ELYON
Elyon Valensey estaba acostumbrada a mentir.
Después de todo, desde pequeña había tenido que hacerlo. Solía creer que ocultar era muy diferente a mentir, pero… ¿realmente lo era? No se molestó en pensarlo mucho, no le importaba. Ya no. La vida le había enseñado un par de lecciones valiosas. Una de ellas era que, a veces, las mentiras eran necesarias.
Porque, si decía la verdad, temía que todo fuera a explotar.
Y vaya que tenía muchas verdades atrapadas en la garganta. Si fuera por ella, las dejaría allí hasta que se pudrieran. Era más sencillo dar rienda suelta a las mentiras, que cada vez salían de sus labios con más naturalidad. Pero una cosa era lo que ella decía y otra lo que los demás veían. Algunas personas parecían poder ver detrás de su sonrisa de juguete.
Por eso prefería escapar a los cielos.
Solo existía la verdadera Elyon en los cielos. Esa que tenía los ojos cerrados y se aferraba con fuerza a las riendas de Vela, su pegaso, como si eso fuera a detener las punzadas incesantes en su cabeza.
Contaba silenciosamente, esperando que el dolor se desvaneciera de forma gradual. Mientras lo hacía, trataba de conjurar en su mente cosas que le brindaran paz. En su mayoría, eran cosas de su vida pasada: su inocencia, su luz, lo sencillo que solía ser todo. O por lo menos, más sencillo que ahora.
Cuando el dolor al fin cedió, habían pasado cincuenta y cuatro segundos. El lapso más largo desde que empezó a contarlos. Cada vez las punzadas eran más constantes y prolongadas. Más agonizantes.
Su pegaso relinchó con lo que Elyon entendió como preocupación, así que abrió los ojos y le acarició la melena; luego suspiró y miró al sol, acción que ocasionó que sus ojos se entrecerraran. La majestuosa estrella de rayos y luz llevaba apenas un mes saliendo de manera habitual. Y, a pesar de que su pecho se llenaba con una sensación cálida al saber que ella había logrado esa gran hazaña, le estaba costando.
Aún no sabía cuánto, pero siempre que el dolor volvía se hacía una idea. O miles. Cada una peor que la otra.
Respiró con pesadez. Odiaba ser tan pesimista, más que nada porque antes no lo era. Antes, antes, antes. Cuando la luz era su eje y no tenía que esforzarse por recordarlo. Cuando lo único que tenía que ocultar eran sus poderes de luna. Cuando todavía no conocía la verdadera oscuridad.
Ahora su línea del tiempo estaba marcada por un antes y un después. Antes: cuando era una solaris iluminadora con un gran secreto y sonrisas para todos. Después: cuando aceptó los poderes de una diosa y todo cambió.
Todo.
Llevaban horas en el cielo sin rumbo alguno, así que le indicó a Vela que volara más bajo. Siempre había adorado su libertad, pero, después de su encierro, una necesidad abrasadora le pedía a gritos que aprovechara cada segundo en el aire para recibir la brisa y olvidarse de todo lo que no la dejaba en paz cuando ponía los pies sobre la tierra.
Miró hacia abajo para admirar el mercado de la gran ciudad. Desde donde estaba, los puestos de mercancía y comida parecían simples manchas de colores, y las personas que los transitaban lucían como diminutos insectos en movimiento. El mercado de Zunn solía traerle buenos recuerdos, aunque ahora eran un poco agridulces. El lugar se veía concurrido, como de costumbre; por el momento no parecía haber ninguna conmoción. Los alarienses simplemente paseaban y charlaban. Intentaban seguir con sus vidas como siempre, pero se respiraba inquietud en el aire. Y no los culpaba.
Sus ojos se abrieron de par en par cuando detuvo la vista en el gran reloj de la plaza central.
—No puede ser —susurró y posó una mano sobre sus ojos—. Vela, ¡volvamos al castillo!
Se le había ido el tiempo y nunca se percató de la hora que era. Debía apresurarse o iban a empezar sin ella. No quería perderse de nada. Ya se había perdido demasiadas cosas y odiaba sentir que todavía no recuperaba ese vínculo que solía tener con sus amigos. Y no solo eso, ahora todos tenían puestos importantes dentro del Castillo del Sol. Razones para estar a un lado del rey, para apoyarlo y aconsejarlo… ¿pero ella?
Elyon era solo una amiga.
Su corazón protestó con un martilleo recordándole que no estaba lista para dejar entrar esa clase de dolor. Así que negó con la cabeza y apretó los labios.
—Soy mucho más que eso —dijo en voz baja.
Sin ella, Alariel ni siquiera tendría sol. Eso la hacía no solo un elemento valioso para la nación, sino uno indispensable. Por supuesto que tenía razones de sobra para estar ahí, con ellos. Así que repitió esas palabras una y otra vez mientras volaba de regreso al castillo de Eben.
El zapateo de su carrera se escuchaba como eco en los pasillos del castillo. Los guardias que la veían pasar la saludaban y ella les devolvía el gesto sin detenerse. La luz del sol se filtraba por los ventanales y proyectaba su sombra en el piso como una ráfaga oscura. Cuando al fin llegó al salón indicado, ni siquiera se detuvo para tocar la puerta, la abrió de un empujón.
—¡Disculpen la demora! —soltó, adentrándose al lugar.
Los presentes la voltearon a ver y fue Mila quien habló primero.
—¿Todo bien?
Elyon forzó una sonrisa.
—Sí.
Mila asintió.
—Acabamos de empezar, no te has perdido de mucho.
Ese día su amiga llevaba puesta una armadura simple de piel, con una túnica color blanco debajo y pantalones de un tono rojo parecido al de una rosa. Sus botas eran largas y su espada descansaba a un costado de su cadera. Desde que Elyon volvió a Eben, jamás había visto a Mila con algún atuendo más relajado. Era como si siempre estuviera lista para pelear; al igual que Gavril, quien casi nunca se quitaba el uniforme de la Guardia Real.
—Vela se distrajo, ya saben cómo es —bromeó sin ganas.
Estaban en el ala norte del castillo, en uno de los salones recreativos de la Corona. Era uno de los pocos lugares, además de los dormitorios, en donde el resto de la guardia tenía permitido dejar al rey, bajo la condición de que Mila o Gavril estuvieran con él. Desde el incidente con los pegasos en Zunn, las medidas de seguridad se habían intensificado.
Además de Mila, en el salón se encontraba Gianna, otra de sus mejores amigas y la ahora reina de Alariel. Estaba sentada en el sillón individual al lado de una mesa de ajedrez. Gavril, su mellizo, estaba cruzado de brazos, recargado en la pared, cerca del ventanal.
Emil se encontraba de pie al centro del lugar, contemplando a Elyon de una forma que la hizo desviar la mirada.
Sus ojos entonces se toparon con Bastian y Ezra. El hermano mayor de Emil había llegado a Eben hacía apenas una semana, fue él quien descubrió a los pegasos descuartizados y desde ese momento no se había apartado del rey. Bastian acababa de llegar al castillo justo ese día y era la razón de esta pequeña y exclusiva reunión extraoficial.
—¿En qué estaban? —Elyon decidió sentarse en uno de los sillones desocupados.
—Yo repetía por enésima vez que esto solo puede terminar mal —dijo Bastian al tiempo que negaba con la cabeza—. Es una pésima idea.
—Los miembros del Consejo no van a desistir —respondió Gavril—. Así que puedes tratar de cooperar por una vez en tu vida, ¿no?
Bastian le lanzó una mirada de esas que cortan. Gavril dio un paso hacia él.
Emil alzó ambas manos de modo conciliador.
—Bastian, yo también estoy convencido de que no es la mejor idea, pero los miembros del Consejo lo necesitan para aceptar la propuesta del nuevo Tratado. Y creo que, incluso, ambos territorios lo necesitan —habló Emil—. En Alariel se ha respirado incertidumbre desde hace tiempo. Ahora que eres el rey de Ilardya…
—No. —Bastian lo interrumpió, su voz como un témpano—. No vuelvas a llamarme así. Soy el encargado y voy a ayudar porque Lyra ya no está, pero no quiero ese título. Además, yo ya accedí a tu nuevo Tratado, no es mi culpa que no puedas convencer a tu Consejo de ancianos.
—¿Crees que no lo he intentado? —reprochó Emil. Sus ojos parecían un sol en llamas—. Lo que más quiero en estos momentos es ir a Vintos para encontrar a esos rebeldes y detener la locura con la que llevan más tiempo del que la nación puede soportar, pero no tengo esa opción. Lo que tengo son responsabilidades con Alariel, y mantenerme con vida es una de ellas, así como también lo es procurar la paz con Ilardya. Por primera vez en un milenio esa paz puede ser real, no una simple tregua.
Todos se quedaron callados al escuchar las palabras de Emil, del rey de Alariel.
Bastian caminó hacia él para verlo de frente, el contraste entre ambos era digno de una pintura, una del día y la noche. Emil lucía como fuego puro: su cabello castaño oscuro estaba un poco más largo y alborotado de lo habitual y sus ojos dorados combinaban con su piel tostada. Su atuendo consistía en un saco rojo con bordados en oro que le llegaba casi hasta los tobillos, por abajo unos pantalones y unas botas de un mismo tono de negro.
En cambio, Bastian era la luna personificada: pálido y misterioso. Su pelo blanco y suelto parecía una cascada, sus ojos plateados lucían filosos y su atuendo oscuro resaltaba el tono claro de su piel. Llevaba una capa que se comparaba con una noche estrellada, de un azul que se iba degradando con pequeños detalles que asemejaban estrellas.
—Eres idealista, Emil, pero los territorios no están preparados para vivir en unión —respondió Bastian con total seriedad—. Hay mil años de odio y temor de por medio.
Bastian podía negar todo lo que quisiera su posición como rey de Ilardya, pero había algo en su postura y en su voz que hacía evidente su sangre real.
—Por eso debemos ir poco a poco.
—Idealista y terco —agregó Bastian para después cruzarse de brazos.
—Podemos intentarlo —dijo Ezra, luego miró a Bastian—. Es solo un encuentro entre algunos habitantes de cada territorio. Nada que no podamos controlar en caso de que salga mal.
Bastian puso los ojos en blanco.
—No cabe duda de que son hermanos.
Ezra alzó una ceja en respuesta.
Bastian lo miró detenidamente por unos cuantos segundos y luego se encogió de hombros.
—Bien. Ustedes ganan —respondió y, antes de continuar, soltó un prolongado suspiro—. Le diré a Nair que busque voluntarios en Pivoine.
—¿Crees que Nair sea la mejor opción para esa tarea? —preguntó Ezra al tiempo que posaba una mano sobre su cuello—. Temo que amenace a cualquiera que se niegue.
Bastian sonrió como si acabara de cometer una travesura.
—Esa es precisamente la razón por la que se lo pediré a ella.
Emil frunció el ceño.
—Espero que lo de las amenazas sea una broma.
—No lo es —dijeron Ezra y Bastian al mismo tiempo, el primero con resignación y el otro con orgullo.
Emil optó por no hacer preguntas al respecto.
—Bien, solo nos faltaba tu aprobación para poner todo en marcha.
Elyon no pudo evitar sentir una chispa nacer en su estómago. Una pequeña pero explosiva, de esas que están destinadas a crecer lentamente por temor a extinguirse. Emil le había contado que la idea inicial de que los territorios convivieran en armonía había sido de Mila. Él mismo había tenido muchas dudas al respecto; sin embargo, la situación actual lo había impulsado a dar el paso. Un paso en forma de sugerencia.
Que el Consejo no lo hubiera descartado al instante fue una sorpresa, una grata.
¿Era tonto de su parte comenzar a esperanzarse? Sería un sueño hecho realidad si la nación del sol y el reino de la luna aprendían a convivir entre ellos. Solo así podrían entender que, a pesar de las diferencias, todos eran iguales. Todos eran seres humanos dignos de amor y respeto. Y ella, que desde pequeña fue de sol y de luna, lo necesitaba más de lo que quería admitir. Ahora más que nunca.
Una reunión no iba a cambiar las cosas, pero era un comienzo.
Y esperaba que fuera uno que hiciera historia.
—¿Entonces deberíamos empezar con los preparativos? —habló Gianna. Tenía ambas manos sobre la voluminosa falda de su vestido—. Creo que lo primero que debemos hacer es elegir el lugar en el que se llevará a cabo el evento. Debería ser un punto neutro, cosa que realmente no existe.
Elyon la miró. Gianna llevaba un vestido color esmeralda que combinaba con sus ojos y hacía que su piel morena resaltara. Sus hombros estaban al descubierto y la fina tela del corsé acentuaba su figura. Su cabello parecía una obra de arte llena de trenzas color avellana y perlas de distintos tamaños. Estaba segura de que, con tan solo verla, cualquier persona sabría que era la reina.
Y eso, a pesar de todo, le llenaba el pecho de calidez.
Al centro del cuarto, Emil asintió antes de responder.
—Tienes razón, habrá que pensarlo bien. No planeaba permitir que el Consejo gestionara todo.
—Haces bien. Recordemos que Lord Anuar no es justo cuando se trata de Ilardya y puede influenciar a los demás —dijo Mila.
—Me sorprende que ese viejo haya accedido a esto en primer lugar —añadió Gavril después de poner los ojos en blanco.
—De hecho, no accedió. Hubo cinco votos a favor y tres en contra —aclaró el rey.
—Bueno, debo aceptar que una parte de mí está intrigada —dijo Bastian con una mano en la barbilla—. Salga bien o salga mal, definitivamente no será una fiesta aburrida.
Emil alzó una ceja.
—¿Fiesta?
—Por todas las estrellas, ¿preferías que lo llamemos encuentro político? ¿Convivencia especial?
El rey no pudo evitar sonreír levemente ante las palabras del ilardiano.
—No, es cierto. No quisiera que fuera nada muy formal. Se necesita un ambiente relajado para que ambas partes puedan tranquilizarse y disfrutar de la compañía del otro.
—¿Disfrutar de la compañía del otro? Sí, buena suerte con eso —respondió Bastian. Una sonrisa divertida se formó en sus labios—. Es la peor idea del milenio, pero ten por seguro que será la fiesta del milenio.
En ese momento, las puertas del salón se abrieron de forma abrupta. Derien, el senescal de Emil, caminó con rapidez hacia él, seguido de dos guardias. Respiraban con dificultad y tenían ambas manos en las rodillas, como si hubieran corrido una larga carrera para llegar hasta el rey. Gavril se posó a su lado como ráfaga, Elyon ni siquiera se percató del movimiento. El ambiente del cuarto se tensó al instante.
Algo no andaba bien, podía sentirlo.
—¿Qué pasó aquí? —habló Emil.
—Su majestad, son los rebeldes otra vez. Nos acaban de reportar que asesinaron a un alariense en el puerto de Zunn. Era un civil —anunció Derien.
Todo se paralizó.
Elyon ahogó un suspiro y sintió sus adentros congelarse. Sus ojos no se despegaron de Emil, que había recibido la noticia como un golpe duro: un paso atrás, puños cerrados, mandíbula tiesa. Y aunque su rostro no traicionó sus emociones, no pudo evitar palidecer.
—¿Esto acaba de ocurrir? —preguntó, intentando contener algo peligroso en su voz.
Uno de los soldados asintió.
—Hace unos minutos. Todavía hay conmoción en el puerto, los rebeldes están atacando con todo, ¡se han vuelto locos!
—¿Y la guardia? —preguntó Gavril, quien parecía querer golpear a alguien.
—Están intentando contenerlos, los refuerzos ya fueron enviados.
—Voy para allá —sentenció Gavril comenzando a caminar con prisa.
—También yo —habló Ezra, que ya estaba dirigiéndose a la puerta.
Emil dio algunos pasos tras ellos.
Gavril se detuvo y lo miró por encima de su hombro.
—No. —Fue lo único que dijo.
Ahora sí, las emociones se desbordaron en el rostro de Emil.
—¡Tengo que ir! ¡No voy a permitir que los rebeldes se metan con mi pueblo cuando a quien quieren es a mí!
Gavril bufó y se revolvió el cabello con tanta fuerza, que le faltaba solo un poco para arrancárselo.
—Y yo no voy a permitir que se acerquen a ti. No puedes bajar, Emil —respondió contundente. Luego miró a los soldados—. Y, ustedes dos, quédense con el rey. Mila, no te separes de él.
Ezra miró a su hermano menor de reojo, pero no dijo nada. Gavril tenía razón.
En cosa de segundos, los dos ya se habían ido.
Todos los demás se quedaron callados. Parecía que en cualquier momento algo se rompería. Gianna se había abrazado a sí misma y Mila estaba a su lado con una mano sobre su hombro, apretando suavemente. Bastian se encontraba de pie y miraba a Emil con curiosidad, tal vez preguntándose lo mismo que Elyon: ¿qué estaba pasando por la cabeza del rey?
—¿Cuántos rebeldes son? —habló Emil después de lo que pareció una eternidad.
—No sabemos con exactitud, pero tal vez unos cincuenta. Ya no parecen querer esconderse —reportó el senescal—. Destruyen lo que pueden en el puerto, traen antorchas y están prendiendo las cajas con provisiones para los barcos. Ya hay solaris intentando contener el fuego.
Elyon saltó de su sitió al escuchar aquello. Claro que un solaris lanzallamas podría tratar de controlar el fuego, pero no era nada sencillo cuando no era el propio y mucho menos cuando ya estaba oscureciendo. Iba a ser imposible que lo extinguieran. En cambio, ella tenía la luna y toda el agua del mar a su disposición. En Alariel no había lunaris que pudieran ayudar con eso, únicamente estaba ella, con todo el poder de Orekya desbordándose en su interior. Era su oportunidad para ser útil.
No tuvo que pensarlo dos veces.
—Voy a bajar —anunció y se dirigió hacia la puerta sin molestarse en esperar las reacciones de los demás. Salió del cuarto y aceleró el paso.
No tardó en escuchar el sonido de otros pasos tras ella. Reconocería esas pisadas donde fuera.
—¡Elyon!
La voz de Emil la hizo detenerse en seco. Ella se volteó para darle la cara.
El rey respiraba agitadamente y la miraba con una intensidad parecida a la del sol en su momento más abrasador del día. Las piernas de Elyon flaquearon por un segundo, pero apretó los puños y respiró hondo.
—Voy a ir, Emil. Soy la única que puede apagar el fuego.
—Es muy peligroso, tú… es que… no… —Emil cerró los ojos y pasó ambas manos por su rostro. Cuando los abrió, Elyon no pudo descifrarlos—. La Guardia Real se va a encargar. Escuchaste a Gavril, no podemos bajar.
Elyon frunció el ceño.
—No. Tú eres el que no puede bajar —respondió al mismo tiempo que cruzó los brazos—. Los rebeldes ni siquiera saben de mi existencia, no soy un blanco para ellos.
—Acaban de matar a un alariense inocente, ¡todos son un blanco! —exclamó el rey, su voz sonó un poco estrangulada.
—Con más razón tengo que ir, ¡puedo ayudar de muchas formas!
Desde que volvió al castillo todos la trataban diferente. Como si necesitara ser protegida, con mucho cuidado, como si fuera de cristal. Pero no lo era. Ni siquiera antes de cargar los poderes de la diosa había sido una niña indefensa; siempre fue capaz de ver por sí misma y pelear. Nunca había sido débil y no tenía miedo. Mucho menos ahora. Y Elyon quería que Emil lo entendiera. Que él y todos la vieran tal y como lo que era.
Como la portadora de los poderes de una diosa.
Emil apretó el mentón con fuerza, como si estuviera a punto de decir algo que le sabía mal.
—No puedes bajar. Es una orden.
Elyon abrió la boca en sorpresa, pero nada salió de esta.
Los ojos comenzaron a arderle.
—Lo siento, pero… —continuó Emil, mas ella lo interrumpió.
—Eso es bajo, Emil, muy bajo —respondió con un ligero temblor en la voz—. ¿Qué piensas hacer si te desobedezco?
El rey se quedó callado.
—¿Me vas a encerrar en un calabozo como Lyra lo hizo?
Ella también podía dar golpes bajos.
Emil retrocedió un paso.
—¡No! No, no, claro que no —se apresuró a decir, sus palabras se atropellaban unas a otras—. Pero ¿por qué no lo entiendes?
—¿Qué es lo que no entiendo?
—¡Que no puedo…! —exclamó y, a pesar de que todo su cuerpo parecía querer gritar con fuerza, algo lo frenó—. No puedo…
Esperó unos segundos a que Emil terminara lo que iba a decir, pero él se quedó callado. Elyon bajó la cabeza, no quería seguir viéndolo a los ojos y tampoco quería que la detuviera. No lo iba a permitir.
—Lo siento, Emil —dijo, y se dio la vuelta.
Comenzó a correr con todas sus fuerzas hacia la salida más cercana, pero claro que Emil ya iba tras ella. Elyon estaba segura de que iría hasta el puerto de Zunn con tal de protegerla. Pero el rey tenía que entenderlo por las buenas o por las malas: no era una niña indefensa, no era débil, no era de cristal. No necesitaba protección.
—¡Elyon!
A pesar de que nunca había jugado con fuego, Elyon podía sentirlo en sus venas. Podía sentirlo desde que el sol volvió a posarse en los cielos de Fenrai.
Cuando recién adquirió el don de Orekya bajo la luz de la Luna Roja, sus poderes de sol parecían estar dormidos, incluso sepultados. No había podido llegar a ellos bajo la noche eterna que los condenaba. Pero luego trajo al sol y, con el tiempo, su luz comenzó a florecer en la oscuridad de su interior.
Había recuperado sus poderes de luz y, aunque no había probado usar las otras afinidades del sol, sabía que ahí estaban, esperando. Así que conjuró los poderes de la diosa y los hizo suyos. El eco de una punzada de dolor la azotó al momento, pero desapareció en cuestión de segundos. El fuego comenzó a brotar en su ser y lo dejó salir, con lo que formó una barrera de llamas entre Emil y ella.
Era impenetrable. Elyon estaba impresionada con lo que acababa de ocurrir. Las manos le temblaban y en el fondo sabía que, si en ese momento lo intentaba, no podría maniobrar con las llamas que ella misma había creado. No estaba familiarizada con ese poder tan agresivo y abrasador que apenas podía controlar. Por lo menos de algo estaba segura: el fuego no se apagaría hasta que ella así lo quisiera. O con agua, mucha agua. Estaba haciendo uso de todas sus fuerzas para que no se expandiera hacia algún objeto o tela que pudiera provocar un incendio.
—¡Su majestad, aléjese de las llamas! —Escuchó el grito de uno de los soldados.
—¡No, Elyon!
Pero ella no se detuvo, más bien, aceleró el paso. Sus emociones eran un caos y no podía procesarlas, necesitaba actuar. Y eso haría. Ni el mismísimo rey de Alariel podría detenerla. Cuando Emil llegara a otra de las salidas del castillo, Elyon ya estaría sobre Vela, dirigiéndose al puerto de Zunn.
Ya no tenía aire cuando entró a los establos, pero ni así se detuvo. No esperó a que prepararan a su pegaso, simplemente subió y le ordenó que volara. Vela, su fiel compañera, se alzó hacia el cielo nocturno de Fenrai sin protesta alguna. Solo hasta que se alejó lo suficiente de Eben se permitió relajarse un poco y dejó que la barrera de fuego se apagara.
Esperaba que Emil no la siguiera hasta el puerto. Él era quien realmente corría peligro esa noche.
Todavía le ardían los ojos y sabía que era porque quería llorar. Pero no se lo permitió. Desde que volvió al castillo, no le había dado cabida a las lágrimas. Y vaya que se estaban acumulando, pues cada vez le era más difícil impedir que se desbordaran. Tenía que aguantar. No iba a llorar y mucho menos iba a permitir que la vieran llorar. Sus amigos no paraban de preguntarle lo mismo una y otra vez: ¿Todo bien, Elyon? ¿Estás bien, Elyon? ¿Estás bien estás bien estás bien?
«Sí», ella les respondía cada vez.
Sí.
Porque no pensaba dar lástima. Porque no quería preocuparlos. Porque estaba acostumbrada a mentir.
Pero aquí iba una verdad: no lo estaba.
No estaba bien.