«¡Oh, qué tiempos tan buenos fueron aquéllos!», escribió la esposa de Voroshilov en su diario. «¡Qué relaciones tan sencillas, tan bonitas y amistosas!».1 La vida de intimidad y camaradería de los líderes soviéticos hasta mediados de los años treinta no podría estar más lejos de la imagen convencional que suele tenerse del mundo gris y terrorífico de Stalin. En el Kremlin había un constante ir y venir de gente entrando y saliendo de las casas de sus vecinos. Padres e hijos se veían constantemente. El Kremlin era una especie de aldea en la que reinaban una armonía y una amistad incomparables. Cimentadas en décadas de simpatía (y por supuesto de resentimientos), las amistades se hacían más profundas o se crispaban, y las enemistades se enconaban. Stalin solía dejarse caer por casa de sus vecinos, los Kaganovich, para echar una partidita de ajedrez. Natasha Andreyeva recuerda que Stalin solía asomar la cabeza por la puerta de su casa buscando a sus padres: «¿Está Andrei o Dora Moisevna?». A veces a Stalin le apetecía ir al cine, pero los padres de Natasha se retrasaban y ella misma lo acompañaba. Cuando Mikoyan necesitaba algo, no tenía más que cruzar el patio y llamar a la puerta de Stalin, donde solían invitarlo a cenar. Si no había nadie en casa, pasaba una nota por debajo de la puerta. «Lástima que hayas salido», decía Voroshilov. «Llamé a la puerta de tu casa y no contestó nadie.»2
Cuando Stalin se iba de vacaciones, la alegre pandilla se dejaba caer constantemente por casa de Nadia para pedirle que enviara mensajes a su marido y para ponerse al día de los últimos chismorreos políticos: «Ayer se pasó por aquí Mikoyan a preguntar por tu salud, y dijo que irá a verte a Sochi», decía Nadia a Stalin en una carta de septiembre de 1929. «Hoy ha vuelto Voroshilov de Nalchik y me ha llamado...» Voroshilov, a su vez, le había dado noticias de Sergo. Unos días más tarde, éste la visitó en compañía de Voroshilov. Nadia había hablado luego con Kaganovich, que le había dado recuerdos para Stalin. Unas familias eran más retraídas que otras: mientras que los Mikoyan eran enormemente sociables, los Molotov, que vivían en su mismo rellano, eran más reservados y mantenían cerrada la puerta de sus aposentos.3 Si Stalin era a todas luces el director de aquella escuela llena siempre de parloteo y discusiones, Molotov era su afectado jefe de estudios.
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El único hombre que estrechó las manos de Lenin, Hitler, Himmler, Göring, Roosevelt y Churchill, Molotov, fue el aliado más estrecho de Stalin. Apodado «Culo de Piedra» por su infatigable capacidad de trabajo, le gustaba corregir a la gente y decir orgullosamente que había sido el propio Lenin quien le había puesto el mote de «Culo de Hierro». De corta estatura, rechoncho, y con la frente abultada, de penetrantes ojos marrones que guiñaba constantemente por detrás de sus gafas redondas, propenso a tartamudear cada vez que se enfadaba (o que hablaba con Stalin), Molotov, de treinta y nueve años, tenía aspecto de estudiante burgués, cosa que, por lo demás, había sido en su momento. Incluso en un Politburó de creyentes convencidos, era partidario de seguir al pie de la letra la teoría y la severidad bolchevique: era el Robespierre de la corte de Stalin. Y, sin embargo, poseía un instinto posibilista en lo tocante a la política del poder: «Soy un hombre del siglo XIX», solía decir.
Nacido en Kukarla, ciudad atrasada de provincias situada cerca de Perm (que no tardaría en ser rebautizada Molotov), Viacheslav Scriabin era hijo de un dependiente de comercio aficionado a la bebida, un hidalgo pobre, aunque sin parentesco con el compositor del mismo nombre. En su ciudad natal había tocado el violín para los comerciantes del lugar y, caso singular entre los hombres de Stalin, había recibido una brillante educación secundaria, aunque se hizo revolucionario a los dieciséis años. Molotov se consideraba a sí mismo periodista: había conocido a Stalin cuando ambos trabajaban en Pravda. Era cruel y vengativo, deseaba la muerte de todo aquel que se cruzara en su camino, ya fuera hombre o mujer, era duro con sus subordinados, con los cuales perdía constantemente los estribos, y tan disciplinado que en una ocasión llegó a declarar en su despacho que iba a echar «una siestecita de trece minutos» y se despertó exactamente al cabo de trece minutos. A diferencia de muchos grandes comediantes del Politburó, Molotov era un «empollón» sin talento.
Candidato a ingresar en el Politburó desde 1921, «nuestro Vecha» había sido secretario general del Partido antes que Stalin, pero Lenin lo denunció por su «burocratismo vergonzoso y estúpido en grado sumo». Cuando Trotski lo atacó, puso de manifiesto su complejo de inferioridad intelectual, rasgo que compartía con Stalin y Voroshilov: «No todos podemos ser genios, camarada Trotski», respondió. Los pozos de rencor abiertos en aquellos bolcheviques de cosecha propia podían llegar a ser insondables.
En aquellos momentos Molotov era segundo secretario, por detrás del propio Stalin, y aunque admiraba a Koba, no lo idolatraba. A menudo estuvo en desacuerdo con él y lo criticó hasta el final. Bebiendo tenía más aguante que cualquier otro dirigente, hazaña nada despreciable entre aquella pandilla de alcohólicos. Al parecer le gustaban las bromas de Stalin, incluso cuando éste lo llamaba el «Molotstein» judío.
Su mayor mérito sería su devoción por Polina Karpovskaya, su esposa judía, conocida por su nombre de guerra Zhemchuzhina, «la Perla». Polina no fue nunca una belleza, pero sí una mujer audaz e inteligente, dominaba a Molotov, veneraba a Stalin y se convirtió en toda una líder por derecho propio. Ambos eran bolcheviques convencidos, y se enamoraron durante un congreso de mujeres en 1921. Molotov la consideraba «lista, hermosa y sobre todo una gran bolchevique».
Polina era el consuelo de la disciplina, la tensión y la severidad de la cruzada en la que participaba Molotov, pero éste no era ningún autómata. Sus cartas de amor demuestran que la idolatraba como un colegial. «¡Polinka, cariño, amor mío! No voy a ocultarte que a veces puede conmigo la impaciencia y deseo estar cerca de ti y tus caricias.» «Te mando un beso, amada mía, te deseo ... Con cariño, Vecha. Estoy atado a ti en cuerpo y alma ... tesoro mío.» A veces las cartas muestran un apasionamiento desenfrenado: «Espero poder besarte con impaciencia y hacerlo por todas partes. ¡Te adoro, cariño, amor mío!» Polina era su «amor resplandeciente, corazón mío. Eres mi felicidad, mi placer, tesoro mío, Polinka».4
La hija mimada de Molotov, Svetlana, y los hijos de los demás miembros del Politburó jugaban en el patio, pero «no nos gustaba vivir en el Kremlin. Nuestros padres estaban diciéndonos a todas horas que no hiciéramos ruido. “No estáis en la calle”, nos decían, “esto es el Kremlin”. Era como una cárcel y teníamos que enseñar pases a todas horas y sacar pases para nuestros amigos, si queríamos que vinieran a visitarnos», recuerda Natasha, la hija de Andreyev y Dora Jazan. Los niños chocaban a todas horas con Stalin: «Tenía yo diez años y llevaba coletas, cuando un día, jugando al triple salto con Rudolf Menzhinsky [hijo del jefe de la OGPU], de repente me levantaron en vilo unas manos fuertes y, al darme la vuelta, vi ante mí la cara de Stalin con sus ojos oscuros y una expresión intensa y severa: “Vamos a ver, ¿quién eres tú?”, me preguntó. “Soy Andreyeva”, [contesté]. “Bueno, pues sigue saltando”». Más tarde, Stalin charlaría a menudo con ella, especialmente desde que para acceder el cine más antiguo del Kremlin pusieron una escalera situada junto a la puerta principal.
Con frecuencia las cenas de Stalin no eran más que una continuación de sus reuniones con aquellos camaradas adictos al trabajo: se ponía la sopa en el aparador de donde los invitados podían servirse y las sesiones de trabajo continuaban a menudo hasta las tres de la madrugada, recuerda Artiom, el hijo adoptivo de Stalin. «Veía a Molotov, Mikoyan y Kaganovich a todas horas.» Stalin y Nadia cenaban a menudo con los otros matrimonios del Kremlin. «Las cenas eran sencillas», escribe Mikoyan en sus memorias. «Dos platos, unos cuantos entremeses, a veces arenque ... De primer plato sopa, luego carne o pescado, y de postre fruta. Eran como las de cualquier otra casa por aquel entonces.» Había una sola botella de vino blanco y se bebía poco. Nadie permanecía sentado a la mesa más de media hora. Una noche, Stalin, que estaba seriamente interesado por su imagen política, emularía las hazañas de Pedro el Grande como barbero:
—¡Deshazte de esa barba! —ordenó a Kaganovich. Y preguntó a Nadia—: ¿Me das unas tijeras? Yo mismo se la cortaré.*
Kaganovich se deshizo allí mismo de su barba. Ésas eran las diversiones que deparaban las cenas en casa de Stalin y Nadia.
Las esposas tenían mucha influencia. Stalin hacía mucho caso a lo que le decía Nadia: ésta había conocido en la Academia a un joven desgarbado, orejudo y rechoncho, ajustador en las minas de Donets, Jrushchov, que estaba dispuesto a aplastar enérgicamente a la oposición. Se lo recomendó a Stalin, que no dudó en acelerar su carrera. Stalin solía invitar al joven oficial a cenar en casa con Nadia. A Stalin siempre le gustó Jrushchov, en parte debido a la recomendación de Nadia. Así fue, recordaría Jrushchov, «como sobreviví ... un billete de lotería premiado». Sencillamente no podía creer que tuviera ante sí a Stalin, el semidiós al que veneraba, «riendo y haciendo bromas» con toda naturalidad.
Nadia no tenía miedo de hablar con su marido de las injusticias que se cometían: cuando quitaron el trabajo a un oficial, probablemente del ala derecha, ella habló en defensa de la carrera que había hecho hasta entonces el hombre y le dijo a Stalin que «no debían emplearse aquellos métodos con ese tipo de trabajadores ... es una lástima. Parecía que le hubieran dado una puñalada. Ya sé que odias que me inmiscuya, pero creo que deberías intervenir en este caso que, como todos saben, es injusto». Sorprendentemente Stalin se mostró favorable a prestar ayuda al desgraciado y Nadia afirmó que se sentía conmovida: «Estoy tan contenta de que confíes en mí ... Es una vergüenza no corregir los errores». Stalin no toleraba de nadie más ese tipo de interferencias, pero, al parecer, no tenía inconveniente en aceptarlas de su esposa.
Polina Molotova era tan ambiciosa que, cuando decidió que su jefe en el Comisariado de Industria Eléctrica no estaba a la altura de su cargo, preguntó durante una cena a Stalin si la dejaba crear una industria soviética del perfume. Stalin llamó a Mikoyan y puso bajo su jurisdicción el monopolio del perfume, TeZhe, dirigido por Polina. Ésta se convirtió así en la zarina de las fragancias soviéticas. Mikoyan la admiraba porque era una mujer «capaz, lista y vigorosa», aunque «arrogante».5
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Con la excepción de los Molotov, que eran demasiado esnobs, aquellos potentados siguieron viviendo con sencillez en los palacios del Kremlin, fieles a su devota misión revolucionaria y a la «austeridad bolchevique» obligatoria. La corrupción y la extravagancia todavía no estaban demasiado extendidas: de hecho, las esposas de los miembros del Politburó apenas podían vestir como es debido a sus hijos y la nueva documentación demuestra que el propio Stalin a veces andaba corto de numerario.
Nadia Stalin y Dora Jazan, la influyente esposa de Andreyev, cogían a diario el tranvía para ir a la Academia. Siempre se toma como modelo de modestia a Nadia por seguir utilizando su nombre de soltera, pero Dora hizo lo mismo: era el estilo de aquellos tiempos. Sergo regañó a su hija por coger la limusina para ir a la escuela: «¡Demasiado burgués!». Los Molotov, por otro lado, eran ya a todas luces muy poco proletarios: Natalia Rikova oyó a su padre quejarse de que los Molotov nunca invitaban a sus guardaespaldas a sentarse con ellos a la mesa.
En casa de Stalin, la que mandaba era Nadia: Svetlana dice que su madre tenía «un presupuesto muy modesto» para administrar la casa. Todos estaban orgullosos de su austeridad bolchevique. Nadia solía gastar todo el dinero destinado a la casa. «Mándame, por favor, cincuenta rublos, pues no cobro hasta el 15 de octubre y me he quedado sin dinero.»
«Tatka, me olvidé de mandarte dinero —respondía Stalin—, pero ya te lo he enviado (120 rublos) con unos colegas que han salido hoy de aquí ... Muchos besos, Iosiv.» Más tarde le preguntaría si lo había recibido. Nadia respondía en los siguientes términos:
«Recibí la carta con el dinero. ¡Gracias! Me alegro de que vuelvas. Escríbeme diciendo cuándo llegas para que vaya a buscarte.»6
El 3 de enero de 1928, Stalin escribía a Jalatov, jefe del GIZ (la editora estatal): «Estoy muy necesitado de dinero. ¿Podrías mandarme doscientos rublos?».* Stalin cultivaba su puritanismo por convicción y por gusto. En una ocasión que encontró muebles nuevos en su casa, reaccionó airadamente:
«Parece que alguien del servicio doméstico o de la GPU ha comprado muebles nuevos ... en contra de mis órdenes, pues yo dije que los muebles viejos estaban bien —escribía en una carta—. ¡Que se descubra y se castigue al culpable! Te ordeno que retires los muebles y los guardes en el almacén.»
Los Mikoyan tenían tantos hijos —cinco varones y varios hijos adoptivos, y además en verano venían a pasar tres meses con ellos sus parientes de Armenia— que siempre andaban escasos de numerario, aunque el cabeza de familia era uno de los seis hombres más importantes de Rusia. Así, pues, Ashken Mikoyan tenía que pedir prestado dinero en secreto a las esposas de los demás miembros del Politburó que tenían menos hijos. De haberlo sabido, Mikoyan se habría puesto, según sus propios hijos, hecho una furia. En una ocasión Polina Molotova vio a los hijos de Mikoyan vestidos como pordioseros y regañó a la madre que respondió:
—¡Tengo cinco hijos y no he cobrado todavía!
—¡Pero eres la esposa de un miembro del Politburó!— replicó Polina.7