heroínas perversos, crueles, melancólicos, lánguidos y, en ocasiones, sadomasoquistas), resulta evidente que para los románticos la relación ideal era la que se daba entre seres con la misma capacidad y la misma valía.

La necesidad de libertad en la elección de la pareja fue proclamada sobre todo por radicales como el poeta británico Shelley, que insistió en que «el amor es libre» y se manifestó en contra del matrimonio por considerarlo una institución socioeconómica que inhibía la libertad emocional. Conocidos por su conducta escandalosa, los héroesvillanos de la cultura como lord Byron proclamaron su capacidad romántica a través de numerosos romances apasionados y se burlaron incluso de la prohibición del incesto, reforzando una vez más la importancia de la libre elección de pareja. El elemento importante en las relaciones sexuales no consistía en si la pasión sexual era legal, sino en si surgía del amor mutuo.

Es fácil comprender el impacto que tuvo el Romanticismo literario en las relaciones entre hombres y mujeres a través de las historias de amor descritas en las novelas, las obras de teatro y los poemas de la época. Sin embargo, esa perspectiva pasa por alto lo que considero una fuente fundamental de la influencia del Romanticismo. Es en la metafísica implícita del movimiento literario (es decir, su visión de la naturaleza de la vida, el mundo, la naturaleza humana y las posibilidades de la existencia humana) donde encontramos la explicación más profunda de su impacto en la cultura y en los ideales y las expectativas culturales.

Antes de la aparición del movimiento romántico, la literatura de la civilización occidental estaba dominada por el tema del «destino». Los hombres y las mujeres se presentaban como los juguetes de un destino inexorable y fuera de control —al que en ocasiones desafiaban con rebeldía, o aceptaban con triste resignación, ya que siempre acababan siendo derrotados— que determinaba el curso de sus vidas, fuesen cuales fuesen sus elecciones, sus deseos o sus actos. De una forma u otra, las obras de teatro, los poemas épicos, las sagas y las crónicas que precedieron al nacimiento de la literatura romántica transmitían el mismo mensaje: los seres humanos son peones del destino, están atrapados en un universo esencialmente opuesto a sus intereses, y si alguna vez salen victoriosos no es por sus propios esfuerzos, sino por circunstancias externas fortuitas. Una visión de la vida contra la cual se rebeló el Romanticismo.

Por el contrario, en la novela romántica, el curso de las vidas de los personajes depende del objetivo que ellos mismos eligen y tratan de conseguir; surgen problemas relevantes que deben solucionar, obstáculos que deben superar, conflictos que deben resolver (conflictos entre los valores de los personajes y/o conflictos con los valores y los objetivos de otros) a través de una serie de hechos coherentes e integrados que llevan al clímax en la resolución final. La implicación filosófica es que nuestra vida está en nuestras manos, que nosotros debemos dar forma a nuestro destino y que la elección es el hecho supremo de nuestra existencia. Éste es el punto de contacto más profundo entre el romanticismo en la literatura y el amor romántico en el sentido moderno.

Por desgracia, los escritores que pretendieron dramatizar esta visión de la situación humana cayeron en una trampa: de manera consciente o inconsciente, descubrieron que los valores de la moral tradicional no eran aplicables, no se podían poner en práctica y no servían como guía para lograr el éxito o la felicidad. Ésa es la razón por la que muchas novelas románticas, cuyo sentido de la vida se manifiesta a favor del ser humano y de la Tierra, tienen finales trágicos, como, por ejemplo, Nuestra Señora de París o El hombre que ríe, ambas de Victor Hugo. También es la razón por la que muchas novelas románticas están ambientadas en el pasado, en una época remota de la historia (con una clara preferencia por la etapa medieval), como las de Walter Scott o las «de costumbres» actuales, últimos restos de la escuela romántica que ya están desapareciendo de las librerías. Las novelas que trataban de los problemas cruciales de la época del autor, como Los miserables, de Victor Hugo, eran una rara excepción. Al escapar de los problemas del presente, los románticos contradijeron su propia creencia filosófica fundamental (implícita) en la eficacia humana: veían al individuo (a veces) como un ser heroico, pero la vida como algo (casi siempre) trágico. No podían proyectar y concretar con éxito la plenitud del individuo en la Tierra; ni los valores tradicionales de la religión ni sus propios valores desafiantemente subjetivos (y casi siempre del todo irracionales) eran capaces de hacer realidad esa plenitud. Al huir hacia el pasado histórico o refugiarse en novelas de un sentimentalismo totalmente irreal, los escritores románticos se hicieron cada vez más vulnerables a la acusación de «escapismo» que se lanzaba contra sus obras. Se vieron obligados a alejarse más y más de los problemas reales de la existencia humana y, finalmente, a dar la espalda a los problemas serios. Su obra degeneró en el tipo de ficción ligera que predomina en nuestros días. (Los detractores del ideal del amor romántico lo acusan de la misma falta de realismo que se asocia con la literatura propia del Romanticismo).

La visión de la vida de los románticos sufrió cada vez más ataques en la segunda mitad del siglo XIX, no sólo porque su perspectiva estaba totalmente al margen de la visión mecanicista-deterministamaterialista de la época (que, en esencia, consideraba a los seres humanos juguetes indefensos de fuerzas ajenas a su control), ni tampoco por la atracción por el irracionalismo y el misticismo que impregnaron el movimiento, ni porque muchos de sus exponentes fueron incapaces de liberarse del obstáculo que suponía la orientación hacia los valores de la religión, sino, sobre todo, porque no supieron aprovechar la importancia de la razón para su causa.

Al aceptar la dicotomía entre razón y emoción, se autoproclamaron defensores del sentimiento frente al intelecto, de la subjetividad contra la objetividad. No entendieron que la razón y la pasión, o el intelecto y la intuición, son expresiones de nuestra humanidad y de la fuerza vital, y que no deben estar enfrentadas. Dieron la razón a sus enemigos: un error fatal. La batalla de los románticos contra ellos no fue, en realidad, de irracionalistas contra racionalistas, sino más bien de irracionalistas (en algunos aspectos) contra irracionalistas (en otros aspectos). Ninguno de los dos bandos se alzó con la victoria.

Hemos visto que lo que hace que el término «romántico» sea aplicable a la novela romántica y al concepto del amor romántico es la visión de los valores elegidos por un ser humano como elemento determinante y crucial en su vida. Sin embargo, lo que necesita el amor romántico —y que la visión romántica del siglo XIX no proporcionó— es la integración de la razón y la pasión, un equilibrio entre lo subjetivo y lo objetivo. Podemos expresar ese pensamiento de otra forma: lo que el amor romántico necesita es realismo psicológico, algo que los escritores románticos no supieron transmitir.

El siglo XIX: el amor romántico «controlado»

A pesar de los ataques contra el romanticismo en el siglo XIX, el ideal del amor romántico (en el sentido más general) caló en la clase media que surgió en una época en la que las viejas certidumbres filosóficas, científicas y sociales empezaban a desmoronarse. A mediados del siglo XIX, las implicaciones de la visión científica del mundo se percibieron en toda su extensión. La teoría de la evolución fue sólo un elemento más de una larga sucesión de descubrimientos científicos que menoscabaron las verdades religiosas que hasta entonces habían dado significado a la existencia humana. El compromiso con las relaciones humanas interpersonales parecía la única fuente de estabilidad, permanencia y significado de la experiencia humana.

Las últimas líneas del poema de Matthew Arnold titulado «Dover Beach» (1867) señalan de manera conmovedora hasta qué punto el amor parecía el último reducto de seguridad:

El Mar de la Fe

también era uno, en su plenitud, y bordeaba las orillas de la tierra,

yacía como los pliegues de una brillante diadema recogida.

Pero ahora solamente escucho

su rugir lleno de melancolía, largo y en retirada,

alejándose, hacia el sereno

de la noche nocturna,

hacia los vastos horizontes monótonos,

y al aire libre hace guijarros al mundo.

Oh, mi amor, ¡seamos fieles

el uno al otro! Pues el mundo, que parece

yacer ante nosotros como una tierra de sueños,

tan variado, tan bello, tan nuevo,

no tiene realmente ni gozo, ni amor, ni luz,

ni certeza, ni paz, ni alivio para el dolor;

y estamos aquí como en una llanura sombría

envueltos en alarmas confusas de batallas y fugas,

donde los ejércitos ignorantes se enfrentan por la noche.

El amor se veía en muchos casos como el único refugio de seguridad y apoyo en un mundo caótico e imprevisible, el único valor al que los hombres y las mujeres podían aferrarse con cierta esperanza de permanencia.

Entre las clases medias del siglo XIX, el amor romántico (en un sentido «controlado» y tranquilo) pasó a ser considerado un factor relacionado con el matrimonio. En medio de aquellas turbulencias generales, en medio de todos aquellos cambios sociales y culturales que desató la libertad política, el matrimonio y la familia se idealizaron como instituciones necesarias para la estabilidad social, y la devoción conyugal se convirtió en un deber social. No era una visión muy «romántica» del amor. Y dado que su moral era fundamentalmente puritana y que como nuevos ricos aspiraban a la respetabilidad, domesticaron y «sentimentalizaron» la pasión romántica. Conservaron el derecho a elegir pareja libremente, pero por lo demás fue una época de amor romántico controlado.

La cultura victoriana se caracterizó por ser severamente represiva. En el ámbito del amor romántico mostró una actitud sensiblera hacia la felicidad del hogar y la vida familiar combinada con una estricta represión de la sexualidad. El deseo sexual, en aquella sociedad fundamentalmente puritana, tendía a ser considerado una pasión animal de los hombres. En el matrimonio, la naturaleza animal del hombre se podía elevar moralmente por medio de una criatura virtuosa, espiritual y asexual popularizada en una influyente novela como «el ángel de la casa». El amor victoriano combinó el respeto mutuo, la devoción y el afecto con el matrimonio, pero ignorando el sexo en gran medida.

Si la libertad y el individualismo —pilares del amor romántico— fueron valores aceptados en el terreno económico, la presión del conformismo social en el ámbito personal fue enorme. Entre las clases medias en particular, con sus ansias de «respetabilidad», no había nada de la franqueza emocional y la libertad de expresión sexual elementales con que entendemos el amor romántico en nuestros días.

A pesar de todo, se desencadenó algo que ya nada podría parar, y que produjo cambios espectaculares. La posición de la mujer continuó mejorando a medida que; se ganaban nuevos derechos relacionados con la propiedad. El matrimonio se convirtió en un compromiso menos religioso y más civil, y el divorcio fue cada vez más posible. Los cambios legales facilitaron en gran medida la elección de una pareja romántica.

Por último, a finales del siglo XIX y principios del XX una nueva psicología sentó las bases de una nueva visión del sexo liberador, al menos en algunos aspectos. La visión religiosa de su carácter «animal» fue sustituida por un concepto del sexo como una función natural con un profundo significado psicológico.

El impacto de la «revolución freudiana», sin embargo, fue paradójico. Aunque aportó una perspectiva más clara sobre la sexualidad humana, fue profundamente antirromántica y opresiva para las mujeres. El antirromanticismo de Freud no consistió en negar el derecho de los individuos a elegir a sus parejas. De hecho, no abogó por la vuelta a los matrimonios concertados. Simplemente declaró que el amor era en realidad «una sexualidad con finalidades inhibidas», y que el romanticismo burgués representaba únicamente una «superidealización» del amante, derivada de la frustración del deseo sexual. Según el punto de vista de Freud, el «amor romántico» sólo es una expresión sublimada de los impulsos sexuales más oscuros. El concepto del deseo sexual como expresión de admiración era completamente ajeno a esta visión de las relaciones entre hombres y mujeres y, presumiblemente, lo fue también para él. En su visión de las mujeres, suscribió la doctrina de la «mujercita», esa criatura frágil y no demasiado brillante que necesita ser protegida por el hombre de la dura realidad de la existencia. La vida de una mujer, según él, estaba marcada por el sentido de inadecuación provocado por no tener pene. Así, se consideraba que una mujer demasiado activa en el ejercicio de su inteligencia o ambiciosa en cualquier aspecto ejercía un esfuerzo compensatorio para negar su naturaleza básica defectuosa e incompleta. Por éstas y otras razones, Freud no es precisamente un héroe para las feministas contemporáneas.

Y sin embargo, el efecto que produjo su obra fue, al final, liberador, al abrir el camino de la investigación de la sexualidad humana, y centrar la atención de su implacable curiosidad en un campo que las épocas anteriores habían mantenido oculto, con la voluntad de discutir lo indiscutible. Allanó, pues, el terreno para los que después le rebatirían, para los que verían más allá y con más claridad. Y, muy a su pesar, ayudó a la evolución del amor romántico.

El ideal «americano»: el individualismo

y el amor romántico

Ya hemos hablado de la conexión íntima entre el individualismo y el ideal del amor romántico. Esa relación puede ayudarnos a entender por qué el ideal se impuso por primera vez, y a una escala social muy amplia, en Estados Unidos, y por qué todavía hoy ese ideal se considera típicamente «americano» en muchos lugares del mundo.

Aunque las actitudes hacia la sexualidad estaban dominadas por la influencia puritana (más tarde victoriana) en la cultura americana, y la tradición antirromántica del «sentido común» en América implicaba la negación de la importancia de la pasión, los americanos del siglo XIX eran culturalmente libres para casarse por amor. Se convirtieron así en un ejemplo para el resto del mundo occidental. Como escribieron Burgess y Locke (1953) en su estudio histórico The Family: From Institution to Companionship, «Estados Unidos es el lugar donde se ha producido la única demostración, y en todo caso la más completa, de amor romántico como prólogo y causa del matrimonio».

Aún a riesgo de parecer repetitivo, es necesario hacer hincapié una vez más en que lo que distingue el punto de vista americano, y que representó una ruptura radical con respecto a su pasado europeo, es su compromiso sin precedentes con la libertad política, su individualismo intransigente, su doctrina de la supremacía de los derechos individuales y, más específicamente, su creencia en el derecho del individuo a buscar su propia felicidad en la Tierra. A los estadounidenses actuales les resulta difícil apreciar en toda su extensión el significado revolucionario de ese concepto, sobre todo si lo vemos desde la perspectiva de los intelectuales europeos. Norteamérica ha sido catalogada como la primera sociedad realmente seglar en la historia de la humanidad, ya que fue la primera nación del mundo en considerar al ser humano no un sirviente de la autoridad religiosa, o de la sociedad, o del Estado, sino una entidad con el derecho a existir para su propia felicidad. Fue la primera nación que dio expresión política explícita a ese principio.

Aparte de las consideraciones filosóficas y políticas, la elevación del amor romántico en la cultura norteamericana se puede explicar en parte por el hecho de que Norteamérica comenzó siendo una sociedad inmigrante cuyos miembros podían dejar atrás las tradiciones con mayor facilidad; porque la antigua economía de frontera era más arriesgada y abierta en sus actitudes, y porque las difíciles condiciones de vida hicieron que se valorara más a las mujeres (no sólo desde el punto de vista sexual o económico, sino en todos los niveles).

A finales del siglo XIX y principios del XX aumentó la movilidad de la población. Hombres y mujeres se mezclaron con mayor libertad en una amplia variedad de ambientes y contextos. La disponibilidad de la contracepción y la aceptación del divorcio incrementaron todavía más la liberación de las relaciones entre hombres y mujeres. En el siglo XX se produjo un declive en la influencia de las actitudes sexuales victorianas, seguido de un conocimiento más profundo de la sexualidad femenina y un auge del reconocimiento de la igualdad entre los dos sexos.

Los que vivimos hoy en Norteamérica disfrutamos de una libertad sin precedentes para dirigir nuestra vida privada y, en particular, nuestra vida sexual. Estamos aprendiendo a ver el sexo no como «el lado oscuro» de nuestra naturaleza, sino como una expresión normal de nuestra personalidad. Ya no nos sentimos tan inclinados a embellecer la tragedia al estilo de muchos románticos del siglo XIX. Y como la influencia de la religión continúa en declive, nos sentimos menos tentados a rebelarnos y «demostrar» nuestra «iluminación» por medio de la lujuria. Como resultado, la «naturalidad» del amor romántico se acepta hoy más que nunca.

Los críticos del amor romántico

Esto no significa que hoy en Estados Unidos el ideal del amor romántico no tenga críticos. Todo lo contrario. Muchos observadores sociales y psicológicos afirman que el intento de construir una relación a largo plazo —el matrimonio— sobre una base emocional es, en el mejor de los casos, completamente inocente y, en el peor, patológico o socialmente irresponsable.

Ralph Linton, antropólogo, escribió en 1936:

Todas las sociedades reconocen que entre personas de distinto sexo se producen relaciones emocionales intensas, pero nuestra actual cultura es prácticamente la única que ha intentado [...] convertirlas en la base del matrimonio. [...] Su rareza en la mayoría de las sociedades sugiere que son desajustes psicológicos a los cuales nuestra cultura ha otorgado un valor extraordinario.

Un ataque más elaborado e influyente es el que realizó Denis de Rougemont en El amor y Occidente, publicado originalmente en 1940:

En los siete mil años en que una civilización ha sucedido a otra, ninguna ha concedido tanta publicidad diaria al amor conocido como romance. [...] Ninguna se ha embarcado en la misma convicción ingenua según la cual la peligrosa empresa del matrimonio coincide con el amor así entendido, haciendo que el primero dependa del segundo. [...] En realidad, [...] el amor romántico falla a la primera cuando se encuentra con un obstáculo: el tiempo. El matrimonio es una institución pensada para ser duradera; de lo contrario, no tiene sentido. [...] Intentar basar el matrimonio en una forma de amor inestable por definición es trabajar para el Estado de Nevada. [...] El romance se alimenta de los obstáculos, de los momentos breves de excitación y de las separaciones; el matrimonio, por el contrario, se compone de deseo, de cercanía diaria, de acostumbrarse al otro. El romance exige el «amor lejano» del trovador; el matrimonio, el amor «del que está cerca».

En un ataque todavía más enconado, James H. S. Bossard y Eleanor S. Boll escribieron estas palabras en Why Marriages Go Wrong (1958):

Si uno elige a un compañero y se casa únicamente buscando su felicidad y su plenitud personal, cuando ese compañero ya no cumpla esa función el matrimonio se habrá acabado. [...] La línea entre la persona individualista y la egocéntrica es muy fina. [...] El deseo de felicidad personal degenera en apatía social [...].

Para Bossard y Boll, la insistencia de los norteamericanos en el amor romántico refleja «una psicología de niño malcriado».

En un simposio sobre el amor celebrado en 1973, un participante expresó un punto de vista que muchos de los asistentes compartían:

En el ámbito sociocultural, y también en el psicológico, el amor podría ser como un freno que impide el desarrollo de nuevas formas sociales muy importantes para el desarrollo de una condición humana y una sociedad del futuro mejores y más satisfactorias.

En un ataque más personal, el libro de John F. Cuber y Peggy B. Harroff publicado en 1965 y titulado The Significant Americans se considera «un estudio de la conducta sexual entre los ricos». En este estudio, los autores comparan dos tipos de matrimonios: el «utilitario», caracterizado por una ausencia de implicación mutua o pasión; mantenido por cuestiones sociales, económicas y familiares, y tolerado gracias a las separaciones prolongadas, la participación en «actividades colectivas» y la infidelidad sexual, y el matrimonio «intrínseco», caracterizado por la implicación emocional y sexual apasionada, una política de compartir las experiencias de la vida en la medida de lo posible, y una actitud de considerar la relación más interesante, más excitante y más satisfactoria que cualquier otro aspecto de la existencia social (en otras palabras, amor romántico). Los cónyuges inmersos en un «matrimonio intrínseco», según los autores, tienden a ser muy egoístas con su tiempo, en el sentido de que son reacios a participar en actividades sociales, políticas, comunitarias o de cualquier otra índole que conlleven una separación, a menos que estén convencidos de que existen muy buenas razones para hacerlo. No buscan excusas para librarse del otro. Si este tipo de relación tiende a provocar cierto grado de envidia entre los que practican un «matrimonio utilitario», según los autores, también provoca resentimiento y hostilidad. Los autores hablan de sentimientos tan hostiles como: «esos inmaduros» deben «ser controlados» de algún modo. Hablan de un hombre con formación en psicología que declaró: «Tarde o temprano hay que comportarse conforme a la edad que uno tiene. La gente que no evoluciona tiene un problema psicológico. Y si no lo tiene, lo tendrá».

Según los autores, otro psicólogo declaró con convicción: «Cualquier hombre o mujer que tiene la necesidad de tanta proximidad está enfermo. ¡Necesita apoyarse en otra persona como si fuese una muleta! ¡Es demasiado dependiente! Hay algo insano en eso». (Estos sentimientos negativos no expresan el punto de vista de los autores del libro.)

A los críticos les gusta señalar que el país en el que el amor romántico encontró su mejor sede es también el país con la mayor tasa de divorcios del mundo. Aunque un número elevado de divorcios no equivale a acusar directamente al amor romántico (más bien sugiere que muchos norteamericanos están tan comprometidos con el ideal de la felicidad conyugal que no están dispuestos a resignarse a una vida de sufrimiento), resulta indiscutible que muchísimas personas experimentan los esfuerzos que invierten en la satisfacción romántica como fracasos decepcionantes o incluso desastrosos. Es evidente que el desencanto y la desilusión campan a sus anchas. Los experimentos como el intercambio de parejas, la poligamia, las comunas sexuales o los «matrimonios» de tres personas representan caminos alternativos a la satisfacción personal que parecen tener cada vez más adeptos. Sin embargo, nadie habla de éxitos rotundos. Al parecer, las variaciones en la estructura de las relaciones no ahondan en el tema central. El problema llega a un nivel más profundo que esas «soluciones» no alcanzan.

La abrumadora e innegable realidad del problema —la dificultad de conseguir una felicidad sostenida en una relación interpersonal— evidencia nuestra necesidad de pensar más profundamente sobre este tema y analizar de qué dependen las relaciones sentimentales y el amor.

Pero antes vamos a considerar brevemente por qué el amor romántico ha recibido críticas tan duras.

Qué no es el amor romántico

Muchas de las críticas recurrentes contra el amor romántico se basan en observar procesos irracionales o inmaduros que se dan entre personas que manifiestan estar «enamoradas» y después generalizar sobre la repulsa contra el amor romántico como tal. En esos casos, los argumentos no se dirigen en realidad contra el amor romántico (si se entiende por amor romántico «un vínculo apasionado espiritual-emocional-sexual entre un hombre y una mujer que refleja una alta estima mutua de su valor como persona»).

Existen, por ejemplo, hombres y mujeres que experimentan una fuerte atracción sexual, llegan a la conclusión de que están «enamorados» y dan el paso de casarse basándose en esa atracción, ignorando el hecho de que tienen pocos valores o intereses en común, no se admiran realmente, están ligados principalmente por necesidades de dependencia, tienen personalidades y temperamentos incompatibles y, en definitiva, no están interesados en el otro. Por supuesto, esas relaciones están abocadas al fracaso. No representan el amor romántico.

Amar a un ser humano significa conocer y amar a su persona, lo que presupone la capacidad de ver con claridad. Habitualmente se afirma que los amantes románticos manifiestan una fuerte tendencia a idealizar o a hacer atractivos a sus compañeros, a tener una percepción equivocada exagerando sus virtudes y negándose a ver sus carencias. Por supuesto, eso ocurre en ocasiones, pero no es inherente a la naturaleza del amor. Afirmar que el amor es ciego implica que entre dos personas no pueden existir afinidades reales y profundas que inspiren amor. Ese argumento va en contra de la experiencia de hombres y mujeres que ven las debilidades y los puntos fuertes de sus parejas, a quienes aman con pasión.

Una vez más, en ocasiones se afirma (como hemos visto en el caso de De Rougemont, y antes que él, en el de Freud) que la experiencia del amor romántico surge únicamente de frustraciones sexuales y, por tanto, debe desaparecer poco después de ser consumado. La frustración puede crear un deseo obsesivo y alimentar la tendencia a dotar al objeto del deseo de un valor temporal. Sin embargo, todo el que asegura que el amor romántico no puede sobrevivir a la satisfacción sexual está haciendo una afirmación personal esclarecedora sobre su persona, y también revela una extraordinaria ceguera o indiferencia hacia la experiencia de los demás.

En ocasiones se argumenta que dado que la mayoría de las parejas experimentan sentimientos de desencanto poco después del matrimonio, la experiencia del amor romántico tiene que ser una falsa ilusión. Sin embargo, muchas personas experimentan ese desencanto en algún momento de su trayectoria profesional, y no por ello se sugiere que se hayan equivocado de carrera. También las hay que viven cierto grado de desencanto con sus hijos, y no por ello se supone que el deseo de tener hijos es inmaduro y neurótico por naturaleza. En cambio, se acepta que las necesidades para lograr la felicidad en la profesión o el éxito en la crianza de los hijos pueden ser mayores y más complicadas de lo que normalmente se cree.

El amor romántico no es omnipotente (y los que piensan que lo es son demasiado inmaduros para estar preparados para vivirlo). Ante la multitud de problemas psicológicos que muchas personas aportan a sus relaciones románticas —teniendo en cuenta sus dudas, sus temores, sus inseguridades, su falta de autoestima; el hecho de que muchas de ellas no han aprendido que una relación amorosa, como cualquier otro valor de la vida, requiere conciencia, valor, conocimientos y sabiduría para poder mantenerla en el tiempo—, no es de extrañar que la mayoría de ellas acaben siendo decepcionantes. Sin embargo, condenar el amor romántico con ese argumento viene a ser como afirmar que si «el amor no es suficiente», que si el amor por sí mismo no puede darnos la felicidad y la satisfacción de manera indefinida, entonces es que se trata de un error, de una falsa ilusión, incluso de una neurosis. Sin duda, el error no radica en el ideal del amor romántico, sino en las exigencias irracionales e imposibles que se le imponen.

Resulta muy difícil abstraerse de la sensación de que al menos algunos ataques contra el amor romántico tienen sus raíces en la envidia, tal como sugiere la cita tomada de The Significant Americans: la envidia, la infelicidad personal y la incapacidad de entender la psicología de las personas cuya capacidad para disfrutar de la vida es mayor que la propia.

Sin embargo, existen aspectos filosóficos más profundos que conviene tener en cuenta. Tanto la defensa del amor romántico como los ataques contemporáneos surgieron en un contexto histórico-filosófico.

Una vez más, vamos a hablar de la mentalidad tribal (lo que significa adentrarse de nuevo en el campo de la teoría ética y política). Cuando leí algunos ataques contra el amor romántico lanzados por intelectuales contemporáneos, me vino a la mente el lema que aparecía en las monedas nazis: «El bien común por encima del bien individual». Y también la declaración de Hitler: «En la búsqueda de su propia felicidad, la gente cae del cielo para ir a parar al infierno».

Una de las tragedias de la historia de la humanidad es que la mayor parte de los sistemas éticos que han logrado cierto grado de influencia mundial son básicamente variaciones del tema del autosacrificio. El altruismo se equiparaba con la virtud; el egoísmo —cumplir las necesidades y los deseos del ego— era sinónimo de maldad. Con esos sistemas, el individuo siempre ha sido una víctima que ha tenido que alejarse de su yo y ser «altruista» para servir con su sacrificio a un ser supuestamente más elevado llamado Dios, o faraón, o emperador, o rey, o sociedad, o Estado, o proletariado... o cosmos. Es una extraña paradoja de nuestra historia que esa doctrina, que nos dice que debemos vernos como animales expiatorios, se haya aceptado generalmente como representante de la benevolencia y el amor hacia la humanidad. Sólo hay que considerar sus consecuencias para estimar la naturaleza de su «benevolencia». Desde que el primer individuo, hace miles de años, fue sacrificado en un altar por el bien de la tribu, hasta los herejes y los apóstatas quemados en la hoguera por el bien del populacho o la gloria de Dios, pasando por los millones de exterminados en cámaras de gas o en campos de trabajos forzados por el bien de la raza o del proletariado, esa moralidad es la que ha servido como justificación de todas las dictaduras y de todas las atrocidades pasadas y presentes.

Sin embargo, muy pocos intelectuales han puesto en entredicho la idea básica que da pie a esas matanzas: «el bien del individuo debe subordinarse al bien de la comunidad». Discuten sobre las aplicaciones particulares de ese principio, sobre quién debe ser sacrificado y en beneficio de quién; expresan su horror e indignación cuando no aprueban la elección de las víctimas y los beneficiarios, pero no se cuestionan el principio esencial: que el individuo es un objeto de sacrificio.

Al revisar esos ataques contra el amor romántico que le reprochan su falta de atención al «bien mayor de la comunidad», me pregunté cuántos millones más de seres humanos tendrán que sufrir antes de que entendamos que no existe mayor bien que el del individuo.

Más adelante recuperaremos el tema del amor y el egoísmo. Sin embargo, sean cuales sean las soluciones a las que tengan que llegar los seres humanos para obtener satisfacción en el contexto de las relaciones de pareja, la renuncia al derecho de cada uno de buscar la felicidad personal no es una de ellas.

Por último, para regresar a la curiosa crítica del amor romántico con la que comenzamos este apartado —la afirmación de Linton según la cual la rareza del amor romántico en otras culturas indica que podría ser una «irregularidad» psicológica en la nuestra—, sólo debemos tener en cuenta que según esa lógica deberíamos condenar muchas otras «irregularidades» de la civilización norteamericana, como su mayor nivel de vida, su reconocimiento de los derechos del individuo o su libertad política, cuestiones que ciertamente son «rarezas» en otros muchos lugares.

En relación con el resto del mundo, Estados Unidos es un país innovador en muchos aspectos. La importancia que otorga al amor romántico lo diferencia de muchas otras culturas, las clases educadas de las cuales están observando el ideal norteamericano con un deseo creciente. Y en muchos casos hasta están rechazando un concepto del amor y del matrimonio que ya se ha quedado obsoleto.

Sobre el movimiento del potencial humano

Antes de regresar al tema central me gustaría hacer una especie de excursión (o más bien una digresión) por un territorio que puede parecer muy alejado de la cuestión del amor romántico y que, sin embargo, guarda relación con él de una manera indirecta. Se trata del movimiento del potencial humano, surgido en el siglo XX.

Dado que vamos a tener que mencionar una vez más el tema del individualismo, empecemos por profundizar un poco más en su significado. El individualismo es un concepto ético-político y ético-psicológico. Como concepto ético-político, propugna la supremacía de los derechos del individuo, el principio de que un ser humano es un fin en sí mismo, no un medio para los fines de los demás, y que el objetivo de la vida es la realización personal. Como concepto ético-psicológico, el individualismo mantiene que el ser humano debe pensar y juzgar de manera independiente, respetando sólo la soberanía de su mente. Está íntimamente relacionado con el concepto de la autonomía (del que hablaremos más adelante).

Aparte de los acontecimientos sociales y culturales descritos, la marea histórica del individualismo dio lugar durante la segunda mitad del siglo XX a un fenómeno muy significativo en el campo de la psicología: el «movimiento del potencial humano». Se trata de una rebelión contra la visión estrecha y reduccionista del ser humano mantenida por el psicoanálisis y el conductismo, que supone la búsqueda de un conocimiento más amplio del significado del término «humano» y de las posibilidades «más elevadas» de la naturaleza humana. A diferencia de la psicología y la psiquiatría tradicionales, ocupadas principalmente en la «enfermedad» y su tratamiento, el movimiento del potencial humano se orienta hacia todo lo que se encuentra al otro lado de lo «normal», lo que pertenece al crecimiento, al desarrollo personal y a la exploración y puesta en práctica de potencialidades positivas.

Ahora bien, lo que resulta especialmente interesante de este fenómeno en el contexto de nuestro discurso, es que dicho movimiento es atacado actualmente por razones muy similares a las que se esgrimen contra el amor romántico. Se alega que es «egocéntrico», «autoindulgente», «un fenómeno propio de la clase media», y sus exponentes son acusados de mostrarse indiferentes a los problemas «del mundo en su conjunto».

El movimiento del potencial humano es definitivamente «un fenómeno propio de la clase media» (tal como se aceptó al principio a gran escala el amor romántico). Obviamente, las personas que luchan con el problema de la supervivencia física, para quienes la enfermedad y el hambre son el día a día, no se paran a pensar en la «autorrealización». Eso es algo que sólo experimentan aquellos que han alcanzado un grado razonable de bienestar material y que quieren «más» (no en el sentido material, sino en el espiritual, psicológico, emocional, intelectual). El movimiento surgió en una sociedad rica; es un «fenómeno norteamericano».

Aun así, hay que admitir que este movimiento cae muchas veces en el absurdo. Resulta comparable a una frontera del Lejano Oeste: mucho entusiasmo, algunas chispas de genialidad y mucha gente vendiendo «pociones milagrosas». Difícilmente podría ser de otra manera. Es el patrón que siguen todos los principios.

Lo triste es que numerosos exponentes del movimiento del potencial humano hayan adoptado posiciones cada vez más apologéticas y defensivas en respuesta a las acusaciones que los tildan de «egoístas». Por supuesto, la búsqueda de la autorrealización es egoísta. Y también la de la salud física. Y la del equilibrio mental. Y la de la felicidad. Y la de la siguiente bocanada de aire.

Varios miles de años de adoctrinamiento en la ética del autosacrificio han conseguido que la gente tenga pánico de reconocer lo obvio: que su interés por el crecimiento personal está motivado por el egoísmo y que tienen derecho a ello. Asistimos al triste espectáculo de muchos defensores del movimiento explicando que lo que realmente están haciendo es prepararse a través de la «mejora personal» para servir mejor a la humanidad, admitiendo así que las únicas justificaciones válidas son las «sociales».

Una de las ideas implícitas en esos ataques contra el movimiento del potencial humano, directamente comparable a algunos ataques contra el amor romántico, es que el interés por la autorrealización o la satisfacción personal es antisocial o socialmente irresponsable. Pero esta afirmación carece de todo fundamento y existen pruebas indiscutibles para apoyar la visión contraria. Las personas que no se aman a sí mismas no tienen capacidad de amar a los demás. Las personas que no se respetan a sí mismas no pueden respetar a los demás. Las personas que se sienten inseguras y llenas de dudas suelen considerar a los demás seres humanos amenazadores y perjudiciales.

En realidad, si repasamos la historia del progreso humano en todas las fases que nos han llevado desde las cuevas hasta nuestro actual nivel de civilización, y de la genialidad, la audacia, el valor y la creatividad que han hecho posible ese progreso, no podemos dejar de asombrarnos ante lo mucho que debemos a aquellos que dedicaron sus vidas a la tarea de descubrir y llevar a cabo su propio «destino»: artistas, científicos, filósofos, inventores, industriales... seres humanos cuya trayectoria vital ha consistido en su autorrealización (autodesarrollo, autosatisfacción).

Contemplado desde el lado positivo, el movimiento del potencial humano ha ayudado a crear un nuevo clima intelectual para abordar el tema del amor romántico. Frente a la visión reduccionista-mecanicista de la naturaleza humana (la visión de los seres humanos como máquinas), sus defensores han recuperado para la psicología un nuevo respeto hacia conceptos como «mente», «conciencia», «elección» y «objetivo». Los descubrimientos en física y biología han explotado el materialismo anticuado y han llevado inexorablemente hacia lo que se describe como un modelo orgánico, no mecánico, del universo. «Totalidad, organización, dinámica [...] esos conceptos generales podrían considerarse característicos de la visión moderna de la física frente a la visión mecánica», escribe Ludwig von Bertalanffy en Problems of Life.

La biología nunca ha sido capaz de salir adelante sin conceptos como función, objetivo y conciencia, que en las últimas décadas han ganado en «respetabilidad». El intento de reducir al ser humano a un autómata pasivo, interpretando su conducta, valores y elecciones como productos mecanizados de las fuerzas sociales e instintivas, nunca fue defendible. Ignoraba la evidencia —violentando gran parte de la experiencia humana y permitiéndose demasiadas falacias— mientras los filósofos ya se avanzaban incluso a los nuevos descubrimientos en física y biología. La falsa ilusión de que las «ciencias experimentales» avalaban o dotaban de credibilidad al reduccionismo está desapareciendo.

En el contexto de los nuevos conocimientos se reconoce que podemos hablar de «aspiraciones espirituales» y «afinidades espirituales» sin implicaciones teológicas, irracionales o precientíficas. Ahora somos más libres para mirar a los seres humanos y ver lo que siempre hemos tenido delante: que no somos máquinas, o que no somos «sólo» o «simplemente» máquinas.

Los robots no establecen relaciones románticas. Tampoco las marionetas se mueven por instintos. Ni creo poder afirmar que lo hagan los sujetos favoritos de los experimentos conductistas: los ratones y las palomas.

Somos la especie más evolucionada del planeta. Tenemos una conciencia sin parangón por su variedad y complejidad. Nuestra forma única de conciencia es la fuente de nuestras necesidades y capacidades específicamente humanas. Una de sus manifestaciones es la experiencia del amor romántico.

El amor romántico no es un mito que espera ser derribado; para muchos de nosotros es un descubrimiento que espera ser revelado.

Esencial: una nueva comprensión del amor romántico

Está claro que «el amor no basta».

El hecho de que dos seres humanos se quieran no garantiza que vayan a ser capaces de crear una relación placentera y satisfactoria. Su amor no garantiza que sean maduros y sabios, aunque sin esas cualidades ese amor corre peligro. Su amor no les enseña automáticamente habilidades comunicativas o métodos eficaces de resolución de conflictos, o el arte de integrarlo en el resto de su existencia. Sin embargo, la ausencia de esos conocimientos puede llevar a la muerte del amor. Su amor no produce autoestima; puede reforzarla, pero no crearla. Y sin autoestima el amor no puede sobrevivir (ni siquiera nacer).

Incluso entre personas maduras y realizadas, el amor no necesariamente es «para siempre».

A medida que las personas crecen y evolucionan, sus necesidades y deseos cambian. Pueden surgir nuevos objetivos y anhelos que provoquen fisuras en las relaciones. Esto no significa —o no tiene por qué significar— que el amor haya «fracasado». Una unión que proporciona una gran alegría, enriquecedora y estimulante para dos seres humanos no es un «fracaso» sólo porque no dure para siempre; puede ser una gran experiencia y que sus protagonistas se alegren de haberla vivido.

Cuando surgió el ritual del matrimonio que incluía la fórmula «hasta que la muerte os separe», la esperanza de vida no iba mucho más allá de los 20 años. De hecho, un hombre que moría a los 26, podía haber tenido tres esposas, dos de las cuales habrían fallecido durante un parto. «Para siempre» tenía un significado distinto en ese contexto; hoy, muchos de nosotros viviremos hasta los 80 años o más.

Lo que provoca la sensación de fracaso, en ocasiones, no es que el amor no aporte alegría y satisfacción a dos seres humanos, sino que es posible que éstos no sepan cuándo llega el momento de dejarlo correr; luchan por aferrarse a algo que ya se ha desvanecido, y bautizan erróneamente el tormento y la frustración de sus esfuerzos como «el fracaso del amor romántico».

Por tanto, debemos reconsiderar qué entendemos nosotros por amor romántico: qué significa, qué tipo de experiencia aporta, qué necesidades debe satisfacer y de qué condiciones depende. Tenemos que verlo como un encuentro único entre un hombre y una mujer, una experiencia única y una aventura única (que, posiblemente pero no necesariamente, implica matrimonio, hijos, exclusividad sexual y «hasta que la muerte nos separe»).

En el momento histórico en que nos encontramos, el amor romántico se enfrenta a una crisis. Y no se debe a que el ideal sea irracional, sino a que todavía estamos intentando asimilar su significado, entender sus presupuestos filosóficos y también sus exigencias psicológicas.

Exploremos, pues, con más detenimiento las raíces psicológicas del amor romántico, las necesidades que trata de satisfacer y las condiciones que conducen al éxito o al fracaso. Veremos qué es el amor, por qué nace, por qué en ocasiones crece y por qué en otras muere.