—¡Mike! —gritó Trolli sin poder ver nada debido a la inmensa cantidad de cubiertos, fuentes y bandejas que llevaba entre las manos—. ¿Se puede saber dónde diablos te has metido?
Su voz rebotó por los pasillos, como si fuera un susurro lejano.
—¡Aquí! —respondió su amigo desde el fondo de la cocina—. ¿Qué ocurre?
—Necesito que me ayudes a recoger el salón inmediatamente. Tengo que tener la mesa lista antes de que Raptor, Invíctor y Rius lleguen a casa. ¿Puedes echarme una mano con estos platos?
—Lo siento —dijo el perro mientras terminaba de lamer el envase de un yogur que había encontrado en la basura—. Estoy ocupado. ¿Por qué no le pides ayuda a Timba?
—Esa marmota lleva semanas durmiendo —se lamentó Trolli—. Si no abre un ojo en las próximas veinticuatro horas, empezaré a preocuparme.
—Tienes razón —confirmó Mike con la boca llena—. Solo un terremoto podría despertarle de la siesta.
Mike no exageraba. Timba llevaba toda la tarde esforzándose en la habitación de invitados. Sus ronquidos podían oírse desde cualquier punto de la casa.
—Lo mejor será despertarle —sugirió Trolli—. A este paso se va a perder la merienda.
Mike asintió con la cabeza y con paso decidido se dirigió al piso de arriba. Una vez delante del sofá despertó a su amigo de la única forma que sabía: bamboleando su cuerpo de un lado a otro.
—¡Despierta! —gritó el perro lo más fuerte que pudo—. ¡Van a llegar nuestros invitados!
—¿Qué pasa? —bramó Timba asustado—. ¿Nos atacan? ¿Nos abducen? ¿Nos invaden?
—Ni una cosa ni otra —respondió Mike con una sonrisa—. Simplemente ha llegado la hora de la merienda y Trolli quiere que le echemos una mano.
—¿Cómo? ¿Y por eso me despiertas? —dijo el Compa desperezándose—. Pensé que ocurría algo importante.
—La merienda es importantísima —aclaró Mike mientras bajaba las escaleras en dirección al salón—. De hecho, es uno de los diecisiete momentos más significativos del día, junto al desayuno, el almuerzo de media mañana, el brunch, la comida, la sobremesa, el té con pastas de las cinco, el…
—Que sí, que sí —le cortó Timba, que ya sabía lo pesado que podía llegar a ponerse su amigo con el tema de la comida—. ¿A qué quiere Trolli que le ayudemos?
—A poner la mesa —dijo su compañero.
—Qué aburrido —respondió Timba, jugueteando con unos globos que estaban adornando las paredes.
—Ya lo sé —contestó Trolli, apareciendo de repente—. Pero los cubiertos no se ponen solos en la mesa por arte de magia.
—Está bien —dijo Timba—. ¿Qué quieres que hagamos?
—Lo primero es organizarse —ordenó el Compa—. Tú, Timba, trae las servilletas y ponlas sobre el mantel. Mike, tú encárgate de colocar las guirnaldas. Yo, mientras tanto, me encargaré de las serpentinas de papel.
—¿Guirnaldas? —preguntó Mike, sorprendido—. No sé de qué me estás hablando.
—¿Cómo que no? —contestó Trolli—. Ayer te dije que fueras a la tienda de la esquina a comprar unas cuantas.
—No —le contradijo el perro—. A mí no me dijiste que comprara guirnaldas.
—Mike tiene razón —añadió Timba—. Era yo el que tenía que ir a por ellas.
—Muy bien —dijo Trolli—. ¿Entonces dónde están?
—Verás —respondió su amigo—, el caso es que fui a comprarlas, pero el dependiente me empezó a hablar y al final… Bueno, ya sabes. Terminé adquiriendo un par de bolígrafos de tinta invisible.
—¿Tinta invisible? —exclamó Trolli, enfadado—. ¿No podías comprar algo que fuera menos absurdo?
Timba bajó la cabeza avergonzado.
—No es culpa mía —contestó—. ¡Si vieses la labia que tenía el vendedor! Incluso a ti habría conseguido venderte una botella de vinagre.
—¿Qué insinúas con eso? —refunfuñó Trolli.
—Nada, nada —dijo Timba con la mejor de sus sonrisas.
Trolli lanzó una mirada a su amigo y a continuación se giró hacia Mike.
—¿Al menos tú has traído lo que te pedí?
—Por supuesto —dijo el perro cuadrándose como un militar—. Dos paquetes de quinientos folios.
Al escuchar la contestación de su mascota, Trolli no tuvo más remedio que llevarse una mano a la cabeza.
—¡Milhojas, Mike! ¡Te pedí unos milhojas!
—Pues eso es lo que te he traído. Mil hojas, pero repartidas en dos paquetes. Ya te lo he dicho antes.
—Ja, ja, ja —rio Timba—. Mike, los milhojas son un tipo de tarta que llevan crema por el medio.
—No lo sabía —contestó el perro, avergonzado—. Y eso que en cuestión de comidas soy todo un experto.
Su amigo volvió a reír de nuevo.
—Este malentendido me recuerda al chiste del hombre que va a una pizzería y le dice al pizzero: ¿me pone una pizza mediana de pepperoni? Claro, enseguida, le responde el hombre tras el mostrador. ¿Se la corto en cuatro o en ocho porciones? Mejor en cuatro, dice el chico. No creo que pueda comerme ocho yo solo.
—Genial, buenísimo —dijo Trolli muy serio—. Ahora, si ya hemos terminado con los chistecitos, ¿podemos seguir con los preparativos, por fa…?
El Compa no pudo acabar la frase. Un par de golpes en la puerta de la calle le interrumpieron.
—¡Mamita! ¡Ya están aquí!
Sin perder un segundo, los tres Compas fueron a recibir a sus amigos. Todos estaban tan contentos de volver a reunirse que no pararon de darse abrazos durante un rato.
—Bueno, pasad, pasad —dijo Mike finalmente—. No os quedéis ahí en la puerta.
—Un momento —interrumpió Trolli al ver que iban con las manos vacías—, ¿y vuestras bandejas de comida?
—¿Bandejas de comida? —repitieron los tres amigos a la vez—. ¿De qué nos estás hablando?
El Compa abrió los ojos, extrañado por la obviedad de la situación.
—¿Cómo? ¿No traéis nada de comer?
—No —contestó Rius—. Pensamos que no teníamos que traer nada, que la comida la ponía el anfitrión.
—De eso ni hablar —aclaró Trolli—. Yo os he invitado a merendar, pero no he dicho que fuera a daros de comer.
—Pero eso no tiene ningún sentido —alegó Invíctor.
—¿Cómo que no? —respondió el Compa—. Lo sabéis desde hace mucho tiempo: Trollino no comparte su comida.
Rius, Raptor e Invíctor se miraron entre sí con cara de sorpresa y a continuación observaron a Mike. Este les hizo un gesto para que no dijeran nada. Todos sabían lo vinagrito que podía llegar a ser Trolli en determinados momentos, pero precisamente por eso le querían tanto.
—Tranquilos —dijo Timba—. Yo he traído un táper con lentejas de mi abuela Hortensia. Seguro que da para todos.
—¿Lentejas en una merienda? —comentó Raptor—. No pega demasiado.
—¿Que no? —respondió el Compa—. Las lentejas van bien a cualquier hora. Para desayunar, a media mañana, cuando uno tiene un antojo en mitad de la noche…
—Claro que sí —le apoyó Mike—. Las lentejas de la abuela de Timba están para chuparse las patas, sobre todo si las mezclas con el relleno de un par de cojines.
—Bueno, basta de cháchara —dijo Trolli mientras levantaba un vaso de limonada—. Propongo un brindis. ¿Qué os parece festejar que en las últimas semanas no nos han perseguido dinosaurios?
—Ni hemos sido encarcelados en una prisión —apuntó Mike.
—Ni hemos tenido que luchar contra un ejército de clones —añadió Timba.
—Chicos, como enumeréis todas vuestras aventuras vamos a estar aquí hasta el día de mañana —indicó Raptor.
—Sí. Además, siempre es mejor no tentar a la suerte —dijo Rius.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Timba.
—¿No os habéis fijado? Siempre que nos reunimos los seis acaba pasando algo extraordinario: nos sobreviene una maldición, o aparecen unas naves alienígenas, o…
—Eso no es más que una coincidencia —puntualizó Trolli.
El Compa no había terminado de decir estas palabras cuando unos cuantos golpes volvieron a sonar al otro lado de la puerta.
—¿Esperáis más invitados? —preguntó Raptor asustado.
—No —respondió Timba—. Vosotros erais los únicos. No tengo ni idea de quién puede ser.
—De verdad, ¿tanto os costaba hacerme caso? —preguntó el pollo—. Seguro que vienen a detenernos. ¿Habéis oído cómo llamaban a la puerta? Tres golpes rápidos seguidos de dos lentos. Eso es señal de mal augurio.
—¿Por qué no vamos a ver quién es y así salimos de dudas? —propuso Mike, que siempre parecía encantado de que los acontecimientos diesen un giro inesperado.
Con precaución, los seis amigos se dirigieron a la ventana y miraron al exterior. Fuera, en medio de las escaleras, había una policía que los observaba con cara seria.