Prólogo

La cena del día festivo, 8 de noviembre de 1932

Aproximadamente a las siete de la tarde del 8 de noviembre de 1932, Nadia Alliluyeva Stalin, de treinta y un años, de rostro ovalado y ojos marrones, casada con el secretario general de los bolcheviques, se vestía para la atronadora fiesta con la que se conmemoraba el decimoquinto aniversario de la Revolución. Puritana, seria, pero frágil, Nadia se jactaba de su «modestia bolchevique», usaba vestidos sumamente sobrios y sin forma, chales sencillos, blusas de cuello caja, y no utilizaba maquillaje. Pero aquella noche iba a hacer un esfuerzo especial. En los lúgubres aposentos que ocupaba Stalin en el edificio de dos pisos del siglo XVII conocido como palacio Poteshni, que significa «palacio de la diversión», así llamado porque en otro tiempo había albergado un teatro zarista y a sus actores, Nadia daba vueltas ante su hermana, Anna, luciendo un vestido largo de color negro, singularmente moderno, con rosas rojas bordadas alrededor, importado de Berlín. Por una vez, se había permitido llevar un «peinado a la moda», en vez del severo moño de diario. Se había colocado graciosamente una rosa de té roja en su cabellera negra.

La fiesta, a la que asistían todos los jerarcas bolcheviques, como el primer ministro Molotov y su esposa Polina, delgada, lista y coqueta, que era además la mejor amiga de Nadia, era celebrada anualmente por el comisario de Defensa, Voroshilov, que residía en el edificio de la Caballería, alto y estrecho, a unos pasos apenas del palacio Poteshni, cruzando una pequeña calleja. En el pequeño mundo íntimo de la élite bolchevique, aquellas veladas sencillas y cordiales solían acabar con los jerarcas y sus esposas bailando danzas cosacas y cantando lamentos georgianos. Pero aquella noche la fiesta no acabaría como de costumbre.

A esa misma hora, a unos centenares de metros hacia el este, cerca del mausoleo de Lenin y de la Plaza Roja, en su despacho del segundo piso del palacio Amarillo, edificio triangular del siglo XVIII antigua sede del Senado, Iosiv Stalin, secretario general del Partido Bolchevique y Vozhd —caudillo— de la Unión Soviética, a la sazón de cincuenta y tres años, veintidós más que Nadia, y padre de los dos hijos de ésta, se reunía con su policía secreto preferido. Genrij Yagoda, presidente adjunto de la GPU,* hijo de un joyero judío de Nizhni Nóvgorod, con cara de hurón, bigote «a lo Hitler», y aficionado a las orquídeas, la pornografía alemana y las amistades literarias, informaba a Stalin de las nuevas conjuras contra él que se tramaban en el Partido y de otros disturbios existentes en el país.

Stalin, ayudado por Molotov, de cuarenta y dos años, y su máxima autoridad en economía, Valerian Kuibishev, de cuarenta y cinco, que tenía aspecto de poeta loco, con su cabellera salvaje, su entusiasmo por la bebida, las mujeres y, como cabría esperar, por la composición de poesías, ordenaba detener a cuantos se oponían a él. La tensión de aquellos meses era sofocante y Stalin llegó a temer la pérdida de la propia Ucrania, que, en algunos lugares, se había convertido en un lugar imposible dominado por el hambre y el desorden. Cuando se fue Yagoda a las 19.05, los otros dos se quedaron hablando de la guerra que libraban «para partir el espinazo» a los campesinos, pese a los costes que pudiera significar para los millones de hombres que se morían de inanición víctimas de la hambruna provocada por el hambre más gigantesca de la historia. Estaban decididos a utilizar el grano para financiar la gran ofensiva destinada a convertir a Rusia en una potencia industrial moderna. Pero aquella noche, la tragedia estaba más cerca de la esfera privada: Stalin habría de enfrentarse a la crisis personal más lacerante y misteriosa de su carrera. Y volvería a verla en su imaginación una y otra vez durante el resto de su vida.

A las 20.05, Stalin, acompañado por los demás, bajó parsimoniosamente las escaleras para dirigirse a la fiesta, atravesó las callejas y las plazas nevadas de aquella fortaleza medieval de murallas rojas, vestido con su guerrera del Partido, sus viejos pantalones anchos, botas de cuero flexibles, el viejo gabán del ejército y el shapka de piel de lobo con orejeras. Tenía el brazo izquierdo ligeramente más corto que el derecho, pero se le notaba menos de lo que se le notaría en la vejez, y solía ir fumando un cigarrillo o chupando su pipa. La cabeza y la cabellera, espesa y corta, todavía negra, pero con las primeras manchas de canas, reflejaban la hermosa fuerza de los montañeses del Cáucaso; sus ojos felinos, casi orientales, eran «de color miel», pero cuando lo dominaba la cólera, lanzaban destellos amarillos de lobo. Los niños decían que su bigote picaba y consideraban su olor a tabaco acre, aunque, como recordarían Molotov y sus admiradoras, Stalin seguía resultando atractivo para las mujeres con las que galanteaba tímida y torpemente.1

Aquella figura pequeña y robusta, de un metro sesenta y dos de estatura, que caminaba con paso pesado y al mismo tiempo enérgico, metiendo los pies hacia dentro al andar (de un modo que los actores del Bolshoi remedaban concienzudamente cuando interpretaban el papel de un zar), charlando en voz baja con Molotov con su fuerte acento georgiano, iba protegida sólo por uno o dos guardaespaldas. Los jerarcas se paseaban por Moscú casi sin guardias de seguridad. Incluso el receloso Stalin, odiado ya en las zonas rurales, se dirigía a pie a su casa desde el despacho de la plaza Vieja con un solo guardaespaldas. Una noche, Molotov y Stalin iban caminando a casa en medio de una tormenta de nieve «sin un solo guardaespaldas» cuando, al atravesar la plaza del Picadero, se les acercó un mendigo. Stalin le dio diez rublos y el vagabundo, decepcionado, gritó:

—¡Maldito burgués!

—¿Quién puede entender a nuestro pueblo? —dijo Stalin en tono meditabundo.

A pesar del asesinato de algunas personalidades soviéticas (y del atentado que sufrió Lenin en 1918), la relajación siguió siendo curiosamente grande hasta junio de 1927, cuando tras el asesinato del embajador soviético en Polonia se reforzó ligeramente la seguridad. En 1930 el Politburó aprobó un decreto «para prohibir al camarada Stalin andar por la ciudad a pie». Pero él siguió dando sus paseos unos cuantos años más. Aquélla era una auténtica edad de oro que unas horas más tarde llegaría a su fin con la muerte, si no con el asesinato.2

Stalin era ya célebre por su hermetismo de esfinge y su modestia flemática, representada por la pipa que chupaba ostentosamente como un viejo campesino. Lejos de ser la mediocridad burocrática completamente gris que desdeñaba Trotski, el verdadero Stalin era un personaje melodramático, enérgico y vanidoso, excepcional en todos los sentidos.

Tras la misteriosa calma de aquellas aguas insondables se ocultaban torbellinos letales de ambición, cólera e infelicidad. Capaz de actuar con una parsimonia perfectamente controlada y de realizar jugadas audaces, parecía encerrado dentro de una fría armadura de acero, pero sus antenas estaban siempre pendientes de todo y su fiero temperamento georgiano era tan incontrolable que estuvo a punto de arruinar su carrera cuando lo desató contra la esposa de Lenin. Era un neurótico mercurial con el temperamento rígido y fogoso de un actor en tensión que se recrea en su propio drama, lo que quien acabara siendo su sucesor, Nikita Jrushchov, llamaba un litsedei, un hombre de muchas caras. Lazar Kaganovich, uno de sus camaradas más próximos durante más de treinta años, que se dirigía también a la cena, nos ha dejado la mejor descripción de este «personaje único»: era «un hombre distinto en cada ocasión... Conocí por lo menos cinco o seis Stalins».

No obstante, la apertura de sus archivos y las numerosas fuentes accesibles en la actualidad nos permiten hacernos una idea del personaje mucho más clara que la que se tenía hasta ahora: ya no basta con describirlo como un «enigma». Hoy día sabemos cómo hablaba (constantemente sobre sí mismo, a menudo con una franqueza reveladora), cómo escribía sus notas y sus cartas, qué comía, qué canciones cantaba, y qué leía. Situado en el contexto de una jefatura bolchevique en constante desintegración, ambiente por lo demás único, adopta los rasgos de una persona de carne y hueso. El hombre que se escondía en su interior era un político extraordinariamente inteligente y dotado, cuyo papel histórico era a sus propios ojos formidable, un intelectual vigoroso que leía febrilmente libros de historia y de literatura, un hipocondríaco inquieto que padecía amigdalitis crónica, psoriasis, dolores reumáticos provocados por su brazo deforme y la congelación sufrida durante su destierro en Siberia. Locuaz, sociable y aficionado al canto, este hombre solitario y desgraciado arruinó todas las relaciones de amor y de amistad que mantuvo a lo largo de su vida, sacrificando su felicidad en aras de la necesidad política y de una paranoia caníbal. Arruinado por sus experiencias infantiles y de un temperamento frío hasta la anormalidad, intentó ser un padre y un marido cariñoso, pero envenenó cualquier bienestar emocional que pudiera sentir; fue un nostálgico amante de las rosas y las mimosas que creyó que la solución a todos los problemas humanos era la muerte, y que estaba obsesionado con las ejecuciones. Aquel ateo poseía todo lo que necesita un sacerdote y veía el mundo en términos de pecado y arrepentimiento, y sin embargo fue un «fanático marxista convencido desde su juventud». Su fanatismo era «semiislámico», y su egotismo mesiánico infinito. Asumió la misión imperial de los rusos, pero siguió siendo en buena medida un georgiano, que trasladó las venganzas propias de sus antepasados a Moscú.

La mayoría de los personajes públicos suelen compartir el hábito que tenía César de distanciarse del resto de los humanos para admirar su propia figura en el escenario del mundo, pero el distanciamiento de Stalin fue mayor. Su hijo adoptivo Artiom Sergeiev recuerda cómo gritaba a su hijo Vasili por aprovecharse del nombre de su padre.

—Pero al fin y al cabo yo también soy un Stalin —replicaba Vasili.

—¡No, no lo eres! —contestó Stalin—. ¡Ni tú eres Stalin ni yo soy Stalin! Stalin es el poderío soviético. ¡Stalin es lo que sale en los periódicos y en los retratos! ¡No tú! ¡Ni siquiera yo!

Fue su propia creación. Un hombre que se inventa su apellido, su cumpleaños, su nacionalidad, su educación y todo su pasado, con el fin de cambiar la historia y desempeñar el papel de líder, es de suponer que acabe en una institución mental, a menos que, por propia decisión, por suerte y por habilidad, aproveche el movimiento y la ocasión capaces de dar la vuelta al orden natural de las cosas. Stalin fue así. Ese movimiento fue el Partido Bolchevique; y la ocasión, la decadencia de la monarquía rusa. A la muerte de Stalin, se puso de moda verlo como una aberración, pero semejante tendencia suponía una forma de rescribir la historia tan burda como la que acostumbró a utilizar él mismo. El éxito de Stalin no fue una casualidad. Ningún ser vivo estuvo más capacitado que él para las intrigas conspiratorias, las claves teóricas, el dogmatismo sanguinario y la rigidez inhumana del partido de Lenin. Resulta difícil encontrar una síntesis mejor entre un individuo y un movimiento que ese matrimonio ideal existente entre Stalin y el bolchevismo: el hombre era un espejo de las virtudes y las carencias del movimiento.3

* * *

Nadia estaba emocionada con los preparativos para la fiesta. Apenas un día antes, durante el desfile del Día de la Revolución, los dolores de cabeza habían sido fortísimos, pero en aquellos momentos estaba contenta. Igual que el verdadero Stalin era distinto de su personaje histórico, con la verdadera Nadezhda Alliluyeva sucedía otro tanto. «Era muy hermosa, pero no puede apreciarse en las fotografías», recuerda Artiom Sergeiev. No era bonita en sentido convencional. Cuando sonreía, sus ojos irradiaban franqueza y sinceridad, pero también tenía cara seria, reservada y preocupada debido a sus dolencias físicas y mentales. Su frialdad era rota periódicamente por ataques de histeria y de depresión. Sentía celos crónicos. A diferencia de Stalin, que tenía un ingenio de verdugo, nadie recuerda el sentido del humor de Nadia. Era toda una bolchevique, capaz de actuar como espía de Stalin y de denunciar a los enemigos de éste. ¿Era éste, pues, el matrimonio de un lobo y un cordero, una metáfora del trato que dispensaba Stalin a Rusia? Sí, pero sólo en la medida en que se trataba de un matrimonio bolchevique en todos los sentidos, típico de la peculiar cultura que lo generó. Por otro lado, sin embargo, se trata simplemente de la tragedia habitual de un insensible adicto al trabajo, el peor compañero imaginable de aquella mujer reconcentrada y desequilibrada.

La vida de Stalin fue, al parecer, una fusión perfecta de política y familia bolcheviques. A pesar de la guerra brutal desencadenada contra los campesinos y de la presión cada vez mayor ejercida sobre los dirigentes, aquella época fue un idilio feliz, una vida de fines de semana en el campo en dachas tranquilas, cenas alegres en el Kremlin, y lánguidas vacaciones al sol a orillas del mar Negro, que los hijos de Stalin recordarían como las más dichosas de su vida. Las cartas del dictador revelan que el suyo fue un matrimonio difícil, pero lleno de amor:

«Hola, Tatka ... Te echo tanto de menos, Tatochka. Estoy más solo que un búho», escribía Stalin a Nadia, utilizando para ella su mote cariñoso, el 21 de junio de 1930. «No salgo de la ciudad por negocios. Estoy acabando mi trabajo y luego saldré de la ciudad a ver a los niños mañana ... Así que adiós, no estés ausente demasiado tiempo, vuelve a casa cuanto antes. ¡Besos de mi parte! Tu Iosiv.»4 Nadia estaba siguiendo un tratamiento para el dolor de cabeza en la ciudad alemana de Karlsbad. Stalin la echaba de menos y cuidaba de los niños, como cualquier otro marido. En otra ocasión, Nadia acababa una carta en los siguientes términos: «¡Te ruego que te cuides mucho! Te beso con pasión como cuando tú me besabas al despedirte! Tu Nadia».5

La suya nunca fue una relación fácil. Los dos eran muy apasionados y susceptibles: sus peleas fueron siempre tremendas. En 1926, Nadia se llevó a los niños a Leningrado diciendo que estaba dispuesta a abandonarlo. Pero él le suplicó que volviera y ella accedió. Da la impresión de que esas trifulcas fueron frecuentes, pero había intervalos de felicidad, aunque en una familia bolchevique como aquélla la tranquilidad dejara mucho que desear. Stalin era con frecuencia agresivo e insultante, pero probablemente fuera su distanciamiento lo que hiciera que resultara más difícil vivir con él. Nadia era orgullosa y severa, pero siempre estaba delicada de salud. Si por un lado los camaradas de Stalin como Molotov y Kaganovich pensaban de ella que estaba al borde de la «locura», su propia familia reconoce que a veces se mostraba «desquiciada y extremadamente sensible; todos los Alliluyev llevaban en sus venas la inestabilidad de la sangre gitana». Formaban una pareja imposible por culpa de los dos. Los dos eran egoístas y fríos, y los dos tenían un temperamento indómito, aunque Nadia no poseía ni la crueldad ni la doblez de él. Quizá fueran demasiado parecidos para ser felices. Todos los testimonios coinciden en afirmar que la vida con Stalin «no era fácil, resultaba muy dura». «No era una pareja perfecta —le dijo Polina Molotova a Svetlana, la hija de Stalin—, ¿pero qué pareja lo es?»6

Después de 1929, vivieron separados con frecuencia, pues Stalin pasaba sus vacaciones en el sur durante el otoño, mientras Nadia seguía estudiando. Pero los períodos felices eran cálidos y entrañables: las cartas iban y venían a través de mensajeros de la policía secreta y las esquelas se sucedían con tanta rapidez que parecían correos electrónicos. Incluso entre aquellos bolcheviques ascéticos se dejaba traslucir el sexo: en la carta citada anteriormente Nadia recordaba los «apasionadísimos besos». A los dos les encantaba estar juntos: como hemos visto, Stalin la echaba muchísimo de menos cuando estaba ausente, y ella también lo echaba de menos a él. «Me aburro mucho sin ti —decía Nadia en una carta—. Ven, estaremos bien juntos».7

Tenían en común a Vasili y a Svetlana. «Háblame de los niños», decía Stalin en una carta enviada desde el mar Negro. Cuando Nadia estaba fuera, él se encargaba de informarla: «Los niños están bien. No me gusta la maestra, está siempre yendo de un lado a otro y deja que Vasia y Tolika [su hijo adoptivo, Artiom] anden de acá para allá todo el día. Estoy seguro de que los estudios de Vasia se resentirán y quiero que aprueben alemán». Nadia incluía a menudo notitas de la pequeña Svetlana.8 Se contaban los problemas de salud que pudieran preocuparlos, como cualquier otra pareja. Cuando Stalin fue a hacerse un tratamiento al balneario de Matsesta, cerca de Sochi, le escribió diciendo: «He hecho dos sesiones de baños y tomaré diez ... Creo que nos sentiremos considerablemente mejor».

«¿Cómo estás de salud?», preguntaba Nadia.

«Tenía un eco en los pulmones y tos», respondía Stalin. Los dientes fueron siempre un problema para él:

«Y los dientes, por favor, que te los traten», le decía Nadia. Mientras ella estaba en Karlsbad siguiendo la cura, Stalin le preguntaba cariñosamente: «¿Visitaste a los médicos? Cuéntame sus opiniones». La echaba de menos, pero si el tratamiento se prolongaba, lo comprendería.9

A Stalin no le gustaba cambiar de ropa y llevaba trajes de verano hasta bien entrado el invierno, por lo que Nadia estaba siempre preocupada: «Te he mandado un abrigo porque después de estar en el sur podrías pillar un resfriado».10 Además le mandaba regalos: «Te envío unos limones», decía el dictador orgullosamente. «Te gustarán.» Aquel apasionado de la horticultura seguiría aficionado a cultivar limones hasta su muerte.11

Intercambiaban cotilleos acerca de los amigos y los camaradas a los que veían: «He oído decir que Gorki [el famoso novelista] ha estado en Sochi», decía Nadia. «A lo mejor ha ido a verte. Lástima que no esté yo allí. Me gusta tanto escucharlo...».12 Y naturalmente, como buena doncella bolchevique acostumbrada a vivir en aquella minúscula familia, en sentido lato, de jerarcas con sus correspondientes esposas, estaba casi tan obsesionada por la política como él, haciéndole saber todo lo que Molotov o Voroshilov le decían.13 Le enviaba libros, por los que él le daba las gracias, aunque protestaba cuando no llegaba alguno. Nadia le gastaba bromas acerca de la forma en que lo presentaba la literatura de los rusos blancos emigrados.

La modesta y austera Nadia no tenía el menor reparo en dar órdenes personalmente. Reprendió durante las vacaciones a Poskrebishev, el saturnino jefe de gabinete de su marido, quejándose de que «no hemos recibido ni un solo libro nuevo de literatura extranjera, y eso que dicen que ahora hay algunas novedades. Tal vez deberías hablar con Yagoda [jefe delegado de la GPU]... La última vez nos mandaron unos libros tan poco interesantes...».14 Cuando regresó de sus vacaciones, envió a Stalin unas fotografías: «Sólo las buenas. ¿Verdad que Molotov está gracioso?». Posteriormente Stalin bromearía con Molotov, absurdamente serio, en presencia de Churchill y Roosevelt. El dictador, por su parte, le mandaría a ella las fotografías de sus vacaciones.15

No obstante, a finales de los años veinte Nadia se sentía profesionalmente frustrada. Deseaba ser una bolchevique de carrera seria por derecho propio. Durante los primeros años veinte había sido mecanógrafa de su marido, luego de Lenin y después de Sergo Ordzhonikidze, otro georgiano enérgico y apasionado, a la sazón encargado de la Industria Pesada. Posteriormente Nadia pasó al Instituto Agrario Internacional del Departamento de Agitación y Propaganda, destino en el que, perdido entre tanto papeleo, descubrimos el trabajo diario de la esposa de Stalin en toda su aridez bolchevique: su superior pide a su ayudante habitual, que firma «N. Alliluyeva», que se encargue de la publicación de un artículo sorprendentemente aburrido titulado «Debemos estudiar el movimiento juvenil en las poblaciones rurales».

«No tengo absolutamente nada que ver con nadie en Moscú», protestaba. «Es extraño, pero me siento más afín a la gente que no es del Partido; me refiero a las mujeres, por supuesto. El motivo es que son más desenvueltas... Hay un montón de nuevos prejuicios. Si no trabajas, no eres más que una baba* Tenía razón. La nueva mujer bolchevique, como Polina Molotova, era política por derecho propio. Aquellas feministas se reían de las amas de casa y de las mecanógrafas como Nadia. Pero Stalin no quería que su mujer fuera de ésas: su Nadia debía ser lo que él llamaba una baba.16 En 1929, Nadia decidió convertirse en una poderosa mujer del Partido por sus propios méritos y no se fue de vacaciones con su esposo, sino que se quedó en Moscú para preparar los exámenes que le permitieran ingresar en la Academia Industrial y estudiar fibras sintéticas; de entonces data su amorosa correspondencia con Stalin. La educación era uno de los grandes logros de los bolcheviques y había millones de mujeres como ella. Stalin realmente deseaba una baba a su lado, pero apoyó sus planes: irónicamente, es posible que los instintos del dictador acertaran, pues enseguida se puso de manifiesto que Nadia no era en realidad lo bastante fuerte para hacer de estudiante, madre y esposa de Stalin a la vez. Suele acabar sus cartas preguntando:

«¿Qué tal los exámenes? ¡Un beso para mi Tatka!» La esposa de Molotov llegó a comisaria del pueblo, y Nadia tenía buenas razones para esperar llegar también a ocupar un cargo parecido.17

* * *

Los jerarcas y sus esposas no tuvieron más que cruzar el Kremlin para reunirse en casa de Voroshilov, ajenos a la tragedia que estaba a punto de precipitarse sobre Stalin y Nadia. Ninguno tenía que andar mucho. Ya desde que Lenin trasladara la capital a Moscú en 1918, los dirigentes habían vivido en aquel mundo secreto aislado, tras unos muros de cuatro metros de espesor, de bastiones almenados y elevadas puertas fortificadas, que, más que otra cosa recordaba a un parque temático sobre la historia de la vieja Moscovia de 26 hectáreas de extensión. «Por aquí solía pasear Iván el Terrible», decía Stalin a los visitantes. Cada día pasaba por delante de la catedral de San Miguel Arcángel, donde estaba enterrado el propio Iván el Terrible, ante el campanario de Iván el Grande, y ante el palacio Amarillo, donde trabajaba, que había sido construido por Catalina la Grande: en 1932 Stalin llevaba viviendo catorce años en el Kremlin, tantos como había pasado en la casa de sus padres.

Aquellos potentados —los «trabajadores responsables», según la terminología bolchevique— y el personal a su mando, los «trabajadores de servicio», residían en pisos espaciosos y de altos techos ocupados en otro tiempo por los dignatarios y mayordomos zaristas, sobre todo en el palacio Poteshni o en el edificio de la Caballería, y llevaban una vida tan enclaustrada en aquellos patios adornados con pináculos y pórticos abovedados, que recordaba la de los catedráticos de los colleges de Oxford: Stalin se dejaba caer cada dos por tres por sus casas y los otros dirigentes solían visitarlo a él regularmente en su domicilio para charlar un ratito, casi como el vecino que se presenta a pedir la típica taza de azúcar.

La mayoría de los invitados no tenían más que cruzar el pasillo para ir al apartamento de Kliment Voroshilov y su esposa Ekaterina, situado en el segundo piso del edificio de la Caballería (nominalmente el edificio de la Guardia Roja, aunque nadie lo llamaba así). Se entraba en la casa por una puerta situada en el pórtico en cuyo interior se encontraba el pequeño cine en el que solían recalar Stalin y sus amigos después de cenar. El interior era acogedor, pero espacioso, con habitaciones provistas de tarima de madera oscura y ventanas que daban a las murallas del Kremlin y a través de las cuales se veía la ciudad. Voroshilov, el anfitrión, de cincuenta y dos años, era el héroe más popular del panteón bolchevique, un oficial de caballería genial y fanfarrón, en otro tiempo un simple alfarero, que lucía un elegante mostacho a «lo D’Artagnan», de cabello rubio y un rostro mofletudo y sonrosado casi angelical. Stalin llegaría en compañía del pedante Molotov y el licencioso Kuibishev. La mujer de Molotov, la formidable Polina, de hermosa cabellera oscura, siempre bien vestida, llegó directamente de su casa, situada en el mismo edificio. Nadia cruzó el callejón desde el palacio Poteshni en compañía de su hermana Anna.

En 1932 no debía de haber escasez de comida ni de bebida, pero por entonces las cenas de Stalin todavía no eran los banquetes imperiales en los que se convertirían más tarde. La comida —entremeses rusos, sopa, varios platos de pescado salado y quizá carne de cordero— fue cocinada en la cantina del Kremlin y subida caliente al piso en la que había de ser servida por un ama de llaves, y regada con vodka y vino de Georgia en una sucesión inacabable de brindis. Obligado a enfrentarse a un desastre sin parangón en las provincias en las que diez millones de personas morían de hambre y a la conspiración urdida en el seno de su propio partido, sin seguridad en la lealtad de los que le rodeaban y, por si fuera poco, con la tensión añadida de una esposa exasperada, Stalin se sentía asediado y en guerra. Como los demás personajes que estaban en el centro de aquel torbellino, necesitaba beber y divertirse. Stalin se sentaba en el centro de la mesa, nunca en la cabecera, y Nadia ocupaba la silla situada frente a él.

* * *

Durante la semana, la familia Stalin vivía en el piso del Kremlin. Los Stalin tenían dos hijos, Vasili, de once años, un chico diminuto, obstinado y nervioso, y Svetlana, de siete, una niña pecosa y pelirroja. Estaba además Yakov, por entonces de veinticinco años, fruto del primer matrimonio de Stalin, que había ido a vivir con su padre en 1921, después de criarse en Georgia, un muchacho tímido y moreno, de ojos muy bellos. Stalin consideraba a Yakov lento hasta la exasperación. A los dieciocho años se había enamorado de Zoya, hija de un pope, con la que había contraído matrimonio. Stalin no había aprobado esta unión porque quería que Yasha estudiara. Como si se tratara de una «petición de socorro», el joven se pegó un tiro, pero sólo se hizo un rasguño en el pecho. Stalin consideró aquel gesto «un chantaje». La rígida Nadia desaprobaba la autocomplacencia de Yasha: «¡Cuánto la horrorizaba Yasha!», pensaba Stalin. Pero él era incluso menos compasivo.

—¡No podía pegarse un tiro certero! —comentó crudamente en una ocasión. «Aquél era su humor militar», explica Svetlana. Más tarde Yasha se divorciaría de Zoya y se instalaría en el domicilio paterno.18

Stalin había depositado grandes esperanzas en sus hijos varones y, dado el carácter meteórico de su propio ascenso, éstas no tenían mucho fundamento, y en cuanto a la niña, la adoraba. Además de los ya mencionados estaba Artiom Sergeiev, su amado hijo adoptivo, que a menudo vivía en la casa de la familia, aunque su madre seguía viva.* Stalin era más indulgente que Nadia, aunque pegara a Vasili «en un par de ocasiones». Lo cierto es que aquella mujer, retratada en todas las historias como un ser angelical, era, a su modo, más reconcentrada que Stalin. Su familia la consideraba «desde todos los puntos de vista muy indulgente consigo misma», recuerda su sobrino Vladimir Redens. «La niñera se quejaba de que Nadia no mostraba el más mínimo interés por los niños.» Su hija Svetlana admite que estaba mucho más preocupada por sus estudios. Trataba a los niños con rigor y nunca dirigió a Svetlana ni «una palabra de elogio». Es sorprendente que se peleara con Stalin no por su mala gestión política, sino sobre todo porque mimaba demasiado a los niños.19

No obstante, cuesta trabajo culparla de algo así. Su historial médico, conservado por Stalin en su archivo, y los testimonios de los que la conocieron, confirman que Nadia sufría una grave enfermedad mental, quizá una depresión maníaca hereditaria, o un trastorno límite de la personalidad que su hija llamaba «esquizofrenia», y una dolencia del cráneo que le producía migrañas. Necesitó curas de reposo especiales en 1922 y 1923, por padecer «somnolencia y debilidad». En 1926 tuvo un aborto que, según reveló su hija, le causó «problemas propios de la mujer». A continuación dejó de tener el período durante meses y meses. En 1927, los médicos descubrieron que su corazón tenía una válvula defectuosa, y sufrió agotamiento, anginas y artritis. En 1930, las anginas volvieron a atacarla. Poco antes le habían extirpado las amígdalas. El viaje a Karlsbad no curó sus misteriosos dolores de cabeza.

Nunca le faltaron cuidados médicos: los bolcheviques eran tan obsesivos en su hipocondría como fanáticos de la política. Nadia fue tratada por los mejores facultativos de Rusia y Alemania. Pero no había psiquiatras: resulta difícil imaginar un ambiente más pernicioso para una chica frágil que la cruel aridez de aquella olla a presión que era el Kremlin, invadida por el bolchevismo marcial que ella tanto veneraba, y la colérica falta de consideración de Stalin, por el que también sentía una enorme veneración.

Nadia se casó con un hombre egoísta y exigente, incapaz de hacer feliz ni a ella ni probablemente a nadie: la incansable energía de Stalin la agotaba. Pero ella era también a todas luces la persona menos indicada para él. No calmaba sus tensiones, sino que las agravaba. Stalin reconocía que las crisis mentales de Nadia lo desconcertaban. Sencillamente no poseía los recursos emocionales necesarios para ayudarla. A veces su «esquizofrenia» era tan fuerte que «casi perdía los estribos». Los jerarcas y los propios Alliluyev compadecían a Stalin. Y, sin embargo, a pesar de su turbulenta vida conyugal y de la extraña similitud existente entre la pasión y los celos de una y otro, se querían a su manera.

Al fin y al cabo era para Stalin para quien Nadia se había vestido. El «vestido negro con cenefas en forma de rosas...» se lo había regalado su hermano, Pavel Alliluyev, delgado y de ojos marrones, que acababa de regresar con el habitual cofre del tesoro cargado de regalos de Berlín, donde trabajaba para el ejército rojo. La mezcla de sangre gitana, georgiana, rusa y alemana que tanto la enorgullecía hacía que la rosa destacara sobre la cabellera negra de Nadia. A Stalin le chocaría aquel atuendo pues, como dice su sobrino, «nunca la animó a vestirse con más elegancia».20

* * *

Durante la cena se bebió mucho, según las directrices del tamada (maestro de ceremonias georgiano). Probablemente ejerciera esas funciones algún georgiano como el brillante Grigori Ordzhonikidze, llamado siempre Sergo, que parecía «un príncipe georgiano», con su larga melena y su cara leonina. En algún momento, a lo largo de la velada, sin que ninguno de los presentes se diera cuenta, Stalin y Nadia se enfadaron. Semejante circunstancia no tenía nada de raro. La velada de Nadia empezó a arruinarse debido a que entre tanto brindis, bailes y coqueteos en la mesa, Stalin casi ni se dio cuenta de cómo iba vestida, aunque era una de las mujeres más jóvenes allí presentes. Este detalle denota desde luego una falta de educación, aunque es habitual en muchas parejas.

Estaban rodeados de otros jerarcas bolcheviques, todos endurecidos por años y años de clandestinidad, con las manos manchadas de sangre por las hazañas realizadas durante la guerra civil, y ahora exultantes, aunque maltrechos, debido a los triunfos de la industria y las revueltas campesinas provocados por la revolución de Stalin. Algunos, como el propio Stalin, eran ya cincuentones. Pero la mayoría eran robustos y enérgicos fanáticos treintañeros, algunos de los administradores más dinámicos que ha conocido el mundo, capaces de construir ciudades y fábricas contra viento y marea, pero también de masacrar a sus enemigos y de hacer la guerra a los campesinos de su propio país. Con sus guerreras y sus botas, formaban un conjunto de astros machistas, bebedores incansables, poderosos y célebres en todo el imperio, con un ego descomunal, responsabilidades colosales y una Mauser en la pistolera. El ruidoso y estridente Lazar Kaganovich, un apuesto zapatero remendón judío, adjunto de Stalin, acababa de regresar de dirigir unas ejecuciones y deportaciones en masa en el norte del Cáucaso. Estaban también el fanfarrón comandante cosaco Budionni, con su poblado mostacho de morsa y sus dientes de blancura resplandeciente, y Mikoyan, un armenio delgado, astuto y apuesto, ambos veteranos de brutales expediciones destinadas a hacer acopio de grano y a aplastar a los campesinos. Eran actores volubles, violentos y coloristas del espectáculo político.

Formaban una familia incestuosa, una trama de viejas amistades y odios inveterados, de amoríos compartidos, destierros en Siberia y hazañas en la guerra civil: Mijail Kalinin, el presidente, llevaba visitando a los Alliluyev desde 1900. Nadia conocía a la mujer de Voroshilov desde Tsaritsin (llamada luego Stalingrado) y estudiaba en la Academia de Industria con Maria Kaganovich y Dora Jazan (casada con otro jerarca, Andreyev, también presente), sus mejores amigas aparte de Polina Molotova. Por último estaba el pequeño intelectual Nikolai Bujarin, todo ojos parpadeantes y barba rojiza, pintor, poeta y filósofo, al que Lenin llamara en una ocasión «el niño bonito del Partido» y que había sido el amigo más íntimo de Stalin y Nadia. Era un hombre encantador, el «duendecillo» de los bolcheviques. Stalin lo había derrotado en 1929, pero su amistad con Nadia había seguido viva. El propio Stalin medio amaba y medio odiaba a «Bujarchik», según aquella combinación letal de admiración y envidia que era habitual en él. Aquella noche Bujarin había sido readmitido, al menos temporalmente, en el círculo mágico.

Irritada por la falta de atención de Stalin, Nadia empezó a bailar con su padrino georgiano, el «tío Abel» Yenukidze, un georgiano tortuoso, rubio, oficial al mando del Kremlin que ya había empezado a molestar al Partido por su afición a los amoríos con bailarinas adolescentes. La suerte del «tío Abel» ilustra las trampas mortales que tendía el hedonismo cuando la vida privada pertenecía al Partido. Quizá Nadia pretendiera irritar a Stalin. Natalia Rikova, que se hallaba aquella noche en el Kremlin en compañía de su padre, el antiguo primer ministro, pero que no asistió a la cena, oyó decir al día siguiente que el baile de Nadia había hecho enfurecer a Stalin. El episodio es con toda seguridad creíble, pues otras versiones hablan de que Nadia estuvo coqueteando con alguien. Quizá Stalin estuviera tan borracho que ni siquiera se diera cuenta.

* * *

Stalin estaba distraído con sus propios coqueteos. Aunque Nadia estaba sentada frente a él, flirteaba descaradamente con la «guapa» esposa de Alexander Yegorov, un comandante del ejército rojo con el que había luchado en la guerra de Polonia de 1920. Galia Yegorova, de soltera Zekrovskaya, de treinta y cuatro años, era una actriz de cine muy presumida, una morena «bonita, interesante y encantadora», famosa por sus aventuras amorosas y sus vestidos subidos de tono. Entre aquellas tristes matronas bolcheviques, Yegorova debía de ser como un pavo real en un gallinero, pues, como luego reconocería en el interrogatorio al que fue sometida, se movía en un mundo de «compañías deslumbrantes, vestidos a la moda... coqueteos, bailes y diversiones». La forma de flirtear de Stalin oscilaba entre la caballerosidad georgiana tradicional y, cuando estaba borracho, la grosería pueril. En aquella ocasión, predominaría esta última. Stalin entretenía siempre a los niños echando galletas, mondas de naranja y trozos de pan en las fuentes de helado o en las copas de té. Se puso a juguetear con la actriz de la misma manera, arrojándole bolitas de miga de pan. El cortejo descarado a la Yegorova despertó los celos maníacos de Nadia: no podía soportarlo.

Stalin no era un hombre mujeriego: estaba casado con el bolchevismo y emocionalmente comprometido para su propio mal con la causa de la Revolución. Las emociones privadas de cualquier tipo eran una bagatela comparadas con la mejora de la humanidad a través del marxismo-leninismo. Pero aunque ocuparan un puesto inferior en su lista de prioridades, aunque emocionalmente no se hallara en las mejores condiciones, no dejaba de sentir interés por las mujeres; y desde luego las mujeres estaban interesadas por él, incluso «enamoradas», según Molotov. Más tarde, uno de los miembros de su séquito diría que Stalin se quejaba de que las Alliluyev «no lo dejarían solo» porque «todas querían acostarse con él». Algo de verdad hay en ello.

Tanto si se trataba de las esposas de sus camaradas, de parientes o de criadas, las mujeres zumbaban a su alrededor como amorosas abejas. Sus archivos, abiertos al público recientemente, revelan que sufría un auténtico bombardeo de cartas de admiradoras no muy distintas de las que reciben en la actualidad las estrellas de la música pop. «Querido camarada Stalin ... Te veo en mis sueños ... Espero que me concedas una audiencia...», escribe una maestra de provincias, y añade llena de esperanza como una fan ingenua: «Incluyo mi fotografía...». Stalin contestaba en tono jocoso, aunque taxativo:

«Camarada Desconocida: Puedes tener la seguridad de que no deseo defraudarte y de que estoy dispuesto a respetar tu carta, pero debo añadir que no tengo posibilidad (ni tiempo) de satisfacer tus ansias. Te deseo todo lo mejor. I. Stalin. PS: Se te devuelven la carta y la fotografía». Pero en alguna ocasión debió de decir a Poskrebishev que le gustaría entrevistarse con sus admiradoras. Esta circunstancia encaja con el episodio de Ekaterina Mikulina, una joven atractiva y ambiciosa de veintitrés años, autora de un tratado titulado «Competencia socialista de la gente trabajadora», que envió a Stalin reconociendo que estaba lleno de errores y pidiendo su ayuda. Stalin la invitó a visitarlo el 10 de mayo de 1929. La chica le gustó y se dijo que había pasado la noche en la dacha, en ausencia de Nadia.* No obtuvo más beneficio de su breve relación que el honor de que Stalin escribiera el prólogo de su obra.

Desde luego Nadia, que lo conocía mejor que nadie, sospechaba que tenía aventuras y no le faltaban razones para saberlo. Su guardaespaldas, Vlasik, confirmó a su hija que Stalin recibía tantas ofertas que no podía resistirse a todas: «Al fin y al cabo era un hombre», que se comportaba con la sensualidad caballeresca de un marido georgiano tradicional. Los celos de Nadia eran a veces maníacos, y a veces indulgentes: en sus cartas, le gasta bromas cariñosas a costa de sus numerosas admiradoras, como si estuviera orgullosa de haberse casado con tan gran hombre. Pero en el teatro, últimamente había arruinado la velada tras coger una rabieta al verlo flirtear con una bailarina. El caso más reciente había sido el de la peluquera del Kremlin, con la que evidentemente Stalin coqueteaba de algún modo. Si simplemente hubiera ido a la barbería como los demás dirigentes, aquella joven anónima habría pasado sin pena ni gloria. Pero cincuenta años después Molotov todavía se acordaba de la peluquera.

Stalin había tenido parte de sus aventuras amorosas dentro del Partido. Sus relaciones eran tan breves como sus períodos de destierro. La mayoría de sus amantes eran revolucionarias como él o esposas de revolucionarios. A Molotov le impresionaba el «éxito» de Stalin con las mujeres: cuando, poco antes de la Revolución, éste le robó una novia llamada Marusia, lo achacó a sus «hermosos ojos marrón oscuro», si bien el hecho de birlarle la novia a un personaje tan poco carismático como Molotov no hace de Stalin un Casanova. Kaganovich confirma que Stalin tuvo aventuras con varias compañeras, entre ellas Ludmilla Stal, «regordeta y mona», mayor que él. Una fuente alude a una aventura anterior con Dora Jazan, la amiga de Nadia. Es posible que Stalin se beneficiara de la libertad sexual revolucionaria, a pesar incluso de su carácter desconfiado, y que tuviera cierto éxito entre las chicas que trabajaban en el Secretariado del Comité Central, pero siguió siendo un caucásico tradicional. Prefería las relaciones con miembros discretos de la GPU: la peluquera encajaba en el esquema.

Como suele ocurrir con los celos, las rabietas maniáticas y los ataques de depresión de Nadia provocaron precisamente lo que ella tanto temía. Todo ello —su enfermedad, la decepción por el vestido, la política, los celos y la zafiedad de Stalin— se juntó aquella noche.21

* * *

Stalin era intolerablemente grosero con Nadia, pero deseosos en todo momento de poner de relieve su monstruosidad, los historiadores han pasado por alto la insoportable grosería que mostraba ella con él. Aquella «mujer cascarrabias», como la definiera Pauker, el jefe de seguridad de Stalin, gritaba a menudo a su marido en público, motivo por el cual su propia madre la consideraba una «estúpida». Budionni, oficial de caballería presente en la cena, recordaba que siempre «estaba regañando y humillando» a Stalin. «No sé cómo lo aguanta», comentó Budionni a su mujer. En aquellos momentos la depresión de Nadia era tan fuerte que le dijo a una amiga que «todo, hasta los niños», la ponía mala.

La falta de interés de una madre por sus hijos constituye una señal inequívoca de peligro, la más evidente que quepa imaginar, pero no hubo nadie que reaccionara ante ella. Stalin no era el único al que tenía desconcertado. Pocas personas de aquel círculo de amigos mal ensamblado, entre otras algunas mujeres del Partido como Polina Molotova, se daban cuenta de que Nadia probablemente sufriera una depresión clínica: «No era capaz de controlarse», diría Molotov. Necesitaba desesperadamente compasión. Polina Molotova admitía que el Vozhd era «rudo» con Nadia. Su relación era en todo momento como una montaña rusa. Un día Nadia dejaba a Stalin y al día siguiente se querían otra vez con locura.

Durante la cena, cuentan algunas versiones, se produjo un brindis de contenido político que la irritó especialmente. Stalin brindó por la destrucción de los enemigos del Estado y se dio cuenta de que Nadia no había alzado su copa.

—¿Por qué no bebes? —le preguntó desde el otro lado de la mesa con voz truculenta, sabedor de que tanto ella como Bujarin desaprobaban el modo en que estaba haciendo morir de hambre a los campesinos. Nadia no le hizo caso. Para llamar su atención, Stalin amagó con arrojarle una piel de naranja y le tiró varios cigarrillos, pero con ello no consiguió más que ofenderla. Nadia estaba cada vez más colérica, pero él le gritó:

—¡Eh, tú, bebe!

—¡A mí no me llames «eh, tú»! —replicó. Levantándose airadamente de la mesa, salió de la sala como una exhalación. Probablemente fuera entonces cuando Budionni la oyera decir gritando a Stalin:

—¡Cállate! ¡Cállate!

En el silencio que se hizo a su alrededor el dictador sacudió la cabeza:

—¡Qué estúpida! —murmuró, sin darse cuenta, debido a la cogorza, de lo enfadada que estaba. Entre los presentes, Budionni debía de ser uno de los muchos que compadecían a Stalin.

—¡Yo no dejaría que mi mujer me hablara así! —comentó el valeroso cosaco, que quizá no fuera el mejor consejero en aquellas circunstancias, pues su primera esposa se había suicidado o al menos se había matado de forma accidental mientras jugaba con la pistola de su marido.22

Alguien debió de acompañar a Nadia cuando se fue. Era la esposa del máximo dirigente, por lo que tuvo que cuidar de ella la esposa del segundo en la cadena de mando. Polina Molotova cogió su abrigo y siguió a Nadia hasta la calle. Dieron vueltas y vueltas por el Kremlin, como otros se veían obligados a hacer en los momentos de crisis.

—Siempre está gruñendo... —se quejó Nadia—. Además, ¿por qué tenía que ponerse a flirtear así? —Habló del «asunto con la peluquera» y de lo de la Yegorova durante la cena. Las dos decidieron, como suelen hacer las mujeres, que debía de estar borracho y que no hacía más que tonterías. Pero Polina, entregada como siempre al Partido, criticó también a su amiga diciéndole que estaba «equivocada al abandonar a Stalin en un momento tan difícil». Quizá la Partiinost («entrega en cuerpo y alma al Partido») de Polina hiciera a Nadia sentirse más aislada.

«Se calmó —recordaría Polina— y hablamos de la Academia y de sus posibilidades de ponerse a trabajar ... Cuando me pareció que estaba perfectamente tranquila», a primeras horas de la madrugada, se despidieron. Polina dejó a Nadia a la puerta del palacio Poteshni y atravesando la calle se dirigió al edificio de la Caballería.

Nadia fue a su habitación y se quitó la rosa de té del pelo en la misma puerta. El comedor, provisto de una mesa especial para los numerosos teléfonos del gobierno que tenía Stalin, era la habitación principal. Daban a ella dos gabinetes. A la derecha estaba el despacho de Stalin y un pequeño dormitorio en el que dormía el mandatario en un camastro militar o en un simple sofá, hábito propio de un revolucionario itinerante. El hecho de que Stalin se acostara a altas horas de la noche y de que Nadia asistiera cada día puntualmente a la Academia obligaba a que tuvieran habitaciones separadas. Carolina Til, el ama de llaves, las niñeras y los criados tenían sus cuartos un poco más allá, en ese mismo pasillo. El pasillo de la izquierda conducía a la pequeña alcoba de Nadia, cuya cama estaba adornada con sus mantones preferidos. Las ventanas daban a los perfumados rosales de los jardines Alexandrovski.

* * *

Los movimientos de Stalin durante las dos horas siguientes son un misterio: ¿Regresó a casa? La fiesta en casa de Voroshilov continuó. Pero el guardaespaldas Vlasik contó a Jrushchov (ausente de la cena) que Stalin se marchó para acudir a una cita amorosa en su dacha de Zubalovo con una mujer llamada Guseva, casada con un oficial y calificada por Mikoyan, gran conocedor de la estética femenina, de «muy bella». Algunas de esas casas de campo estaban apenas a quince minutos en coche del Kremlin. Si fue a alguna de ellas, es posible que se llevara consigo a algunos compañeros inseparables cuando las mujeres se fueran a la cama. De todos conocidos eran los celos que la esposa de Voroshilov sentía de su marido. El propio Stalin aludió más tarde ante Bujarin a la presencia de Molotov y del presidente Kalinin, viejo ya muy rodado. Por supuesto Vlasik tuvo que ir en el coche con él. Se dice que como Stalin no volvía a casa, Nadia llamó por teléfono a la dacha:

—¿Está ahí Stalin?

—Sí —respondió un «tonto sin experiencia», algún guardia de seguridad.

—¿Quién lo acompaña?

—La mujer de Gusev.

Esta versión tal vez explique la repentina desesperación de Nadia. Sin embargo, también cabría apelar a un recrudecimiento de su migraña, a un ataque de depresión, o simplemente a la soledad sepulcral del lúgubre piso de Stalin en la madrugada. Además, la historia tiene algunas lagunas: Molotov, la niñera y la nieta de Stalin, entre otros, insistirían en que el dictador durmió en casa. Desde luego Stalin no habría llevado a ninguna mujer a su dacha de Zubalovo, pues sabía que los niños estaban allí. Pero había muchas otras dachas. Y lo que es más importante, nadie ha sabido identificar a la tal Guseva, aunque había varios oficiales del ejército con ese apellido. Además, Mikoyan nunca habló de ello con sus hijos ni tampoco en sus memorias. El remilgado Molotov quizá quisiera proteger a Stalin en las conversaciones que mantuvo al respecto ya de viejo: mintió a propósito de muchos otros asuntos, lo mismo que Jrushchov, dictando a otros sus recuerdos cuando ya chocheaba. Lo más probable es que si aquella mujer era la «bella» esposa de un militar, se tratara de la Yegorova, que estuvo presente en la cena y cuyo flirteo causó en primera instancia la pelea.

Nunca sabremos la verdad, pero no existe contradicción alguna entre las distintas versiones: Stalin probablemente siguiera bebiendo en una dacha con algunos amigos de francachela, y quizá también con la Yegorova, y seguramente regresara a casa a altas horas de la madrugada. La suerte de aquellos jerarcas y la de sus esposas no tardaría en depender de su relación con Stalin. Muchos de ellos morirían de manera espantosa durante los cinco años siguientes. Stalin nunca olvidó el papel que desempeñó cada uno aquella noche de noviembre.

* * *

Nadia se fijó en uno de los numerosos regalos que su genial hermano Pavel le había traído de Berlín junto con el vestido negro bordado que todavía llevaba en la cena. Era un regalo que ella misma le había pedido, pues, según le dijo a su hermano, «a veces da tanto miedo y está una tan sola en el Kremlin, con un solo soldado de guardia». Se trataba de una exquisita pistola de mujer guardada en una elegante funda de piel. Siempre se ha dicho que era una Walther, pero en realidad era una Mauser. Casi nadie sabe que Pavel trajo otra pistola idéntica para regalársela a Polina Molotova, pero no era difícil encontrar armas en aquel círculo.

Independientemente de cuándo llegara Stalin a casa, no fue a ver cómo estaba su mujer, sino que simplemente se acostó en su dormitorio, en la otra punta del piso.

Algunos dicen que Nadia cerró la puerta de su alcoba con cerrojo. Empezó a escribir una carta a Stalin, «una carta terrible», a juicio de su hija Svetlana. Entre las dos y las tres, cuando la hubo acabado, se acostó.23

* * *

Los habitantes de la casa se levantaron como de costumbre. Stalin se quedaba siempre en la cama hasta las once más o menos. Nadie sabía a qué hora había vuelto ni si había visto a Nadia. Ya avanzada la mañana, Carolina Til intentó abrir la puerta de Nadia y quizá se viera obligada a forzarla. «Con un escalofrío de terror» encontró el cuerpo de su señora en el suelo, al lado de la cama, en medio de un charco de sangre. La pistola se encontraba a su lado. El cuerpo ya estaba frío. El ama de llaves salió corriendo en busca de la niñera. Volvieron juntas y colocaron el cadáver en la cama antes de ponerse a discutir lo que debían hacer. ¿Por qué no despertaron a Stalin? La «gente humilde» siente aversión, por lo demás muy razonable, a llevar malas noticias a sus zares. «Blancas de horror», llamaron por teléfono al jefe de la seguridad, Pauker, y luego al «tío Abel» Yenukidze, el último compañero de baile de Nadia, el político al mando del Kremlin, y a Polina Molotova, la última persona que la vio con vida. Yenukidze, que vivía en el edificio de la Caballería, como los demás, fue el primero en llegar: fue el único mandatario que vio el escenario del drama en su estado original, experiencia que le costaría cara. Molotov y Voroshilov llegaron minutos más tarde.

Sólo podemos imaginar el murmullo frenético que debió apoderarse del piso en una punta del cual el gran señor de Rusia dormía la borrachera, mientras en la otra su esposa dormía el sueño eterno. Llamaron también a la familia de Nadia, a su hermano Pavel, que vivía al otro lado del río, en la casa del Malecón, recién construida, y a sus padres, Sergei y Olga Alliluyev. Alguien llamó al médico personal de la familia, quien a su vez convocó al célebre profesor Kushner.

Más tarde, al examinar el cuerpo más de cerca buscando los motivos de semejante acto de desesperación y de traición, aquel grupo dispar de jerarcas, familiares y criados encontró la airada carta que había dejado la difunta. Nadie sabe lo que decía, ni si la destruyó Stalin o alguna otra persona. Pero el guardaespaldas de Stalin, Vlasik, revelaría más tarde que se encontró otra cosa en la habitación: una copia de la devastadora «Plataforma» antiestalinista escrita por Riutin, un bolchevique de la vieja guardia que por entonces se hallaba detenido. Este detalle puede ser significativo o quizá no quiera decir nada. Por entonces todos los dirigentes leían los periódicos de la oposición y de los emigrados, por lo que es posible que la copia que estaba leyendo Nadia fuera la del propio Stalin. En sus cartas a su marido le hacía saber lo que había leído en la prensa de los rusos blancos «acerca de ti. ¿Te interesa?». No obstante, por aquel entonces, en el resto del país la mera posesión de semejante documento aseguraba el encarcelamiento.

Nadie sabía qué hacer. Se reunieron todos en el comedor hablando en voz baja: ¿Debían despertar a Stalin? ¿Quién se lo decía al Vozhd? ¿Cómo había muerto? De repente el propio Stalin entró en la habitación. Alguien, lo más probable es que fuera Yenukidze, viejo amigo de Stalin que, a juzgar por la documentación de los archivos, fue el que asumió la responsabilidad, se adelantó y dijo:

—Iosiv, Nadezhda Sergeievna ya no está con nosotros. ¡Iosiv, Iosiv, Nadia ha muerto!24

Stalin quedó petrificado. Aquella criatura política de primera magnitud, que sentía un desprecio inhumano por los millones y millones de mujeres y niños que morían de hambre en su país, mostró en aquellos días más humanidad que la que mostraría en cualquier otro momento de su vida. Olga, la madre de Nadia, una señora elegante de espíritu independiente, que hacía mucho tiempo que conocía a Stalin y que siempre se había lamentado de la conducta de su hija, entró precipitadamente en el comedor donde el mandatario, destrozado, seguía intentando asimilar la noticia. Llegaron los médicos y ofrecieron a la afligida madre unas gotas de valeriana, el Valium de los años treinta, pero ella fue incapaz de tomarlas. Stalin se levantó de un salto:

—Yo me las tomaré —dijo, y se bebió el frasco entero. Vio el cadáver y la carta que, según escribiría Svetlana, le sorprendió y le hirió mucho.

El hermano de Nadia, Pavel, llegó en compañía de su esposa, la risueña Yevgenia, llamada por todos Zhenia, que desempeñaría a su vez un importante papel secreto en la vida de Stalin... y sufriría por ello. Se sintieron sobrecogidos no sólo por la muerte de su hermana, sino también por el estado en que vieron a Stalin:

—Me ha dejado paralizado —decía. Nunca lo habían visto tan tierno, tan vulnerable. Lloraba repitiendo más o menos el mismo lamento que proferiría muchos años después:

—¡Oh Nadia, Nadia! ... ¡Cuánto te necesitábamos los niños y yo!

Enseguida empezaron a circular rumores de asesinato. ¿Había vuelto Stalin al piso y le había pegado un tiro en el curso de una pelea? ¿O la había insultado de nuevo y se había ido a la cama, dejándola sola para que se quitara la vida? Pero la tragedia suscitaba otras cuestiones más graves aún: hasta aquella noche la existencia de los jerarcas había sido una «vida maravillosa», como decía Ekaterina Voroshilova en su diario. Aquella noche la acabó para siempre. «¿Cómo es que nuestra vida en el Partido —se pregunta— se volvió tan complicada? Resultaba incomprensible hasta el punto de causar dolor.» El «dolor» no había hecho más que empezar. El suicidio «alteró el curso de la historia», afirma el sobrino de Stalin, Leonid Redens. «Hizo que el Gran Terror fuera inevitable.» Naturalmente la familia de Nadia exageró la importancia de su muerte: el carácter malogrado, vengativo y paranoico de Stalin ya se había fraguado tiempo atrás. El Gran Terror fue, de hecho, el resultado de vastas fuerzas políticas, económicas y diplomáticas; aunque la personalidad de Stalin con certeza contribuyó a conformarlo. La muerte de Nadia dio lugar a uno de los escasos momentos de duda en una vida de férrea seguridad en sí mismo y de convicción dogmática. ¿Cómo se recuperó Stalin y qué efecto tuvo aquella humillación en él, en su séquito y en la propia Rusia? ¿Tuvo algo que ver la venganza de este fracaso personal en el futuro terror, en el curso del cual algunos de los presentes en la cena de aquella noche se liquidarían unos a otros?

De repente Stalin recogió la pistola de Nadia y la sostuvo en sus manos, sopesándola:

—Era un juguete —comentó a Molotov y añadió extrañamente—: ¡Sólo fue disparada una vez en un año!

El hombre de acero «estaba hecho un lío, dando vueltas de un lado a otro», explotando en «esporádicos ataques de ira», echando las culpas a cualquiera, incluso a los libros que leía Nadia, antes de quedar sumido en la desesperación. Afirmó entonces que dejaría el poder. Él también iba a quitarse la vida.

—No puedo seguir viviendo así...25