EMIL
Era como si el cuerpo de Emil estuviera actuando por sí solo.
El joven rey podía escuchar a lo lejos los gritos de la Guardia Real pidiéndole que se detuviera, pero no era capaz de hacerlo. En esos momentos, deseaba ser un simple mortal y no cargar con el peso de todo Alariel sobre sus hombros, pues así podría bajar a ayudar a Gavril y a Ezra. Podría ir con Elyon. Y era ridículo porque sabía lo poderosa que era. ¡La había visto pelear con sus propios ojos! Aun así, no podía arrancarse esa sensación del pecho. Era como si se lo estuvieran aplastando con la fuerza de mil puños. Y no solo era eso. Él también quería poner de su parte y detener el caos ocasionado por los rebeldes.
Estaba harto. Una cosa era intentar asesinarlo a él, pero otra muy distinta era meterse con gente inocente. Sabía que esas personas de Lestra eran peligrosas, pero esa noche demostraron que no tenían escrúpulos y que no se detendrían ante nada.
—¡Emil! —Era Mila, quien había llegado hacia él y ahora corría a su lado—. Fui por tu espada, toma.
La arrojó hacia él y este la recibió. Miró a su amiga y le agradeció en silencio.
—Gavril va a matarnos —le dijo, sin dejar de correr.
—Que lo intente —respondió Mila, y después le guiñó el ojo.
Llegaron a una de las salidas del castillo y se dirigieron directamente a los establos. Emil sabía que varios soldados iban tras él, así que cuando llegó a donde estaba Saeta, su pegaso, se detuvo para darles la cara. Eran seis miembros de la guardia los que se encontraban frente a él, agitados y dudosos. No era como si pudieran detener al joven rey.
—Prepárense para bajar conmigo —les ordenó con decisión.
Ellos asintieron.
—Como usted diga, su majestad.
El camino cuesta abajo no presentó problema alguno. Los pegasos volaban a toda velocidad en dirección al puerto, cada vez más cerca del suelo. En el mercado de Zunn había un poco de alboroto, parecía que apenas se estaba corriendo la voz, pero mientras más se acercaban a la zona de ataque, más evidente era que algo andaba mal. Lo primero que escucharon fueron los gritos. Gritos de todo tipo: de batalla, de miedo, de dolor.
Emil se aferró a Saeta y el pegaso aceleró el paso. El puerto de Zunn los recibió con la luz cegadora de las llamas que acababan con todo. Desde arriba podía ver a la gente corriendo y peleando. Era difícil distinguir quiénes eran alarienses y quiénes rebeldes. No eran muchos los que peleaban, de hecho, la mayoría de los uniformados de la Guardia Real intentaba evacuar a los civiles de ahí, otros pocos se concentraban en atacar o capturar a los invasores. Lo principal era acabar con el fuego y sacar a todos de la zona de peligro. Algunos solaris intentaban bajar las inmensas llamas que ya rodeaban gran parte del puerto.
Era una pesadilla, el joven rey trataba de no relacionarlo con el Atardecer Rojo de Zunn, pero sus manos habían comenzado a temblar.
Tenía que actuar, tenía que hacer algo.
En ese instante, escuchó el grito de una pequeña y sus ojos la encontraron sin problema. Tendría tal vez unos cinco o seis años y parecía estar buscando algo entre las llamas, que ahora la habían rodeado sin darle escapatoria. Emil no lo pensó siquiera y le ordenó a Saeta que bajara. Su pegaso lo hizo con una rapidez impresionante y se posó frente a la niña, quien cayó hacia atrás del susto.
—¡Dame la mano! —gritó Emil.
La niña lo miró con lágrimas en los ojos. Sus pequeñas manos no se separaron de su pecho.
El fuego parecía querer cerrarse hacia ellos, Emil tuvo que hacer uso de todo su poder para mantenerlo alejado, pero era un fuego que no lo obedecía. Tal vez podría contenerlo por algunos segundos más, aunque no por mucho.
—¡Emil, sal de ahí, los soldados se encargarán de la niña! —Era la voz de Mila.
Pero no llegarían a tiempo.
—¡Por favor, tengo que sacarte de aquí! —insistió Emil, estiró su brazo lo más que pudo.
La pequeña apretó los labios y pareció dudar tan solo por unos segundos, entonces se secó las lágrimas y tomó la mano de Emil. El joven rey apenas pudo sentir alivio, pues las llamas se expandían. Mientras Saeta se elevaba, pudo ver a un hombre corriendo hacia uno de los barcos que parecía estar recibiendo alarienses para alejarlos del puerto, pero un poste de madera envuelto en fuego comenzó a caer hacia este. Iba a aplastarlo.
—¡Cuidado! —exclamó con todo lo que tenía.
El poste estuvo a punto de noquear al hombre, pero una fuerza invisible detuvo el pesado objeto y lo lanzó al océano.
Elyon.
Emil no tardó en encontrarla. Era toda una visión. Se encontraba con Vela volando sobre el mar y su cuerpo irradiaba una luz que parecía provenir de una explosión de estrellas. Una vez que se aseguró de que el hombre llegara al barco, alzó el brazo derecho y, con este, una ola se elevó y se elevó y se elevó. Cuando Elyon la soltó, la ola se dirigió a toda propulsión hacia una de las zonas más afectadas, e impactó con tal fuerza que fue impresionante ver cómo el fuego sucumbió.
Era evidente que Elyon podría apagar el incendio en un instante, pero no lo hacía. Emil no tardó en entender la razón: no podía lanzar una ola de esa magnitud hacia las zonas en donde todavía había gente. Fue uno de los guardias quien gritó la orden antes de que él pudiera hacerlo.
—¡Hay que ayudar a evacuar a todas las personas que queden! ¡Diríjanlas al barco o a una zona segura!
El joven rey voló más alto.
—¡Usen sus pegasos para llevar a los que puedan!
La niña estaba delante de Emil, abrazada al cuello de Saeta como si su vida dependiera de ello. Los miembros de la guardia se movían con eficiencia para despejar el área y en cosa de minutos lo único que quedaba era un fuego infernal que se expandía cada vez más.
Elyon no aguardó más. En cuanto tuvo el camino despejado, se elevó con Vela y alzó ambas manos. El mar se levantó con ella. Emil la miraba a lo lejos, sin poder evitar pensar en que lucía como una guerrera de la luna. Cuando sus brazos tocaron el cielo y sus puños se cerraron, lo que parecieron meteoritos de agua salieron disparados hacia el fuego, extinguiéndolo sin clemencia.
La presión desapareció del pecho del joven rey cuando solo quedó humo donde las llamas habían estado. Miró desde arriba el puerto, si bien había sufrido un gran daño, la mayoría de las pérdidas habían sido materiales. Cajas con provisiones, alguna balsa pequeña y unas cuantas bodegas. El fuego no había logrado entrar a Zunn ni al mercado. Tampoco veía personas. La mayoría había sido evacuada o estaba en el barco.
Cuando terminó de verificar el estado del lugar, sus ojos de inmediato se posaron en Elyon, que seguía sobre Vela, admirando su propio logro.
El joven rey no sabía por qué, pero estaba recordando la primera vez que ella le mostró sus poderes de luna. Había sido el momento en el que se dio cuenta de que sentía algo más por Elyon. Algo más fuerte que cualquier cosa que hubiera sentido antes. La recordaba ahí, en medio del lago, mostrándose solo ante él. Y recordaba que él había pensado que era lo más hermoso que había visto jamás.
Su corazón protestó ante aquellas memorias.
La escena frente a sus ojos era un tanto similar y, a la vez, completamente opuesta. Ahí estaba Elyon, en medio del mar, mostrándose frente a las decenas de personas que estaban allí. Al verla, no pensó en que era hermosa, sino… poderosa. Esta Elyon ya no se escondía; esta Elyon tenía los poderes de una diosa en su interior y le acababa de volver a demostrar lo que era capaz de hacer.
No podía frenarla y no quería hacerlo.
Pero…
Cuando la vio salir del salón del castillo dispuesta a bajar, sintió que todo el mundo se le venía encima. Y había querido decírselo, pero se tragó sus palabras.
«¿Qué es lo que no entiendo?», Elyon había preguntado.
«¡Que no puedo perderte otra vez!», le había querido contestar.
Pero no lo hizo.
El alboroto en el barco lo hizo salir de sus pensamientos. Las personas hacían ruido y se movían, algunas parecían querer salir y otras eran atadas a los mástiles y a las barandillas. Pudo divisar a Gavril y al general Lloyd en la popa del navío, ya que resaltaban con los uniformes rojos del palacio, pero a Ezra no podía encontrarlo.
—¿Qué es ese alboroto? —preguntó Mila, a su lado.
—Vamos a ver —respondió el joven rey y le indicó a sus soldados que lo siguieran.
Mientras más se acercaban al navío, el ruido iba tomando forma de palabras. La mayoría de las personas a bordo miraban y señalaban a Elyon, gritaban entre sorprendidos y ¿aterrados?
—¿Es una lunaris? ¿Qué hace aquí?
—¡Abominación!
—¡No dejen que se nos acerque!
Emil apretó las riendas de Saeta y sintió su pecho arder. ¿Qué estaban diciendo esas personas? ¿Qué no veían que Elyon las acababa de salvar? Ella parecía haber escuchado todo lo que decían, pues se encogió sobre Vela y comenzó a volar en dirección a Eben. O por lo menos eso parecía. Esperaba que sí fuera hacia allá.
Pero mientras él se acercaba al barco, pudo notar otro tipo de exclamaciones; tanto los alarienses como los rebeldes a bordo se estaban percatando de que el rey de Alariel se acercaba sobre su pegaso. El escándalo se duplicó.
—Su majestad, no creo que deba bajar en el barco, no sabemos quién es un rebelde y quién no… —dijo uno de los soldados tras él.
—¡Papá! —gritó la niña que iba con Emil en cuanto vio a alguien en el barco.
—¡Alissa! ¡Aléjate de él, es el enemigo!
Fue entonces que Emil se dio cuenta de que la niña que había salvado de las llamas era de Lestra. Obviamente no se arrepentía, mas el fuego en su interior incremetó. ¿Cómo se les ocurría traer a una niña a una revuelta? Las palabras del hombre asustaron a la pequeña, que empezó a gritar y a removerse sobre Saeta. El joven rey tuvo que rodearla con un brazo para que no cayera, lo que aumentó los alaridos de la niña.
—Su majestad, ¡no baje, no es seguro! —exclamó el general Lloyd.
Gavril, a un lado de su padre, solo miraba a Emil como si él mismo quisiera asesinarlo.
—Yo me encargo —dijo Mila situando su pegaso a un lado de Saeta para poder tomar a la niña en brazos.
La pequeña prácticamente saltó hacia Mila, como si estar a un lado de Emil fuera insoportable. Su amiga bajó al barco y saltó del pegaso con la niña rodeándola del cuello. La pequeña no tardó en apartarse de Mila de un empujón para correr hacia donde estaba su padre, atado a uno de los mástiles del navío.
El resto de la guardia rodeaba a Emil en el cielo.
—Miren al falso rey de Alariel, ¡es un cobarde! —gritó una de las mujeres atadas.
—¡Silencio! —exigió Gavril.
—¡Entreguen al falso rey o los ataques seguirán! —exclamó otro de los rebeldes.
Emil apretó la mandíbula. Los rebeldes al fin habían encontrado la manera de presionarlo a él y a todo su pueblo.
—¿Quién es su líder? —preguntó Emil en alto, asegurándose de que su voz resonara en el aire.
—Nuestro líder se está preparando para el ataque definitivo, esto fue algo mínimo. Somos la advertencia.
La mujer que ya había hablado fue quien respondió. Su cabello era negro y su piel muy blanca, una ilardiana. Después de todo, Lestra estaba conformado casi en su totalidad de exiliados de Ilardya y Alariel.
—Pues no serán parte del supuesto ataque porque no van a volver a ver la luz del día —respondió Gavril con una voz que a Emil le costaba reconocer.
La mujer se encogió de hombros.
—Sabíamos que seríamos un sacrificio, pero era necesario. —Entonces, la rebelde miró al joven rey directo a los ojos—. Es una lástima que el fuego no se expandiera hasta el mercado como hace algunos años, ¿cómo es que le llamaron a ese suceso? ¿Atardecer Rojo?
—¡Suficiente! —gritó Gavril. Una enorme esfera de fuego ya estaba sobre su mano.
La rebelde tragó saliva.
Si Emil no hubiera estado sobre Saeta, habría perdido el equilibrio. Esa mujer se lo estaba diciendo cara a cara porque lo sabía. Ella sabía que él había ocasionado el Atardecer Rojo de Zunn. Y estaba dispuesta a soltarlo ahí, frente a todas esas personas. Este ataque no había sido solo una advertencia o una amenaza. Era una declaración.
—Emil, tenemos que irnos.
Era la voz de Ezra, que volaba sobre Aquila, su pegaso. Había llegado hasta el joven rey sin que este se percatara; los soldados a su alrededor le abrieron paso sin dudar. Su hermano mayor le dedicó una mirada cargada de comprensión e incluso de dolor. Emil casi se desmorona ahí mismo, pero mantuvo la compostura y asintió.
Cuando le dio la espalda al barco, sintió como si fuera de nuevo ese príncipe cobarde de antes. Una parte de él le decía que no debía irse, que debía bajar a poner orden y encargarse de ese desastre. Pero la parte responsable sabía que su vida corría peligro si bajaba. Como rey de Alariel era su responsabilidad mantenerse a salvo.
Pero un rey jamás le daba la espalda a su nación. Y él ya no pensaba quedarse detrás de los muros de Eben.
¿Los rebeldes querían jugar con fuego? Que así fuera.
Después de todo, Emil estaba hecho de llamas.
Su cabeza iba a explotar. Desde que volvió a Eben, no había dejado de martillearle y lo único que quería era tumbarse en la cama unos minutos, pero simplemente no podía. El castillo era un caos, el Consejo se había enterado de lo sucedido y, obviamente, convocó a una reunión de emergencia, que sirvió más para decidir el destino de los rebeldes capturados que para tomar una decisión sobre cómo proceder contra Lestra.
Los rebeldes serían interrogados en el nivel más bajo de los calabozos del castillo, luego los llevarían a la prisión de Severia. Tanto el Consejo como la guardia le sugirieron fuertemente a Emil que no fuera partícipe del interrogatorio. Él accedió, pues había aprendido a elegir sus batallas. Y la que le esperaba era una grande.
Cuando la Guardia Real partiera a su misión a Vintos, él iría. Lo decidió después del ataque. Después de que los rebeldes asesinaran a un inocente por su culpa.
Todos tratarían de impedir que fuera, pero esa era una batalla que no iba a perder.
Caminaba por los pasillos del castillo dirigiéndose al sanatorio, en donde estaban tratando a los soldados heridos. La buena noticia era que no hubo otras muertes fuera del alariense asesinado. Lady Minerva ya se estaba poniendo en contacto con los familiares del difunto. Le darían una sepultura frente al pueblo, como lo habían decidido en la reunión del Consejo. Era necesario. Era la única forma de demostrar que la Corona no les daba la espalda a los suyos.
Cuando llegó al sanatorio, lo primero que vio fue a Gianna administrarle cuidados a una de las solaris que estuvo en la conmoción. La reina de Alariel, su esposa, se veía como pez en el agua mientras atendía a los heridos y usaba sus poderes de sanación en ellos. Emil sintió una calidez en su pecho. En verdad la admiraba muchísimo.
Dejó de ver a Gianna cuando escuchó una voz familiar al fondo del lugar. Sus ojos se posaron en Elyon y Gavril. Ella lo miraba con ojos suplicantes y su amigo negaba con la cabeza.
—Su majestad, ¿necesita que lo revisemos? —preguntó Celes, la sanadora principal del castillo, al percatarse de su presencia.
Gianna, Elyon y Gavril alzaron la cabeza y lo miraron.
—Tú —gruñó Gavril antes de caminar hacia él.
Emil se quedó plantado donde estaba. No iba a retroceder.
—No empieces, sabes que tenía que bajar.
—Eso era exactamente lo que no tenías qué hacer. ¿Cuándo vas a entender que tu vida es la que más peligra? ¡Los rebeldes quieren tu cabeza!
—No vamos a tener esta discusión aquí.
Porque no era el lugar. Todos los presentes los estaban mirando, algunos notablemente incómodos y otros más interesados.
Su amigo lo entendió y no dijo nada más, simplemente observó a Emil. Para devolverle la mirada, el joven rey tenía que alzar la cabeza, Gavril siempre había sido el más alto del grupo. Odiaba tener enfrentamientos con él. Podía contar con la mano las pocas veces que habían discutido o peleado; la mayoría habían sido recientes. Desde que su vida empezó a peligrar.
Ah, cómo le gustaría volver a esos años en los que todo era paz. En los que los muros de Eben eran suficiente. En los que entre Gavril y él solo habían bromas y risas y momentos de aburrimiento compartidos. Pero las cosas ya no eran tan simples. Algo le decía que no volverían a serlo.
Gavril dio un paso más hacia él y abrió la boca, como si fuera a decir algo. En su mirada ya no había rastro de ese fuego explosivo, no. El corazón de Emil se rompió un poco ante lo que ahora veía en esos ojos verdes. Estaban llenos de algo denso y pesado, un peso similar al que él mismo cargaba sobre su cabeza.
—Hablamos luego. —Fue lo que al final dijo.
Y salió de la enfermería.
—Oh, Gav… —susurró Gianna, luego miró a Emil—. Ya se le pasará, él solo…
Emil asintió.
—Lo sé.
En ese momento, una voz retumbó por todo el lugar.
—¡Gianna!
La espalda de Gianna se irguió ante aquella voz. Emil ni siquiera tuvo que voltear para saber que Marietta Lloyd había entrado al sanatorio. La mujer caminaba hecha una furia hacia su hija.
—¡Sabía que estarías aquí! —exclamó Marietta y tomó del brazo a Gianna—. Te he dicho mil veces que no puedes venir a sanar a todo el mundo cada vez que hay heridos, para eso están los sanadores del castillo.
—Yo también soy sanadora, madre —respondió Gianna, sin bajar la cabeza.
—Y es la mejor —agregó Elyon, que ya se había acercado a ellos.
Marietta miró a la chica como si fuera un insecto al que quisiera aplastar, pero decidió ignorarla para fijar toda su atención en Gianna.
—Antes que sanadora, eres la reina de Alariel. Este no es lugar para ti. No quiero que mientras yo esté en Beros te comportes así frente a todos —continuó con su regaño—. Vamos a tu habitación ahora mismo.
Gianna la miró por unos segundos de una forma que Emil no supo descifrar. No era una mirada común en ella. En ese momento, los ojos verdes de Gianna lucían tal y como los de Gavril cuando les avisaron del ataque: como fuego a punto de explotar. Pero tan pronto lo notó, esas llamas se extinguieron, dejando humo y nada más. La reina asintió.
—De todos modos, ya había terminado —respondió para luego dedicarles una última mirada a los presentes—. Me retiro, buenas noches.
Emil asintió, apretando los puños. Por lo menos, Gianna descansaría algunos días de las garras de su madre, ya que Marietta partiría al día siguiente a Beros a arreglar unos asuntos en la mansión Lloyd y no tenía fecha de regreso.
Estaba viendo a ambas mujeres alejarse cuando escuchó a Elyon despedirse de todos y anunciar que también se retiraba a descansar.
—Hasta mañana —le dijo a él mientras caminaba hacia la puerta.
—Espera —soltó, alzando una mano en su dirección.
Elyon se detuvo y lo miró de reojo.
—¿Podemos caminar juntos hacia los dormitorios? —preguntó Emil.
Ella asintió con lentitud.
Salieron del sanatorio y se dirigieron sin hablar al ala familiar del castillo. El eco de las pisadas de ambos era lo único que los acompañaba. Eso y los guardias posicionados estratégicamente por todas partes. No tenían permitido dejar una sola área sin vigilancia, a excepción del interior de los dormitorios y algunas cuantas salas.
Emil miraba a Elyon de reojo, sin realmente voltear a verla. No quería llegar a su habitación sin antes hablar con ella, pero la verdad era que, desde que habían vuelto juntos a Eben, después de la noche de la Luna Roja, se formó una especie de barrera invisible entre ellos. El joven rey quería romperla a golpes y patadas y gritos, pero no podía. O, más bien, no debía.
Había mil y una razones por las que Emil debía contenerse, razones en las que no quería pensar, por eso se había impuesto dos reglas esenciales cuando estaba cerca de Elyon. La primera era jamás hablar de sentimientos. La segunda era nada de proximidad o contacto físico.
La primera regla era necesaria porque los sentimientos eran un terreno peligroso. La segunda era meramente preventiva.
Esta caminata no rompía las reglas, ¿o sí? No, él mismo las había inventado, así que él mismo podía decidir que no mientras no se acercara demasiado.
Se aclaró la garganta.
—Así que fuego, ¿eh? —comenzó. No era exactamente de lo que quería hablar, pero sí se había sorprendido al verla usar ese elemento cuando intentó detenerla.
Elyon se encogió de hombros.
—Nunca antes lo había usado. No sabía qué esperar, pero los poderes de Orekya no se limitan a ciertas afinidades —respondió, juntando las manos tras la espalda—. Los puedo sentir dentro de mí, todo el poder del sol y la magia de la luna.
Lo sospechaba, pero la confirmación lo impresionó de todos modos.
—Lo que hiciste allá abajo… fue increíble. Apagaste el fuego con toda la fuerza del mar. Salvaste el puerto de Zunn —dijo Emil, optando por mantener su mirada al frente—. Yo… quería disculparme por intentar impedir que bajaras. No estuvo bien de mi parte.
Elyon suspiró.
—No tienes que disculparte, sé que estabas preocupado.
Emil se detuvo, ocasionando que ella también lo hiciera.
—Lo estaba, pero eso no justifica cómo actué. Elyon, tienes el poder de una diosa dentro de ti, por Helios, ¡trajiste el sol de vuelta a Fenrai! Si hay alguien capaz de enfrentarse a lo que sea, esa eres tú.
Elyon lo miró por unos segundos antes de dedicarle una sonrisa. Emil no era tonto, había notado que las sonrisas de la chica no eran como las de antes. Antes toda ella era euforia desbordante, pero ¿ahora? Era como si ese brillo se escondiera entre capas y capas de niebla… o tal vez había desaparecido por completo.
Ante el repentino silencio, Elyon giró levemente su rostro para mirar por uno de los ventanales del pasillo. La luz de la luna se volcó directamente sobre su rostro. Un atisbo de sonrisa seguía en sus labios, como un eco. Ahí, ante la luz blanca, Emil pudo ver con claridad las pronunciadas ojeras de la chica. Tampoco se le escapaba que la ropa cada vez le quedaba más y más holgada.
Casi siempre lucía cansada.
—Elyon…
—Por favor —lo interrumpió ella. Sus ojos claros se habían tornado cristalinos—, no me preguntes si estoy bien.
Emil no tenía que preguntárselo. Ella no estaba bien, pero estaba empeñada en guardárselo todo. ¿Y él? Él no se sentía con el derecho de indagar.
Así que simplemente retomó su caminar.