Seguro crees que sabes de fútbol. Te pregunto, entonces, ¿cuál ha sido el partido de Perú más emocionante de la historia? ¿Sabes? ¿Tienes dudas? Pues déjame contarte la mejor tarde de la historia del fútbol peruano.

Fue un domingo. Había salido el sol. Era, entonces, un día que se insinuaba bueno. En Lima, en mayo, no siempre tenemos días soleados. Mi papá estaba de viaje, y fuimos mi mamá, mi hermano y yo, en compañía de algunos tíos y primos, a comer pollo a la brasa en la Granja Azul, veinte kilómetros al este de la ciudad. Habíamos acabado de almorzar y caminábamos rumbo a los juegos infantiles. Repentinamente, un ruido intenso retumbó entre los cerros, y piedras de todo tamaño empezaron a rodar hacia nosotros. La tierra tembló como nunca la había sentido moverse. El epicentro, supimos más tarde, fue al norte. El callejón de Huaylas había quedado destruido. Yungay y sus 50 000 habitantes, literalmente, habían desaparecido entre el fango de los hielos desprendidos del Huascarán, que arrastraron todo consigo en su paso aluvional. Era el 31 de mayo de 1970. Pocos días antes, yo había cumplido diez años.

En memoria del terremoto ocurrido en Yungay, 1970.

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Titulares tras el terremoto de Yungay, 1970. Diarios: El Comercio, Correo, La Crónica.

El Perú entero entristeció aún más con las imágenes que iban llegando de Yungay y alrededores. En todas partes se recolectaron víveres, frazadas y medicinas para enviar a la zona afectada. Creo que fue la primera vez que viví la solidaridad. Cuando las primeras imágenes llegaron a Lima y fueron mostradas por la televisión, el efecto fue devastador. La desoladora vista de las copas de dos palmeras, emergiendo entre metros y metros de lodo sobre lo que fue la plaza de Armas de Yungay, está grabada en el alma de todo peruano de más de cuarenta y cinco años. Estoy seguro.

Yungay, antes del terremoto que azotó la ciudad en 1970.

Plaza de Yungay después del terremoto de 1970.

Dos días más tarde, y miles de kilómetros al norte, lejos de la tragedia, la selección peruana de fútbol salía a la cancha del estadio León para enfrentar a Bulgaria, su primer rival en el mundial de México 70. En Lima era, mientras tanto, otro martes gris. Las muestras de solidaridad de otros países habían empezado a llegar. El miedo generalizado a otro terremoto se respiraba en el ambiente. Por otro lado, en México, allí estaban, como en otro planeta, Chale, Mifflin y Cubillas; Baylón, Alberto Gallardo; y el gran Perico León. Todos llevaban sobre su camiseta roja de color entero un listón negro en el hombro. Eso nos puso a todos —digo a todos— más tristes aún.

Entrada de la selección peruana en México 70, llevando un lazo negro en el hombro en señal de luto por el terremoto de Yungay.

La tarde gloriosa en la Bombonera, cuando Perú había eliminado a Argentina con dos goles de Cachito Ramírez, había quedado atrás. La historia, ahora, era otra. El dolor cubría nuestras almas, pero allí (en algún lugar de todas y cada una de ellas) serena estaba nuestra peruanidad. Ese secreto ingrediente de un pueblo cocinado en el fuego lento, de 5000 años de historia, y que nos hace saber —antes de haber nacido— que la adversidad es tan solo parte del devenir.

El partido comenzó. Los búlgaros vestían camiseta blanca y pantalón verde. Bulgaria atacaba. Foul y tiro libre a favor de ellos. Minuto 13. Fue todo muy confuso, una jugada de laboratorio. Tocó Yakimov hacia Bonev, y este se la puso a Dermendier, que quedó solo frente a Rubiños, y gol. Gol de Bulgaria. Las caras confundidas decían lo evidente: nos habían madrugado. La cámara enfocó a los hinchas peruanos en la tribuna. Ellos se pararon y, de inmediato, reiniciaron las barras para Perú. Había que jugar.

El Perú estaba jugando bien, con ganas. Terminó el primer tiempo. No era tan grave la cosa. Solo necesitábamos meter un gol, y era como volver a comenzar. Al arrancar el segundo tiempo, Didí sacó a Baylón y entró el Cholo Sotil con la camiseta número 20. Yo soy hincha del Muni. En ese momento sentí como si yo mismo hubiese entrado a la cancha. Me alegré. Y mucho.

Atacan los búlgaros, Perú se defiende. Foul. Minuto 4. Tiro libre al borde del área. Se forma la barrera. Bonev, el número 8, va a patear. Tensión. Tira con comba, pasa la barrera y Rubiños no puede contener la pelota, que se mete en el arco. Gol de Bulgaria. Rabia, ganas de llorar. 2 a 0. Perdiendo.

Dejé la sala y el desconsuelo de familiares y amigos en torno al televisor Phillips (que era el más grande de la casa) y calladamente me refugié, frustrado, en el cuarto de mis padres, donde tenían un televisor portátil japonés (detalle que, por aquel entonces, era sinónimo de «descartable»). Era el primer partido de octavos de final de un mundial que yo veía. Con 49 minutos de juego y 2 a 0, todo hacía presagiar una goleada. Era, casi, un «debut y despedida». No obstante, lejos de mi razón, como cualquier otro peruano, abrigaba —a pesar de todo— la esperanza de ver a nuestro equipo triunfaren un mundial.

Quedé solo frente al pequeño televisor, ensimismado, pensando que todo seguía siendo tristeza. Pero Perú había estado jugando bien, con ganas, con mayor dignidad. Y, cuando menos lo pensaba, Cubillas se la pasa a Perico, y este a la izquierda, en el área, a Gallardo, y Alberto nos sorprendió a todos. Nunca vi la trayectoria de la pelota. Solo recuerdo el instante en que la vi dentro del arco. Fue un cañonazo. ¡Gol de Perú! (Se me acaban de aguar los ojos). Era el minuto 50.

Soñaba, sí. Soñaba con otro gol. Soñé, durante cuatro minutos, que era posible empatar. En eso, Sotil va camino al área, haciendo de las suyas por el centro, y foul. Lo derriban. Tiro libre. Se forma la barrera. Tres peruanos se ponen a la izquierda. Recuerdo que uno era Gallardo, y el otro, Cubillas. No recuerdo quién era el tercero. Chumpitaz, con el número 4, el Gran Capitán, se para frente a la pelota. Toma carrera, patea y se resbala. Los peruanos en la barrera se abren y la pelota pasa y va directo hacia el lado del palo izquierdo. ¡Entra!, ¡gol!, ¡gol de Perú! ¡Chumpi-golazo! ¡2 a 2! Mi sueño se hace realidad y, entonces, deja de ser un sueño. Era el minuto 55.

A partir de ese momento, yo saltaba sobre la cama de mis padres. Ya no podía estar echado. Me paraba, caminaba, gritaba. Escuchaba también los gritos en la sala grande, y los gritos en la casa de algún vecino. Pero no quería salir de ese cuarto, no quería dejar de ver el partido en ese televisor. No sé, pensaba que no debía alterar nada, pues en ese cuarto y en ese televisor Perú había empatado. Estaba convencido de que, si alguien entraba, podría traer mala suerte, y corrí a poner cerrojo a la puerta. No debía permitir a nadie romper el embrujo que algún chamán, o muchos chamanes a la vez, había telelanzado. Alguien tocó la puerta después, insistentemente: yo no contesté y se dio por vencido. Fue la primera vez que me mordí los nudillos de los dedos. Era, simplemente, eso que llaman «fiebre del fútbol».

Perú 3-2 Bulgaria. Goles de Gallardo, Chumpitaz y Cubillas.

Perú avanza. Cubillas a Mifflin en pared, y este devuelve. Cubillas cruza en diagonal, a la derecha. Entra al área, se perfila, patea. ¡Y Teófilo…! El señor Teófilo Cubillas nos hizo eyectar de nuestros cuerpos y llorar de felicidad: ¡gol, gol de Perú! ¡Golazo de Perú! ¡Perú campeón! «Hay que ir a triunfar al mundial, venceremos a todo rival, con el lema “Perú va a campeonar” siempre arriba, Perú debe ganar». La polka aquella retumbaba en el Perú entero. Llovían las palabras del cielo, y la música se paseaba contenta por el aire. Teófilo Cubillas y la televisión habían logrado, aunque sea por unos segundos, hacer que millones de peruanos nos sintiésemos uno solo, capaces de todo, fuertes ante la adversidad. Era el minuto 73.

«Perú campeón»,tema compuesto en honor a la selección peruana, que disputaba la clasificación al mundial de México 70.

Siguieron 17 minutos de emoción hasta el pitazo final: Perú 3-2 Bulgaria. Habíamos volteado y ganado el partido. Fue sublime, y entendí por qué el chocolate se llama así.

Perú triunfó en ese mundial. Luego le ganamos a Marruecos por 3 a 0 y perdimos contra Alemania. Clasificamos a cuartos de final. La selección cayó 4 a 2 nada menos que ante el campeón, Brasil. Ese equipo que, con Pelé, Gerson, Jairzinho, Tostão y todos los demás, alcanzó el tricampeonato ante Italia, por 4 a 1. Durante esa tarde del 2 de junio de 1970, y en ese mundial, aprendí que triunfar es distinto a ganar. Se puede ganar o perder en un partido de fútbol o en un mundial, pero se triunfa en el fútbol cuando los doce jugadores (el equipo y su hinchada) se convierten en una sola alma. Ese día fue así. México 70 fue así.