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Hambruna y escenarios campestres: Stalin los fines de semana

«¡Tatka! ¿Qué tal ha sido el viaje? ¿Qué has visto? ¿Te han visto los médicos? ¿Qué te han dicho de tu salud? Escríbeme y cuéntamelo», decía Stalin en una carta el 21 de junio. «Inauguramos el congreso el día 26 ... Las cosas no van demasiado mal. Te echo de menos ... Vuelve pronto. Muchos besos.» Y en cuanto acabó el congreso, escribió diciendo: «¡Tatka! Ya he recibido las tres cartas. No pude contestarte, pues estuve muy ocupado. Ahora por fin estoy libre ... No tardes mucho en volver. Pero quédate allí el tiempo que haga falta para que mejores ... Muchos besos».1

* * *

Durante el verano Stalin, con el apoyo del formidable Sergo, amañó una de sus conspiraciones ficticias, la del llamado «Partido Industrial», para implicar al presidente Kalinin, y parece que utilizó pruebas de que «Papá», hombre aficionado a las mujeres, despilfarraba los fondos del Estado con una bailarina. El presidente se vio obligado a suplicar que lo perdonaran.2

Stalin y Menzhinsky permanecieron en comunicación constante acerca de otras conspiraciones. Stalin estaba descontento de la fidelidad del ejército rojo. La OGPU obligó a dos oficiales a testificar contra el jefe del Estado Mayor, Tujachevski, aquel oficial de talento y valeroso que había sido el enemigo más encarnizado de Stalin desde los tiempos de la guerra de Polonia de 1920. Tujachevski se había atraído el odio de los oficiales menos cultos, que se quejaron a Voroshilov de que aquel arrogante general «se ríe de nosotros» con sus «aparatosos planes». Stalin admitía que eran «fantásticos» y tan ambiciosos que eran casi contrarrevolucionarios.3

De los interrogatorios de la OGPU se deducía que Tujachevski planeaba dar un golpe contra el Politburó. En 1930 semejante acusación resultaba demasiado descabellada incluso para los bolcheviques. Stalin, que todavía no había sido nombrado dictador, tanteó a su poderoso aliado Sergo: «Sólo Molotov, yo y ahora tú, estamos al corriente... ¿Será posible? ¡Menudo negocio! Discútelo con Molotov...» No obstante, Sergo no llegaría tan lejos. En 1930 no se produjo ni la detención ni el juicio de Tujachevski: resultó que el general estaba «100 por 100 limpio», escribiría hipócritamente a Molotov en el mes de octubre: «¡Cuánto me alegro!».4 Resulta curioso comprobar que siete años antes del Gran Terror, Stalin intentó verter sobre sus futuras víctimas las mismas acusaciones de las que luego les haría objeto —en una especie de ensayo general de lo que ocurriría en 1937—, pero no consiguió apoyo suficiente.5 Los archivos revelan una secuela interesantísima: en cuanto se dio cuenta de la ambiciosa modernidad de la estrategia de Tujachevski, Stalin se disculpó con él: «Ahora la cuestión la tengo más clara, y debo reconocer que mi comentario fue demasiado fuerte y mis conclusiones absolutamente desacertadas».6

* * *

Nadia regresó de Karlsbad y se reunió con Stalin para pasar juntos las vacaciones. Ocupado en pensar la forma de meter en cintura a Rikov y Kalinin, Stalin no hizo que Nadia se sintiera bienvenida. «No tuve la sensación de que quisieras que prolongara mi estancia, muy al contrario», le diría Nadia en una carta. Decidió, por lo tanto, volver a Moscú, donde los Molotov, los correveidiles en todo momento del Kremlin, la «regañaron» por «haberte dejado», como haría saber llena de indignación a Stalin. Éste se enfadó con los Molotov y se molestó con la sensación que había tenido Nadia de no ser bien recibida:

«Dile a Molotov que se equivoca. Venirte con reproches y hacer que te molestes conmigo sólo puede hacerlo alguien que no sepa lo que me traigo entre manos.»7 Nadia oyó entonces decir a su padrino que Stalin iba a retrasar su regreso hasta el mes de octubre. Stalin le explicaría que no había dicho la verdad a Yenukidze para confundir a sus enemigos:

«Tatka, yo mismo he hecho correr el rumor ... para guardar el secreto. Sólo mi Tatka, Molotov y quizá Sergo conocen la fecha de mi llegada.»8

Tras su acercamiento a Molotov y Sergo, Stalin dejaría de confiar en uno de sus amigos más íntimos, que simpatizaba con los derechistas: en el padrino de Nadia, el «tío Abel» Yenukidze. Apodado «Tonton», aquel veterano conspirador de cincuenta y tres años, dos más que Stalin, conocía a Koba y a los Alliluyev desde comienzos de siglo. Antiguo seminarista de Tiflis, como Stalin, en 1904 había creado una imprenta bolchevique clandestina en Batumi. Nunca había sido ambicioso y se decía que había rechazado ser ascendido al Politburó; era, en cambio, amigo de todo el mundo, no tenía motivos de rencor contra los miembros de la oposición recientemente derrotados, y siempre estaba dispuesto a ayudar a sus viejos amigos. Aquel georgiano sibarita y afable tenía buenos amigos en el ejército, en el Partido y en el Cáucaso, y personificaba la incestuosa maraña propia del bolchevismo: había vivido una aventura amorosa con Ekaterina Voroshilova antes de que ésta contrajera matrimonio. En cualquier caso Stalin disfrutaba con la compañía de Yenukidze. «¡Hola Abel! ¿Qué diablos te retiene en Moscú? Ven a Sochi...»9

Mientras tanto, Stalin dirigió su interés hacia el primer ministro Rikov, cuya afición a la bebida era tan fuerte que en los ambientes del Kremlin se llamaba a la vodka «rikovka».

«¿Qué hacer con Rikov [cuya ayuda era innegable] y con Kalinin...?», decía en una carta a Molotov el 2 de septiembre. «Es indudable que Kalinin ha pecado ... El CC debe ser informado para enseñar a Kalinin que nunca debe volver a mezclarse con esos pillos.»10

Kalinin fue perdonado, pero el aviso no podía ser más claro: no volvería a contrariar a Stalin y se convertiría en un fantasma político, una firma hueca siempre lista para aprobar todos los desmanes del Vozhd. A éste, sin embargo, le gustaba Papá Kalinin y disfrutaba con las chicas monas en las fiestas que organizaba en Sochi. El éxito de sus encantos de «conquistador» no tardaría en llegar en Moscú a oídos de Nadia, mitad paciente y mitad celosa.

«He oído hablar de una mujer joven y guapa», decía en una carta; «me han dicho que estabas muy guapo en la cena de Kalinin, que estuviste especialmente gracioso y los hiciste reír a todos, aunque se sentían cohibidos en tu augusta presencia».

El 13 de septiembre, Stalin comentó a Molotov que «la cúspide de nuestro Estado se halla aquejada de una terrible enfermedad ... Es necesario tomar medidas. ¿Pero cuáles? Ya hablaremos cuando regrese a Moscú...» Expuso más o menos la idea a otros miembros del Politburó. Éstos sugirieron que él mismo ocupara el puesto de Rikov:

«Querido Koba —decía en una carta Voroshilov—, Mikoyan, Kaganovich, Kuibishev y yo pensamos que la mejor solución sería la unificación de la jefatura del Sovnarkom y nombrarte a ti para el cargo, si quieres asumir la jefatura con fuerza. Esto no es como en 1918-1921, pero recuerda que Lenin ya presidió el Sovnarkom.» Kaganovich insistía en que debía ocupar el puesto Stalin. Sergo estaba de acuerdo. Mikoyan también escribió diciendo que en Ucrania «destruyeron la cosecha el año pasado ... muy peligroso ... En la actualidad necesitamos una jefatura fuerte con un único líder, como en tiempos de Illich [Lenin], y la mejor decisión sería que tú fueras el candidato a la presidencia ... ¿Acaso no sabe toda la humanidad quién es el que dirige nuestro país?11

Sin embargo, todavía nadie había ocupado los cargos de secretario general y de primer ministro a la vez. Además, ¿podía un extranjero,* un georgiano, dirigir formalmente el país? Por eso Kaganovich apoyaba al candidato de Stalin, Molotov.

—Deberías sustituir a Rikov —le dijo a éste Stalin.12

El 21 de octubre, Stalin descubrió nuevas traiciones: Sergei Sirtsov, candidato a ingresar en el Politburó y protegido suyo fue acusado de conspirar contra él. La denuncia constituía ya un elemento cotidiano del ritual bolchevique y toda una obligación: los archivos de Stalin están llenos de cartas de denuncia. Sirtsov fue convocado al Comité Central e implicó al primer secretario del Partido en Transcaucasia, Beso Lominadze, viejo amigo de Stalin y Sergo. Lominadze reconoció haber mantenido reuniones secretas, pero afirmó que sólo se había mostrado contrario a comparar a Stalin con Lenin. Como de costumbre, Stalin reaccionó de manera melodramática:

«Es de una vileza inimaginable ... Han jugado a representar un golpe de estado, han jugado a ser el Politburó y han llegado hasta el límite...» Después de aquella erupción de cólera, Stalin preguntaba a Molotov: «¿qué tal te van a ti las cosas?».13

Sergo quería expulsarlos a todos del Partido, pero Stalin, que por la intentona realizada contra Tujachevski sabía ya que todavía no tenía fuerza suficiente, hizo que los expulsaran sólo del Comité Central. Este episodio tiene un colofón no por pequeño menos importante: Sergo Ordzhonikidze protegió a su amigo Lominadze por no mostrar toda su correspondencia ante el CC. Él, en cambio, se presentó ante Stalin y se la ofreció personalmente. Stalin se sorprendió. ¿Por qué no la había presentado en el CC?

—Porque le había dado mi palabra de honor —respondió Sergo.

—¿Cómo has podido hacer una cosa así? —replicó Stalin añadiendo más tarde que Sergo se había comportado no como un bolchevique, sino «como ... un príncipe» y que «no quería tener parte en ese secreto...».

Posteriormente aquella afirmación asumiría un significado terrible.

El 19 de diciembre se celebró un pleno con el fin de consolidar las victorias de Stalin sobre sus oponentes. Los plenos eran las sesiones del todopoderoso Comité Central, al que Stalin comparaba con el «Areópago», celebradas en la imponente sala reformada del gran palacio del Kremlin, recubierta de planchas de madera oscura y provista de bancos semejantes a los de una lúgubre iglesia puritana. Allí era donde los grandes jerarcas del poder central y los virreyes provinciales, que regían grandes franjas del país en calidad de primeros secretarios de las distintas repúblicas y ciudades, se reunían como si fueran un consejo de barones medievales. Semejantes reuniones se parecían al coro de una celebración evangélica perversa, con constantes interrupciones y comentarios —«¡Bien!», o «¡Bestias!»—, o simples risotadas. Aquél fue uno de los últimos plenos en los que aún tuvo cabida la vieja tradición bolchevique de la discusión intelectual y los juegos de ingenio. Voroshilov y Kaganovich chocaron con Bujarin, que desempeñaba el papel de partidario de la línea de Stalin ahora que sus amigos derechistas habían sido derrotados:

—Hacemos bien en aplastar la peligrosísima desviación derechista —dijo Bujarin.

—¡Y a los que están contaminados por ella! —exclamó Voroshilov.

—Si te refieres a su destrucción física, la dejo en manos de los camaradas que son ... proclives a estar sedientos de sangre.

Se oyeron algunas risas, pero los chistes empezaban a tener un tono cada vez más siniestro. A los integrantes del círculo íntimo todavía les resultaba inimaginable la idea de ser tocados físicamente, pero Kaganovich instó a Stalin a que se mostrara implacable con la oposición, mientras que Voroshilov exigió que «la Fiscalía sea un órgano más activo...».14

El pleno destituyó a Rikov del cargo de primer ministro y nombró en su lugar a Molotov.* Sergo ingresó en el Politburó y se encargó del Consejo Supremo de Economía, el coloso industrial que administraba todo el plan quinquenal. Era el bulldozer ideal para imponer la industrialización en el país. Los nuevos nombramientos y el agresivo empujón que se dio para acabar el plan en cuatro años desencadenaron una inacabable serie de trifulcas entre aquellos potentados. Cada uno defendía sus propios comisariados y a sus partidarios. Cuando cambiaban de puesto, solían cambiar de lealtades: como presidente de la Comisión de Control, Sergo había apoyado las campañas contra los saboteadores y los elementos subversivos existentes en la industria. Desde el momento en que se hizo cargo de Industria, se dedicó a defender a los especialistas de este sector. Sergo empezó a pelearse constantemente con Molotov, al que «no amaba mucho», por los presupuestos que se le asignaban. No había ningún grupo radical: cada uno asumía una postura más extremista en cada ocasión. El propio Stalin, principal organizador del Gran Terror, fue abriéndose camino, a veces de forma tortuosa, para llevar a cabo su propia revolución.

Stalin arbitraba las discusiones que llegaban a ser tan encarnizadas que Kuibishev, Sergo y Mikoyan amenazaron con dimitir, defendiendo sus posiciones: «Querido Stalin —escribía fríamente Mikoyan—, tus dos telegramas me decepcionaron tanto que no pude trabajar durante dos días. No puedo asumir las críticas ... excepto si se me acusa de ser desleal al CC y a ti ... Sin tu apoyo personal, no puedo trabajar en el Narkom de Abastecimientos y Comercio ... Convendrá encontrar un nuevo candidato, pero a mí dame algún otro cometido...» Stalin pidió disculpas a Mikoyan y a menudo tuvo que pedírselas también a otros. Los dictadores no tienen necesidad de hacerlo.15 Mientras tanto, Andreyev regresó de Rostov para dirigir la Comisión de Control, de carácter disciplinario, mientras que Kaganovich, de apenas treinta y siete años, se convirtió en secretario delegado de Stalin, formando un triunvirato dirigente junto con el secretario general y Molotov, el primer ministro.

* * *

«Descarado y masculino», alto y fuerte, de pelo negro, largas pestañas y «hermosos ojos marrones», Lazar Moisevich Kaganovich era un adicto al trabajo que jugaba a todas horas con un rosario de cuentas de ámbar o con la cadena de las llaves. Aprendiz de zapatero, había tenido sólo una educación primaria mínima y lo primero que miraba de un hombre eran sus botas. Si le impresionaba su fabricación, a veces obligaba al individuo a quitárselas para poder admirarlas a sus anchas en su escritorio, donde seguía teniendo un juego de herramientas grabadas especialmente para él que le habían regalado unos obreros agradecidos.

Verdadero modelo del gerente machista moderno, Kaganovich tenía un carácter explosivo, igual que su amigo Sergo. Como más feliz se sentía era con un martillo en las manos; a menudo pegaba a sus subordinados o los agarraba por las solapas. No osbtante, políticamente era cauto, «rápido y listo». Constantemente chocaba con el gris Molotov, que lo consideraba «basto, tosco y remilgado, muy enérgico, un buen organizador, que fallaba en ... la teoría», pero era el líder «más devoto de Stalin». A pesar de su fuerte acento judío, Sergo lo consideraba el mejor orador: «¡Realmente cautivaba al público!». Administrador inquieto, tan duro y enérgico que lo apodaban «la Locomotora», Kaganovich «no sólo sabía cómo ejercer presión», decía Molotov, «sino que también era un poco matón». «Sabía hacer las cosas», decía Jrushchov. «Si el CC ponía en sus manos un hacha, era capaz de talar un bosque entero», pero destruyendo «los árboles sanos junto con los podridos». Stalin lo llamaba «Lazar de hierro».

Nacido en noviembre de 1893 en una barraca de Kabana, una aldea perdida en los confines de Ucrania y Bielorrusia, en el seno de una familia judía ortodoxa compuesta por cinco hermanos y una hermana, que dormían todos en la misma habitación, Lazar, el menor de todos, fue reclutado para ingresar en el Partido por un hermano suyo en 1911 y llevó a cabo labores de agitación en Ucrania con el curioso nombre de «Kosherovich».

Lenin lo distinguió y vio en él un líder prometedor: era mucho más impresionante de lo que parecía. Aquel «intelectual-obrero», que constantemente estaba leyendo en su enorme biblioteca, educándose a sí mismo con la lectura de libros de historia de época zarista (y de las novelas de Balzac y Dickens), fue el cerebro oculto tras la militarización del Estado de partido único. En 1918, con sólo veinticuatro años, conquistó Nizhni Nóvgorod y sembró el terror en la ciudad. En 1919 exigió la instauración de una férrea dictadura, exhortando a que se impusiera la disciplina militar del «centralismo». En 1924, en la prosa clara y fanática que lo caracterizaba, fue el encargado de diseñar la maquinaría de lo que sería el «estalinismo». Tras dirigir la sección de nombramientos del CC, «Lazar de hierro» fue enviado a administrar el Asia Central y más tarde, en 1925, Ucrania, hasta que regresó en 1928 para ingresar en el Politburó como miembro de pleno derecho en el XVI Congreso de 1930.

Kaganovich y su esposa, Maria, se conocieron de una forma muy romántica en el curso de una misión secreta, cuando la pareja de jóvenes bolcheviques se vieron obligados a fingir que estaban casados. Eran tan felices juntos que siempre estaban cogidos de la mano, incluso en las limusinas del Politburó, y criaron a su hija y a un hijo adoptivo en un clima familiar amoroso, casi judío. Hombre emotivo y con un gran sentido del humor, Lazar era todo un atleta aficionado a esquiar y a montar a caballo, pero poseía un instinto de conservación sumamente pusilánime. Como judío, Kaganovich era consciente de su vulnerabilidad y Stalin mostró una prudencia semejante a la hora de proteger a su camarada del antisemitismo.

Kaganovich fue el primer estalinista de verdad, acuñando el término en el curso de una cena celebrada en Zubalovo:

—Todo el mundo no hace más que hablar de Lenin y el leninismo, pero Lenin ha desaparecido hace ya mucho tiempo... ¡Viva el estalinismo!

—¿Cómo te atreves a decir algo así? —replicó Stalin con modestia—. Lenin era una gran torre y Stalin un dedo meñique.

Pero Kaganovich trataba a Stalin con mucho más respeto que Sergo o Mikoyan. Como decía Molotov desdeñosamente, era «200 por 100 estalinista». Admiraba además tanto al Vozhd que, según él mismo reconocía, «cuando voy a ver a Stalin, intento no olvidarme nada. Estoy siempre preocupadísimo. Preparo todos los documentos y los meto en la cartera, y además me lleno los bolsillos de chuletas, como un escolar, porque nadie sabe lo que irá a preguntar Stalin». Éste reaccionó ante el respeto infantil de Kaganovich enseñándole las reglas ortográficas y de puntuación, incluso cuando estaba en la cúspide de su poder: «Me he vuelto a leer tu carta —escribía Kaganovich a Stalin en 1931— y me doy cuenta de que no he seguido tus instrucciones en lo referente al dominio de los signos de puntuación. He empezado a hacerlo, pero todavía no los domino, aunque lo conseguiré a pesar del enorme trabajo que tengo. En mi próxima carta intentaré poner puntos y aparte y comas».16 Veía respetuosamente a Stalin como al verdadero «Robespierre» de Rusia y se negaba a tratarlo con un exceso de confianza y a llamarlo de tú: «¿Llamó usted alguna vez de tú a Lenin?».17

Su brutalidad era más importante que la puntuación: recientemente había aplastado la sublevación de los campesinos desde el norte del Cáucaso hasta Siberia Occidental. Sucesor de Molotov como máximo dirigente en Moscú y héroe de un culto afín al del propio Stalin, Lazar de hierro emprendió la vandálica creación de una metrópoli bolchevique, dinamitando lleno de entusiasmo numerosos edificios históricos.

En el verano de 1931, la grave carestía reinante en las zonas rurales empezaba a convertirse en verdadera hambruna. Aunque el Politburó suavizó la campaña que había organizado contra los especialistas industriales a mediados de julio, la lucha en el campo siguió adelante. La GPU y los ciento ochenta mil colaboradores del Partido enviados desde las ciudades recurrieron a las pistolas, los linchamientos y el sistema de campos de concentración o Gulag para acabar con las aldeas. Más de dos millones de personas fueron deportadas a Siberia o Kazajstán; en 1930 había 179.000 personas trabajando como esclavos en los gulags; en 1935 eran casi un millón.18 El terror y los trabajos forzados se convirtieron en la esencia de las actividades del Politburó. En un folio cubierto de garabatos, Stalin escribió con un grueso lápiz azul:

1. ¿Quién puede llevar a cabo las detenciones?

2. ¿Qué hacer con los antiguos militares blancos de nuestras fábricas industriales?

3. Las cárceles deben ser vaciadas de presos. [Pretendía que los condenaran más aprisa para que hicieran sitio a los kulaks.]

4. ¿Qué hacer con los distintos grupos de presos?

5. Permitir... las deportaciones: Ucrania 145.000; N. del Cáucaso 71.000; bajo Volga 50.000 (¡qué barbaridad!); Bielorrusia 42.000... Siberia Occidental 50.000; Siberia Oriental 30.000...

Y sigue sumando hasta llegar a un total de 418.000 desterrados.19 Mientras tanto, va sumando a mano los puds de grano y de pan en pedazos de papel,* como un tendero de pueblo que administrara todo un imperio.20

* * *

«Salgamos de la ciudad», escribió Stalin más o menos por esta época en una nota a Voroshilov, que respondió en el mismo papel:

«Koba, ¿puedes ver ... a Kalmykov unos cinco minutos?»

«Sí que puedo», respondió Stalin. «Larguémonos de la ciudad y llevémoslo con nosotros.»21

La guerra de exterminio en las zonas rurales no impedía a los jerarcas seguir llevando su vida en sus casas de campo. Poco después de la Revolución les fueron asignados a todos diversas dachas en las que a menudo tenía su sede el verdadero poder administrado a través de intermediarios.

El centro de aquella vida idílica lo ocupaba Zubalovo, cerca de Usovo, a 35 kilómetros de Moscú, donde tenían sus dachas Stalin y algunos otros mandatarios. Antes de la Revolución, un magnate del petróleo de Bakú llamado Zubalov construyó dos fincas debidamente cercadas, cada una de ellas con su correspondiente mansión, una para su hijo y otra para él. En total había cuatro casas, una serie de dachas con tejadillos apuntados de estilo gótico y diseño alemán. Los Mikoyan compartían la casa grande de Zubalovo Dos con un general del ejército rojo, un comunista polaco y Pavel Alliluyev. Voroshilov y otros militares compartían una casa pequeña. Sus esposas y sus hijos se visitaban continuamente, como si fueran la familia extensa de la Revolución disfrutando del verano como los personajes de Chejov.

Zubalovo Uno, la casa de Stalin, era un mundo mágico para los niños. «Era una vida de verdadera libertad», recuerda Artiom. «¡Qué felicidad!», decía Svetlana. Los padres vivían en el piso de arriba, y los niños en la planta baja. Los jardines eran «soleados y amplios», escribe Svetlana. Stalin era un entusiasta de la jardinería, aunque le gustaba más inspeccionar y podar los rosales que trabajar la tierra de verdad. Las fotografías lo muestran paseando con los niños por el jardín. En la casa había una biblioteca, una sala de billar, unos baños rusos y posteriormente un cine. Svetlana adoraba aquella «vida feliz y protegida», con sus huertos y sus jardines de frutales, y una granja en la que ordeñaban las vacas y daban de comer a los gansos, gallinas y pintadas, gatos y conejos blancos. «Teníamos unos lilos enormes, unos de flores blancas y otros de flores moradas, jazmines que a mi madre le encantaban, y un arbusto muy fragante con olor a limón. Paseábamos por los bosques con la niñera. Cogíamos fresas silvestres, moras y cerezas.»

«La casa de Stalin —recuerda Artiom— estaba llena de amigos.» Los padres de Nadia, Sergei y Olga, estaban siempre allí, aunque por entonces se habían separado. Ocupaban el extremo opuesto de la casa, pero aprovechaban las horas de comer para pelearse. Sergei disfrutaba haciendo arreglos en la casa y era amable con los criados, mientras que Olga, según Svetlana, «se arrogó el papel de gran señora y adoraba aquella posición elevada, cosa que no hizo nunca mi madre».

Nadia jugaba al tenis con un Voroshilov vestido de blanco inmaculado —cuando estaba sobrio—, y con Kaganovich, que lo hacía con la guerrera y las botas puestas. Mikoyan, Voroshilov y Budionni* montaban a caballo en animales pertenecientes al ejército. En invierno, Kaganovich y Mikoyan esquiaban. Molotov llevaba a su hija en trineo como un mulo tirando del arado de un campesino. Voroshilov y Sergo eran cazadores empedernidos. Stalin prefería el billar. Los Andreyev eran escaladores, actividad que consideraban sumamente propia de un bolchevique. Todavía en 1930 Bujarin solía ir a Zubalovo con su mujer y su hija. Se llevaba consigo algunos animales de su zoo particular; por ejemplo sus zorros domesticados, que corrían en libertad por la finca. Nadia se sentía muy cerca de «Bujarchik» y los dos salían a menudo a pasear juntos. Yenukidze era otro miembro de esta familia extendida. Pero además siempre había alguna cosa que hacer.

* * *

Los niños estaban acostumbrados a los guardaespaldas y a los secretarios: los primeros formaban parte de la familia. Pauker, el jefe del Directorio de Guardias, y el guardaespaldas personal de Stalin, Nikolai Vlasik, estaban siempre allí. «Pauker era muy divertido. Le gustaban los niños, como a todos los judíos, y no tenía demasiada buena opinión de sí mismo; en cambio Vlasik andaba siempre de un lado para otro contoneándose como un pavo haciendo la rueda», dice Kira Alliluyeva, la sobrina de Stalin.

Karl Pauker, de treinta y seis años, era el favorito de los niños, y además muy importante para el propio Stalin. Símbolo de la cultura cosmopolita de la Cheka de la época, aquel judío húngaro había sido peluquero en la ópera de Budapest antes de ser reclutado en el ejército austrohúngaro, capturado por los rusos en 1916, y convertido al bolchevismo. Era un actor consumado, y sabía imitar para Stalin toda clase de acentos, sobre todo los judíos. Gordo, con la barriga embutida en un corsé (constantemente objeto de burla), calvo, perfumado, de labios rojos y sensuales, aquel cómico adoraba los vistosos uniformes de la OGPU y se contoneaba con sus botas de cuatro centímetros de tacón. A veces volvía a su oficio de peluquero y afeitaba a Stalin como si fuera su lacayo, utilizando polvos de talco para rellenar las cicatrices de la viruela. Suministrador de golosinas, coches y toda clase de productos nuevos para los miembros del Politburó, guardaba los secretos de la vida privada de los jerarcas y se decía que proporcionaba bailarinas a Kalinin y Voroshilov.

Pauker solía hacer ostentación de su Cadillac, regalo de Stalin, ante los niños. Mucho antes de que Stalin acordara oficialmente reinstaurar el árbol de Navidad en 1936, Pauker se vestía de Papá Noel, repartiendo regalos por el Kremlin y organizando fiestas navideñas para los niños. El jefe de la policía secreta vestido de Papá Noel es un símbolo perfecto de aquel extraño mundo.22

El otro personaje que nunca andaba lejos era el jefe de gabinete de Stalin, Alexander Poskrebishev, de treinta y nueve años, que iba de un lado para otro por el jardín de Zubalovo con el último periódico en la mano. Bajito, calvo, pelirrojo, aquel hombre, hijo de un fabricante de botas de los Urales, había estudiado para enfermero y había celebrado reuniones de bolcheviques en su consulta. Cuando Stalin lo encontró trabajando en el CC le dijo:

—Tienes una pinta horrible. Asustarás a la gente.

Aquel «enano estrecho de hombros» era «terriblemente feo», parecía «un mono», pero poseía «una memoria excelente y era meticuloso en su trabajo». El sector especial, que él dirigía, era el corazón de la máquina de poder de Stalin. Poskrebishev preparaba las sesiones del Politburó y asistía a ellas.

Cuando Stalin dispensaba su patrocinio, ayudando a su protegido a encontrar un piso, por ejemplo, en realidad era Poskrebishev el que realizaba el trabajo: «Te pido que LES AYUDES INMEDIATAMENTE», solían decir las cartas que le enviaba. «Infórmame por carta sobre la pronta y cumplida ejecución de esta petición.» Hasta hace poco la correspondencia de Stalin con Poskrebishev estaba perdida en los archivos: en este ejemplo vemos a Stalin bromeando con su secretario: «Recibo periódicos ingleses, pero no alemanes ... ¿Por qué? ¿Cómo es posible que cometas un error? ¿Es un exceso de burocracia? Saludos. I. Stalin». A veces caía en desgracia: en 1936 vemos en una lista de cosas que debía hacer Stalin el siguiente comentario: «1. Perdonar a Poskrebishev y a sus amigos».

La cara triste y crispada de aquel Quasimodo era un indicador de la dirección en la que soplaban los vientos del favor de su jefe. Si era amable con alguien, significaba que el sujeto contaba con su favor. Si no, llegaba a susurrarle: «Hoy te toca a ti». Los enteradillos sabían que la mejor manera de que Stalin leyera la carta de uno era enviársela a Alexander Nikolaievich. En el trabajo, Stalin lo llamaba «camarada», pero en casa era «Sasha» o «el Jefe».

Poskrebishev era en parte un bufón y en parte un monstruo, pero acabaría sufriendo un duro castigo a manos de Stalin. Según su hija Natalia, preguntó a su patrón si podía estudiar medicina, pero Stalin le obligó a estudiar económicas. Al final, sin embargo, aquel enfermero, que no había llegado a acabar sus estudios, se encargaría de suministrar a Stalin los únicos cuidados médicos que recibiera.23

* * *

Stalin se levantaba tarde, más o menos hacia las once, desayunaba y trabajaba durante el día con los montones de papeles que llevaba de un lado para otro envueltos en periódicos (no le gustaba usar cartera). Cuando dormía, los adultos, preocupados, suplicaban a los niños que no hicieran ruido.

La principal comida del día consistía en un abundante brunch que tenía lugar entre las tres y las cuatro de la tarde y en el que participaba toda la familia y, por supuesto, la mitad del Politburó y sus esposas. Cuando había visitas, Stalin interpretaba el papel del anfitrión georgiano. «Era de una hospitalidad recargada, a la manera asiática», recuerda Leonid Redens, su sobrino. «Era muy amable con los niños.» Cuando los niños de la casa necesitaban a alguien con quien jugar, siempre tenían a mano a sus primos Alliluyev, es decir, a los hijos de Pavel, Kira, Sasha y Sergei, y a los de Anna Redens, un poco más pequeños. Además estaba la gran familia bolchevique: los amigables hijos de Mikoyan, a los que Stalin apodaba «los Mikoyanik», vivían en la casa de al lado.

La gente menuda correteaba de un lado para otro, pero, a juicio de Svetlana, había demasiados niños y pocas niñas para jugar. Su hermano Vasili la intimidaba y presumía contándole chistes de contenido sexual que, como luego reconocería, la molestaban y le causaban irritación. «Stalin era muy cariñoso con Svetlana, pero por los niños no sentía en realidad tanta simpatía», recuerda Kira. Stalin se inventó una niña imaginaria llamada Lelka que era el perfecto álter ego de Svetlana. El débil Vasili ya empezaba a plantear problemas. Nadia se había dado cuenta de ello y le prestaba más atención. Pero los padres bolcheviques no criaban a sus hijos: éstos eran educados por niñeras y tutores: «Era como una familia aristocrática de la época victoriana —dice Svetlana—. Y lo mismo ocurría en casa de los demás, de los Kaganovich, los Molotov, los Voroshilov ... Pero todas las señoras de aquel círculo superior trabajaban, por lo que mi madre no me vestía ni me daba de comer. No recuerdo de ella ninguna muestra de afecto físico, aunque con mi hermano era muy cariñosa. Por supuesto que me quería, no me cabe duda, pero era muy disciplinada.» En una ocasión que hizo trizas un mantel, su madre le dio una buena zurra.

Stalin colmaba de besos y de carantoñas a Svetlana, con una «afectuosidad georgiana exuberante», pero ésta comentaría luego que no le gustaba su «olor a tabaco ni su bigote que picaba». Su madre, cuyo amor costaba tanto ganarse, se convertiría a sus ojos en una santa intocable.

* * *

Los bolcheviques, que estaban convencidos de que era posible crear un «hombre nuevo» leninista, hacían mucho hincapié en la educación.* Los jerarcas eran autodidactas que habían recibido una educación muy escasa, pero que no dejaban nunca de estudiar, y se suponía que sus hijos debían esforzarse y adquirir una cultura mucho mayor que la recibida por sus padres, hablando, por ejemplo, tres lenguas que aprendían con profesores especiales. (Los hijos de Stalin y de Molotov tenían el mismo profesor de inglés.)

El Partido no sólo iba por delante de la familia, sino que era una über-familia: cuando murió Lenin, Trotski dijo que se había quedado «huérfano» y Kaganovich ya llamaba a Stalin «nuestro padre». Éste indicó a Bujarin que «el elemento personal no vale... ni un pimiento. No somos un círculo familiar ni una pandilla de amigos íntimos: somos el partido político de la clase trabajadora». Cultivaban la frialdad. «Un bolchevique debería amar a su trabajo más que a su mujer», decía Kirov.* Los Mikoyan eran una familia armenia muy unida, pero Anastas era un padre «riguroso, exigente, incluso severo», que nunca perdía de vista que era miembro del Politburó y bolchevique: cuando pegaba a su hijo, decía entre azote y azote:

—¡No eres TÚ Mikoyan, sino YO!

La madre de Stepan Mikoyan, Ashken, «a veces “se olvidaba” de quién era y nos daba un abrazo». Una vez, durante una cena en el Kremlin, Stalin comentó a Yenukidze: «Un verdadero bolchevique no debe tener ni puede tener una familia, pues su obligación es entregarse por entero al Partido». Como diría un veterano: «Si tienes que elegir entre el Partido y el individuo, elegirás al Partido, pues éste tiene una finalidad general, a saber, el bien de muchos; en cambio una persona es sólo una persona».

Stalin, sin embargo, podía ser muy indulgente con los niños, permitiéndoles dar vueltas por la finca en su limusina:

—Creo que «tío Stalin» me quería de verdad —señala Artiom—. Yo lo respetaba, pero no le tenía miedo. Conseguía que tu conversación resultara interesante. Siempre te hacía expresar tus ideas como si fueras un adulto.

—Juguemos a romper huevos. ¿Quién rompe primero los suyos? —comentó Stalin a su sobrino Leonid cuando trajeron los huevos duros. El gran personaje hacía reír a los niños arrojándoles mondas de naranja, echándoles tapones de vino en el helado o galletas en el té.

—Los niños pensábamos que aquello era muy divertido —recuerda Vladimir Redens.

Según la costumbre del Cáucaso, los adultos dejaban que los niños lamieran sus dedos mojados en vino y, cuando crecían un poco, les dejaban beber incluso vasitos enteros. Stalin daba a Vasili —y con el tiempo daría a Svetlana— pequeños sorbos de vino, acto que parece totalmente inocente (aunque Vasili moriría alcoholizado), si bien sacaba de quicio a la severa Nadia. La pareja estaba siempre discutiendo por ello. Cuando Nadia o su hermana protestaban, Stalin se limitaba a decir:

—¿Acaso no sabéis que el vino es una medicina?

En cierta ocasión Artiom cometió una travesura que podría haber tenido consecuencias graves, pues Stalin empezaba ya a sospechar de todo el mundo. «Mientras los mandatarios estaban trabajando en el comedor», el pequeño Artiom vio la sopa que, como de costumbre, habían dejado sobre el aparador. El niño se deslizó por detrás de Stalin, Molotov y Voroshilov sin que nadie se diera cuenta y echó el tabaco de su padre adoptivo en el caldo, escondiéndose a continuación para ver cómo se lo comían. «Molotov y Voroshilov fueron a probar la sopa y vieron el tabaco. Stalin preguntó quién lo había hecho. Entonces confesé que había sido yo.»

—¿La has probado? —dijo Stalin.

Artiom negó sacudiendo la cabeza.

—Pues bien, está deliciosa —añadió Stalin—. Pruébala y si te gusta, ve y dile a Carolina Vasilevna [Til, el ama de llaves] que ponga siempre tabaco en la sopa. Pero si no, más te valdrá no volver a hacerlo.

Los niños eran conscientes de que aquélla era una familia de políticos. «Lo mirábamos todo con humor e ironía», recuerda Leonid Redens. «Cuando Stalin destituía a un comisario, lo veíamos como una cosa divertida.» Sería una diversión que no tardaría en dejar de ser graciosa.24

Aquel escenario campestre sabía muy bien lo que eran las indecibles devastaciones de las que eran víctimas las zonas rurales. Stanislas Redens, cuñado de Stalin y Nadia, era el máximo dirigente de la GPU en la principal víctima de la hambruna, Ucrania, y por su cargo tenía un conocimiento inexcusable de lo que estaba ocurriendo y una participación directa en ello: no cabe duda de que su mujer tuvo que hablar con Nadia de la tragedia de Ucrania. Aquella situación no tardaría en envenenar no sólo el matrimonio de Stalin, sino también a toda la gran familia bolchevique.