Prólogo

Un femenino “esquema sentimental de Cartagena de Indias”

A las tres de la tarde, un resplandor sofocante parece echarse sobre la ciudad. Esto tiene sus propios ritmos. Es la resolana que chispea, esplendorosa, sobre el vasto mar o en las parcelas distintas de la bahía. Desde siempre, percibo que algo atrapado en ese aire parece morirse; que allí, donde la vida es lenta pero innegable, algo más, algo hondo, se marchita. No importan los años. No importa cuánto se escinda mi lugar actual de esa estampa. La sostengo nítida, como nada más. No importa que no la habite, no importa que escriba, como es usual, en mi mesa de trabajo bogotana. Nada tengo más fraguado en la percepción sensorial y anímica, con tanto dolor y encanto, que a Cartagena de Indias. La ciudad donde me hice. Alguien más supo enunciar esto para mí con vigor acertado.

El gran Héctor Rojas Herazo escribió en 1955: “Carta-gena es un sufrimiento, un vivir en pena por ella, un melancólico enamoramiento. Se ama su sol y sus portales y sus beaticas de cinco de la mañana y sus borrachitos tenaces y sus perros y sus gatos y su olor de pétrea falda y la parrilla de sus murallas a las dos de la tarde. Se ama todo esto, se lleva muy hondo, se muele entre los nervios y las vísceras, se vuelve zumo de nostalgia, o corremos el riesgo de perderla para siempre”. Y también: “Porque no conozco otro sitio donde las horas sean tan precisas, donde el aire y el tiempo y el polvo y los ramajes varíen con tal intensidad, reclamen de nosotros tanta atención de la sangre, tal expectativa del corazón, como en esta ciudad donde no ocurre nada. En Cartagena la gran noticia es vivir en ella, sufrir y temblar y esperar bajo su cielo. Irse fundiendo, como un objeto más, al verdín de su piedra. En esto, simplemente en esto, estriba el embrujo de esta señora del Caribe. Porque las horas en Cartagena son como estaciones o puertos”.

Se sabe que sí, que Cartagena de Indias es esa aparición visual de malecón magnífico, la cuadrícula de unas grandes murallas donde reposan casas de tonos edulcorados, toda la fábula de ese glamur Caribe, el hechizo de sus fluctuaciones cromáticas. Aquella luz amarilla que suaviza los contornos de las cosas. Se sabe que es el embrujo seductor de apariencias afables, de delicias coloridas. Pero quienes la llevamos en los huesos, quienes la miramos desde siempre más allá del aparente sortilegio, sabemos bien que el aire de Cartagena está hecho de cercos. Se yerguen por todas partes. Como espectros, invisibles pero de alguna manera palpables, estos perímetros la atraviesan. En toda ella parece elevarse una materia imperceptible que ha sabido convertirse en algo parecido a códigos tácitos, entendimientos implícitos.

Aprendí a mirar en Cartagena de Indias. A añorar un mundo distinto. A permitir que la infinitud oceánica me indicara que allende al horizonte había otros mundos posibles. A asimilar el vértigo dolorido que me propiciaba tanta uniformidad. Toda mi llaga, mi poesía, mi sincretismo, mi cualidad escindida, mi pensamiento fronterizo, todo viene de ella, el lugar donde nací, a donde vuelvo y que a lo largo de los años he rehuido. Este libro de Tere Goyeneche llega para hacer palabra a esa Cartagena de Indias donde se cifran mi angustia, mi extranjería, mi amor dolido. Soy ávida de palabras que la describan. El texto de Rojas Herazo, llamado Esquema sentimental de Cartagena de Indias, fue hace muchos años eso para mí. Nutre la necesidad, el apetito de tamizar el mundo a través de la palabra escrita. Ahora, emergen estas líneas.

Este libro de Tere Goyeneche llega como radiografía y cartografía. Es, además, la insurrección femenina de una palabra que nombra y que mira. La cartografía que Tere traza comprende a Cartagena de Indias como un territorio, visto en metáfora de mujer, con sus peculiaridades físicas, bellamente descritas. Pero también es la aguda observación de ese término menos poético pero definitivo para adentrarse en un lugar: la geopolítica. Tere conoce el terreno, la geografía, nos traza un mapa de esa ciudad que se esparce hacia lo invisible, donde habita su inmensa mayoría. Desglosa lo que implica habitar allá o aquí. Como cartógrafa, Tere también delinea con nitidez los cercos que flotan en la ciudad, esos que se saben, que no siempre se dicen. Su pluma los hace angustiosamente, necesariamente visibles.

En una larga tradición histórica que ordenó a las mujeres el silencio y permanecer invisibles, siempre hay algo de insurrección en el acto femenino de escribir. En un mundo que ordenó que lo femenino debía ser objeto especular pasivo, allí para ser mirado, deshumanizado, enajenado por una supuesta percepción visual masculina, y activa, mirar tiene también su dimensión de rebeldía. Mirar puede ser político. Por eso, en un mundo pictórico creado durante siglos por una intensa mirada masculina, es revolucionario que una mujer nombre lo que mira.

Leo las palabras de Tere y ahora veo, de manera dulce pero herida, que las dos estábamos allí, mirando, en simultaneidad, escindidas. Lo hacíamos, sin embargo, entre esos cercos que estaban diseñados para que entre nosotras no fuese posible una sincronía. Cartagena de Indias está diseñada para ese desencuentro. Para que las separaciones conserven el orden inerme que su burguesía ampara, ansiosamente, con su escasez y desidia. Tere y yo nacimos con un año de diferencia; conozco bien todo lo que nombra, puedo oler las tardes, vislumbrar los sitios y, sobre todo, arrimarme a las texturas de toda la desazón calcinadora que fue siempre la ciudad para mí. Recuerdo los dorados y los grises, las temperaturas y el sopor, pero sobre todo la melancolía, sentirme ajena, removida, distante de allí. James Baldwin dijo: “Fueron los libros los que me enseñaron que las cosas que más me atormentaban eran justamente las cosas que me conectaban con todas las personas que estaban vivas, o que han estado vivas”. El libro de Tere ofrenda ese consuelo para mí.

Al buscar, como cartógrafa, sus propias ficciones, Tere logra aquí un ensamblaje entre lo objetual, la materia viva, las cosas prosaicas, al tiempo que captura sus símbolos. Los árboles y las calles. El historial de los barrios. Está la heteronomía de la arepa’ehuevo; la magnitud que tiene en este sitio el baile; las descripciones vívidas de esas casas hechas de láminas de zinc, pedazos de madera y bolsas de plástico; la etimología de la palabra champetúo(a) y lo que implica cuando se pretende violentar a alguien; la fuerza de esa música subversiva, la champeta, en los noventa; las minucias sobre las que se sostiene la exclusión, como el color de la piel, pero también los modos cartageneros con que se pronuncian la r, la d, la t. Están esas niñas, ensayando ser mujeres, muchas de pieles oscuras o negras y que históricamente, pero también actualmente cuidan, nutren y atienden a las crías cartageneras. Y está la metáfora de los pelícanos, esas aves que circundan los cuerpos de agua, el mercado de Bazurto, y que, debido al despliegue peculiar de este lugar, se tornan, como indica el padre de Tere, en una suerte de casta animal carroñera, parte rémora, parte tribu homogénea que ha perdido el ímpetu de la cacería, que se alimenta de sobras que espera con lánguida pasividad. Haciendo espejo a ciertas personas cartageneras, capaz.

En sus palabras está, en simultáneo, la familiaridad más punzante y la extrañeza que ha sido siempre la ciudad para mí. Siempre me sentí extranjera en Cartagena de Indias. Marginal. Mi palabra ha sido escindida. Incómoda también. El capítulo que escribí nombrándola desde mi propia orilla se llamó, curiosamente, “Memoria de espumas y alcatraces”, por el texto de Rojas Herazo que me permitió, por primera vez, verla hecha eso, verbo preciso. En la escritura de Tere están los espejos y también el efecto especular de los reflejos invertidos. Esa es la maravilla de los puntos de escritura situados, específicos. Mirábamos el mismo lugar, pero los cercos trazaban panoramas visuales distintos.

En teoría, yo crecía en la esfera almidonada que Tere también describe aquí. Y tuve eso, almidones magníficos y bendecidos gracias a mi padre, un hombre que, a pesar de su capacidad deslumbrante para usufructuar su autonomía financiera, también se resistió siempre a pertenecer a una burguesía que le parecía borrega y llena de risibles artificios. Soy hija de esa disidencia, de ese no-lugar, de ese intersticio. Soy también, por elección, una desclasada. Estaba allí, siempre entre esa burguesía, pero adoloridamente escindida. Desde pequeña, no comulgaba. Desde pequeña me ronda el escozor de las palabras y las fórmulas para tratar a las otredades, a todo aquello que no era ese colegio al que asistí. Repaso el tono y las texturas de las tardes que ella evoca en este libro, observo los mundos que para ella sí fueron más accesibles. Me gusta esa Tere en la calle, en el mercado, audaz, comerciante, reconocida en círculos estudiantiles por su criterio y sagacidad.

Me hincha el corazón que más mujeres escriban a Carta-gena de Indias. Cuando leí a Margarita García Robayo allí estaba, algo de la sustancia de lo que hace Tere aquí: una familiaridad demasiado punzante, nombrada desde otra pluma femenina. Recuerdo haber reconocido la tienda rocanrolera de El Pueblito en las páginas de Margarita. Tomé el teléfono y le grabé un mensaje preguntándole, añorando que confirmara que sí, que era aquel sitio en el que yo había entrado una tarde de más o menos 1995, siendo una niña que veía en el rocanrol y en la coletera de ciertas personas mayores la promesa de lo que yo quería ser algún día. Era, efectivamente, el sitio. Me dulcificó el asombro. Me embrujó la noción de que otras miradas cartageneras y femeninas nombraran los espectros de lo que, separadas, nos había correspondido vivir en el mismo sitio. Evoco en estas páginas a Nadia Celis y a Carolina Echavez, otras dos mujeres que también están narrando ese sitio donde crecimos, entonces sin encontrarnos.

Hay, en la cadencia escritural de Tere, el susurro apacible de las palmas en la tarde, ese gris pasmado que cae sobre la intemperie cuando barrunta lluvia, el rastro de los cau-chos majestuosos, las esquinas del barrio burgués, los rastros precisos de la desigualdad y del glamur, los rasguños, los resortes ariscos que implicaba en esa ciudad enfrentarse al azar del apellido, el barrio donde se había nacido, el fenotipo. Como radiografía, este libro, que ensambla las contingencias de la propia vida con los mecanismos territoriales de Cartagena de Indias, también es un retrato del poder, de la autoridad gubernamental y social que ha vapuleado, explotado, herido y morigerado a la ciudad. En esa línea de insurrección femenina, Tere, que mira a la ciudad como un territorio femenino, traza la genealogía del poder masculino que ha comandado su historia reciente. Tere sitúa a estos hombres con nombres propios, expone sus excesos, sus avaricias, sus arrogancias patriarcales, su indolencia, su viciada manera de ejercer poder. Esa forma singular de enhebrar el ensayo personal con el rigor del periodismo investigativo permite nombrar, sí, pero también hacer de esa mirada intensa y crítica una denuncia explícita. Tere incomoda al poder masculino.

Hay un aparte en el que describe un doloroso atraco, siendo niña, con la cohorte de muchachos y muchachas con las que andaba en su barrio. Pero nos lleva al otro lado, nos muestra a ese muchacho, con la cara cubierta por una media velada, arma en mano, quitándole a otro un par de zapatos. Nos muestra la terrenalidad de otros como él, muchachos negros, morenos, mulatos, arañados por esos cercos, convertidos tempranamente en proveedores de sus casas, abandonando el esfuerzo colegial, armándose de mecanismos de defensa en sus propios barrios, aprendiendo a hacer armas caseras, aprendiendo pronto que, si no despojan a alguien, serán siempre despojados. Hijos de un azar horrendamente desbalanceado. “Los sábados por la tarde, antes de que caiga el sol, el chico se sienta en uno de los acantilados de La Popa y desde ahí mira la ciudad: sus edificios altos en construcción, el Castillo de San Felipe, la bahía. Ni una sola vez la ciudad lo mira de vuelta”. En uno de sus cuentos, Marvel Moreno escribió que la mirada era el arma de los débiles. En su mirada, Tere nos incentiva a poner foco sobre aquello que estos chicos miran también. Lo que esas visualizaciones van calando en ellos. La especificidad de sus existencias. La vivencia en su carne. El dolor y la ira. Los modos improvisados de supervivencia.

La historia propia es también la historia del linaje. De allí la potencia que, creo, se desprende del lema “Soy porque somos”. Tere es hija de lo que creo es una disidencia pensante, de esas personas que también fecunda Cartagena de Indias, de un hombre incómodo para el anquilosado establecimiento, exsindicalista, economista, científico social, voz crítica, profesor universitario —un hombre que se negó a ser indulgente con los vicios del poderío y que ha vivido las consecuencias de ese tozudo coraje—. Para algunas de nosotras el padre es también un punto de partida. Un espejo en el que mirarnos, ansiando sus libertades, queriendo emularlos, pero reconociendo que hemos nacido mujeres, y que estamos atravesadas por búsquedas de liberación muy distintas. Sin embargo, me veo allí también, entre la afinidad y lo distintivo. Somos también hijas de las heridas que llevan nuestros padres ante Cartagena de Indias. De esas fisuras emerge también el sentido de nuestro arte.

Me duele, Tere, mirarme en tu cartografía. Me duele la familiaridad de tus relatos. Me duele que miráramos, incómodas, pero apartadas. Me duele esa ciudad que nos atraviesa los huesos, no importa la distancia. Pero me dulcifica, me alienta, me robustece que, pese a todo, pese a esos cercos perversos en los que nos criamos, aquí estemos, encontrándonos. Y que en tu ejercicio feroz esté aquello que yo miro también: las disidencias, la esperanza. Tu metáfora nos llama a distinguir entre los pelícanos y los alcatraces, por ejemplo, un ejercicio que no es otra cosa que un llamado a mirar bien, con detalle, los significados y sentidos de nuestro contexto. Como haces tú de manera singular aquí. Hay pelícanos que todavía cazan. Que no comen sobras. Que no se han homogeneizado. Con ese destello termina este texto, fulminante. Con la promesa de una Cartagena desobediente, la que se retrató, bella, pacífica pero insurrecta durante el paro nacional. La que hacemos quienes la llevamos en los huesos, escribiéndola, quienes, como Tere, con fervor, desobediencia, incomodidad y coraje, la liberan al nombrarla.

VANESSA ROSALES ALTAMAR

BOGOTÁ, JULIO DE 2022