El análisis del capitalismo ha de empezar necesariamente por el estudio de la forma más simple en la que se subsumen la mayoría de las relaciones sociales dentro de esta estructura económica: la mercancía (C3, 51, 1019). No hemos de empezar a estudiar el capitalismo por el capital, pues el capital es una relación social más compleja que presupone la mercancía y, por tanto, «sería un error intentar derivar las propiedades específicas […] de las mercancías como mercancías partiendo de su carácter como capital» (C2, 2.2, 161). Hemos de arrancar nuestra investigación con la manifestación más abstracta posible de las relaciones sociales de producción dentro del capitalismo, con la forma más elemental de riqueza dentro de este sistema económico (C1, 1.1, 125), con su mismísima «célula económica» (C1, 90).
Sin mercancías no puede haber capitalismo y sin capitalismo tampoco puede haber mercancías, al menos no como forma predominante de organizar las relaciones de producción y distribución. Antes del capitalismo, «la mayor parte de los productos […] no son fabricados como mercancías […], no son mercancías […]. [Antes del capitalismo], los productos sólo se transforman en mercancías en algunos casos específicos […] y en algunas esferas productivas concretas» (Marx [1862-1863b] 1989, 300). Es decir, que «sólo [en el capitalismo] la mercancía se convierte en la forma general de producción» (Marx [1862-1863b] 1989, 301). Pero ¿podría haber al menos una economía basada en la producción generalizada de mercancías que no fuera una economía capitalista? Para Marx, no sólo se trata de que únicamente con el surgimiento del capitalismo «la producción de mercancías se generaliza y se convierte en la forma típica de producción», sino que, además, la propia mercancía está presionada a convertirse en capital por su «propia dialéctica, interna e inexorable» (C1, 24.1 729): por tanto, toda economía basada en la producción y distribución a gran escala de mercancías será una economía capitalista.
No obstante, de la misma manera que no podemos entender el concepto de capital sin abstraer previamente la forma más simplificada de mercancía, tampoco podremos entender las dinámicas de una economía capitalista sin entender previamente las relaciones más simples de una economía donde la riqueza se produzca y se distribuya como mercancías que no son todavía capitales (Martínez Marzoa 1983, 36-39). ¿Por qué una economía mercantil no capitalista es más simple que una economía mercantil capitalista? Porque la primera nos permite abstraernos de la problemática de las clases sociales: podemos presuponer idealmente que los intercambios de mercancías se efectúan entre individuos con igual poder de negociación que no forman estructuralmente parte de ninguna clase social; en cambio, el capitalismo es por necesidad una economía de clases sociales donde las relaciones de producción se establecen entre la clase capitalista y la clase obrera, lo que inevitablemente afectará a las más complejas condiciones de producción y distribución de mercancías (Fernández Liria y Alegre Zahonero [2010] 2019, 500, 565).
El propio Marx, en coherencia con su método de investigación basado en aproximaciones (teóricas) sucesivas a la comprensión de la realidad, utiliza en ocasiones ese escenario hipotético de mercancías que no circulan como productos del capital y donde por tanto todavía no existe el proletariado (C1, 4, 247; C3, 10, 277): pero sólo lo emplea como constructo imaginario para exponernos simplificadamente los principios constitutivos de las más complejas relaciones sociales propias de las sociedades de clase capitalistas (como la naturaleza del capital o la formación de los precios de producción). Por tanto, en el resto de la obra distinguiremos entre economía mercantil no capitalista (economía basada en la producción generalizada de mercancías que no son capitales, sin clases sociales y donde todos los trabajadores producen e intercambian mercancías en pie de igualdad) y economía mercantil capitalista (economía basada en la producción generalizada de mercancías como capitales merced a la explotación de la clase obrera por parte de la clase capitalista), pero no lo haremos para referirnos a dos etapas evolutivo-históricas de una sociedad, sino como dos aproximaciones teóricas, de distinto grado de complejidad, a un mismo fenómeno concreto: las relaciones sociales de producción capitalistas que distinguen al capitalismo —y por tanto lo definen a través de sus diferencias específicas— del resto de las sociedades históricas no capitalistas (Rubin [1923] 1990, 255-256; Fernández Liria y Alegre Zahonero [2010] 2019, 361-362, 537). Cuando hablemos de economía mercantil nos estaremos refiriendo indistintamente a cualquiera de estas dos aproximaciones teóricas.5
Dicho todo esto, ¿qué es exactamente una mercancía?
La ley del valor de Marx resulta de aplicación universal, tanto como cualquier otra ley económica, para todo el período temporal caracterizado por la producción simple de mercancías, es decir, hasta el momento en el que la mercancía experimenta una modificación por la aparición del modo de producción capitalista. Hasta ese momento, los precios gravitan alrededor de los valores, determinados por ley [del valor] de Marx y oscilan alrededor de esos valores, de modo que cuanto más completamente se desarrolla la producción simple de mercancías, más coinciden en el largo plazo los precios medios con los valores si no se ven interrumpidos por violentas perturbaciones externas […]. Por tanto, la ley marxiana del valor tiene validez económica universal por un lapso que se extiende desde el comienzo del intercambio que transforma los productos en mercancías hasta el siglo XV de nuestra era. Ahora bien, el intercambio de mercancías arranca en una época anterior a la historia escrita, desde al menos 3500 a. C. en Egipto y 4000 a. C. o incluso 6000 a. C. en Babilonia; por tanto, la ley del valor ha prevalecido por un período de cinco a siete milenios (C3, 1.037).
Podemos definir mercancía como todo bien económico fabricado por productores independientes y distribuido mediante el mercado (C1, 1.1, 131). Tres son, pues, las características constituyentes de las mercancías: 1) son bienes económicos; 2) son fruto del trabajo privado; y 3) son distribuidas a través del mercado. Examinemos con mayor detalle cada una de ellas.
Primero, todas las mercancías son bienes económicos o, mejor dicho, la mercancía es una de las formas sociales que pueden adoptar los bienes económicos (y la que adoptan mayoritariamente dentro del capitalismo): por consiguiente, si un objeto no es un bien económico no podrá vestirse de mercancía porque carecerá del contenido esencial que se esconde detrás de toda mercancía. ¿Y qué es un bien económico? Un bien económico es un objeto que satisface directa o indirectamente alguna necesidad humana, esto es, la satisface como bien de consumo o como medio de producción (C1, 1.1, 125): por ejemplo, una silla es un bien económico porque su contenido material la hace apta para satisfacer la necesidad de sentarnos y descansar en ella; un martillo es un bien económico porque su contenido material lo hace apto para que podamos construir sillas con él. Otra forma de expresar esta misma idea es diciendo que los bienes económicos son valores de uso: es decir, objetos que pueden usarse, que son útiles, para satisfacer alguna necesidad humana.6 Cuál sea el origen de esa necesidad humana, «si el estómago o la imaginación, es irrelevante» (C1, 1.1, 125). La utilidad de los bienes económicos depende de sus propiedades materiales (de su aptitud objetiva) para satisfacer fines humanos, a saber, la utilidad no es una propiedad del objeto al margen de los individuos cuyas necesidades ha de satisfacer: los bienes económicos son instrumentales a la satisfacción de las necesidades de algún individuo. En el caso de las mercancías, el propio Marx afirma que: «El producto ofertado no es útil en sí mismo. Es el consumidor quien determina su utilidad» (Marx [1847] 1976, 118). Por ejemplo, una silla es un valor de uso porque está hecha de un determinado material (por ejemplo, madera) y posee una determinada estructura (cuatro patas, un respaldo y un asiento) que la vuelven objetivamente adecuada para que nos podamos sentar en ella a descansar: descansar sentándonos en ella es la necesidad humana que objetivamente satisface.
Esa aptitud objetiva de un bien económico para satisfacer una necesidad humana es independiente del modo de producción dentro del que se encuentre, esto es, es independiente de si el bien económico ha sido producido mediante esclavos, siervos, proletarios u productores libremente asociados: la silla es útil sea cual sea el modo de producción en el que se halle; a contrario sensu, una cosa con malas propiedades objetivas para satisfacer una necesidad humana no será un valor de uso, y no lo será con independencia del tipo de relaciones sociales bajo las que se haya producido y distribuido. Ahora bien, mientras que la aptitud objetiva de un bien económico para satisfacer una necesidad humana es independiente del modo de producción, el contenido de las necesidades humanas sí evoluciona junto con los modos de producción: el ser humano comienza históricamente produciendo, como los animales, con el propósito de satisfacer sus necesidades biológicas más primarias como alimentación, vestimenta o vivienda, pero ese mismo acto histórico de producción «engendra nuevas necesidades» (Marx y Engels [1845-1846] 1976, 42), de manera que cabe decir que «las necesidades son producidas del mismo modo en que son producidos los productos o las habilidades en el trabajo» (Marx [1857-1858] 1986, 451) «; o que «la producción produce no sólo un objeto para el sujeto, sino también un sujeto para el objeto» (Marx [1857-1858] 1986, 30). En términos más sencillos: antes de la creación del televisor no podía existir la necesidad de ver la televisión y la propia producción de televisores, al modificar el tipo de relaciones sociales que entretejen los seres humanos, también produce la necesidad social de ver la televisión. Por tanto, las necesidades humanas también son objeto de evolución dialéctica (Cohen [1978] 2001, 103): algunas de ellas —como las más básicas— podrán ser comunes a todos los modos de producción históricos; otras podrán estar ausentes en los modos de producción más primitivos y emerger en los modos de más avanzados —como la necesidad de ver la televisión o de leer un libro— y otras podrán emerger en modos de producción más primitivos y desaparecer en modos de producción más avanzados —por ejemplo, los lujos extravagantes pueden ser necesidades en el capitalismo, pero no en el comunismo (Engels [1880] 1989, 323).7
Por eso, el contenido material de la riqueza siempre serán los valores de uso, cualquiera que sea el modo de producción histórico en el que nos encontremos (C1, 1.1, 126), lo cual no impide que cada modo de producción histórico determine y sea determinado por el contenido material de la riqueza (a saber, la riqueza material que es específicamente producida influye en cómo se organiza la sociedad y, a su vez, cómo se organiza la sociedad influye en qué riqueza material se produce): es decir, «el valor de uso […] es ya una forma socializadora a la par que socializada» (Arteta 1993, 59). Asimismo, en cada modo de producción histórico, la riqueza material adoptará una forma social distinta según cómo ésta sea producida y distribuida: en el capitalismo, la forma social que adoptan los valores de uso, y que subsume esas relaciones de producción y distribución específicamente capitalistas, es precisamente la mercancía y por eso el conjunto de mercancías constituye la riqueza social dentro del capitalismo (Cohen [1978] 2001, 101). Pero ¿qué tipo de específicas relaciones de producción y distribución presupone la mercancía? La mercancía es producida a través del trabajo privado y es distribuida a través del mercado.
Así, y en segundo lugar, las mercancías son bienes económicos fabricados mediante trabajo privado (Rubin [1923] 1990, 7; Íñigo Carrera 2013, 10). ¿Qué es el trabajo privado? De entrada, si exceptuamos los objetos que nos proporciona espontáneamente la naturaleza (Marx [1847] 1976, 111), toda producción —adopte la forma social de mercancía o no— es siempre el resultado de dedicar trabajo humano a transformar la naturaleza (C1, 1.2, 133-134; C3, 48.2, 955; Marx [1844a] 1975, 273; Marx [1859] 1987, 278; Marx [1875] 1989, 81): es decir, toda producción tiene un padre (el trabajo; hand en inglés) y una madre (la tierra; land en inglés) (Guerrero Jiménez 2008, 56). Ese trabajo humano, sin embargo, puede ser trabajo social o trabajo privado. El trabajo social es el trabajo colectivo, «desarrollado consciente o inconscientemente por la gente en favor los unos de los otros» (Bukharin [1921] 2021, 111); un trabajo interdependiente e integrado con el resto del trabajo de la sociedad (Arteta 1993, 17). Por ejemplo, en una tribu que caza colectivamente, el trabajo con el que se crean los valores de uso (alimento) es un trabajo con «una forma inmediatamente social» (C1, 1.4, 170). El trabajo privado, en cambio, es el trabajo «ejercido independientemente los unos de los otros» (C1, 1.4, 165): por tanto, el trabajo de productores que no se someten a las directrices o a los planes de otros productores, sino que toman sus decisiones económicas de manera aislada (C1, 1.2, 132), anárquica y descoordinada. El trabajo, pues, de «individuos libres, iguales y propietarios de su propia persona y de los resultados del propio trabajo» (Fernández Liria y Alegre Zahonero [2010] 2019, 314): de unidades productivas independientes, entre las que se incluyen unidades productivas de carácter asociativo, como los talleres, las fábricas y las corporaciones modernas, dado que todas ellas se constituyen a partir de la propiedad privada y de los contratos laborales suscritos con trabajadores igualmente libres, iguales y propietarios de sí mismos —por mucho que, dentro de esas unidades productivas asociativas, pueda regir el despotismo interno (C1, 14.4, 477; Bukharin [1921] 2021, 281)— y dado que todas ellas, además, interactúan de manera descentralizada (anárquica) entre sí a través del mercado.
En este sentido, las mercancías son fruto del trabajo privado, de modo que el trabajo inmediatamente social no puede crear mercancías porque este tipo de organización laboral engendra bienes que son un producto colectivo y no individual, de modo que no cabe oponer entre sí los distintos productos individuales del trabajo privado: serían productos inmediatamente sociales. Sin embargo, que los bienes sean fruto del trabajo privado no es suficiente para convertirlos en mercancías. El trabajo que desarrolla una persona por su cuenta para satisfacer sus propias necesidades también es un trabajo privado pero no sería un trabajo que genere mercancías.
Así, en tercer lugar, las mercancías son valores de uso que se distribuyen a través del mercado: no se distribuyen ni por asignación directa (el dueño del esclavo se apropia directamente de aquello que fabrica) ni por reparto comunitario consciente y deliberado (los miembros de una tribu que producen colectivamente los valores de uso deciden colectivamente cómo repartirlos), sino por intercambios entre vendedores y compradores dentro del mercado (Rubin [1923] 1990, 7). Dicho de otra forma, las mercancías no son bienes económicos creados para satisfacer las necesidades personales de sus productores, sino para satisfacer, mediante el intercambio, las necesidades de terceras personas; las mercancías no son valores de uso privado, sino valores de uso sociales: «Un objeto puede ser útil y puede ser fruto del trabajo humano sin ser una mercancía. Aquel que satisface sus propias necesidades con el producto de su trabajo crea valores de uso pero no mercancías. Para producir mercancías no sólo ha de producir valores de uso, sino valores de uso para otros, es decir, valores de uso sociales» (C1, 1.1, 131). Si un productor fabrica una silla para ser él quien la utilice, esa silla no será una mercancía: sólo se convertirá en mercancía si esa silla ha sido fabricada por ese productor independiente con el propósito de ser vendida en el mercado a un comprador que satisfará sus necesidades con ella.
Pero no es suficiente con que sean valores de uso para otros, sino que esos productos han de llegar a manos de los otros a través de los intercambios en el mercado. Tal como desarrollaremos más adelante, será ese intercambio dentro del mercado de los productos generados por el trabajo privado lo que convertirá a ese trabajo privado en un trabajo (no inmediatamente) social: es decir, que los productores independientes se vincularán los unos con los otros mediados por sus mercancías a través del mercado (Bukharin [1921] 2021, 112-114). El trabajo privado devendrá indirectamente y a posteriori (Íñigo Carrera 2013, 182) trabajo social a través del mercado porque el trabajo privado queda «subordinado a la División del Trabajo dentro de la Sociedad» (Marx [1865] 1985, 122).
En definitiva, para Marx, los bienes económicos podrán adoptar al menos cinco formas sociales distintas, según los términos en los que se produzcan y distribuyan, y sólo una de esas formas sociales se corresponderá con la de la mercancía:
1. Objetos con valor de uso que no son producidos por el trabajo humano y que tampoco se destinan al intercambio a través del mercado: por ejemplo, tierra virgen, las praderas naturales o los bosques silvestres (C1, 1.1, 131).
2. Objetos con valor de uso privado, que son producidos por el trabajo humano privado y que no se destinan al intercambio a través del mercado: por ejemplo, trigo cultivado para el autoconsumo.
3. Objetos con valor de uso social, que son producidos por el trabajo humano (social o privado) y que no se destinan al intercambio a través del mercado: por ejemplo, la caza comunitaria por parte de una tribu primitiva produce carne para el conjunto de la tribu y, por tanto, se trata de un valor de uso social que no se distribuye a través del mercado (Marx [1881] 1989, 546); asimismo, el campesino bajo el feudalismo puede producir trigo para el señor feudal pero no lo intercambia con él a través del mercado (C1, 1.1, 131); o también los valores de uso que, como la educación pública, proporcione un Estado sin intercambiarlos a través del mercado.
4. Objetos con valor de uso social, que no son producidos por el trabajo humano (o no son reproducibles a través del trabajo humano) pero que sí destinan al intercambio a través del mercado: por ejemplo, una pradera natural convertida en propiedad privada, objetos de coleccionista (que si bien son fruto del trabajo humano no son nuevamente reproducibles a través de nuevo trabajo humano) o la honorabilidad de las personas (que en determinadas condiciones podría llegar a venderse) (C1, 3.1, 197).
5. Objetos con valor de uso social, que son producidos por trabajo humano privado y que se destinan al intercambio a través del mercado: por ejemplo, una silla producida para ser vendida a otras personas a través del mercado.
Sólo el quinto tipo de bienes económicos son propiamente mercancías, aunque el cuarto tipo puede llegar a comportarse como si fuera una mercancía. Por consiguiente, las mercancías son los bienes económicos propios de la división social y descentralizada del trabajo: en la división social y descentralizada del trabajo, cada productor se especializa independientemente en fabricar un determinado bien económico que luego intercambia a través del mercado por una diversidad de bienes económicos fabricados por otros productores independientes y especializados. En lugar de producir y distribuir lo producido de manera comunitaria, producimos y distribuimos los valores de uso de manera independiente: cada uno decide qué produce y cada uno decide con quién intercambia lo que ha producido.
Ahora bien, si la mercancía es la célula económica del capitalismo y toda mercancía está abocada a ser intercambiada en el mercado, la siguiente pregunta que debemos formularnos es: ¿cómo se determinan los términos en los que unas mercancías son primero producidas y después intercambiadas por otras mercancías? Es en este punto en el que Marx desarrolla su ley del valor.
Toda sociedad necesita distribuir socialmente el trabajo de sus miembros para producir y reproducir sus medios de vida. En una sociedad comunista, donde toda la propiedad sobre los medios de producción estuviese colectivizada, sería el conjunto de ciudadanos (o algún órgano especializado al que se le delegara tal función) quien centralizadamente decidiría qué se produce, cómo se produce y para quién se produce. En cambio, en una sociedad mercantil, donde la propiedad sobre los medios de producción es privada, es cada propietario quien, como productor independiente, decide descentralizadamente qué producir y cómo producir: y lo decide al escoger qué mercancías produce y cómo las produce.
Ahora bien, esta decisión aparentemente autónoma de cada productor independiente está, en realidad, sometida al mercado. A la postre, cada productor independiente no produce la mercancía para sí mismo, sino para intercambiarla a través del mercado por otras mercancías fabricadas por otros productores independientes: por tanto, «lo que inicialmente le interesa en la práctica a los productores es saber cuántos productos ajenos obtendrán a cambio del suyo, es decir, en qué proporciones se cambiarán unos productos por otros» (C1, 1.4, 167). «El trabajo privado vale porque valen sus productos» (Arteta 1993, 39). Por ejemplo, a un fabricante de sillas no le concierne en absoluto la utilidad que, como bien de consumo, puedan proporcionarle personalmente cada una de las sillas que fabrica: no, lo que le interesa es cuántas mercancías fabricadas por otros productores y que acaso sí le sean personalmente útiles (leche, trajes, electricidad, etc.) puede adquirir vendiendo las sillas. Pues bien, a la cantidad de otras mercancías que puede obtener un productor a cambio de sus mercancías lo denominaremos «valor de cambio» (C1, 1.4, 167).
El valor de cambio «no es sólo el carácter intercambiable de la mercancía en general» (Marx [1857-1858] 1986, 78), sino la relación cuantitativa específica que se establece entre dos mercancías cuando son intercambiadas (C1, 1.4, 164-165), es decir, es la ratio a la que una mercancía se trueca por otra: por ejemplo, si 1 silla = 2 sábanas de lino, entonces el valor de cambio de 1 silla son 2 sábanas de lino. A diferencia del valor de uso (que era una propiedad objetiva de los propios bienes), el valor de cambio no es una característica objetiva de todos los bienes, sino una característica social de las mercancías, es decir, de los bienes como mercancías: si un bien económico no adopta la forma social de mercancía, entonces carecerá de valor de cambio (por ejemplo, una silla fabricada por un esclavo para su dueño carece de valor de cambio, pues el dueño de la silla dispone de ella sin necesidad de ofrecerle ninguna contraprestación al esclavo). Por consiguiente, en una primera aproximación, toda mercancía parece ser un objeto con un carácter dual (C1, 1.2, 131): es simultáneamente un valor de uso (en cuanto objeto que satisface necesidades humanas) y un valor de cambio (en cuanto objeto destinado al intercambio). El valor de uso es el contenido material de las mercancías (es una característica intrínseca al objeto que adopta la forma social de mercancía), mientras que el valor de cambio es su forma social (el valor de uso es una mercancía porque se inserta dentro de unas determinadas relaciones históricas de producción y distribución).
El valor de cambio de las mercancías determinará, por tanto, cómo se distribuye el trabajo social dentro de una economía mercantil: cada productor independiente fabricará aquellas mercancías que espere que le proporcionen el mayor valor de cambio posible. Si el mercado incrementa el valor de cambio de una mercancía frente a las demás, los productores independientes concentrarán su trabajo en incrementar su oferta; si el mercado reduce el valor de cambio de una mercancía frente a las demás, los productores independientes dejarán de destinar tanto trabajo a producirla.
Ahora bien, así descrito, parecería que la distribución del trabajo social dentro de una economía mercantil es absolutamente aleatoria: si los distintos productores independientes distribuyen su trabajo social en función de una variable, el valor de cambio de las mercancías, susceptible de fluctuar de manera puramente accidental (C1, 1.1, 126), entonces no habría absolutamente ninguna racionalidad detrás de la división social del trabajo dentro de una economía mercantil. Y, de hecho, en sistemas económicos no mercantiles, donde sólo una minoría de los bienes adopta la forma social de mercancía y donde por tanto los intercambios ocurren de manera aislada y ocasional, los valores de cambio sí son fenómenos accidentales que no permiten estructurar el reparto del trabajo social a partir de ellos (Marx [1862-1863] 1991, 13-14; Heinrich [2004] 2012, 41). Una conclusión que tampoco es demasiado sorprendente: simplemente estamos diciendo que una economía donde la mayoría del trabajo social no se organice mediante la producción y venta de mercancías (economía no mercantil) será una economía donde los valores de cambio de la minoría de mercancías que se produzcan no constituirán la referencia a partir de la cual los distintos productores escojan qué producir y cómo producir. Por ejemplo, un agricultor dedicado a la agricultura de subsistencia y que muy de vez en cuando fabrique alguna silla para venderla en el mercado no tomará el grueso de sus decisiones de producción (qué cultiva y cómo lo cultiva) a partir de los fluctuantes valores de cambio de la silla. A falta de un mercado integrado y con productores independientes especializados en fabricar mercancías, no sólo no tiene por qué haber ninguna regularidad ni ningún centro gravitacional hacia el que tiendan a converger los valores de cambio de intercambios anecdóticos y deshilvanados, sino que incluso unos valores de cambio de carácter no accidental tampoco influirían de ningún modo relevante sobre cómo se distribuye el trabajo social.
Distinto es el caso de una economía mercantil, donde la mayoría de bienes económicos adoptan la forma de mercancías y donde, por tanto, la distribución del trabajo social sí depende crucialmente de los valores de cambio de las mercancías. Si, dentro de una economía mercantil, los valores de cambio de las mercancías fueran accidentales y aleatorios, entonces los valores de uso producidos serían igualmente accidentales y aleatorios, de modo que la sociedad no obtendría, salvo por azar, los valores de uso que necesita para satisfacer sus necesidades sociales. Afortunadamente, en una economía mercantil, los valores de cambio de las mercancías no exhiben un carácter accidental, sino que claramente se observa una regularidad entre ellos: las divergencias entre los valores de cambio de las mercancías tienden a desaparecer y a mostrar una cierta estabilidad en el tiempo, generándose una conexión orgánica entre todos los valores de cambio de todas las mercancías: el intercambio habitual de mercancías y su producción y reproducción continuados terminan eliminando el carácter accidental de sus valores de cambio (Marx [1862-1863] 1991, 14).
Por ejemplo, si una silla se intercambia en el conjunto del mercado por dos sábanas de lino o por 100 huevos, entonces necesariamente dos sábanas de lino deberán intercambiarse por 100 huevos:
1 silla = 2 sábanas de lino = 100 huevos
En caso contrario, si dos sábanas de lino se intercambiaran por 200 huevos (mientras que una silla se siguiera intercambiando o por dos sábanas de lino o por 100 huevos), el propietario de los 100 huevos los intercambiaría por una silla, trocaría la silla por dos sábanas de lino y finalmente sustituiría las dos sábanas de lino por 200 huevos: es decir, sería capaz de transformar 100 huevos en 200 huevos. En sociedades precapitalistas con intercambios esporádicos y mercados no integrados, este tipo de diferencias de valores de cambio podrían subsistir sin que nadie las arbitrase, pero en mercados integrados y profesionalizados, las oportunidades de arbitraje se agotan y, por consiguiente, se termina estableciendo una relación cuantitativa única entre los valores de cambio de las distintas mercancías.
Ahora bien, ¿sobre qué base se establece esa relación cuantitativa única? ¿Por qué 1 silla se intercambia por 2 sábanas de lino y no por 20 o por 500? ¿Cuál es el centro de gravedad alrededor del cual orbitan los valores de cambio de las mercancías? De acuerdo con Marx, para que pueda establecerse una relación cuantitativa de cambio entre dos mercancías, éstas han de poseer un tercer elemento común que se halle presente en igual medida en ambas mercancías. ¿Cuál puede ser ese elemento común? Claramente, a juicio de Marx, no puede ser el valor de uso: dos bienes sólo son un mismo valor de uso si comparten idénticas características físicas que los vuelvan aptos para satisfacer las mismas necesidades humanas, es decir, una silla sólo es igual a otra silla en cuanto a sus características materiales objetivas, pero una silla no es igual a una sábana de lino:
[Si] 12,7 kg de trigo = x quintales de hierro. ¿Qué nos dice esta ecuación? Que existe algo común, de la misma magnitud, en dos cosas distintas, tanto en los 12,7 kg de trigo como en los x quintales de hierro. Ambas son, por tanto, iguales a una tercera, que en sí y para sí no es ni la una ni la otra. Cada una de ellas, pues, en tanto es valor de cambio, tiene que ser reducible a esa tercera. (C1, 1.1, 127) [Hemos modificado las unidades de masa que emplea Marx].
Marx denominará «valor» (sin cualificarlo) a la forma social, dentro de una economía mercantil, de aquella sustancia que se halla presente en todas las mercancías y que permite igualarlas cuantitativamente a través de sus valores de cambio. Dicho de otro modo, si el valor de cambio de 1 silla son 2 sábanas de lino o 100 huevos es porque la silla, las 2 sábanas de lino y los 100 huevos poseen el mismo valor, de modo que ambos poseen una misma sustancia común en idéntica cantidad. Pero ¿cuál es exactamente esa sustancia común a la que llamamos valor y que permite igualar mercancías heterogéneas en los intercambios? Como ya hemos dicho, Marx descarta que el valor sea la expresión de las propiedades naturales de los bienes económicos, pues las mercancías, cuando se vuelven equivalentes entre sí en los intercambios, se igualan cuantitativamente a pesar de sus diferencias cualitativas materiales, de modo que «no contienen ni un átomo de valor de uso» (C1, 1.1, 128). Las cualidades físicas o sensibles son irrelevantes porque justamente las igualamos al margen de esas cualidades físicas: cuando decimos que una silla es igual a dos sábanas de lino en el mercado, no estamos queriendo expresar que las cualidades físicas de la silla y de las sábanas sean idénticas sino que, más bien, nos estamos abstrayendo de sus heterogéneas cualidades físicas y sólo nos estamos preocupando por la diferencia cuantitativa entre el valor presente en una silla y el valor presente en una sábana de lino (en el ejemplo anterior, el valor presente en la silla será el doble que el valor presente en una sábana de lino, de ahí que el valor de cambio tienda a ser 1 silla = 2 sábanas de lino). Y para Marx la única cualidad social que comparten todas las mercancías y que permite igualarlas cuantitativamente es «la de ser productos del trabajo» (C1, 1.1, 128).
Así pues, en una primera aproximación que a continuación expondremos con mayor precisión, la sustancia común a ambas mercancías es la de ser productos del trabajo humano, de modo que el valor de una mercancía vendrá determinado por la cantidad de trabajo humano —por el tiempo de trabajo humano— que sea necesario para fabricarla: «El valor de las mercancías viene determinado por la cantidad de ellas que puedan ser producidas en un determinado tiempo de trabajo» (Marx [1859] 1987, 281).8 Por ello, el valor de cambio de dos mercancías con igual valor —que hayan requerido el mismo tiempo de trabajo para ser producidas— tenderá a ser idéntico: «Aquellas mercancías que encierren las mismas cantidades de trabajo, o que puedan ser producidas en un mismo tiempo, representan consecuentemente el mismo valor. El valor de una mercancía es al valor de cualquier otra mercancía lo que el tiempo de trabajo necesario para la producción de la primera es al tiempo de trabajo necesario para la producción de la segunda» (C1, 1.1, 130). Así, por ejemplo, si observamos que una capa se intercambia regularmente por 20 yardas de lino y que, por tanto, su valor de cambio es 1 capa = 20 yardas de lino, entonces ello se deberá a que «diez yardas de lino sólo contienen la mitad de trabajo que la capa, de modo que es necesario destinar el doble de fuerza de trabajo para producir la capa que para producir las 10 yardas de lino» (C1, 1.2, 136). O, por continuar con nuestro mismo ejemplo anterior, si es posible fabricar una silla en diez horas de trabajo y una sábana de lino en cinco horas de trabajo, entonces una silla poseerá el doble de valor que una sábana de lino y, por tanto, el valor de cambio tenderá a ser «1 silla = 2 sábanas de lino».
Siendo así, entonces cabrá decir que los valores de cambio son la manifestación cuantitativa de los valores de las mercancías (Marx [1881] 1989, 544). Y, por tanto, también cabrá decir que el valor de cambio es la forma externa, visible y cuantificada del valor, que a su vez es la forma social que adopta el trabajo humano de carácter social dentro de una economía mercantil (Artera 1993, 28). Aunque pueda parecer un juego de palabras, es importante apreciar el matiz que diferencia al valor y al valor de cambio. El valor integra el ser de la mercancía: una mercancía está compuesta por dos elementos, 1) un elemento material, el valor de uso y 2) un elemento social, el valor, que no es más que la forma en que se objetiva, dentro de una economía mercantil, el trabajo humano de carácter social. Por su parte, el valor de cambio es la forma fenoménica, la forma de existencia, la apariencia, la exteriorización del valor: el modo en el que se nos manifiesta o representa el valor (Arteta 1993, 44). El valor es el contenido social oculto detrás de la forma social del valor de cambio.
De ahí que, a diferencia de lo que hemos dicho unos párrafos antes, el carácter dual que exhibe toda mercancía no se deba a que las mercancías sean simultáneamente un valor de uso y un valor de cambio, sino a que son simultáneamente un valor de uso y un valor (C1, 1.3, 152): las mercancías son simultáneamente objetos que satisfacen necesidades humanas pero también son objetos creados por el trabajo humano para intercambiarlas a través del mercado. El valor de uso es una propiedad material de las mercancías y el valor es una propiedad social (que se manifiesta cuantitativamente como valor de cambio). Justamente por ello, cuando Marx califica al valor de característica «espectral» (C1, 1.1, 128) o «sobrenatural» (C1, 1.3, 149) de las mercancías, se está refiriendo a que es una propiedad social y no natural: es una cualidad con la que cuentan las mercancías dentro de la sociedad mercantil. Y, por eso, la mercancía es un compacto natural-social (Arteta 1993, 40-41, 99-100): «una cosa sensiblemente suprasensible» (C1, 1.4, 165), un objeto material con propiedades sociales que toman cuerpo en ese objeto material (Arteta 1993, 41).
Que el valor sea una propiedad social de las mercancías implica que no es una característica intrínseca a las mismas (a diferencia del valor de uso) sino que es una característica extrínseca o relacional (Heinrich [2004] 2012, 53-54). Una propiedad intrínseca es aquella que se posee en aislado: por ejemplo, la masa de un objeto (que es independiente del contexto en el que se encuentre); una propiedad extrínseca o relacional es aquella que se posee entre dos entes: por ejemplo, las relaciones de filiación (uno es hijo con respecto a sus progenitores) o el peso de una mercancía (que depende del campo gravitacional en el que se encuentra un determinado objeto). En este sentido, un producto sólo posee valor si adopta la forma social de mercancía allí donde las mercancías se producen de manera generalizada (es decir, en una economía mercantil). En aquellas sociedades donde no se producen e intercambian mercancías, sino que los bienes se producen y distribuyen directamente, el valor no existe por mucho que los productos sean igualmente fruto del trabajo humano (pero no del trabajo humano privado puesto como equivalente a otros trabajos privados a través del mercado):
La producción social directa, así como la distribución directa, excluyen todo intercambio de mercancías: por tanto, también la transformación de productos en mercancías (al menos, dentro de la comunidad) y por tanto también su transformación en valores. Tan pronto como la sociedad toma el control de los medios de producción y los utiliza asociativamente para la producción, entonces el trabajo de cada individuo […] deviene trabajo social. No hace falta ningún rodeo para calcular el trabajo social contenido en cada producto […]. Las personas serán capaces de administrarlo todo de manera muy sencilla, sin la mediación del tan afamado «valor» (Engels [1878] 1987, 294-295).
En otros modos de producción, como el tribal o el comunista, el trabajo de los individuos se planifica y se distribuye socialmente por anticipado, de modo que el trabajo es social desde un comienzo (Marx [1859] 1987, 274-275) y en esos casos «las relaciones de los hombres en la producción social no se manifiestan como “valores” de “cosas”» (Marx [1862-1863b] 1989, 317). En el caso de una economía mercantil, sin embargo, el trabajo de los productores es en origen privado y sólo se convierte en trabajo social a través del intercambio de las mercancías por sus valores (ampliaremos esta cuestión en el epígrafe 1.4 de ese primer tomo). Por eso, el valor sólo existe en los intercambios entre mercancías, y no de manera individual y aislada para cada mercancía: «un producto del trabajo, considerado aisladamente, no es ni un valor ni una mercancía. Sólo deviene valor en su encuentro con otro producto del trabajo» (Marx [1871-1872] 1987, 31); «como valores, las mercancías son magnitudes sociales […] sólo constituyen relaciones entre los hombres en su actividad productiva» (Marx [1862-1863b] 1989, 316); «el valor sólo puede aparecer como una relación social entre mercancías» (C1, 1.3, 139). Una mercancía aislada no será una mercancía porque no podría ser intercambiada por nada: o será un valor de uso para su productor (y, por tanto, no un valor de uso social) o será un objeto inútil (y, por tanto, no un valor de uso). El valor es, pues, la manera de comparar el trabajo originariamente privado y derivadamente social de un productor independiente con el trabajo originariamente privado y derivadamente social de otros productores independientes:
Es como si los diferentes individuos hubieran amalgamado su tiempo de trabajo y hubieran destinado distintas porciones de ese trabajo colectivo a dar forma a diversos valores de uso. Por tanto, el tiempo de trabajo de cada individuo aislado es, de hecho, el tiempo requerido por la sociedad para producir un valor de uso determinado, o sea, para satisfacer una determinada necesidad (Marx [1859] 1987, 274).
Expresado de otra forma: para Marx, el conjunto de las mercancías constituye una masa compacta de trabajo social, de trabajo humano genérico, congelado e indiferenciado (C1, 1.1, 130) y cada mercancía es, en relación con esa masa agregada de valor, un «cristal» de valor, esto es, una porción del tiempo de trabajo social cristalizado en el agregado de mercancías (C1, 1.1, 128). Cada uno de cristales de valor tenderá a intercambiarse por cristales de valor de la misma magnitud, esto es y como ya hemos dicho, los valores de cambio entre mercancías estarán determinados por sus valores. A esta regularidad económica —las mercancías tienden a intercambiarse según sus valores— la denominaremos «ley del valor». Y la ley del valor será el mecanismo que determinará, dentro de una sociedad mercantil, cómo se distribuye el trabajo social y los frutos de ese trabajo social entre los distintos trabajadores.
Por un lado, y respecto a las relaciones de producción, si el conjunto de las mercancías se han de intercambiar a su valor agregado, entonces si un tipo de mercancía se infraproduce en relación con las necesidades sociales que satisface, esa mercancía se venderá temporalmente por encima de su valor y, en consecuencia, otras mercancías tendrán que venderse temporalmente por debajo de su valor (y, al revés, si una mercancía se sobreproduce en relación con las necesidades que satisface, se venderá temporalmente por debajo de su valor y, por tanto, otras mercancías se venderán por encima de su valor): «Cuanto más por encima de su valor se venda el trigo, más por debajo de su valor se venderán otras mercancías […]. La suma de valor sigue siendo la misma aunque aumente la expresión de toda esta suma de valor en dinero» (Marx [1881] 1989, 537). Si los productores de la mercancía infraproducida la venden por encima de su valor, recibirán mercancías con mayor valor que las que entregan a cambio (venderán su propio trabajo con una prima), de modo que tenderán a incrementar sus esfuerzos por producir más unidades de esa mercancía (aumentando su oferta); si los productores de la mercancía sobreproducida la venden por debajo de su valor, recibirán mercancías menos valiosas que las que entregan a cambio (venderán su propio trabajo con un descuento), de modo que tenderán a reducir sus esfuerzos para producir menos unidades de esa mercancía (disminuyendo su oferta). Y todo ello inducirá redistribuciones del trabajo social a lo largo de la economía (reduciendo la producción de la mercancía sobreproducida e incrementando la producción de la mercancía infraproducida). Sólo cuando, tras los cambios en la distribución del trabajo social y consecuentemente en las proporciones de la producción social, los valores de cambio de todas las mercancías coincidan con los valores, los productores habrán alcanzado descentralizadamente un estado de equilibrio9 entre las diversas ramas de la actividad económica (Rubin [1928] 1990, 65). Es decir, a corto plazo, el valor de cambio de una mercancía puede desviarse de su valor, pero el valor actúa como centro gravitacional de los valores de cambio, lo que impide que el trabajo social de algunos individuos se dedique a producir mercancías sin demanda social (Rubin [1928] 1990, 100-101). Por consiguiente, la ley del valor introduce coherencia y coordinación entre las decisiones económicas que toman descentralizadamente los distintos productores independientes: «La ley del valor no es más que una ley de equilibrio del sistema anarco-mercantil» (Bukharin [1919-1920] 1979, 155); «la ley del valor es una norma reguladora de la distribución cuantitativa del trabajo social a través del intercambio cuantitativo de mercancías» (Arteta 1993, 19). Precisamente, Marx destaca que, dentro de una economía mercantil, y a pesar de que las decisiones sociales de producción se adoptan descentralizadamente y por ende sin ninguna dirección consciente de carácter centralizado, termina prevaleciendo una cierta racionalidad a través del funcionamiento de la ley del valor:
La gracia de la sociedad burguesa consiste precisamente en eso: en que no existir a priori ninguna regulación consciente, social, de la producción. Lo racional y lo naturalmente necesario sólo se imponen en ella como un ciego promedio (Marx [1868] 1988, 69).
Por otro, y respecto a las relaciones de distribución, el valor constituye una relación social entre el trabajo individual de cada productor y el trabajo total de la sociedad (Rubin [1928] 1990, 63; Heinrich [2004] 2012, 55): el valor es la manera de individualizar, de cuantificar, qué porciones del trabajo agregado de la sociedad han sido desempeñadas por cada trabajador privado y le van a ser distribuidas de vuelta a través del intercambio de sus productos en el mercado (Mandel 1976, 45). Cada productor independiente recibe tanto valor (en forma de mercancías) como valor ha entregado: es decir, recibe de los demás tanto trabajo social como trabajo social ha desempeñado él para los demás.
Por consiguiente, tal como lo resumió Rudolf Hilferding ([1904] 1949, 134):
Es como si la sociedad hubiese asignado a cada uno de sus miembros la cuota de tiempo de trabajo socialmente necesario, como si, además, hubiese especificado a cada individuo cuánto trabajo ha de desempeñar y como si, finalmente, cada uno de esos individuos hubiese olvidado cuál fue su cuota de trabajo y sólo lo redescubriera a través del proceso de la vida social. La ley del valor está arraigada en la realidad no porque el trabajo sea el elemento más relevante desde un punto de vista técnico, sino porque el trabajo es el nexo social que unifica a una sociedad atomizada.
En definitiva, Marx distingue entre tres tipos de valores dentro de una economía mercantil, los cuales además son interdependientes entre sí: valor de uso, valor de cambio y valor en sentido estricto. Las mercancías son, en primer lugar, valores de uso sociales de carácter heterogéneo (las características físicas de las mercancías son distintas entre sí) y esencialmente cualitativo (nos importa cuáles son sus cualidades materiales para satisfacer necesidades humanas); en segundo lugar, las mercancías son valores por haber sido creadas a través del trabajo humano, lo cual las convierte en porciones relativas de una masa de trabajo social agregado; y tercero, la forma cuantitativa exacta que adoptan los valores de las mercancías a través de su intercambio en el mercado son los valores de cambio, los cuales tendrán un carácter perfectamente homogéneo y comparable con cualesquiera otros valores de cambio. En realidad, el valor de cambio no es un tercer tipo de valor que poseen las mercancías, únicamente es la manifestación cuantificada que adopta el valor en los intercambios: de modo que la mercancía es la unidad entre un soporte material (valor de uso) y de su esencia social (valor) cuya manifestación social es el valor de cambio (Arteta 1993, 41-44).
Figura 1.1

Fuente: Basado en Harvey (2010, 23).
Y, como decimos, ninguno de estos tres «valores» puede existir o expresarse en la forma social de mercancía sin que simultáneamente concurran los otros dos:
1. El valor de cambio de las mercancías depende de la existencia simultánea del valor de uso y del valor. Una mercancía sin valor de uso (social) no podría ser intercambiada y, por tanto, carecería de valor de cambio: «las mercancías deben pasar el test de ser valores de uso antes de poder realizarse como valores»(C1, 2, 179); a su vez, una mercancía sin valor también carecería de aquella sustancia social común a otras mercancías que determina su valor de cambio en el mercado.
2. El valor de las mercancías depende de la existencia simultánea de valor de uso y de valor de cambio. Una mercancía sin valor de uso carecería de valor, pues significaría que el trabajo que se ha dedicado a crear ese objeto ha resultado una mera pérdida de tiempo: «ningún objeto puede ser un valor sin ser a la vez objeto útil. Si es inútil, lo será también el trabajo que éste encierra; no contará como trabajo ni representará, por tanto, un valor» (C1, 1.1, 131); «el valor es independiente del valor de uso particular en el que se materialice, pero sí ha de materializarse en algún tipo de valor de uso» (C1, 7.2, 295); «si un artículo pierde su valor de uso, entonces también pierde su valor» (C1, 8, 310). No sólo eso, el valor ha de tomar cuerpo en algún valor de uso: no existe al margen del objeto material que es fruto del trabajo social: y precisamente porque el valor siempre está adherido a algún valor de uso, cabe decir que el valor de uso oculta al valor y no nos permite que lo reconozcamos de manera directa (Arteta 1993, 51). A su vez, un bien que no vaya a intercambiarse por otro en el mercado, estableciendo así una relación de igualdad cuantitativa en forma de valores de cambio, no será una mercancía y por tanto tampoco será un valor, pues recordemos que el valor tiene un carácter relacional y por tanto no puede existir sin entrar en relación con otras mercancías: «El valor no es nada sin la forma que lo manifiesta, sin el valor de cambio» (Arteta 1993, 45).
3. El valor de uso (social) de las mercancías depende de la existencia simultánea del valor de cambio y del valor. Las mercancías son valores de uso sociales, es decir, no son útiles para su productor sino para terceras personas. Y la forma de distribuir las mercancías hacia aquellas personas a las que les resultan útiles es el intercambio en el mercado: por tanto, si los valores de uso sociales no se intercambian —si permanecen en manos del productor— devienen inútiles y dejan de ser valores de uso: «las mercancías deben realizarse como valores antes de puedan realizarse como valores de uso» (C1, 2, 179). Y para que una mercancía pueda intercambiar por otra mercancía, ambas deberán poseer valor, el cual determinará una relación cuantitativa exacta en forma de valor de cambio.
No sólo eso, siendo la mercancía un compacto material-social, una unidad entre valor de uso y valor, ninguno de estos dos tipos de valor constitutivos de la mercancía podrá existir, a través de la mercancía, sin influirse recíprocamente (Arteta 1993, 166-179, 183-192). El valor de uso influye sobre el valor y el valor influye sobre el valor de uso: es decir, el tipo de riqueza material que se produce influye sobre el tipo de relaciones sociales mediante las que se produce esa riqueza material (determinación material de la forma social) y el tipo de relaciones sociales mediante las que se produce riqueza material influye sobre la riqueza material que se produce (determinación social de la materia): «los valores de uso regresan a la esfera económica tan pronto como son modificados por las modernas relaciones de producción o cuando ellos mismos modifican esas relaciones de producción» (Marx [1857-1858] 1986, 252). Por ejemplo, y como estudiaremos en el capítulo siguiente, la producción de oro (valor de uso) permite emplearlo socialmente como dinero y la aparición del dinero revoluciona las relaciones sociales de producción: en este caso, el valor de uso influye sobre el valor. Pero, a su vez y ésta es una de las críticas fundamentales que Marx dirige contra el capitalismo, aquellos valores de uso que no pueden enajenarse como valores (en realidad, y como también expondremos en el capítulo siguiente, como valores susceptibles de revalorizarse) simplemente no llegan a existir: los bienes que no son mercantilizables no son producidos dentro del capitalismo, puesto que, en una sociedad donde el trabajo no es social en origen y sólo se vuelve social mediado por el intercambio de mercancías, nada puede llegar a producirse socialmente sin mercantilizarlo y nada será mercantilizarlo si no es susceptible de venderse a cambio de otras mercancías con un valor equivalente (Arteta 1993, 66). Ahora bien, y como ya hemos indicado en el apartado anterior, esta interrelación entre valor de uso, valor y valor de cambio sólo será aplicable al caso de las mercancías: a las mercancías como ejemplares indefinidamente reproducibles de su clase a través del trabajo humano (Martínez Marzoa 1983, 43). Los bienes económicos que no sean mercancías reproducibles podrán poseer valor de cambio, pero éste no vendrá determinado por su valor, sino exclusivamente por escasez en relación con la intensidad de su demanda (C3, 46, 910).10 La ley del valor no regulará ni la producción ni de la distribución de los bienes no reproducibles mediante el trabajo humano:
Marx analiza el valor de las mercancías por la conexión que mantienen con el «trabajo» y con la igualación y distribución del trabajo en la producción. La teoría del valor de Marx no analiza cualquier intercambio de objetos, sino sólo los intercambios que tienen lugar: 1) en una sociedad mercantil; 2) entre productores de mercancías autónomos; 3) y en conexión con una determinada forma de desarrollar el proceso de reproducción; de tal manera que sólo estudia el intercambio como etapa necesaria dentro del proceso de reproducción. La interconexión del proceso de intercambio y de la distribución del trabajo en la producción nos conduce (a efectos del análisis teórico) a concentrarnos en el valor de los productos del trabajo (como opuestos a los bienes naturales que tengan un precio) y sólo en aquellos productos del trabajo que puedan ser reproducidos […]. Por tanto, Marx no analiza todos los intercambios de objetos, sino sólo la igualación de las mercancías merced a la cual se logra la igualación social del trabajo dentro de una economía mercantil (Rubin [1928] 1990, 100-101).
Marx, en suma, investiga cómo se distribuye el trabajo social dentro de una sociedad mercantil y la respuesta a la que llega es que el trabajo de los productores independientes se distribuye en función de los valores de cambio de las mercancías que fabrican, el cual a su vez es una manifestación de su valor, a saber, del tiempo de trabajo humano necesario para fabricarlas (Bródy 1970, 26). Pero exactamente, ¿cuál es el tiempo de trabajo que genera valor? No sólo eso, ¿cómo volvemos socialmente comparables los tiempos de trabajo heterogéneos de todos los productores independientes que participan en una economía mercantil?
Comencemos recalcando cuál es la relación entre valor y trabajo. Para Marx, el trabajo es la sustancia (Marx [1858] 1983, 298), la medida (C1, 1.1, 131) y la fuente del valor (C1, 7.2, 296). El trabajo es la sustancia del valor porque el trabajo es el contenido del valor y, por tanto, el valor es «la forma de existencia, la encarnación del trabajo genérico» (Marx [1862-1863a] 1989, 98). A su vez, el trabajo es la medida o la magnitud del valor porque medimos el valor en tiempo de trabajo. Y, por último, el trabajo es la fuente de valor porque mediante el trabajo creamos nuevas mercancías y, por tanto, nuevos valores. Ahora bien, ¿cualquier tipo de trabajo es sustancia, medida y fuente de valor? No, el trabajo que constituye, mide y genera valor deberá contar con cinco características: humano, social, abstracto, simple y necesario (Foley 1986, 15).
Primero, el trabajo que genera valor es el trabajo humano y libre, no el trabajo no humano o esclavizado: es decir, para Marx, ni las máquinas (C1, 8, 311), ni los animales (C1, 7.1, 283-284), ni los esclavos (C1, 6, 271; C2, 20.12, 554-555) generan valor. Todos ellos son «instrumentos de trabajo» o «medios de producción», esto es, «un conjunto de cosas que el trabajador interpone entre sí mismo y el objeto de su trabajo y que le sirven como transmisores de su actividad en el objeto» (C1, 7.1, 285). Los medios de producción, para Marx, contribuyen a generar valores de uso, pero no crean valor por el simple motivo de que el valor es, como hemos expuesto antes, la forma de individualizar qué porción del trabajo agregado ha sido aportado por cada productor independiente: en la medida en que ni máquinas, ni animales ni esclavos deciden qué producir para el mercado ni entran en el «reparto» del trabajo social como productores independientes, no tiene sentido imputarle ningún valor a su actividad. Al contrario, en tanto en cuanto todos los medios de producción son un producto directo o indirecto del trabajo humano (las máquinas hay que producirlas, los animales hay que criarlos o domesticarlos, los esclavos hay que adiestrarlos, alimentarlos, etc.), tales medios de producción serán considerados objetos fruto del trabajo humano que, si adoptan la forma de mercancía, poseerán y transferirán su valor en la medida en que formen parte del proceso productivo mercantil, pero no generarán nuevo valor con su actividad (C1, 8, 307).
Segundo, no todo trabajo humano genera valor. El trabajo humano de carácter privado que jamás entra en la esfera de los intercambios no es generador de valor (por ejemplo, un productor que fabrique una silla para sí mismo no está trabajando socialmente y, por tanto, no genera valor). El valor es, como ya hemos dicho, una forma de individualizar el trabajo social desempeñado por un productor independiente en relación al trabajo social desempeñado por el resto de los productores independientes. Por consiguiente, y por definición, sólo el trabajo social puede generar valor: «El trabajo que genera valor de cambio, y por tanto mercancías, es específicamente el trabajo social» (Marx [1859] 1987, 272). En una economía mercantil, como ya hemos remarcado, el trabajo de cada productor independiente es originariamente privado pero se vuelve social a través de los intercambios. Cualitativamente, pues, el trabajo privado deviene trabajo social cuando se intercambia objetivado en forma de mercancía. Pero ¿cuál es la relación cuantitativa a la que efectivamente se intercambian dos trabajos originariamente privados que devienen sociales a través de ese intercambio? Para que podemos establecer una relación cuantitativa entre dos trabajos originariamente privados necesitamos poder compararlos y para poder compararlos necesitamos que estén expresados en términos equivalentes: esto es, necesitamos que esos trabajos privados se presenten como tiempo de trabajo abstracto, y no tiempo de trabajo concreto; como tiempo de trabajo simple, y no tiempo de trabajo complejo; y como tiempo de trabajo necesario, y no tiempo de trabajo superfluo.
Así, en tercer lugar, el trabajo social ha de presentarse como trabajo abstracto y no como trabajo concreto. El trabajo concreto es la actividad productiva específica que desarrolla cada productor: la actividad productiva del carpintero a la hora de fabricar una mesa es el trabajo concreto del carpintero, mientras que la actividad productiva del sastre a la hora de fabricar un traje es el trabajo concreto del sastre. En cambio, el trabajo abstracto es el que resulta de «dejar a un lado el carácter concreto de la actividad productiva y, por tanto, de la utilidad del trabajo», en cuyo caso «sólo queda la cualidad de ser una aplicación de la fuerza de trabajo», de modo que el trabajo del carpintero y del sastre «aun representando actividades humanas cualitativamente diferentes, tienen en común el ser una aplicación productiva de cerebro humano, de músculo, de nervios, de manos, etc.: en ese sentido, ambos son trabajo humano. Son simplemente dos formas distintas de aplicar la fuerza de trabajo del hombre» (C1, 1.2, 134). El carpintero y el sastre desarrollan actividades productivas diferentes para crear bienes económicos que también son diferentes (la actividad productiva del sastre no terminaría creando una mesa), pero ni el carpintero genera valor por su trabajo-como-carpintero ni el sastre genera valor por su trabajo-como-sastre: ambos generan valor por su trabajo abstracto e indiferenciado (C1, 8, 308). Si las mercancías son igualadas en el intercambio desprovistas de sus cualidades físicas o sensibles y sólo, por tanto, como productos del trabajo humano, el trabajo humano que cree valor también será un trabajo desprovisto de su carácter concreto, es decir, abstracto (Martínez Marzoa 1983, 42). Sin abstraerse de las especificidades de cada actividad particular, sería imposible expresar y comparar la totalidad del trabajo heterogéneo de una sociedad: el modo de compararlo es como tiempo de trabajo abstracto o indiferenciado. Sólo así, como trabajo abstracto, los distintos trabajos privados de los productores independientes resultan comparables y, por tanto, pueden devenir trabajo social (Rubin [1923] 1990, 97). En palabras de Marx ([1871-1872] 1987, 41): «La reducción de los distintos trabajos privados a esta abstracción de trabajo humano igualado se consigue sólo a través del intercambio, el cual equipara los productos de distintos trabajos». Por tanto, en una sociedad mercantil, el trabajo social adopta la forma de trabajo abstracto y ese trabajo social a fuer de abstracto es la sustancia del valor (Rubin [1923] 1990, 153). Pero ¿de qué modo el trabajo concreto se transforma en trabajo abstracto? Para Marx, todo el trabajo concreto dentro de una sociedad mercantil globalmente integrada (Rubin [1923] 1990, 144-145) es reducible a trabajo abstracto porque, en última instancia, todo trabajador es perfectamente sustituible por otro, de modo que cualquiera puede potencialmente desempeñar cualquier ocupación:11
La indiferencia por una clase de trabajo en particular corresponde a una forma de sociedad en la cual los individuos pueden pasar fácilmente de un trabajo a otro y en la que el tipo de trabajo particular que desarrollan es algo fortuito para ellos y que, por tanto, les resulta indiferente. El trabajo se ha convertido entonces, no sólo en cuanto categoría sino también en la realidad, en el medio para crear la riqueza en general; y como determinación de la riqueza, ha dejado de estar vinculado a una particularidad del individuo […]. Es sólo en este caso en que la abstracción de la categoría «trabajo», «trabajo en general» trabajo sin más, el punto de partida de la moderna economía política, se realiza en la práctica (Marx [1857-1858] 1986, 41).
Cuarto, el trabajo social ha de presentarse como trabajo simple, no como complejo (o, mejor dicho, el trabajo complejo generará valor como un múltiplo del trabajo simple). El trabajo simple es aquella capacidad laboral que «todo hombre común y corriente, por término medio, posee en su organismo, sin necesidad de haber sido desarrollada de un modo especial» (C1, 1.2, 135); algo así como la intersección entre las cualidades de todos los trabajadores de una sociedad (aquel nivel de cualificación que como mínimo todos ellos comparten: en términos más actuales podríamos llamarlo «trabajo no cualificado»). Por su parte, el trabajo complejo es aquella capacidad laboral adicionalmente desarrollada y perfeccionada con respecto a la simple. Así las cosas, la unidad básica en la que se expresará el trabajo abstracto serán las horas de trabajo abstracto simple, de tal manera que el tiempo de trabajo complejo únicamente «contará como trabajo simple intensificado o, mejor, multiplicado; de forma que una pequeña cantidad de trabajo complejo será considerada igual a una mayor cantidad de trabajo simple» (C1, 1.2, 135). Por ejemplo, una hora de trabajo de un agricultor novato puede equivaler a una hora de trabajo abstracto simple, pero, en cambio, una hora de trabajo de un cirujano podría equivaler a diez horas de trabajo abstracto simple, pues el trabajo del cirujano resulta mucho más complejo que el del agricultor novato y, por tanto, la relación que se establece entre su trabajo y el trabajo del conjunto de la sociedad resulta mucho más ventajosa para el cirujano. El problema, claro, es cómo establecemos las equivalencias entre el valor generado por las horas de trabajo de distintos trabajadores: ¿la hora de trabajo de un cirujano genera un valor dos, cinco, diez o cien veces superior a la hora de trabajo de un agricultor novato?
En este punto, Marx podría resultar poco claro (Brewer 1984, 24), puesto que inicialmente pretende determinar el múltiplo de valor generado por el trabajo complejo en relación con el trabajo simple a partir de los valores de cambio relativos que se establecen en el mercado entre los productos fabricados mediante trabajo simple y trabajo complejo: «Las diversas proporciones en que diversas clases de trabajo se reducen a la unidad de medida del trabajo simple se establecen a través de un proceso social que obra a espaldas de los productores, y esto les mueve a pensar que son el fruto de la costumbre» (Marx C1, 1.2, 135). Así, si el valor de cambio de los productos del cirujano es diez veces superior al valor de cambio de los productos del agricultor cabe suponer que es porque cada hora de trabajo de un cirujano genera diez veces más valor que cada hora de trabajo de un agricultor. El propio Engels reconoce que la «reducción del trabajo compuesto tiene lugar por un proceso social que se realiza a espaldas de los productores, por un fenómeno que en este punto del desarrollo de la teoría del valor sólo se puede comprobar y todavía no explicar» (Engels [1878] 1987, 184).
Sin embargo, en realidad, Marx nos indica que la equivalencia entre el trabajo simple y el trabajo complejo se logra considerando que las habilidades complejas del trabajador son un medio de producción de ese trabajador que a su vez debe ser producido y cuyo valor (tiempo de trabajo social) va imputándose progresivamente al valor de las mercancías que contribuye a producir. En palabras de Marx:
[En el caso del trabajo especialmente cualificado] existe otro trabajo objetivado en su existencia inmediata, a saber, los valores que el obrero consumió para producir una capacidad de trabajo determinada, una habilidad concreta. El valor de ésta se revela por los costos de producción necesarios para producir una habilidad específica similar (Marx [1857-1858] 1986, 249).
Asimismo, Engels también señalaba que el exceso de valor generado por el trabajo complejo debe bastar para remunerar los gastos formativos que han permitido esa mayor cualificación, de modo que en una sociedad socialista no habría diferencias entre el salario de los trabajadores cualificados y no cualificados porque sería el Estado socialista quien se hiciera cargo de los gastos de su formación:12
En la sociedad de productores privados, los particulares o las familias cargan con los costes de formación del trabajador cualificado; por eso les corresponde a los particulares el precio, más alto, de la fuerza de trabajo cualificada; el esclavo hábil se vende más caro, y el obrero hábil cobra un salario más alto. En la sociedad organizada de un modo socialista, es la sociedad la que carga con esos costes, y por eso le pertenecen también los frutos, los mayores valores producidos por el trabajo complejo. El trabajador no tiene ningún derecho a reclamar un sobresueldo (Engels [1878] 1987, 187).
Por ejemplo, supongamos que un trabajador no cualificado recibe una formación de 1.000 horas de trabajo para convertirse en trabajador cualificado y, como trabajador cualificado, ser capaz de producir 100 unidades de una determinada mercancía durante 100 horas de trabajo. Como tal, el trabajador cualificado habrá producido 100 unidades de una mercancía en 100 horas, de modo que cada unidad tendrá un valor de 1 hora de trabajo complejo: pero como el total de horas trabajadas para producir esas 100 unidades habrá sido de 1.100 horas (1.000 de formación y 100 de trabajo), entonces cada mercancía tendrá un valor de 11 horas de trabajo simple, de modo que en este caso el múltiplo que permitirá convertir una hora de trabajo complejo en horas de trabajo simple será de 11.
Y finalmente, el trabajo social ha de presentarse como trabajo necesario, no como trabajo redundante o superfluo. Es decir, el valor de una mercancía no se incrementa por el hecho de que haya sido producida por un trabajador perezoso o ineficiente que haya dedicado más horas de las realmente necesarias para fabricarla: el valor de esa mercancía dependerá estrictamente de las horas de trabajo simple que sean realmente necesarias para fabricarla dentro de una determinada sociedad. Y es que, como el propio Marx indica, el tiempo necesario para fabricar una mercancía varía en función «de la formación media de los trabajadores, del nivel de desarrollo de la ciencia y de su aplicación tecnológica, de la organización social del proceso de producción, del volumen y la eficacia de los medios de producción y de las condiciones naturales» (C1, 1.1, 130), de modo que se hace necesario tomar como referencia ese contexto productivo para determinar cuánto tiempo requiere en promedio la fabricación de cada mercancía (en terminología más moderna, diríamos que la productividad media de una economía depende del stock de capital humano, tecnológico, físico y natural por trabajador). Llegamos así al concepto de «tiempo de trabajo socialmente necesario», esto es, «el tiempo de trabajo necesario para producir un determinado valor de uso bajo condiciones de producción normales en una sociedad y con el grado de intensidad laboral y de conocimiento medio prevalente en esa sociedad» (C1, 1.1, 129). Será ese tiempo de trabajo socialmente necesario el que determinará el valor de cada mercancía; si un trabajador dedica más tiempo del necesario, todo el exceso será esfuerzo dilapidado: «el tiempo de trabajo empleado en la producción de valores de uso sólo cuenta en la medida en que sea tiempo de trabajo socialmente necesario para producirlo» (C1, 7, 303). Por ejemplo, si, en una determinada economía, son necesarias 50 horas de trabajo abstracto simple para producir un televisor, el hecho de que un trabajador dedique 200 horas a producirlo no hará que ese televisor posea un valor equivalente a 200 horas de trabajo abstracto simple, sino sólo a 50 horas.
A este último respecto, Marx distingue entre valor individual de una mercancía y valor de mercado de esa mercancía (que no precio de mercado, un concepto diferente del que hablaremos más adelante). El valor individual es el tiempo de trabajo contenido en una mercancía específica, mientras que el valor de mercado es el promedio de todos los valores individuales del mismo tipo de mercancías (Rosdolsky [1968] 1977, 90-91). Sin embargo, tal como ya indicamos, ante el mercado, ante el resto de los productores, cada mercancía individual sólo figura como un ejemplar indefinidamente reproducible de su clase (Martínez Marzoa 1983, 43), de modo que las mercancías no se intercambiarán en equilibrio a sus valores individuales, sino a su valor de mercado:
Siempre existe un valor de mercado, como algo distinto al valor individual de las mercancías particulares fabricadas por los diferentes productores. Los valores individuales de algunas de estas mercancías se ubicarán por debajo del valor de mercado (es decir, requerirán menos tiempo de trabajo en ser fabricadas que el expresado por el valor de mercado) y otras por encima. El valor de mercado debe verse por un lado como el valor promedio de las mercancías fabricadas en una determinada esfera (C3, 10, 279).
Es decir, que el valor de cambio es la forma que adopta (en equilibrio) ese valor de mercado con independencia de cuál sea el valor individual de cada mercancía, de modo que una mercancía podrá venderse a su valor individual (cuando coincida con el de mercado) o por encima del mismo (cuando su valor individual sea inferior al de mercado) o por debajo del mismo (cuando su valor individual sea superior al valor de mercado) (Marx [1862-1863a] 1989, 428-429). Por simplicidad, en lo sucesivo seguiremos hablando de «valor» para referirnos al valor de mercado, esto es, al valor tal como viene determinado por el tiempo de trabajo socialmente necesario de una mercancía.
En definitiva, el capitalismo es un sistema económico basado en la producción generalizada de mercancías. Las mercancías son valores de uso sociales producidos mediante trabajo privado con el propósito de intercambiarlos en el mercado. El valor de cambio al que se intercambien las mercancías dependerá prima facie de sus respectivos valores (es importante remarcar este prima facie, ya que más adelante en el libro mostraremos las razones por las cuales los valores de cambio pueden desviarse, transitoria y estructuralmente, de sus valores), los cuales vienen a su vez determinados por el tiempo de trabajo humano, abstracto, simple y necesario que se requiera para producirlas.
La mercancía es sólo una de las formas sociales que puede adoptar la riqueza material: en particular, la forma que adopta la riqueza material cuando las relaciones de producción de bienes se organizan a través de la propiedad privada de los medios de producción (lo que da lugar a productores privados, independientes y separados) y las relaciones de distribución de los bienes se organizan mediante intercambios en el mercado (por parte de esos productores privados, independientes y separados). Pero a pesar de que los productores de mercancías estén aparentemente separados entre sí, de manera que cada uno de ellos toma sus decisiones productivas de un modo independiente a los demás, en última instancia su trabajo privado termina transformándose en trabajo social mediante el intercambio de sus mercancías en el mercado: a la postre, cada productor trabaja no para sí mismo sino para el resto de los productores, de modo que sus tiempos de trabajo terminan vinculándose a posteriori. El fabricante de automóviles no produce automóviles para usarlos él mismo, sino para que los compre el panadero y el panadero no produce pan para comérselo él mismo, sino para que alimente al fabricante de automóviles. Su trabajo es inicialmente privado pero se termina transformando en trabajo social una vez que las mercancías se intercambian y, a través del ese intercambio, se redistribuyen (según el valor generado por cada productor, esto es, según la contribución de cada productor a esa producción colectiva) hacia aquéllos que las consideran valores de uso personales:
Los valores de uso se convierten en mercancías sólo porque son productos de trabajos privados ejecutados independientemente los unos de los otros. La suma de todo ese trabajo privado constituye el trabajo social agregado. Dado que los productores no entran en contacto social hasta que intercambian los productos de su trabajo, las características específicamente sociales de sus trabajos privados sólo aparecen dentro del intercambio (C1, 1.4, 165).
Es decir, dentro de una economía mercantil, los productores sólo se relacionan entre sí mediados (Arteta 1993, 104-109) por las mercancías que producen aisladamente: su trabajo privado se transforma en trabajo social sólo a través del intercambio de mercancías. Es el intercambio el que convierte el trabajo privado en trabajo (indirectamente) social. «Sólo como consecuencia de la enajenación de las mercancías el trabajo contenido en ellas deviene trabajo útil» (Marx [1857-1858] 1987, 283). Por consiguiente, como los productores trabajan en origen de manera separada e independiente (propiedad privada), como las relaciones humanas son «inmediatamente asociales» (Arteta 199, 104), los individuos sólo pueden trabajar socialmente (interrelacionadamente) a través del intercambio de mercancías y por esa vía, como ya hemos expuesto, lo social domina a lo material (el valor domina al valor de uso).
Démonos cuenta de que esto no tendría por qué ser así: los productores podrían optar por asociarse libremente y planificar conscientemente (y consensuadamente) qué producir en agregado y a quién distribuírselo en particular. El fabricante de automóviles y el pandero podrían acordar ex ante qué producir colectivamente (x cantidad de automóviles + y cantidad de pan) así como los términos del reparto entre ambos de esa producción agregada. En lugar de que el Producto Interior Bruto de una economía sea el resultado de agregar muchas decisiones individuales e independientes sobre qué producir que posteriormente se redistribuyen a través del mercado, el Producto Interior Bruto podría ser el resultado de una decisión colectiva sobre qué producir y para quién producir. Y el resultado en ambos casos podría ser idéntico si así lo quisieran los productores libremente asociados.
Si lo representamos gráficamente (Cohen [1978] 2001, 121), en una economía con productores libremente asociados y planificando conscientemente su producción, los distintos seres humanos (H1, H2 y H3) establecerían relaciones productivas conscientes entre sí (representadas por las líneas que los unen) y de ese modo aportarían y retirarían producción material (P) de un fondo común. Es decir, habría control consciente del proceso de producción y de distribución:
Figura 1.2

En cambio, en una economía de mercado, los productores venden y compran autónomamente mercancías a un misterioso mercado (M), cuya lógica última queda oculta a ojos de los productores independientes (lo hemos señalado a través de la línea discontinua). Es decir, H1, H2 y H3 sólo entran en contacto directo entre sí (viven y producen los unos separados de los otros) mediados por el intercambio de mercancías (P). Y los términos de ese intercambio (y, por tanto, de su interacción directa) son precisamente los que marca la ley del valor: cada ser humano aporta su propio trabajo privado a un fondo común (el mercado) y es en el mercado donde ese trabajo privado del conjunto de seres humanos se transforma, a sus espaldas, en trabajo social, el cual es ulteriormente distribuido según la fracción del valor social que haya generado cada uno de los seres humanos. Que, dentro de una economía mercantil, los productores sólo entren en contacto directo mediados por las mercancías no es incompatible con que indirectamente unos entren en contacto con otros (unos influyan sobre otros) sin mediar mercancías: por ejemplo, los competidores de un productor independiente entran indirectamente en contacto con él al competir contra él aunque no intercambien mercancía alguna (Rubin [1923] 1990, 8).
Así pues, dentro de una economía mercantil, las relaciones de producción y distribución no tienen lugar entre productores libremente asociados, sino entre productores independientes a través del intercambio de mercancías en el mercado. Y ello genera la falsa conciencia de que ese modo de producción y distribución de valores de uso propio de la economía mercantil es el modo natural para cualquier sociedad histórica. Parece que la mercancía sea el único vehículo a través del cual los seres humanos pueden cooperar, es decir, parece que la mercancía sea la causa de las relaciones sociales de cooperación entre productores… en lugar de reconocer que la mercancía es el resultado de esa cooperación dentro de un modo de producción histórico concreto y contingente. A esta transubstanciación de las fuerzas y relaciones productivas de los productores en una propiedad aparentemente natural e inherente a las mercancías es a lo que Marx denomina «fetichismo de la mercancía».
Figura 1.3

Convertir a algo en un fetiche supone, según Marx, investirle con propiedades, características o fuerzas que no posee en sí mismo (Cohen 1978 [2001], 115): en el caso del fetichismo de la mercancía, consiste en la superstición generalizada de que los hombres sólo pueden entablar relaciones productivas a través de las cosas que producen y que, por tanto, sus fuerzas productivas y sus lazos cooperativos son una cualidad de esas cosas que adoptan la forma social de mercancía. Precisamente el fetichismo de la mercancía «es inseparable de la producción de mercancías» (C1, 1.4, 165) porque sólo de esa manera el trabajo privado de cada productor puede ponerse en relación al trabajo social agregado, es decir, las mercancías sólo pueden intercambiarse según sus valores (tiempos de trabajo socialmente necesarios) si el fetichismo está presente: «el fetichismo es la naturaleza misma de las relaciones de valor» (Ramas San Miguel 2018, 79). En ausencia de fetichismo de la mercancía, no sería posible articular una economía mercantil, puesto que «los hombres no establecen relaciones entre los productos de su trabajo como valores porque consideren que esos objetos son meras envolturas materiales de trabajo humano homogéneo» sino porque «al igualar los heterogéneos productos de su trabajo entre sí como valores, igualan entre sí los diferentes tipos de trabajo humano» y lo hacen «sin ser conscientes de ello» (C1, 1.4, 165-166).
El fetichismo de la mercancía puede desagregarse en dos procesos (Rubin [1928] 1990, 22-25; Ramas San Miguel 2018, 70-71): la cosificación de las personas (o reificación de las relaciones productivas) y la personificación de las cosas (C3, 51, 1020). A saber, las relaciones entre personas adoptan la apariencia de relaciones entre cosas y las relaciones entre cosas adoptan la apariencia de relaciones entre personas (se cosifica a las personas y se personifica a las cosas):
La mercancía refleja las características sociales del propio trabajo de los hombres como si fuera una característica propia de esos productos del trabajo, como propiedades socio-naturales de esas cosas [cosificación de las personas]. Por tanto, también refleja la relación social que los productores mantienen con respecto al trabajo social como si fuera una relación entre objetos, una relación que existe al margen de los productores [personificación de las cosas] (C1, 1.4, 164-165).
A los productores, las relaciones sociales entre sus trabajos privados se les aparecen como lo que son, es decir, no se les aparecen como relaciones directamente sociales entre personas que trabajan, sino como relaciones cosificadas entre las personas [cosificación de las personas] y como relaciones sociales entre las cosas [personificación de las cosas] (C1, 1.4, 165-166).
En particular, la reificación de las relaciones productivas (o cosificación de las personas) consiste en ocultar las relaciones productivas entre personas detrás de la forma de un objeto, de modo que esas relaciones productivas parezcan características consustanciales y naturales del objeto (Marx [1862-1863] 1991, 317), independientes por tanto de la voluntad humana: «relaciones inmediatas entre cosas y relaciones mediatas entre individuos» (Arteta 1993, 109). Antes hemos descrito el valor como una característica extrínseca o relacional de las mercancías: una mercancía es valiosa frente a otras mercancías porque ésa es la manera de oponer y comparar fragmentos del trabajo social que han sido desarrollados privadamente: pues bien, la reificación de las relaciones productivas consiste en convertir esa característica relacional en una característica intrínseca de las mercancías (Elster 1986, 57). Desde una óptica fetichista, las mercancías son valiosas en sí mismas y no por ser cristales o fragmentos del trabajo social agregado dentro de un modo de producción (economía mercantil) donde ese trabajo social agregado está dividido en millares o millones de productores independientes; desde una perspectiva no fetichista, en cambio, «el valor […] es una relación productiva entre personas que adopta la forma de una propiedad de las cosas (Rubin [1923] 1990], 69). Es decir, que las mercancías parecen tener valor al margen de la estructura económica —de la estructura de relaciones sociales— en la que se inserten. Engels ([1859] 1980, 476) describió muy claramente la reificación de las relaciones productivas cuando, reseñando Una contribución a la crítica de la economía política de Marx, afirmó que: «a la economía no le interesan los objetos sino las relaciones entre personas y, en última instancia, entre clases sociales; sin embargo, estas relaciones siempre están ligadas a objetos y aparecen como objetos.
A su vez, la personificación de las cosas provoca que las personas se conviertan en representantes, en personificaciones, de los objetos que cosifican las relaciones sociales de producción: el rol productivo y distributivo de cada persona dentro de una economía queda indefectiblemente determinado por el tipo de relaciones que las cosas entablen entre sí. El productor se subordina a ejecutar la «voluntad» de la cosa: «Los individuos […] son personificaciones de categorías económicas, portadores de ciertas relaciones e intereses de clase» (C1, 92). Por ejemplo, el capitalista sólo es capitalista «como personificación del capital» (C1, 24.3, 739). O, más en general, si el hombre no se relaciona como hombre con otros hombres, sino que esa relación está mediada por la relación que mantenga cada uno de ellos a través de la mercancía, entonces los hombres se relacionarán entre sí como representantes, mandados o delegados de la mercancía, esto es, de la forma social que adopten los objetos. El hombre frente a otros hombres no será hombre, sino propietario de mercancías, porque su existencia social sólo ocurre a través de la propiedad. En palabras de Marx ([1844a] 1975, 217-218): «La Economía Política toma como punto de partida la relación del hombre con el hombre como si fuera la relación del propietario con el propietario. Si al hombre se le considera de inicio un propietario (y sólo como un propietario, alguien que afirma su personalidad y se distingue de otras personas con las que se relaciona a través de esa propiedad), entonces la propiedad privada se convierte en modo de existencia personal y distintivo».
Pues bien, la combinación, dentro de una economía mercantil, de la reificación de las relaciones productivas y de la personificación de las cosas da lugar, como decimos, al fetichismo de la mercancía. En una economía mercantil, los valores de uso se revisten con la forma social de mercancías y esa forma social no es más que la síntesis de determinadas relaciones sociales de producción (productores individuales separados e independientes) y de distribución (intercambio a través del mercado) que subyacen ocultas a la organización económica dentro de la que se insertan los hombres, pero como las cosas quedan revistadas por esa forma social, ésta aparenta ser una propiedad natural e inseparable de las cosas (cosificación de las personas); y a su vez, que las mercancías sean el único canal a través del cual las personas pueden cooperar con otras personas obliga a los individuos a relacionarse entre sí sólo a través de producción y la compraventa de mercancías, convirtiéndose consecuentemente en «mercaderes» (personificación de las cosas). Son, pues, las cosas las que determinan las relaciones sociales entre personas (en lugar de reconocer que la forma social que adoptan las cosas es el resultado de esas relaciones sociales que establecen entre sí las personas) y los seres humanos adoptan un rol económico según la relación que mantienen con las cosas: «el producto gobierna sobre el productor» (Engels 1880 [1989], 312). De ahí que las cosas sean tratadas como personas y las personas, como cosas: «El valor que tenemos el uno para el otro es el valor que damos recíprocamente a nuestros objetos. Por lo tanto, el hombre en cuanto tal es recíprocamente carente de valor para ambos» (Marx [1844b] 1975, 227).
El fetichismo de la mercancía supone una falsa percepción de la realidad, pero no porque, dentro de una sociedad mercantil, las relaciones sociales no estén mediadas necesariamente por las mercancías: «A los productores [independientes], las relaciones sociales entre sus trabajos privados se les aparecen como lo que son» (C1, 1.4, 166) [énfasis añadido]. En una economía mercantil, es cierto que los productos que adoptan la forma social de mercancías son valores y que la única forma de trabajar socialmente es a través de la producción y el intercambio de mercancías y, por tanto, a través de la subordinación del contenido material de la riqueza a las exigencias de su forma social (Arteta 1993, 111-112). La percepción falsa que entraña el fetichismo de la mercancía es la de que los valores de uso son naturalmente mercancías y por tanto valores (sólo lo son insertos en una determinada estructura de relaciones productivas y distributivas) y que el valor es una propiedad intrínseca de las mercancías (es una propiedad extrínseca o relacional) (Cohen 1978 [2001], 116). No es verdad que los hombres necesiten producir socialmente mercancías porque las mercancías posean alguna propiedad natural específica para actuar como mediador indispensable de las relaciones humanas: producen mercancías porque esas son las reglas (históricamente contingentes) de una sociedad mercantil.
En este sentido, puede ser conveniente distinguir el término «fetichismo» del término «mistificación», el cual también es empleado habitualmente por Marx pero con un significado distinto. En el fetichismo, lo que se percibe falsamente no es el contenido de las relaciones sociales cosificadas en sí mismas, no es el contenido social oculto tras su manifestación social, sino la necesidad histórica de que las relaciones sociales estén cosificadas: percibir el contenido social como un contenido natural. Es decir, en una economía mercantil las relaciones sociales sí están cosificadas y las personas sí se subordinan a las cosas: dentro del marco de una economía mercantil, es cierto que las mercancías tienen valor o son valores. No hay una falsa percepción sobre el contenido social de la realidad: la hay en que la realidad deba ser necesariamente así con independencia de cuáles sean las relaciones sociales de producción. En la mistificación, en cambio, lo que se percibe falsa o erróneamente sí es el contenido de las relaciones sociales: las formas mistificadas ocultan la realidad o incluso la muestran de manera invertida a cómo realmente es (Ramas San Miguel 2018, 115-116). Por ejemplo, para Marx el salario entendido como precio del trabajo es una manifestación mistificada de las relaciones entre capitalista y obrero porque transmite la percepción de que el salario remunera la totalidad del tiempo de trabajo del obrero cuando, en realidad y como estudiaremos más adelante, no lo hace (C1, 19, 680): el salario es una manifestación mistificada del contenido de las relaciones sociales porque no nos las muestra como realmente son dentro del capitalismo, sino que las invisibiliza o desfigura (Ramas San Miguel 2018, 124).13 El fetichismo implica naturalizar la mediación cosificada de las relaciones sociales pero percibiendo esas relaciones sociales tal como son dentro de un contexto histórico concreto; la mistificación supone percibir incorrectamente esas relaciones sociales.
En todo caso, el fetichismo de la mercancía es lo que permite que los hombres cooperen productivamente dentro de una economía mercantil: es, por tanto, una falsa conciencia naturalizadora de la economía mercantil que deriva de la propia sociedad mercantil (Rubin [1928] 1990, 58; Íñigo Carrera 2013, 238); a saber, «el fetichismo del mundo de las mercancías emerge de las peculiares características sociales del trabajo que las produce» (C1, 1.4, 165). Es gracias a la creencia de que los hombres sólo pueden cooperar a través de las mercancías por lo que los hombres maximizan su cooperación a través de las mercancías. La economía mercantil necesita del fetichismo de la mercancía y, como lo necesita, el fetichismo de la mercancía forma parte de la superestructura ideológica (de los modos de concepción de la sociedad) que es engendrada por la estructura económica a la que contribuye a reforzar: la estructura económica genera una determinada conciencia que posibilita el desarrollo de las fuerzas productivas.
Al respecto, incluso los economistas de la época de Marx sucumbieron al fetichismo de la mercancía pero en distintos grados. Mientras que los economistas a los que Marx calificaba como «vulgares» cayeron en una forma profunda de fetichismo de la mercancía —consideraban que el valor era una propiedad intrínseca a las cosas por ser cosas— (Marx [1862-1863a] 1989, 317), los economistas clásicos fueron igualmente víctimas del fetichismo de las mercancías pero de una manera menos perceptible. Al igual que Feuerbach entendió que la religión era un producto del hombre pero no entendió que no era un producto de cualquier hombre sino de un producto del hombre inserto en un entorno social concreto, los economistas clásicos entendieron que el valor dependía del trabajo humano y que no era una propiedad intrínseca de los objetos, pero no comprendieron que el valor sólo era una forma de cuantificar el trabajo privado dentro de un modo de producción histórico en el que los productores estaban separados los unos de los otros y donde, por tanto, el valor era la forma en que su trabajo privado se convertía en trabajo social comparable (Cohen [1978] 2001, 116-117).
Sólo si fuéramos capaces de tomar el control consciente de las fuerzas productivas, descubriríamos que la mercancía no es más que una forma social contingente que encubre unas determinadas relaciones de producción entre seres humanos y que, por tanto, no hay ninguna necesidad de que los seres humanos la utilicen como mediadora de sus relaciones sociales ni que, por tanto, se subordinen a ella. Por tanto, sólo socializando la propiedad resulta posible abandonar el fetichismo de la mercancía:
La sombra religiosa sobre el mundo real únicamente se desvanecerá cuando las relaciones prácticas de nuestro día a día, las relaciones entre persona y persona, o entre persona y naturaleza, se nos presenten de un modo transparente y racional. Este velo místico sólo se retirará del proceso social de la vida, esto es, del proceso material de producción, cuando ese proceso material de producción se halle controlado, de manera consciente y planificada, por hombres libremente asociados (C1, 1.4, 173).
Pero esto último, que los productores entablen relaciones directamente cooperativas al margen del intercambio de mercancías, supondría abandonar la economía mercantil: porque dentro de una economía mercantil los productores se hallan atomizados y separados y esa situación material de partida alimenta la ilusión del fetichismo de la mercancía naturalizando el capitalismo como una inevitabilidad histórica. Es decir, dentro de una economía mercantil, los productores están alienados y esa alienación se expresará en forma de fetichismo de la mercancía.
Por alienación, Marx entiende «un error, un defecto, algo que no debería ser» (Marx [1844a] 1975, 346), es decir, se trata de la presencia o ausencia de algo que da lugar a la división o al establecimiento de una relación disfuncional y contradictoria entre dos entidades (Leopold 2007, 67-68). ¿Qué es una relación disfuncional? Aquella que no satisface los fines para los que fue creada o establecida (Berlin [1921] 2021, 126) o que carece de significado, de sentido, de propósito para los entes que conforman esa relación (Elster 1986, 41). Por consiguiente, ese «algo» que genera la alienación, «en lugar de servir a los seres humanos, se presenta como una fuerza ajena y hostil hacia ellos» (Singer [1980] 2008, 45). Más esquemáticamente, el sujeto S está alienado frente al objeto O cuando la concurrencia de las circunstancias C —presencia o ausencia de ciertos elementos— impiden una unión armónica entre S y O (Gilabert 2020), es decir, cuando O domina a S o cuando S no alcanza a través de O los objetivos que pretendía alcanzar al crear o relacionarse con O. Conviene aclarar que, cuando hablamos de sujeto no nos estamos refiriendo necesariamente a personas y cuando hablamos de objeto tampoco nos estamos refiriendo necesariamente a cosas: las cosas, para Marx, también puede ser sujeto de alienación y, a su vez, las personas pueden ser los objetos alienantes.
En este sentido, la alienación puede ser de dos tipos: la alienación del sujeto hacia afuera (un sujeto frente a un objeto externo) o hacia adentro (la alienación del contenido material del sujeto respecto al objeto que constituye su forma social, esto es, su forma de ser en sociedad); la alienación hacia fuera convertirá al sujeto en un «ser para otros», mientras que la alienación interna (o autoalienación) provocará que el sujeto «sea de otro modo» (Arteta 1993, 210-212). La alienación hacia fuera (el ser para otros) implicará poder, dominio, hostilidad, antagonismo o contraposición (Arteta 1993, 212-213), mientras que la alienación interna (el ser de otro modo) implicará vaciamiento, corrupción, limitación, restricción y negación (Arteta 1993, 253). La alienación externa expresa el dominio o control de un ente (como compacto entre un contenido material y su forma de determinación social) sobre otro ente; la alienación interna expresa la sumisión del contenido material específico de un ente a su forma social, hasta el punto de que, bajo el capitalismo, la realidad se transforma en simple materia homogénea e indiferenciada cuya único propósito ha pasado a ser el de convertirse en portadores de una de una determinada forma social (Arteta 1993, 257-258).
Por tanto, existen distintas expresiones posibles de la alienación (denotamos la alienación externa con el subíndice E y la alienación interna con el subíndice I): una persona (S) puede verse alienada (separada, dominada, subyugada o contrapuesta) frente a otra persona (OE) o frente a otras cosas (OE) o puede verse alienada (vaciada, corrupta, limitada, restringida o negada) frente a la forma social que le impone un determinado modo de producción (OI) y, a su vez, las cosas (S) pueden verse alienadas (separadas, dominadas, subyugadas o contrapuestas) frente a otras cosas (OE) y frente a las personas (OE) o alienadas (vaciadas, corruptas, limitadas, restringidas o negadas) frente a la forma social que les impone un determinado modo de producción (OI).
Por ejemplo, y tal como expondremos con detalle en el capítulos 3 de esta primer tomo, el asalariado (S) no sólo está subordinado al capitalista (OE) por hallarse separado o distanciado de los medios de producción (C), sino que la persona de carne y hueso que hay detrás del asalariado —con su propia personalidad, aspiraciones, sueños, habilidades o deseos— se halla enteramente aplastada, restringida, vaciada o negada por su rol social como asalariado (OI), esto es, como personificación de un vendedor indiferenciado de fuerza de trabajo y suministrador de plusvalía para el capital dentro de una sociedad capitalista (C): dentro del capitalismo, el contenido material del ser humano no puede expresarse socialmente como algo distinto a un asalariado al servicio del capital. Estamos ante un caso de alienación hacia afuera (sometimiento ante el capitalista) pero también hacia adentro (negación de la individualidad del trabajador). Otro ejemplo donde este doble carácter de la alienación es visible es en el estatus político-jurídico del individuo dentro de las sociedades burguesas: en estas sociedades burguesas (C), cada individuo (S) es considerado «como soberano, como ser supremo» (Marx [1843b] 1975, 159), de manera que cada individuo se independiza del resto de los seres humanos (OE) adoptando una «forma insocial» que lo lleva a «perderse en sí mismo» y que, en suma, lo mantiene «alienado» de su potencial como ser social (OI) (Marx [1843b] 1975, 159). En este caso, podemos observar nuevamente las dos perspectivas de la alienación: alienación externa frente al resto de los seres humanos (cada uno de ellos vive vidas separadas e independientes) y autoalienación frente a la forma social (o insocial) que lo vacía de contenido material (se pierde en sí mismo). Otro ejemplo de alienación, en este caso exclusivamente interna, podría ser el siguiente: Marx considera que la separación que existe entre la sociedad y el Estado dentro de las sociedades burguesas (C) es una forma de alienación de los individuos (S) con respecto a la totalidad de sus vidas (OI); sus vidas no sólo se componen de una «esfera privada» sino también de la «esfera pública» o política, y el hecho de que los ciudadanos vean el Estado como algo ajeno a ellos mismos los aliena de una autorrealización plena de sus vidas (Marx [1843a] 1975, 31-32, 79). Estamos, pues, ante un caso de autoalienación: la forma social anula, vacía o restringe el desarrollo del contenido material (que en este caso serían las potencialidades comunales del ser humano).
Pero no pensemos que la alienación únicamente ocurre en la sociedad burguesa o capitalista, sino que puede darse en cualquier sistema socioeconómico distinto del comunismo (de hecho, y como ya expondremos más adelante, la humanidad necesita exponerse a un período histórico de alienación para poder adquirir control pleno sobre sí misma y desalienarse bajo el comunismo como humanidad soberana). Verbigracia, Marx constata cómo en la Edad Media, donde no existía igualdad ante la ley y donde, por tanto, los derechos socioeconómicos de cada individuo dependían del estamento político al que perteneciera, sí había una identidad entre esfera privada y esfera pública: «toda esfera privada tiene un carácter político o es una esfera política; es decir, la política es también una característica de las esferas privadas» (Marx [1843a] 1975, 32): es decir, a diferencia de lo que sucede en las sociedades burguesas donde existe una estratificación social/civil que no va de la mano de una estratificación política (por la igualdad ante la ley), en la sociedad medieval la estratificación social era exactamente lo mismo que la estratificación política (Kolakowski 2005, 47); sin embargo, y a pesar de que en este caso no existía separación entre vida privada y vida política en la Edad Media, los hombres no eran libres porque vivían sometidos a otros hombres y no gobernaban su destino común de manera igualitaria, es decir, en la Edad Media existía una absoluta separación entre democracia y libertad (C) que llevaba a que cada individuo (S) mantuviera una relación disfuncional con el resto de los individuos (OE): a esa «democracia de la ausencia de libertad», Marx la califica de «alienación llevada a su plenitud» (Marx [1843a] 1975, 32). Se trata de democracia en el sentido de que la esfera política (o comunitaria) abarca la totalidad de la vida de las personas (por tanto, no existe en ese sentido autoalienación: vida pública y vida privada no se hallan escindidas) pero no existe libertad porque unos seres humanos están subordinados a otros y, por tanto, cada uno de ellos no puede desarrollar todas sus potencialidades: en este caso, la alienación es una alienación externa, puesto que unos individuos se hayan subordinados frente a otros individuos.
Ahora bien, por mucho que pueda haber alienación en otros modos históricos de producción, sólo en la economía mercantil la alienación afectará a un aspecto nuclear en la vida de todas las personas: su trabajo, es decir, a la relación de un sujeto (S) con el objeto del trabajo, con los medios de su trabajo o con otros sujetos dentro del proceso de trabajo (OE) así como con la forma social que adopte ese trabajo dentro de la economía mercantil (OI). Y es que, en una economía mercantil, la actividad productiva del ser humano se desarrolla dentro del ámbito de la propiedad privada (Marx [1844b] [1975], 279) y por tanto dentro de la división social del trabajo (Marx y Engels [1845-1846] 1976, 47), de modo que ésta queda regulada por —sometida a— los intercambios dentro del mercado (Marx y Engels [1845-1846] 1976, 51): los productores se hallan así dominados por un ente externo y ajeno que los domina a todos ellos —el mercado— aunque, en el fondo, sea una creación conjunta descontrolada de todos ellos: «[el hombre] se convierte en el juguete de fuerzas ajenas» (Marx [1844b] 1975, 154). La presencia del mercado (o de la propiedad privada sobre los medios de producción) (C) provoca que los productores (S) no sólo se vean separados y subordinados a los objetos de su trabajo (OE), a saber, que se trate de una «producción contrapuesta a los productores y que hace caso omiso a éstos» (Marx [1864] 1994, 441) sino que, además, los productores pierden el control sobre el contenido material —el sentido— de su trabajo (OI); es decir, que la forma social de la mercancía vacía de contenido material al trabajo de los individuos: éste es un trabajo que ha de adaptarse y dejarse moldear absolutamente a las necesidades de la forma (sólo el trabajo que pueda venderse como mercancía en el mercado cuenta como trabajo social: el trabajo no deformado por el mercado es un no-trabajo). Unas necesidades de la forma que, además, son necesidades caprichosas que no recaen bajo el control de nadie. El mercado, que es la encarnación del despotismo de la forma sobre el contenido material del trabajo, constituye el resultado no intencionado de las acciones descentralizadas de millones de individuos, de modo que sus designios se asemejarán a los del azar: «En la actualidad, el producto es el señor del productor; en la actualidad, la producción social no se regula a través de un plan diseñado en común, sino por leyes ciegas que operan con la violencia de los elementos» (Engels [1884] 1990, 274).
Es la presencia del mercado, por ende, lo que aliena a cada trabajador de su trabajo y lo convierte en una fuerza social autónoma ajena a cada uno de ellos que los somete y los vacía de contenido material específico y autónomo. En ausencia de relaciones mercantiles, pues, no existiría alienación del trabajo: ni en el comunismo primitivo, ni en el esclavismo, ni en el feudalismo ni en el comunismo del futuro existe este tipo de alienación. Acaso resulte relativamente fácil de entender por qué en el comunismo primitivo no existía la alienación del trabajo (la vida tribal se caracterizaba por relaciones igualitarias y comunales entre sus miembros, de modo que el trabajo era inmediatamente social para todos ellos y cada trabajador entablaba relaciones sociales directas con el resto, es decir, relaciones no mediadas por una forma social que los anulara como trabajadores diferenciados), pero ¿cómo argumenta Marx que el trabajo no se hallara también alienado bajo el esclavismo o el feudalismo aun sin relaciones mercantiles de por medio? Pues porque esclavos y siervos no son productores independientes que controlen y puedan desprenderse de su trabajo: esclavos y siervos son considerados socialmente «condiciones naturales e inorgánicas» de la economía (Marx [1857-1858] 1986, 413), «máquinas de trabajo» (Marx [1857-1858] 1986, 392), cosas bajo el control de sus dueños o, en el mejor de los casos, una propiedad natural de la tierra. Calificar al trabajo del esclavo o del siervo como trabajo alienado y contrapuesto al esclavo o al siervo tendría tan poco sentido como decir que el trabajo de los animales es trabajo alienado y que éstos se hallan dominados por la cosificación de ese trabajo: «El esclavo no vende su trabajo al esclavista en mayor medida que el buey vende sus servicios al campesino […]. El esclavo es en sí mismo una mercancía, pero su trabajo no es la mercancía. El siervo sólo vende parte de su trabajo. No recibe un salario del terrateniente, sino que el dueño de la tierra recibe un tribute del siervo. El siervo pertenece a la tierra y le entrega al terrateniente los frutos de ella» (Marx [1849] 1977, 203). Lo anterior no significa que esclavos y siervos no se hallen alienados, sino que lo que no está alienado es su trabajo. Pero esclavos y siervos se hallan subordinados por unas opresivas relaciones de dependencia personal: es decir, son sujetos (S) que, debido a las relaciones sociales de producción vigentes en su sociedad (C), están subordinados y por tanto alienados frente a los esclavistas o señores feudales (OE) y semejante subordinación opresiva (OI) les impide igualmente desarrollar todo su potencial específico y diferenciador como individuo.
La alienación del trabajo dentro de las sociedades mercantiles tiene lugar, de acuerdo con Marx, en cuatro ámbitos: 1) el producto de su trabajo, 2) la actividad productiva, 3) las relaciones cooperativas con otros trabajadores y 4) la misma naturaleza del trabajador como ser humano (Marx [1844a] 1975, 270-282). A saber:
1. El productor se ve separado del producto de su trabajo. El productor se ve alienado frente al producto de su trabajo en dos sentidos. Por un lado, el producto del trabajo humano deviene un vehículo, un portador, de las formas sociales mercantiles: el trabajador no produce sillas, software informático o libros, sino que produce mercancías. El contenido material específico de cada mercancía (su valor de uso concreto) es una característica secundaria y accesoria dentro de la sociedad mercantil: lo socialmente relevante es su carácter como mercancía, como masa de valor indiferenciado. Y, por tanto, esa masa de valor indiferenciada anula, asfixia o niega el contenido material específico que actúa como soporte de la misma (Arteta 1993, 261-269): por eso el trabajador no reconoce el producto de su trabajo como algo propio, como algo personal o distintivo, sino como algo ajeno, como algo que le ha sido arrebatado antes incluso de enajenarlo comercialmente en el mercado. En la sociedad mercantil, el trabajador sólo puede producir mercancías y esas mercancías genéricas podrían ser obra de cualquier otro productor: no son una obra distinguible de quien las ha fabricado y en la que ese productor específico pueda sentirse reflejado. Por eso, cuanto más trabaja el trabajador en producir mercancías, «más se empobrece él mismo (su mundo interior), tanto menos le pertenece a él como suyo propio» (Marx [1844a] 1975, 272). Si, por el contrario, el productor no se viera alienado frente a su producto, podría objetivar su «individualidad, su carácter específico» en ese producto y «disfrutaría sabiendo que [su] personalidad se ha vuelto objetiva, visible a los sentidos y, por tanto, un poder más allá de toda duda» (Marx [1844a] 1975, 227). Por otro lado, el productor también se ve alienado frente al producto de su trabajo en el sentido de que éste cobra una existencia social autónoma que lo domina y lo somete: «La vida que [el productor] le ha otorgado al objeto lo confronta como algo hostil y ajeno» (Marx [1844a] 1975, 272). Dado que el objeto fetichizado actúa como mediador necesario en las relaciones productivas con otros seres humanos, no es el productor quien controla al producto, sino el producto quien sojuzga al productor: «el trabajador se convierte en un sirviente del producto (Marx [1844a] 1975, 273).
2. El productor pierde el control sobre su propia actividad productiva. El productor carece de control sobre su actividad productiva porque ésta le viene dictada por el mercado: cada productor no fabrica el objeto que desea fabricar, sino aquel que el mercado le impone fabricar (Íñigo Carrera 2013, 11). Cada productor ni siquiera determina el precio al que vende su mercancía, pues éste le viene igualmente impuesto por el mercado (Rubin [1923] 1990, 9). De esta manera, no sólo se trata de que cada productor esté dominado o subyugado a las mercancías (alienación externa), sino que la forma social que adopta su propio trabajo entra en contradicción con el contenido material específico de ese trabajo (autoalienación). El contenido material que define e identifica al trabajador concreto (y a su tiempo de trabajo concreto) se ve anulado, vaciado o arrinconado por su forma social, que en este caso es el valor: como decíamos, el trabajador no se dedica a producir sillas, software informático o novelas, sino a producir de manera genérica e indiferenciada mercancías, es decir, «valor». Por tanto, el trabajador no es un carpintero, un programador o un escritor, sino un productor genérico de mercancías o de valores. Aquello que materialmente distingue a su actividad de las actividades de otros productores se ve aplastado y uniformizado por el rodillo del mercado, empujando a cada trabajador a que trabaje en cualquier cosa que genere valor (y correlativamente a que no trabaje en nada que no genere valor), al margen de cuáles sean sus deseos, vocaciones e inclinaciones personales: «El trabajador se muestra totalmente indiferente con respecto a la especificidad de su trabajo; para él no tiene ningún interés: sólo le interesa en la medida en que es trabajo y que por tanto es un valor de uso para el capital» (Marx [1857-1858] 1986, 223). Por ello, el tiempo durante el que un productor trabaja dentro de una sociedad mercantil se convierte en algo que le es ajeno, que lo niega o lo anula, algo con lo que el trabajador establece una relación disfuncional o degradada por cuanto no contribuye a potenciar sus dones y potencialidades: «el trabajador no se afirma en su trabajo, sino que se niega» (Marx [1844a] 1975, 274). La actividad productiva del trabajador se desgaja de su identidad personal y pasa a ser considerada como un medio para subsistir en lugar de un fin. La actividad productiva deja de formar parte de la vida del trabajador y se convierte en algo externo a él, ajeno a su identidad personal: «Bajo la propiedad privada, mi trabajo es una forma de alienar mi vida: trabajo para vivir, para obtener los medios para mi vida. Mi trabajo no es mi vida» (Marx [1844b] 1975, 228). Como consecuencia de lo anterior, el trabajador sólo se sentirá a gusto cuando viva su vida fuera de su tiempo de trabajo, pues sólo cuando no está trabajando sigue manteniendo un cierto control sobre su actividad: «[El trabajador] se siente en casa cuando no está trabajando y cuando está trabajando no se siente en casa» (Marx [1844a] 1975, 274). Es decir, el productor vive cuando desarrolla actividades no productivas tales como comer, beber o procrear; actividades todas ellas que no lo definen como específicamente humano sino que son actividades vulgares compartidas con los animales: «lo animal se convierte en lo humano y lo humano en animal» (Marx [1844a] 1975, 275); el ser humano vive cuando no vive (disfruta cuando no se comporta de acuerdo con su naturaleza) y no vive cuando vive (sufre cuando se comporta según su naturaleza). En sentido contrario, si el productor no se viera alienado de su actividad productiva, su «trabajo sería una manifestación de la vida y, por tanto, un placer de la vida», esto es, su trabajo sería «su vida» (Marx [1844b] 1975, 228). No habría contradicción entre el contenido material del trabajo y su forma social: el trabajo (y el trabajador) se expresaría tal como es, desplegándose según sus habilidades particulares, y no se vería coaccionado por las formas sociales mercantiles para que sea algo distinto a lo que realmente es o a lo que quiere ser.
3. El productor mantiene una relación disfuncional con su naturaleza como ser-especie o ser genérico (Gattungswesen). El ser humano, para Marx, posee una naturaleza transhistórica —una esencia común a los distintos seres humanos— que lo diferencia del resto de las especies: esa naturaleza es su ser-especie.14 ¿Y en qué consiste la naturaleza más esencial del ser humano, esto es, en qué consiste el contenido material común de todo lo humano? Uno de los rasgos que, para Marx, definen al ser humano es su capacidad de transformar deliberada y conscientemente la naturaleza de acuerdo con sus propios planes para así autorreconocerse, desdoblarse y reflejarse en esa naturaleza transformada, como un artista se ve plasmado en su obra. El ser humano, en pocas palabras, se diferencia de los animales en que produce de manera racional y de acuerdo con sus propios fines (C1, 7.1, 284). Por tanto, la naturaleza humana consiste en su capacidad para trabajar y para objetivar su trabajo en el entorno material de manera consciente (Wartenberg 1982): consiste en su capacidad para humanizar el entorno material. Pero, a su vez, como el entorno material que el ser humano crea y transforma deliberadamente también influye sobre su propia identidad como ser humano, en última instancia podemos afirmar que la naturaleza del ser humano, a diferencia de lo que sucede con el resto de los animales, consiste en moldear su propia naturaleza mediante la transformación deliberada de ese entorno material. Vayamos por partes a la hora de perfilar esta definición (Berlin [1939] 2013, 118). Primero, el ser humano es un ser productor: «La vida productiva es la vida de la especie» (Marx [1844a] 1975, 276). Segundo, producir consiste en mezclar el trabajo propio con la naturaleza (con el entorno material) para fabricar valores de uso, de modo que el ser humano ejerce su capacidad productiva sobre la totalidad del mundo inorgánico, convirtiendo a éste en una extensión de su propio cuerpo: «La universalidad del ser humano [de su naturaleza] aparece, en la práctica, precisamente en la universalidad [de su comportamiento] con la que convierte a toda la naturaleza en su cuerpo inorgánico […]. El hombre vive en la naturaleza, es decir, la naturaleza es el cuerpo del ser humano con el que ha de interactuar continuamente para no fenecer» (Marx [1844a] 1975, 275-276). Tercero, el ser humano no sólo es un ser productor y transformador de la naturaleza, sino un ser que, a diferencia de los animales, produce y transforma la naturaleza de manera consciente y deliberada: «El ser humano convierte su propia actividad [productiva] vital en el objeto de su voluntad y de su conciencia. Tiene una actividad [productiva] vital que es consciente. No es una actividad [productiva] vital que esté predeterminada y en la que se subsuma. La actividad [productiva] vital consciente diferencia radicalmente al hombre de la actividad vital de los animales. Precisamente ésa es su esencia humana» (Marx [1844a] 1975, 276). Y cuarto y por último, la transformación consciente y deliberada de la naturaleza según sus planes hace que el productor se vea reflejado en su producto, de modo que su obra deviene parte consustancial a su propia naturaleza creadora: «El hombre demuestra con su trabajo [transformador] sobre el mundo objetivo que es un ser de la especie humana. Esta producción es su vida activa como especie. A través de la producción, la naturaleza se convierte en su obra y en su realidad. El objeto de su trabajo es, por tanto, la objetivación de la vida del ser humano como especie: el ser humano se duplica no sólo, como sucede en la conciencia, en un plano intelectual, sino también de manera activa, en la realidad [material]; y por eso puede verse a sí mismo reflejado en el mundo que él ha creado» (Marx [1844a] 1975, 277). El ser humano para Marx es, por tanto, un homo faber: no es meramente un hombre que piensa sino un hombre que utiliza su pensamiento para fabricar productos y herramientas (C1, 7, 286). Perfilada la definición de naturaleza humana por parte de Marx, quedará entonces claro por qué la alienación del trabajador no sólo afecta a su actividad productiva o al producto de su trabajo, sino por qué termina separando al hombre de su propia esencia, de lo que en verdad es: si precisamente lo que convierte al ser humano en humano es ese control sobre lo que produce y sobre cómo lo produce y la economía mercantil mantienen separado al productor de sus productos y de sus actividades productivas, entonces la economía mercantil también separará al ser humano de su propia naturaleza como homo faber (Kolakowski [1976a] 1983, 267). Estamos ante expresión extrema de la autoalienación: la sociedad mercantil secuestra la naturaleza humana y le impide desarrollar sus potenciales para que se someta a las exigencias de la forma social (generación de valor). Por ello, la alienación del trabajo rebaja al ser humano a la categoría de animal, puesto que su actividad creadora y transformadora de la naturaleza deja de ser el fin a través del cual desarrolla su esencia y pasa a ser un simple medio para sobrevivir: «En la medida en que el trabajo alienado despoja al hombre del objeto de su producción, también lo despoja de su vida humana, su vida como miembro de la especie humana, y transforma su ventaja sobre los animales en la desventaja de que su cuerpo inorgánico, la naturaleza, le es arrebatada» (Marx [1844a] 1975, 277). El individuo, «como ser único y personal» desaparece dentro del mercado «para adquirir tan sólo la personalidad social que es su impersonalidad» (Arteta 1993, 319). En sentido contrario, si el productor no se viera alienado de su naturaleza como ser-especie, «la específica naturaleza de la individualidad [de cada trabajador] se vería afirmada en su trabajo, puesto que el propio trabajo sería una afirmación de su vida individual» (Marx [1844b] 1975, 228). Por eso, para Marx, en el comunismo (donde no existe alienación del trabajo) el ser humano puede desarrollarse como individuo tal como realmente es o quiere ser (Marx [1857-1858] 1986, 95).
4. El productor es separado del resto de los seres humanos. El ser humano, como ser-especie, no sólo es un animal que produce herramientas de manera racional, un homo faber, sino que también posee una «esencia comunal» (Marx 1843a [1975], 79), esto es, el ser humano transforma la naturaleza de la mano de otros seres humanos, generando conjuntamente con ellos su «verdadera comunidad» (Marx [1844b] 1975, 217): el ser humano no está llamado históricamente (ni capacitado) a transformar la naturaleza para sí sólo, sino para los demás. El trabajo con el que el ser humano produce sus medios de vida y, a través de ellos, se produce a sí mismo siempre tiene una naturaleza y vocación social. Sin embargo, la propiedad privada, la división del trabajo y, en última instancia, el mercado mantienen a los hombres separado entre sí: el trabajo humano sólo se vuelve social post festum (Marx [1857-1858] 1986, 108), después de intercambiar sus productos a través del mercado. El mercado rige los destinos de todos los productores pero ninguno de ellos (tampoco todos ellos a la vez) controlan al mercado: no existe, pues, ninguna racionalidad colectiva en las decisiones productivas que adopta el mercado en su conjunto (Lavoie [1985] 2015, 39). Así, en la medida en que el ser humano no puede producir colectivamente de manera racional (dirigiendo la producción social de manera deliberada, sin someterse a la anarquía e irracionalidad del mercado), el ser humano se animaliza: se acerca a los animales que tampoco transforman la naturaleza de manera deliberada sino que se someten a ella. Y si cada productor se animaliza en la medida en que su trabajo se ve alienado por el mercado, también cada productor animalizado tratará a otros seres humanos como si fueran animales, como si fueran medios para su actividad, como si fueran materia inorgánica con la que apenas alcanzar egoístamente el estrecho fin de su degradada supervivencia física: «Cada hombre trata a otros hombres según el parámetro y el tipo de relación que lo definen a él mismo en cuanto trabajador» (Marx [1844a] 1975, 278). Cada ser humano, pues, se ve alienado con respecto al resto de los seres humanos. O dicho de otro modo, los lazos humanos entre productores se deshumanizan, se degradan, se vuelven disfuncionales o «artificiales» (Arteta 1993, 291): sus relaciones son las mismas que puede existir entre dos máquinas o dos herramientas de trabajo porque cada cual instrumentaliza al otro y empuja al otro a que lo instrumentalice a él: «El vínculo entre los individuos que intercambian se funda en cierta coerción. Pero esta coerción sólo es, por un lado, la indiferencia de los otros ante mi necesidad como tal […]. Por otra parte, en la medida en que estoy determinado y forzado por mis necesidades, es sólo mi propia naturaleza —que es un conjunto de necesidades e impulsos— lo que me coacciona, y no algo ajeno a mí […]. Precisamente desde este punto de vista, también yo violento al otro, lo empujo al sistema de intercambio» (Marx [1857-1858] 1986, 177). En sentido contrario, si el productor no se viera separado del resto de los seres humanos, si el conjunto de productores asociados lograran controlar conscientemente la naturaleza, cada individuo sería «libre» de realizar su naturaleza humana no ya mediante su trabajo, sino mediante un trabajo dirigido a «crear un objeto que se corresponda con la necesidad de la naturaleza esencial de otro ser humano», es decir, cada ser humano expresaría socialmente su propia esencia actuando como «mediador entre otro ser humano y la especie, sintiéndose «confirmado por los pensamientos y el amor» de esa otra persona cuyas necesidades ha satisfecho con su trabajo; cada individuo, por consiguiente, objetivaría su «vida creando directamente la expresión de la vida [de un tercero]», recuperando así la «naturaleza comunal», la «naturaleza humana», «la auténtica naturaleza» de cada ser humano (Marx [1844b] 1975, 227-228). Cada ser humano viviría, pues, en el otro: sus preferencias serían mis preferencias y viceversa. Pero eso sólo es posible en una sociedad donde la producción está controlada por la racionalidad del colectivo y no por una fuerza externa, como el mercado. La alienación de cada productor con respecto al resto de los productores sería, pues, un caso de autoalienación del trabajo social, del trabajo del conjunto de la especie humana: el modo históricamente contingente de organizar ese trabajo (el mercado) es un modo que niega, anula, a la especie humana en su conjunto y a aquello que la define como tal, que reemplaza las relaciones sociales directas derivadas «de sus diferencias individuales y de la complementariedad recíproca de sus necesidades» por «relaciones sociales asociales» cuyo único vínculo es la de ser productores de valor (Arteta 1993, 291-293). La comunidad humana no existe porque los «los lazos esenciales» que debería unir a los seres humanos se han mercantilizado —las personas sólo se relacionan con otras personas a través de las mercancías— y por tanto la comunidad se ha convertido en «una caricatura de la verdadera comunidad» (Marx [1844b] 1975, 217).
A este respecto, démonos cuenta de que el fetichismo de la mercancía es, en realidad, una de las formas que puede adoptar la alienación del trabajo dentro de la economía mercantil (más adelante hablaremos de otras dos formas de fetichismo, y por tanto de alienación del trabajo, aún más sofisticadas: el fetichismo del dinero y el fetichismo del capital) (Kolakowski [1976a] 1983, 177). Bajo el fetichismo de la mercancía, cada productor independiente se halla alienado frente al resto, es decir, separado, dividido o distanciado, de modo que sólo pueden relacionarse entre sí a través de un «mediador ajeno» (Marx [1844b] 1975, 212) a todos ellos y sobre el que no ejercen ningún control, como es la mercancía: se hallan alienados, pues, frente a su trabajo objetivado y enajenado en forma de mercancía. Un trabajo que los domina y los somete: las cosas se personifican (pues son ellas las que se relacionan entre sí) y sus productores han de subordinarse a ellas. Y como los seres humanos sólo viven socialmente a través de la mercancía, ésta se convierte en su única comunidad efectiva (Marx [1857-1858] 1986, 158). El fetichismo de la mercancía, pues, es sólo otro nombre para algunas de las manifestaciones específicas de la alienación del trabajo dentro de una economía mercantil.
En definitiva, la economía mercantil descansa sobre el fetichismo de la mercancía y el fetichismo de la mercancía descansa sobre la alienación del trabajo. Y la alienación del trabajo descansa sobre la estructura económica propia de la sociedad mercantil, a saber, la propiedad privada y la división del trabajo, esto es, sobre el mercado: nos sometemos a las cosas que producimos, vaciamos de contenido personal nuestra actividad productiva, nos mantenemos divididos y enfrentados hacia otros seres humanos o reprimimos nuestra naturaleza humana porque sólo por esa vía deshumanizada (o animalizada) podemos entrar en contacto productivo con otras personas, es decir, sólo por esa vía deshumanizada podemos mantener una mínima humanidad dentro del capitalismo (pero una humanidad degradada que le es útil al mercado o, como expondremos más adelante, al capital) (Arteta 1993, 280). Sin propiedad privada no tendríamos división del trabajo, sin división del trabajo no tendríamos mercado y sin mercado no tendríamos alienación del trabajo ni, en consecuencia, fetichismo de la mercancía.
He aquí las ideas básicas detrás de lo que ha venido a denominarse «la teoría del valor trabajo» de Marx: dentro del sistema capitalista, las mercancías se intercambian según el tiempo de trabajo humano simple y socialmente necesario para reproducirlas, es decir, según sus valores. El valor es una forma, pues, de individualizar dentro de una economía mercantil cuál ha sido la porción del trabajo social agregado que ha desempeñado cada productor independiente en relación con el conjunto de productores independientes. La propiedad privada individual de los medios de producción fuerza a los productores a mantenerse separados los unos de los otros y por tanto les impide poner directamente en común su propio trabajo, es decir, los obliga a alienar su trabajo: cada productor sólo puede convertir su trabajo privado en trabajo social intercambiando en el mercado su trabajo objetivado (mercancía) por el trabajo objetivado de otros productores independientes de acuerdo con sus valores respectivos. Por eso la mercancía se convierte en un fetiche: porque la única forma de que los productores independientes se relacionen entre sí dentro de una economía mercantil es a través del contacto entre sus mercancías.
Precisamente, en el siguiente capítulo expondremos con mayor detalle este último proceso: cómo el intercambio de mercancías a través del mercado posibilita la conversión del trabajo privado y concreto de productores aislados en trabajo social y abstracto universalmente comparable entre sí. Y a su vez explicaremos cómo esta naturaleza dual de la mercancía —la mercancía como valor de uso y como valor— y esa naturaleza dual del trabajo generador de mercancías —el trabajo como trabajo privado y como trabajo social— constituye el germen de las contradicciones económicas que terminarán engendrando el capital.