Introducción
El bandolerismo, en España, se inició en el siglo XVI, aunque es posible que el fenómeno ya existiera desde mucho antes, pues el pillaje es innato en el ser humano desde el principio de los tiempos. Sin embargo, en la historia, los primeros casos bajo el epígrafe bandolero son de este siglo. Su aparición se dio en aquellas zonas con unas características muy concretas o más favorables para que las partidas pudieran moverse con libertad, sin ser hostigadas por las fuerzas del orden.
Hay dos zonas en España donde el bandolerismo convivió con la sociedad durante años; Cataluña y Andalucía. En Cataluña podemos nombrar a Perot lo Lladre, los hermanos Margarit, Joan de Serrallonga, Ramón Felip o Panxampla; en Andalucía tenemos a Tragabuches, el Lero, José María el Tempranillo, el Barquero de Cantillana —cuya vida inspiró el personaje ficticio de Curro Jiménez— o los Niños de Guadix. A todos ellos hemos de unir otro nombre, el de Luis Candelas, que recorrió la sierra y las calles de Madrid.
El bandolerismo también lo encontramos en Extremadura, Galicia, Levante, País Vasco o las Baleares. Como vemos, era una forma de ganarse la vida dentro de una sociedad que estaba marcada por la economía, las diferencias sociales, el olvido del poder y la necesidad.
Podemos decir que España exportó el bandolerismo a Sudamérica y a la parte de los Estados Unidos que fue española hasta mediados del siglo XIX. El término bandolerismo tiene sinónimos como salteadores, bandidos, forajidos, relegados… Personajes de ficción como el Coyote de José Mallorquí o el Zorro de Johnston McCulley forman parte de esta exportación del fenómeno bandolero. Y toda la cultura del Far West forma parte de este término. Podríamos decir que Jesse James es el Serrallonga o el Tempranillo norteamericano.
El término bandido viene del latín bannitus, que significa «desterrado». Y eso es lo que eran, personajes que o bien decidieron estar fuera de la ley o las circunstancias los obligaron a estar ahí. En el siglo XIX los bandoleros fueron personajes que vivieron toda la vida fuera de la ley. Lo estuvieron cuando se dedicaron al pillaje y luego cuando se enrolaron en el ejército carlista. En ambas circunstancias eran outsiders. Mientras en España estaban fuera de la ley, en los Estados Unidos también lo estaban Jesse James, los Dalton, Sam Bass, Cherokee Bill o Billy the Kid. En ambos lados eran perseguidos por la justicia, su cabeza tenía precio.
En Historia de los bandidos más célebres en Francia, Inglaterra, etcétera, traducida del francés y adicionada con la de los más famosos bandoleros españoles de Cristóbal Ramírez de Arellano, publicado en Córdoba en 1841, el autor distinguía tres tipos de bandoleros:
- Bandoleros guapos o valentones, que hacen alarde temerario de un arrojo imprudente, no respetando, como se dice vulgarmente, ni rey ni roque, creando sus propios valores fuera de la ley y buscando aventuras y peligros; son por lo general caballeros que venían a ser públicos asesinos, y son los recogidos en los romances de guapos. Por ejemplo, Pedro Salinas, natural de Jaén; Curro Escamilla; Miguel Ramírez, de Lucena, y otros.
- Contrabandistas. Se abstenían de matar si no era impedidos por la necesidad, como Francisco Esteban, natural de Lucena; Pedro Zambomba, de Encinas Reales: o Curro López, zapatero de Jerez de la Frontera.
- Ladrones famosos. El Tuerto de Pirón; Jaime el Barbudo; Melchor el Extremeño; el judío canario Pablo Jerónimo, Jero el Bandolero; el Rubio de Espera, José María el Tempranillo; Antonio Díaz, el Renegado; el Chato Pedrosa de Benamejí, y los siete niños de Écija.
Esta división de Cristóbal Ramírez de Arellano es muy básica. La podemos ampliar distinguiéndolos por las actividades que realizaron.
- Bandolerismo religioso. Los moros expulsados de España en 1492 se dedicaron, una vez instalados en el norte de África, a piratear en el Mediterráneo y al bandolerismo terrestre, atacando los provincias de Málaga y Granada. Se dedicaron a asaltar cortijos y a robar ganado y cosechas. También cogían prisioneros que llevaban al norte de África y pedían dinero para rescatarlos. Los habitantes de esas provincias construyeron torres y muros de defensa, crearon patrullas de vigilancia y utilizaron las campanas de las iglesias para avisar. No solo atacaban Málaga y Granada, toda la costa mediterránea fue asaltada por estos personajes. Las costas catalanas, por ejemplo, aún conservan torres de vigilancia, y en las masías también se construyeron refugios para protegerse de los ataques moriscos.
- Contrabando y cuatreros. Son los primitivos bandoleros. El contrabando consistía en comerciar con género prohibido por la ley a productores y comerciantes particulares. El contrabandista es el que se dedica a la defraudación de las rentas de aduanas. El contrabando ha sido un oficio casi tan viejo como los Estados, pero entre las épocas de su máximo desarrollo podemos destacar el último cuarto del siglo XVIII. Las mercancías prohibidas entraban en España a través de Gibraltar, el Mediterráneo o la línea de Portugal. Los contrabandistas actuaban normalmente burlando la vigilancia aduanera o sobornando a funcionarios y, mediante pequeños barcos procedentes de Gibraltar y otros puertos extranjeros, introducían las mercancías en las playas andaluzas.
- Bandolero-guerrillero. El bandolero adoptó la actividad de guerrillero y viceversa, como veremos posteriormente, en las diferentes guerras que hubo en España. En el siglo XIX, por ejemplo, lucharon a favor o en contra de los franceses, fueron agraviados y acabaron siendo carlistas. Y así a lo largo de los años.
- Salteadores de caminos y diligencias. Iban en grupos de cuatro u ocho. Muchas de estas acciones quedaron relevadas por muchos autores románticos que o bien sufrieron esos atracos o bien oyeron lo que les había ocurrido a otros, haciendo suyas aquellas historias.
- Bandolerismo de chantaje y anónimos. Con la creación de la Guardia Civil la actividad de los bandoleros sufrió un duro golpe. Por eso tuvieron que cambiar su manera de actuar. El bandolero se presentaba ante su víctima y le pedía dinero bajo amenaza de muerte. Si no funcionaba la amenaza, lo secuestraban. Para frenar esta actuación, se aprobó la ley dictando disposiciones para perseguir y castigar el bandolerismo, el 8 de enero de 1877, conocida como Ley de Secuestro. Con anterioridad, por Real Decreto de 31 de marzo de 1830, se dispuso a poder perseguir «los frecuentes robos, asesinatos y otros crímenes». En el artículo 2º de la ley de 1877 se puede leer…
Lo que promuevan o ejecuten un secuestro, y los que concurran a la comisión de este delito con actos sin los cuales no hubiera podido realizarse, serán castigados con pena de cadena perpetua o muerte.
Las penas las establecerían un consejo de guerra. Esta ley se promulgó exclusivamente a las provincias que comprendían los distritos militares de Andalucía y Granada, y en las de Badajoz, Ciudad real y Toledo. En 1891 se amplió a Zaragoza, Teruel, Huesca y Lérida.
Con respecto a la legislación vigente en España, el artículo 415.3 del Código Penal de 1848 castigaba «al culpable de robo con violencia o intimidación en las personas con la pena de cadena perpetua o la muerte, cuando se cometiere en despoblado y en cuadrilla, si con motivo u ocasión de este delito se causare alguna de las lesiones penadas en el número 1 del artículo 334 o el robado fuere detenido bajo rescate o por más de un día». La reforma de 1850 mantuvo los mismos contenidos con respecto al robo en despoblado y en cuadrilla.
- Bandolerismo político. Como hemos dicho antes, en el siglo XIX lucharon a favor y en contra de los franceses y se hicieron carlistas. No todos los bandoleros tenían el mismo pensamiento político. Afirmar esto sería simplificar demasiado las cosas. Hubo bandoleros de extrema derecha, extrema izquierda, isabelinos, alfonsinos, carlistas, anticlericales… Otros estuvieron a las órdenes de caciques y terratenientes contra los movimientos obreros que estaban surgiendo en esos momentos y como agentes electorales.
El romanticismo, como hemos explicado anteriormente, mitificó la figura de este asaltante de caminos. Ya con anterioridad, Lope de Vega, Tirso de Molina, Francisco de Rojas, Gonzalo Céspedes y Meneses, Alfonso Castillo de Sorlozano o Miguel de Cervantes habían escrito sobre ellos. Los autores extranjeros que visitaron España también los plasmaron. Así los encontramos en Gatherings from Spain de Richard Ford; Voyage en Espagne de Jean-Carles Davillier; Sketches in Spain during the years 1829-1832 de Samuel Edward Cook; Carmen de Prosper Merimeé; o Tales of the Alhambra de Washington Irving. De este último hemos seleccionado este fragmento:
El solitario bandolero, armado hasta los dientes y montado en su corcel andaluz, anda recelosamente acechándolos, como el pirata que persigue un barco mercante, sin tener valor para dar el asalto (…) el bandido y el bandolero son héroes poéticos en España entre la gente baja (…) el bandolero de las montañas no tiene en manera alguna en España el abominable carácter que el ladrón de los demás países, sino que, por el contrario, es una especie de personaje caballeresco a los ojos del pueblo.
Richard Ford advertía: «Una olla sin tocino sería tan insípida como un volumen sobre España sin bandoleros». Y añade: «Los ladrones españoles van armados por lo general con un trabuco que cuelga del arzón de la silla, de perilla muy alta, que lleva una cubierta de lana azul o blanca, como símbolo de su deseo de esquilmar al prójimo».
El escritor de cuentos danés Hans Christian Andersen dejó escrita esta anécdota que le ocurrió al escritor francés Alejandro Dumas:
Antes de llegar a España, Alejandro Dumas le envió a un conocido jefe de bandidos un talón de mil francos para que preparase una emboscada sin mayor perjuicio ni pérdidas de vidas. El bandolero contestó que había cerrado el negocio, pero del recibo del talón mandaba justificante.
Sobre las ventas o posadas, donde se reunían los bandoleros o dormían los viajeros que atravesaban España, Ricard Ford:
Las posadas de la península, salvo raras excepciones, se han clasificado desde tiempo inmemorial en malas, peores y pésimas; y como las últimas, al mismo tiempo que las más malas son las más numerosas y castizas, durarán hasta la eternidad.
Por su parte, el escritor Teófilo Gautier consideraba que los nuevos bandoleros en España eran los posaderos, pues no era en el camino donde estaba el peligro, sino más bien en las posadas, donde se despluma al desprevenido cliente sin armas, con la cuenta.
Jean-Carles Davillier, sobre la manera de actuar de los bandoleros, en el libre anteriormente referido, explica:
Según una costumbre que se había hecho ley entre los bandoleros, se hacían tres partes iguales del botín: el primer tercio pertenecía al capitán; el segundo se repartía entre los miembros de la partida, cuyo número raramente excedía a ocho o diez hombres, y el resto, puesto religiosamente a un lado, era una especie de fondo de reserva destinado a socorrer a los camaradas caídos en manos de la señora Justicia, para lograr su libertad o para decir misas por el alma de los desgraciados que acababan bailando en la horca sin castañuelas.
En el libro describe Davillier así a un bandolero:
Normalmente, el jefe de la partida era un joven al que los celos, el despecho o algún asunto amoroso habían empujado al asesinato, y que perseguido por la justicia buscaba refugio en las montañas más desiertas. Lo más frecuente es que no fuera al principio más que un simple ratero, ladrón que vive aislado, ataca solo a los viajeros que no llevaban armas y evita cuidadosamente a los alguaciles, miqueletes y otros representantes de la Justicia. Pero pronto el ratero se aburría de trabajar solo, se asociaba con algunas gentes de vida airada que se habían puesto como él en abierta rebeldía contra la sociedad, y convertido en jefe de la banda, capitán, atacaba con los bandoleros, sus vasallos, los convoyes, las diligencias, las granjas aisladas y algunas veces incluso los pueblos.
Mucho más romántica es esta descripción de Davillier:
El capitán de bandoleros era comúnmente un hombre moreno, ágil y robusto, bien empatillado. Su cabeza, de pelo corto, iba cubierta con un pañuelo de seda de chillones colores (…) y encima el sombrero calañés, recargado con muchas bolas de seda negra (…) las elegantes botas de cuero bordado (…) de las que colgaban largos y delgados flecos de cuero (…) En los pliegues de una ancha faja de seda que ajustaba su cintura se hundían dos pistolas cargadas hasta la boca, sin perjuicio de un afilado puñal y de un cuchillo de monte, cuyo mango de cuerno se ajustaba al cañón de la escopeta.
No se salva de este exceso de mitificación, por parte de Davillier, ni el caballo:
Un vigoroso potro andaluz de larga crin adornada con aparejos de seda y cuya cola estaba rodeada con una especie de cinta que los andaluces llaman atacola (…) De una manta de mil rayas chillonas bailaban sus innumerables pompones de seda a ambos lados. No hay que decir que el inevitable trabuco malagueño, abocardado, colgando con la culata hacia arriba del gancho de una silla árabe, completaba el armamento del bandolero.
Y no puede ser menos el atraco. Escribe el mismo autor:
Tan pronto como los centinelas anunciaban su llegada, la partida cerraba el paso en el camino, y los caballos eran derribados o desenganchados. Se ordenaba a los desgraciados viajeros que bajasen y se colocaran boca abajo, atándoseles entonces los brazos detrás de la espalda. El capitán daba enseguida orden de visitar los equipajes, se registraba a los viajeros, y tras haber amenazado de muerte al que se moviera antes de que hubiera transcurrido media hora, la partida alcanzaba a galope tendido su refugio, donde se repartía el botín.
Esta visión romántica, muy apartada de la realidad, es la que ha llegado hasta nuestros días. Se convirtieron en el Robin Hood o, si volvemos al asunto del que hemos hablado anteriormente, a un Jesse James. Mitificaron a unos personajes que realmente nunca existieron tal y como algunos autores los han descrito en sus crónicas y narraciones. El bandolerismo fue una seña de identidad española durante siglos.
Sabemos que la mayoría de los bandoleros se casaron y, normalmente, las mujeres no los acompañaban en sus acciones ni vivián en las cuevas con ellos, aunque hubo excepciones. Caso aparte son las bandoleras o serranas. Estas actuaban en solitario y, aunque no tan numerosas como ellas, se conserva memoria de ellas. Tenemos a Torralba de Lucena, Margarita Cisneros, María Márquez, Martina Ibaibarriaga, Victoria Acebedo, Juan la Valerosa, la Marimacho, la Clementina, la Tuturra, la Pepina, la Tardía, la Tuerta (conocemos su existencia gracias a la obra del escritor inglés George Borrow), la Casdami o la Escorpión, la Pozas, la Gaga, la Pendanga, la madre e hija conocidas como las Rosas, la Chicharrona. En el 1802 fueron condenadas a 28 años de galeras Francisca Arias la Negra, su hermana la Morena, Manuela Fernández la Manola y su hija María Campillo.
En la literatura Félix Lope de Vega escribió Las dos bandoleras. Es la historia de dos hermanas, Inés y Teresa, que deciden, contra la voluntad paterna, casarse con dos soldados de los que están enamoradas. Estos, mientras esperan el momento de ir a la guerra, se aprovechan de ellas, pero, asustados ante el compromiso de matrimonio que les exigen las hermanas, huyen sin decir palabra. Las dos mujeres, burladas no pueden volver a su casa y, rabiosas, deciden convertirse en bandoleras y vengarse del género masculino. Luis Vélez de Guevara o José de Valdivieso escribieron sobre el mito de La serrana de la Vera. Este personaje, presuntamente, se llamaba Isabel Carvajal, mujer hermosa que, por un desengaño amoroso al ser rechazada por el sobrino del obispo de Plasencia, se fue a vivir al monte y, como venganza, llevaba a los hombres con lo que se cruzaba a su cueva para matarlos y guardaba los huesos en la cueva. También Concepción Arenal, Emilia Pardo Bazán, Ramón María del Valle-Inclán, Camilo José Cela, Carlos Reigosa o Aurelio Miras Azor se inspiraron en la legendaria bandolera gallega Pepa a Loba, de la que hablaremos posteriormente.