—¿Se puede saber qué has hecho ahora? —preguntó Trolli a Mike enfadado.
—¡Yo, nada! —chilló el perro—. ¡Te juro que el yogur que me he comido antes no estaba caducado! Bueno, quizá un poco, pero no se puede ir a la cárcel por algo así, ¿no?
—Claro que no —aclaró Timba—, pero ¿qué me dices de los boletos de lotería que te comiste el otro día en la calle?
Mike se puso muy serio.
—En mi defensa diré que no estaban premiados.
—Demasiado tarde —respondió su amigo, que claramente estaba tomándole el pelo—. Me temo que vas a tener que pasar otra larga temporada en la prisión de Alcutrez.
—¡No! —sollozó el Compa amarillo—. Soy demasiado joven para acabar en la cárcel. Además, no quiero comer langostinos. Prefiero seguir con mi dieta de papel higiénico.
—Anda, pero ¿desde cuándo no te gustan a ti los langostinos? —preguntó Timba asombrado.
—No lo sé. Supongo que paso tanto tiempo con Trolli que al final se me pega todo.
—Tiene sentido. Todas las mascotas acaban pareciéndose a sus dueños —explicó su amigo de forma honorable.
—Anda, chicos, dejad de decir tonterías y apartaos de la ventana, que no puedo pasar —les cortó Trolli.
Timba y Mike se hicieron a un lado y dejaron que su amigo abriera la puerta. De esta forma pudieron ver que la persona que estaba en medio de las escaleras no era otra que Lucía la policía.
—Menos mal —suspiró el perro aliviado.
Lucía era una vieja amiga y no podía traer malas noticias.
—¡Hombre! ¡Cuánto tiempo! —la saludó Trolli—. ¿Qué te trae por aquí?
—Asuntos de trabajo —contestó Lucía—. Mi jefe, Macario el comisario, ha estado requisando todos los inventos del profesor Rack con la intención de que no caigan en malas manos. El problema es que ha encontrado tantos que ya no tenemos más espacio en la comisaría para guardarlos.
—¿Y por qué no alquiláis un trastero? —preguntó Timba haciendo ostentación de su lógica redonda.
—Es demasiado peligroso —contestó la policía—. Todavía no sabemos la utilidad de las máquinas del profesor Rack. Por eso he pensado en vosotros. Necesito que alguien custodie este aparato hasta que encontremos un sitio seguro para esconderlo.
Al decir esto, Lucía se hizo a un lado y dejó ver la máquina que tenía tras de sí. El dispositivo tenía una protuberancia puntiaguda, parecida a un rayo láser, que resultaba de lo más amenazadora.
—No puedo confiar en nadie más —prosiguió la policía—. Si uno de estos aparatos cayese en malas manos, no quiero ni imaginarme lo que podría llegar a pasar.
—Tranquila —la calmó Trolli—. Puedes confiar en nosotros. Te guardaremos este aparato todo el tiempo que necesites.
—Genial —contestó Lucía—, pero tened cuidado. No sabemos de qué es capaz este invento. ¡Puede ser peligroso!
—No te preocupes por eso —señaló Mike—. Nosotros somos valientes.
—¡Sí! —exclamó la policía—. Quizás demasiado.
Lucía no quería decirlo en voz alta, pero a veces pensaba que los Compas eran demasiado temerarios e irreflexivos.
—Tranquila —volvió a decir Trolli—. Mike y Timba son un poco desastres, pero puedes confiar en mí. Yo mantendré a buen recaudo este aparato.
—Está bien —contestó Lucía mientras introducía el artefacto en el salón de Trolli—. Si tenéis cualquier problema, no dudéis en avisarme. Yo creo que dentro de una semana podré llevármelo de aquí.
A continuación, se despidió de los seis chicos y se fue tan rápido como había venido.
—¡Vaya! Es más grande de lo que parecía —comentó Mike al observar detenidamente la máquina.
—Sí. Lo mejor será liberar espacio —opinó Trolli—. Chicos, ¿os importa deshacer la mesa e ir llevando las cosas a la cocina? Con este aparatejo en el salón estamos un poco apretujados.
Rius, Invíctor y Raptor asintieron con la cabeza y comenzaron a llevar las sillas y los platos a la otra habitación mientras Timba, Mike y Trolli observaban con detenimiento el artilugio que tenían ante sí. Estaba claro que la paz se había acabado y, con ello, la merienda.
—¿Para qué creéis que servirá este montón de chatarra? —preguntó Mike intrigado.
El aparato estaba repleto de cables de colores, botones metálicos y tubos por todos lados.
—No tengo ni idea —contestó Trolli—, pero teniendo en cuenta que es un invento del profesor Rack, seguro que para nada bueno.
—¿Y si es una máquina que vuelve a las personas azulejos? —preguntó Mike, de repente, alterado.
—¿Azulejos? —repitió Trolli—. ¿Para qué querría el profesor Rack hacer algo así?
—¿Cómo quieres que yo lo sepa? —contestó el perro—. No soy un científico que quiere vengarse de la humanidad.
Timba se acercó hasta el armatoste y lo miró con mucho detenimiento.
—A mí me da la impresión de que este cachivache en verdad sirve para convertir a las personas en cubitos de hielo.
—Vuelvo a decir lo mismo —exclamó Trolli—: ¿para qué querría alguien hacer eso?
—Está claro que para tener siempre fría la limonada —dijo Timba orgulloso de poder demostrar de nuevo su lógica redonda.
—No me convence —contestó su amigo—. Con las ganas que siempre tiene Rack de vengarse, lo más probable es que se trate de un arma. Deberíamos tener cuidado.
—Trolli tiene razón —apuntó Timba—. Esta máquina para lo que seguro que no sirve es para hacer más felices a las personas.
—Ni para dar masajes en la espalda —comentó Mike, que había empezado a restregarse contra el cañón del dispositivo—. Es superincómodo.
—En cualquier caso —prosiguió Trolli—, lo mejor es mantenernos alejados de este invento. No quiero terminar como siempre, perseguidos por monstruos o teletransportados a otros mundos.
—Por una vez te voy a dar la razón, querido amigo —concluyó Timba—. Estas últimas semanas en casa han sido muy agradables. Por una vez en la vida he podido dormir dieciocho horas al día sin que nadie me agobie porque Ciudad Cubo está en peligro.
—Pues yo creo que nuestra responsabilidad es investigar para qué sirve esta máquina —indicó el amarillento Compa—. Imaginaos que produjera chocolate. Sería una pena tremenda no sacarle partido, ¿no creéis?
—¡Mike, no te acerques al dispositivo! —ordenó Trolli viendo cómo el perro se acercaba al aparato—. ¡Es muy peligroso!
Demasiado tarde. Para cuando pudo terminar la frase, Mike ya estaba degustando una de las palancas que sobresalían del control de mandos del dispositivo.
—¿Cobo bices? —preguntó su amigo—. Cob este abarato entre bos bientes no oíbo naba.
—¡Mike, haz caso a lo que dice Trolli! —exclamó Timba nervioso—. La palanca que estás saboreando tiene un letrero muy extraño.
—¿Qué bone?
—«Rayo menguante» —leyó el Compa.
—¿Lo has oído? —preguntó Trolli con un tono de voz mucho más alto del habitual—. ¡Suelta ahora mismo ese aparato!
—¿Bor qué? Bi está buy bico. ¿Beguro que no quebéis un po...?
Tarde de nuevo. Antes de que Mike pudiera terminar la degustación, un potente fogonazo iluminó la sala con tanta fuerza que los Compas no tuvieron más remedio que llevarse las manos a la cara. Fueron unos instantes de ceguera momentánea. No obstante, cuando sus pupilas se volvieron a acostumbrar a la luz, los tres amigos se dieron cuenta de que algo extraño estaba sucediendo. Para empezar, los elementos que tenían a su alrededor comenzaron a aumentar de tamaño a un ritmo vertiginoso. Las sillas, las mesas, los radiadores, las paredes... Todo parecía alargarse, como si alguien tirara de los objetos hacia arriba. A continuación, sus cuerpos comenzaron a girar cada vez más deprisa. Era una sensación extraña, como de estar cayendo hacia el suelo, aunque sus pies los seguían sosteniendo firmemente.
—¿Qué está ocurriendo? —gritó Timba alarmado.
—¡No tengo ni idea! —contestó Trolli—. ¡Creo que estamos cayendo!
—¡Eso ya lo sé! —dijo su amigo mirando hacia arriba y viendo cómo la máquina del profesor Rack, la estantería con los libros y el techo se iban alejando a una velocidad desproporcionada—. ¡Lo interesante sería saber hacia dón…!
De repente los dos Compas se callaron de golpe. Una extraña imagen les hizo abrir la boca como si fueran dos ranas en busca de una mosca: se trataba de Mike. Sus patas delanteras habían comenzado a encogerse, así como su hocico y sus orejas.
—¿Mike, te encuentras bien? —le preguntó su dueño asustado.
—Sí, ¿por?
—No sé. Te veo muy raro. Pareces sacado de un cuadro cubista.
—Pues tú tampoco andas lejos —le informó Timba—. Tu cuerpo también está encogiendo.
¡Era verdad! Los ojos de Trolli también habían disminuido de tamaño, así como sus piernas y su nariz. Y Timba iba por el mismo camino.
—Creo que nunca habíamos estado tan feos —señaló Mike riéndose.
—¡Ay, Robeeeeeeeeerta! ¿Qué nos está pasando?
Los tres Compas podían ver cómo el techo se iba alejando cada vez más, al tiempo que el suelo se acercaba. Por fin, tras un par de segundos, los chicos dejaron de dar vueltas como peonzas y cayeron al suelo. Trolli fue el primero en levantarse y en echar un vistazo a su alrededor.
—¡Ay, mamita! —exclamó—. Parece que nos hemos quedado planos.
—Y que lo digas —añadió Timba—. Hemos encogido más que mis pantalones del año pasado.
Los dos amigos tenían razón. La habitación se había vuelto gigantesca. El sofá parecía una montaña. Las patas de las sillas, árboles interminables y las zapatillas de andar por casa, barcos a la deriva.
—Pero ¿cómo? —preguntó Mike, que todavía seguía sin comprender—. La habitación se ha vuelto enorme de repente.
—Me temo que es al contrario —manifestó Timba—. Somos nosotros los que hemos encogido.
—¿Cómo puedes estar seguro? —preguntó Trolli.
—Mira hacia arriba.
El Compa hizo caso a lo que le decía su amigo. En el techo se podía divisar un ventilador del tamaño de un avión de pasajeros.
—No puede ser —exclamó Trolli dándose una bofetada en la cara—. Todo esto tiene que ser una broma. ¡Vamos, despierta!
—Ven, déjame —sugirió Mike—. Que a mí estas cosas se me dan muy bien.
Con gran velocidad el perro se acercó hasta donde estaba su dueño y, sin dudarlo un segundo, le arreó un guantazo.
—¿Mejor? —le preguntó.
—No —contestó Trolli dolorido—. Todo sigue siendo igual de grande que antes.
—Eso es porque no te he dado lo suficientemente fuerte como para conseguir que despertaras —dijo Mike—. Ven, déjame que repita.
—Chicos, dejad de jugar —les cortó Timba—. No es momento para bromas. Aunque ahora me viene a la cabeza un chiste sobre personas bajitas que tiene mucha gracia.
—Ah, ¿sí? Cuéntalo —pidió Mike.
—¡Ni lo sueñes! —bufó Trolli—. ¡Tenemos que pensar un modo de volver a nuestro tamaño normal antes de que nos ocurra algo!
—Tal vez si comemos mucho, crezcamos de golpe —sugirió Mike.
—Yo más bien me decanto por una buena siesta —le contradijo Timba.
—No creo que vuestras soluciones sirvan para nada —dijo Trolli poniendo un punto de sensatez a la conversación—. La única forma de volver a nuestras verdaderas medidas es colocar la palanca que mordió Mike en su posición original.
Timba torció el cuello hacia arriba y echó un vistazo a la máquina de Rack.
—Pues no va a ser fácil. ¿Has visto lo lejos que queda el teclado de mandos? Para llegar allí necesitaríamos cuerdas, mosquetones y muchos días. Es como subir al Everest.
—No lo conseguiremos —sollozó Mike—. Moriremos de hambre mucho antes.
El famélico perro tenía razón. La máquina de Rack era tan grande como un rascacielos. Jamás serían capaces de trepar por el aparato.
—Al menos, el trasto ha tenido la delicadeza de encogernos con nuestras ropas —observó Timba tratando de ver la parte positiva de todo lo ocurrido—. ¿Os imagináis que hubiera dejado nuestros pantalones y nuestras camisetas del tamaño de siempre? Eso sí que habría sido un problema.
—Eso lo dirás por ti —murmuró Mike, que siempre iba al descubierto.
—Chicos, dejad las bobadas para otro momento y tened cuidado —aconsejó Trolli—. Ahora mismo cualquier cosa puede ser peligrosa para nosotros: un golpe de viento, una alcantarilla…
—Claro que sí —le secundó Timba—. El retrete ahora mismo es como el océano Atlántico para nosotros.
—Ja, ja, ja, ja.
Mike rio el chiste de su amigo hasta que un ruido a sus espaldas le hizo callarse. Era la puerta de la cocina que acababa de abrirse. Al instante, un Rius de más de doscientos metros de altura apareció por el salón.
—¡Hazte a un lado! —le gritó Mike a Timba—. ¡Que nos aplasta!
El perro apenas tuvo tiempo para empujar a su amigo a un lado y no morir espachurrado.
—Chicos, ¿estáis ahí? —preguntó el pollo sin ser consciente de lo que acababa de pasar.
—¡Eh, aquí! —gritó Trolli—. ¡Mira hacia abajo!
Rius miró hacia los lados del salón, pero en ningún momento bajó la cabeza para mirar el suelo. Una pena. Si lo hubiera hecho, habría visto a sus amigos haciéndole señas.
—¡Timba! ¡Mike! ¡Trolli! ¿Dónde os habéis metido? —volvió a repetir el pollo.
—¡Rius! —gritó Timba, uniéndose a los alaridos del perro—. ¡Estamos aquí, en el suelo!
—¿Qué diablos le pasa? —preguntó Trolli enfadado—. ¿Está sordo? ¿Por qué no nos oye?
—Debemos de ser demasiado pequeños y nuestras voces se pierden en el espacio —le aclaró su amigo—. Tenemos que pensar otra forma de ponernos en contacto con él.
—Tranquilos —comentó Mike—. Se me acaba de ocurrir una manera infalible de que note nuestra presencia.
Sin perder un segundo, el amarillento Compa se dirigió a donde estaba Rius y le dio un mordisco en toda la pata. Aunque en realidad, para ser más precisos, habría que decir que le mordió en una de las escamas de la tercera falange del dedo medio. Vamos, que su amigo no se inmutó.
—Vaya —dijo Mike sorprendido—. Con esto sí que no contaba. En cualquier caso, al menos, ahora podemos decirlo con total seguridad.
—¿El qué? —preguntó Trolli.
—Que estamos, sin ningún tipo de dudas, en un terrible aprieto.