El supervIvIente

14 de abril de 2016

La primera semana en el Instituto Bunkyo transcurre como un sueño. No, como la marea, que se arrastra por la arena sin descanso, con lentitud, y me lleva con ella.

Todos los días se repiten de la misma manera. Me despierto cuando el teléfono móvil suena o cuando Yemon decide colocarse sobre mi cara. Si no sueño, tengo tiempo de peinarme y desayunar con mi padre, que ya me ha preguntado varias veces cuándo voy a inscribirme en una academia de refuerzo para los exámenes de ingreso a la universidad.

«Con tus calificaciones, solo podrás ser admitida en una universidad de tercera. Eso si consigues superar el examen». Es lo que repite sin cesar.

Si sueño, a veces lo hago con Miako. Pero no se trata de simples sueños. Todo lo que veo mientras duermo, todo lo que vivo, es real, ya ha pasado. Es como si mi cabeza me estuviera obligando a recordar lo que decidí olvidar antes de ese once de marzo de hace cinco años. Cuando eso ocurre, me quedo durante unos minutos sentada en la cama, mirando por la ventana, por la que no veo el océano, solo edificios.

Esos días suelo correr para llegar a tiempo a clase.

El cartel del 7Eleven que pedía un dependiente sigue ahí, moviéndose cada vez que las puertas automáticas se abren y me dan la bienvenida cuando paso después de clase a comprar algo para la cena. Generalmente, aprovecho para vaciar la mochila de los folletos de los distintos clubes del instituto que han comenzado a repartir esta semana: música, baloncesto, arte, kendo, fotografía, arte floral, béisbol… al folleto del club de natación apenas pude tocarlo cuando lo vi la primera vez. Lo escondí entre los demás y lo arrojé a la papelera sin dudar.

Las clases son como una canción cuya melodía se repite siempre, pero cambia la letra. Los contenidos son diferentes, pero la voz del profesor, el ambiente, mis compañeros, todo es igual. No me molesto en acercarme a nadie, ni nadie se molesta en acercarse a mí. Ni siquiera esas especies de visiones, de fantasmas que vi hace unos días.

Tal vez solo fue el estrés.

Desde el incidente de la revista, no he vuelto a tener ninguna interacción con Arashi, ni con sus amigos: Harada y Li Yan (al fin me he aprendido su nombre). Aunque a veces los observo. Son muy distintos. Harada está obsesionado con su estatura, y puede beberse durante la jornada cuatro briks de leche, sin contar lo que se toma durante la hora de la comida. Está convencido que algún día dará el estirón y alcanzará a Arashi. En ese momento, aun con el pelo de punta, como suele peinárselo, apenas llega a los hombros de su amigo y a las mejillas de Li Yan.

Arashi es una suave brisa de verano. Tranquilo, cuidadoso, educado. Es el modelo del estudiante ideal. Pero, cuando el profesor se marcha, se convierte en alguien torpe y tímido, de mirada esquiva y que se sonroja con facilidad. Cuando se levanta y pasa a mi lado, me recuerda un poco a una mantis religiosa. Demasiado alto, con extremidades muy largas, pero tan delicado que parece que con un simple apretón podrías quebrar sus huesos con facilidad.

Li Yan no presta mucha atención en las clases y suele pasarse el tiempo dibujando en las esquinas de los libros. A veces interviene cuando Nakamura y Daigo se dedican a molestar a Arashi; ya han demostrado ser unos auténticos imbéciles en la semana que llevamos de curso. Li Yan parece mantener un pacto secreto con Harada para que Arashi nunca se quede sin pareja o sin grupo para los trabajos, aunque eso signifique que ella sí se quede sin compañero.

Como ahora.

Nuestro profesor de inglés, Mr. Hanks, pidió hace un par de minutos que nos pusiéramos en parejas para hacer una actividad. Y la única otra persona que se ha quedado sola, por supuesto, soy yo.

Li Yan me observa con una ceja arqueada, pero no tiene más remedio que arrastrar su silla hasta terminar a mi lado.

Mr. Hanks se pasea por las mesas y nos entrega un cuestionario en blanco. Hay una decena de preguntas en inglés y, debajo, un pequeño recuadro que deberemos rellenar con lo que conteste nuestra pareja.

—Odio esta clase de ejercicios —murmuro.

—Yo también —susurra ella, consiguiendo que la mire de soslayo.

Cuando la actividad comienza, el aula se llena de frases en un inglés chapurreado y con un acento horrible. Pero, para mi sorpresa, Li Yan recita la suya de una forma impecable.

—¿Qué? —pregunta, cuando se da cuenta de la fijeza con la que la miro.

—Hablas muy bien inglés.

—Cuando estuve en Shanghái, mi colegio era una institución internacional en la que todas las clases se impartían en inglés.

—Oh. —Parpadeo, sorprendida—. ¿Eres de Shanghái?

—No. Nací en Hong Kong. Nos mudamos a Shanghái cuando yo tenía unos siete años. De todas formas, es el idioma que se habla en casa. Al menos, la mayoría del tiempo.

—¿Habláis en inglés?

Li Yan se encoge de hombros. Afloja los dedos que sujetan el bolígrafo y empieza a garabatear en la esquina de su cuestionario una especie de escarabajo gigante de ojos saltones.

—Yo sí hablo los dos idiomas, pero mi madre no sabe finés y mi padre no termina de dominar el chino. Cuando se conocieron en la universidad era el idioma que utilizaban para comunicarse.

Me estoy empezando a marear. Hago a un lado la hoja del cuestionario y me inclino en su dirección. Sus ojos, una mezcla de gris, verde y marrón, me observan de medio lado, pero su cuerpo no se aleja de mí.

—Entonces, ¿tu madre es china, y tu padre, finlandés?

—Sí. Es una mezcla extraña, ¿verdad? Tendrías que verlos juntos, son como el día y la noche. Pero solo por fuera. Jamás he conocido a dos personas que se parezcan más.

Asiento. Los labios de Li Yan se estiran en una pequeña sonrisa y le dibuja dos coloretes a su extraño escarabajo.

—¿Lleváis mucho tiempo en Japón?

—Este es mi segundo curso aquí, aunque también estuvimos un par de meses en Tokio.

—Os gusta mucho viajar, ¿no?

Su mano se detiene en mitad de un trazo.

—No se trata de viajar, sino de encontrar un lugar donde quedarse —dice. Su voz es un susurro y apenas se escucha por encima del escándalo que están formando nuestros compañeros—. Mi padre no llegó a encontrarse a gusto ni en Shanghái ni en Hong Kong; cuando estaba en primaria, probamos suerte en Europa y fue un auténtico desastre. Desde entonces, solo hemos vuelto a Tampere, la ciudad natal de mi padre, por Navidades. Cuando yo cursaba secundaria estuvimos en Corea del Sur, y desde hace un año y medio vivimos aquí, en Japón.

Se inclina un poco hacia mí.

—¿Has estado en alguno de los lugares que he dicho? No sé por qué, pero me suena tu cara. Estoy segura de que te he visto antes en algún lugar. —Sacudo la cabeza y ella suspira, decepcionada—. Me habré equivocado. O tú tienes una cara de lo más común, quizá.

La fulmino con la mirada antes de bajar la vista a la primera pregunta del cuestionario:

Where is your partner from?

Li Yan se encoge de hombros cuando mira su dibujo. Ahora que lo observo con atención, lo entiendo; no es solo un escarabajo extraño. No sé ni siquiera qué animal es; ha utilizado distintas partes de diversas especies para crear algo nuevo, algo diferente.

¿De dónde es Li Yan?

De todas partes y de ninguna.

—Yo tampoco tengo un lugar.

Ella levanta la cabeza con brusquedad y me mira. Yo siento cómo la sangre se convierte en hielo y se solidifica en mis venas.

No sé por qué he dicho eso. Jamás, en todos estos cincos años, he hecho referencia a Miako, ni siquiera lo he escrito. A veces, cuando me preguntaban dónde había nacido, decía ciudades al azar, la primera que se me cruzaba por la cabeza. En mi anterior instituto, la mayoría de mis compañeros creían que había nacido en Nara. La única que sabía la verdad era Keiko, pero después de lo que pasó con ella, me arrepentí de habérselo revelado.

—¿Qué quieres decir? —me pregunta Li Yan. Ya no presta atención a su dibujo.

Una parte de mí quiere mentir. Me obligo a pensar una excusa que solucione esta tontería que acabo de soltar, pero mi lengua es rebelde, parece que se ha desconectado de mi cerebro y que ahora obedece a algo mucho más profundo.

—El… pueblo donde yo vivía desapareció. Ya no existe. —Cállate. Cállate. Cállate. Una vez que empiezo hablar, ya no puedo detenerme. Es parecido al vómito, me quema la garganta, hace que mi boca arda y no puedo cortarlo, pero deja mi estómago más ligero—. El tsunami lo destrozó.

Los ojos de Li Yan, que son como almendras infladas, se abren de par en par. Su piel, más rosada que la mía, palidece, y el pequeño espacio que existe entre sus cejas se arruga. Todo su cuerpo parece contraerse. Yo la imito. Ya sé lo que va a venir a continuación, lo he visto cuando mi padre o mi hermano, antes de encerrarse en su habitación, contaban nuestra historia (como si lo que ocurrió en unos pocos minutos pudiera ser la totalidad de nuestra historia) a quienes nos preguntaban dónde vivíamos antes de mudarnos a Kioto.

Espero unos labios torcidos, quizás una sonrisa que pretende ser consoladora, una reverencia exagerada, un apretón suave en las manos o incluso unos ojos brillantes, pero la expresión de Li Yan no cambia y se mantiene en su lugar. Sin acercarse, pero sin alejarse de mí.

—Tuve suerte —me obliga a decir mi cerebro—. Cuando ocurrió, estaba en el coche con mi padre y mi hermano. Los tres nos salvamos.

Sí, mi familia se salvó, aunque no digo nada de mis amigos, de mis vecinos, de muchos de los que conocía solo de vista. Tampoco digo nada de la extraña sensación que me sacudió cuando creí ver a Yemon en mitad de la carretera y salí del coche. Mi padre siempre ha dicho que se trató de un caso extremo del «mal del terremoto», pero una vez, apenas un par de días después de que todo ocurriera, busqué en internet los signos y los síntomas de ese síndrome, y no correspondía con ninguno de los que había presentado aquella tarde.

Perdí el conocimiento, mi piel se tiñó de un azul pálido y me retorcí en busca de un oxígeno que abundaba por todas partes pero que yo parecía incapaz de obtener. Y de pronto, todo pasó. El aire llenó de nuevo mis pulmones y abrí los ojos, y me encontré tumbada en mitad de la carretera, con un corrillo de personas a mi alrededor. Y estaba empapada. Mi padre dijo más tarde que debió ser un ataque de sudor intenso, pero sé que mi hermano no pensó lo mismo. Noté que fruncía el ceño cuando me levanté por fin del asfalto y vio el charco que había quedado bajo mi cuerpo. De las puntas de mi pelo caían gotas. Cuando me acerqué la mano a la cara, un olor a sal y a algas me había abofeteado.

—¿Suerte? —La voz de Li Yan me hace volver a la realidad. Sacudo la cabeza y desvío la mirada de mis manos hasta clavarla en ella—. No, no tuviste suerte. Nadie que haya sufrido todo eso la tuvo.

Por alguna extraña razón, esas palabras me hacen sonreír. Respiro hondo y siento cómo mi pecho se expande con más facilidad, como si una mano invisible de la que no era consciente me hubiese estado apretando durante mucho, mucho tiempo.

—¿Vivías en Ishinomaki? —pregunta de repente Li Yan. Casi de inmediato, se muerde los labios y pasea su mirada por toda la clase antes de dejarla quieta en mí—. Lo siento. Fue un nombre que escuché mucho esos días en las noticias.

—No, pero estaba cerca. A unos quince minutos en coche —digo, con lentitud. Sin que pueda evitarlo, algunos recuerdos me sacuden. Viajes para comprar en algún centro comercial, la música alta, mi padre sonriendo a través del retrovisor—. Miako era más pequeño.

Ishinomaki había sido una de las ciudades más damnificadas por el desastre. En Miako, algunas de las edificaciones se habían salvado, las que se encontraban en la zona más alta del pueblo, como el instituto. Sin embargo, la mayor parte del pueblo se asentaba junto al puerto, el paseo marítimo y el río Kitakami, cuya desembocadura discurría justo al lado de mi antiguo colegio. La cercanía del epicentro a la costa y el hecho de que un río fuera uno de los perímetros del lugar, ayudó a que el agua subiera más rápido.

La sonrisa de Amane destella frente a mí y tengo que cerrar los ojos durante un instante para apartarla. Casi creo sentir una presencia a mi lado, pero me obligo a mirar hacia abajo, hacia el papel escrito.

—¿Miako? —susurra Li Yan. La piel de sus brazos desnudos está completamente erizada.

—¿Has estado allí alguna vez? —pregunto, confundida.

Entorno la mirada, pero ella no me ve. Sus ojos bucean por nuestros compañeros, buscando a alguien. Pero es absurdo. Todos los que están aquí tienen mi edad. En Miako solo había dos colegios de primaria de clases reducidas y un instituto ubicado prácticamente en las afueras, en lo alto de la colina. Yo conocía a casi todos los que tenían mi edad. Éramos demasiado pocos en el pueblo. Aunque fuera de vista, nos habríamos cruzado más de una vez, y estoy segura de que ninguno de la clase ha vivido en Miako antes del tsunami. Después, es imposible.

El pueblo ha desaparecido.

—No. Yo no. —Sus ojos se quedan atascados y yo sigo el rumbo de su mirada.

La pareja de chicos que están solo un par de filas por detrás tarda en darse cuenta de nuestro escrutinio. Uno de ellos nos hace una carantoña y nos lanza un beso.

—¿Harada? —pregunto, incrédula.

—Arashi —me corrige ella, antes de volverse hacia mí y apartar la vista de los chicos.

Yo los sigo mirando, mientras Harada no deja de hacer muecas. Su amigo, por el contrario, ha bajado la mirada y observa con fijeza el papel con las preguntas que ha entregado Mr. Hanks. Cuando comprueba que sigo contemplándolo, se encoge un poco más y esconde las manos bajo las piernas.

Mi memoria ha estado atrapada entre cadenas, clausurada tras varios condados, pero ahora deshago todo y me concentro, e intento rebuscar en ella algún rostro parecido al de Arashi, pero por mucho que busco entre las caras de los vivos y de los que sé que están muertos, no encuentro nada.

—¿Tenía familia en Miako? —pregunto, balbuceante, cuando consigo apartar la mirada.

—Él estuvo allí el día del tsunami. Iba a visitar ese colegio, el que desapareció por completo y apareció en todas las noticias del país. Estaba cerca cuando todo sucedió.

—¿Qué? —Pero la palabra se atasca en mi garganta y solo escapa un sonido disonante, algo parecido a un graznido, a un boqueo de alguien que lucha contra el agua e intenta respirar de nuevo—. Eso es imposible.

Arashi nunca pisó mi clase, estoy segura. No tiene sentido que él haya estado allí el día en que todo ocurrió. Tiene mi edad, así que en el dos mil once se encontraba en su último curso de primaria. ¿Por qué visitarías un colegio si al año siguiente comienzas el instituto?

—Estaba allí con casi toda su familia —murmuró Li Yan. Sus palabras vibran en el aire y me golpean con la fuerza con la que se toca un tambor. Reverberan en el interior de mis oídos—. Su hermana mayor estaba aquí, en Kioto. No se enteró de todo hasta días después.

—¿Enterarse? —repito, con un hilo de voz—. ¿Enterarse de qué?

Li Yan respira hondo y se vuelve con disimulo para observar al chico.

—Arashi fue el único que sobrevivió.