Si los Batlle son el paradigma de la familia que construyó a Uruguay desde el poder, los Atchugarry lo son de la que lo hizo desde sus cimientos: inmigrantes que escapaban de la escasez de Europa, trabajadores incansables, pobres con gran biblioteca y fuertes ideas políticas.
Los orígenes de la familia Atchugarry fueron rastreados hasta 1792, en un pequeño pueblo llamado Tardes, en Francia, donde uno de sus miembros llegó a ser alcalde. El interés por la política ya corría por su sangre. Poco antes de 1900, debido a la penosa situación económica, el bisabuelo de Alejandro decidió emigrar a Uruguay. Su hijo, Víctor Atchugarry, se crio en un tambo que la familia tenía en la calle Ejido. Trabajó ordeñando vacas y casi a diario se alimentaba con leche y boniatos. Huérfano a los 11 años, sin dudas debió ingeniárselas para sobrevivir.
En su madurez trabajó en la Tienda Salvo y, según una leyenda familiar, era tan buen vendedor que cuando ingresaba un cliente él les decía a sus compañeros qué prendas le iba a vender, y lo lograba.
Se casó con Catalina Rizzo, una mujer nacida en Savona, Génova, donde había tenido un buen pasar. Pero luego de la separación de sus padres, la madre y las tres hijas emigraron a Uruguay. Catalina, ante la necesidad familiar, comenzó a trabajar a los 11 años, cuidando a un niño enfermo.
«Se adaptó a esta ciudad y a este país, lo cual no quita que sus ojos celestes se llenaran de niebla espesa cada vez que hablaba de su casa en la montaña. Había sido muy feliz». Así la retrató María Cristina Bonomi, su nuera y madre de Alejandro Atchugarry, en sus memorias. (2)
Tuvieron hijos y, como tantos inmigrantes anónimos, aprovechaban las oportunidades que no habían tenido en su patria, y a fuerza de trabajo forjaban desde abajo el Uruguay de principios de siglo.
Mientras tanto, José Batlle y Ordóñez alcanzaba el poder, ganaba la última guerra ante Aparicio Saravia y aprobaba leyes como la de las ocho horas, indemnizaciones por accidentes de trabajo y por despido, un día libre a la semana, la separación entre la Iglesia y el Estado, y el divorcio por sola voluntad de la mujer.
En esos años, un siglo antes de la culminación de esta historia, los caminos de las familias Batlle y Atchugarry comenzaron a acercarse. Víctor Atchugarry sintió una enorme atracción por la figura de Batlle y Ordóñez. Años después, su nieto Alejandro sería cautivado por la del sobrino nieto de don Pepe, Jorge Batlle.
Este abuelo transmitió a Alejandro Atchugarry cómo era la vida y la atmósfera política del Uruguay de Batlle y Ordóñez. Víctor Atchugarry le contó de la lucha de Batlle por llevar la política a la calle, creando comités donde la gente iba a discutir problemas sociales. Le habló de un país donde las personas pobres no veían la superación social como un medio para sí mismas, sino para que sus hijos tuvieran una vida mejor. Un Uruguay en el que los hijos de los inmigrantes tenían la posibilidad —gracias a la política de Batlle— de recorrer un camino que antes estaba cerrado.
En horas de charlas, le inculcó valores que Alejandro, en los años siguientes, demostró haber internalizado. Le transmitió su confianza en el ser humano. Una enorme curiosidad y ganas de aprender de todo lo que le rodeaba. Y, sobre todo, le habló de aquel país que ya no existía, pero que era posible rehacer. Aquel país que había hecho Batlle. Aquel país, sentía Alejandro, era «un país que realmente valía la pena». (3)
Estas charlas irían formando el pensamiento político de este chico curioso que fue desde siempre un lector voraz. Quien estudiaría la historia del batllismo y se cuestionaría por qué su líder creó tantas empresas del Estado, pero a su vez trajo el Frigorífico Swift, por qué nunca estatizó los trenes ni las aguas corrientes y, sin embargo, hizo carreteras paralelas a las vías, para que los ómnibus compitieran con el ferrocarril.
Años después, Alejandro Atchugarry leería también a los mismos autores que influyeron en el pensamiento político de don Pepe, como Karl Kraus o Franz Ahrens. Lo que inspiró a Batlle, diría Atchugarry, fue «una visión acertada de la sociedad de su época y fundamentalmente un proyecto político, construido sobre la base de una visión armónica de los roles del Estado, la sociedad y el individuo». (4) Atchugarry quería saber cómo se había logrado aquello. Cuál había sido el plan maestro.
No fueron sus únicas influencias. Ramón Atchugarry, el tío abuelo, fue un panadero anarquista de los que decía: «No votes. Eso es elegir amo». De los que organizaba huelgas, revueltas, y el Flaco no supo, o al menos eso dijo, si también llegó a participar en acciones violentas. Su padre, Pedro Atchugarry, fue un socialista seguidor de Emilio Frugoni, principal fundador de ese partido y primer diputado, hasta que renunció en 1963 por discrepancias internas. En ese tiempo, Pedro Atchugarry comenzó a simpatizar con un diputado de unos 35 años llamado Jorge Batlle.
Alejandro, que en sus inicios políticos también fue socialista y anarquista, a los 12 años había leído varios libros de Frugoni: La esfinge roja, en el que analiza la situación de la Unión Soviética en la década del cuarenta; Génesis, esencia y fundamentos del socialismo, y quizás algunos más. Tras su pasaje del socialismo y el anarquismo —ideología con la que nunca dejó de simpatizar— hacia el liberalismo, no se aplicó el refrán de que los conversos son los principales críticos. Por el contrario, este conocimiento, no ver a la izquierda como el enemigo, le facilitó alcanzar acuerdos y generar relaciones no solo cordiales, sino de afecto con sus principales opositores.
* * *
Todos los nombres de Alejandro Víctor Washington Atchugarry Bonomi tienen una historia: Víctor, por su abuelo paterno, ya mencionado; Washington, por su abuelo materno, quien murió joven, cuando María Cristina aún no había nacido, por causas que hoy se desconocen; Alejandro, en honor a Alejandro Magno, porque a su madre le apasionaba la historia antigua y, sin dudas, sintió especial atracción por la figura del hombre que inspiró a Julio César, conquistó Persia y Egipto, y fue el mayor líder de su tiempo.
Nació el 31 de julio de 1952 bajo el signo de Leo: carácter intenso y a veces explosivo, arrollador y cautivante. Fue el mayor de tres hermanos. La madre, María Cristina Bonomi, era maestra. El padre, Pedro Atchugarry, era uno de esos hombres que se hacían solos, que comenzaban a trabajar de niños en el puesto más bajo de una empresa hasta llegar a gerentes. Pero en ese ascenso social pasó momentos duros. En las épocas de crisis llegó a estar tiempo sin cobrar, por lo que vivieron gracias a la ayuda de familiares.
Durante la infancia de Alejandro la familia aún era muy humilde. De niño, la madre lo mandaba al almacén a cambiar envases por las cosas que necesitaban para la casa. Pero nunca eran suficientes. Siempre volvía sin varios de los encargos.
A los 15 años entró como administrativo en la empresa de construcción en la que trabajaba su padre. Hizo el liceo nocturno. El dinero en la casa era tan poco que durante un tiempo debió ir a clases con un pantalón prestado, y desde entonces se acostumbró a ser cuidadoso con la ropa, a doblarla o colgarla prolijamente, porque era la única que tenía.
La historia de superación familiar a través del esfuerzo enorgullecía al Flaco Atchugarry. Dijo una vez:
Nosotros creemos en el trabajo y en el estudio no como teoría, sino como historia de la familia. Queremos inventar el mismo país de clase media que quiso don Pepe Batlle. Él lo logró gracias a la pujanza de los inmigrantes, la misma que tienen nuestros hijos cuando emigran… Hay que establecer aquella mística del trabajo y la igualdad de oportunidades, que fue lo más importante que creó el viejo Batlle […]. Eso no se hace importando fórmulas o rematando a diestra y siniestra o dejando de pagar la deuda. Implica una revolución de adentro del individuo, y hay que ayudarla cambiando la administración de las cosas. Porque la igualdad de oportunidades los chicos las van a encontrar aquí o las van a buscar afuera, y vamos a estar como el viejo chiste «el último que se vaya que apague la luz». Para eso hay que decirle la verdad a la gente, hablarle claro y no tener miedo a perder perfil político. (5)
Buena parte de la infancia la pasaron en su quinta de Millán, donde fueron felices. Un tiempo con olor al jazmín, de juegos trepados en la higuera y de navidades en familia, de patos, gallinas y tortugas que vivían libres; de cuando adoptaron a Lobi, un perro malevo que sobrevivía comiendo basura y al que todo el mundo tiraba piedras porque sí; de cuando compraron un casal de palomas blancas que un gato les mató; de historias que el abuelo inventaba en el momento y en las que Alejandro y sus hermanos eran héroes.
Pero la quinta fue vendida y se mudaron a un apartamento. Poco antes de partir, la higuera murió y Lobi desapareció.
«Mi corazón aletea, angustiado y triste, como un pájaro que muere, al recordar aquellos días plenos, dulces como la flor de madreselva, que fueron la infancia de mis hijos —escribió su madre, María Cristina Bonomi, en sus memorias—. Cuántos años han pasado… Vendavales, fuertes tormentas. Luchas, amarguras, tristezas, han caído sobre ellos». (6)
Es en este origen, antes de que el esfuerzo comenzara a dar sus frutos, cuando nace la conexión que Atchugarry siempre tuvo con la gente común; el Flaco realmente entendía sus problemas y hablaba su lenguaje, y esta gente no veía en él a alguien de las viejas familias gobernantes o de la tradicional oligarquía, a un hijo de estancieros ni a un nuevo rico, de los que alardean de su éxito. Él, a pesar de sus logros políticos y empresariales, siempre se sintió un laburante. Para las clases trabajadoras el Flaco era uno de los suyos.
Aun así, esta humildad no impidió a los Atchugarry tener una biblioteca enorme en la que Alejandro, además de leer textos sobre política, exploraba todo lo que tenía a su alcance. Fue allí donde descubrió a los 12 años El extranjero, de Albert Camus, a Kant, uno de sus autores de cabecera, a la Odisea y a la Eneida, libros de historia antigua y contemporánea.
Era un lector omnívoro y veloz, con una curiosidad amplia y profunda que lo llevó a acumular conocimientos que iban desde la historia —el tema que más le apasionaba—, las ciencias naturales y sociales, la teoría política, los aviones, los autos viejos, hasta la estrategia militar. «Ir a un museo con papá era ir con Wikipedia andante», dice Gastón, su hijo mayor.
Sin embargo, su libro preferido era El arte de amar, de Erich Fromm: un ensayo sobre las distintas formas de amar, que dice: «El amor es una actividad; si amo, estoy en un constante estado de preocupación activa por la persona amada, pero no solo por ella. Porque seré incapaz de relacionarme activamente con la persona amada si soy perezoso, si no estoy en un constante estado de conciencia, alerta y actividad. El dormir es la única situación apropiada para la inactividad». (7) Esta forma de amar, ya se verá, concordaba con la incansable personalidad de Atchugarry.
Los fines de semana eran momentos de reuniones familiares. Leían, miraban televisión, conversaban, a veces iban al cine o a la feria de Tristán Narvaja, comían ñoquis los domingos; y si llovía, tortas fritas.
Los hermanos imaginaban que eran los Tres Mosqueteros. Jugaban al fútbol en algún parque o en la playa, deporte en el que, todos coinciden, Alejandro era un competidor tenaz, pero poco hábil. Aunque si en el fútbol no era bueno, en el ajedrez resultó ser implacable. Sin grandes destrezas físicas, lo suyo era la estrategia, la resistencia y la paciencia.
En las charlas, la política era un tema frecuente, y a pesar de que Pedro Atchugarry era un hombre de ideas fuertes y de una época en la que la tradición del voto tenía una importancia mayor, no quiso influir en las ideas de sus hijos, en ningún ámbito. Años después, Alejandro Atchugarry lo ilustró así: «Él fue un enamorado hincha de Liverpool, yo soy de Peñarol y mis dos hermanos de Nacional. Eso, en el lugar donde hay menos libertad de Uruguay, demuestra el grado de respeto que él tenía por nuestras ideas». (8)
En sus memorias, la madre definió a Alejandro Atchugarry como un niño audaz, fuerte y dominante. Desde pequeño se notaba que tenía una inteligencia superior. En todo lo que hacía mostraba señales de esa inteligencia. Siempre fue el mejor estudiante de la clase, captaba todo lo que ocurría a su alrededor y aprendía rápido de diversidad de temas y de forma autodidacta. Era tan inteligente que su hermano Pablo Atchugarry, hoy un artista de prestigio mundial, confesó: «Yo a veces no lograba ni captar la esfera en la que él estaba».
Era severo. Con un fuerte sentido del deber. Obediente con sus padres, intentaba transmitir la línea de mando a sus hermanos menores. Cuando se encaprichaba, el abuelo Víctor encontraba una justificación que reforzaba su autoestima: «Alejandro es un niño con personalidad», decía. A pesar de que tenía gustos y aficiones, sus hermanos no lo recuerdan como alguien muy lúdico, sino como un niño con una actitud muy adulta para la edad. Generoso, ya tenía algunos de los rasgos que lo harían destacarse en la función pública: «Trataba de arreglar el mundo», recordó Pablo.
Ya de niño la terquedad y tenacidad llegaron a poner en riesgo su salud. Tenían un caballo llamado Marx, que se había vuelto salvaje y no quería dejarse montar. A pesar de eso, Alejandro lo hizo. Marx se lo sacó de encima, él cayó y comenzó a gemir y delirar de dolor. La madre temió que se hubiese quebrado la columna y quedara paralítico. En San José de Carrasco, donde vivían entonces, no había luz en la calle ni teléfono. Ella salió corriendo hasta la iglesia, que era el único lugar desde donde se podía hablar, pero no logró comunicarse con el hospital. Tampoco tenía un medio de transporte para trasladarlo hasta allí. Finalmente, el cura lo llevó hasta Montevideo. La columna estaba bien, pero tenía un hombro dislocado. (9) Luego fue operado, y en sus últimos años de vida volvió a sufrir dolores por esta caída.
El hombre que impresionaría por su flacura, a los 12 años, era obeso. Esta condición, tanto en la escuela como en los primeros años del liceo, lo hizo objeto de burlas y chistes de sus compañeros. Introvertido y tímido, demasiado serio y maduro para su edad, no tenía muchos amigos, aunque a los que tenía los protegía.
La historia ama los destinos irónicos. Al hombre que se destacó por su calidez y encanto, que logró generar relaciones de cordialidad y afecto en todos los partidos políticos, y cuyo carisma le hizo ganarse el cariño casi unánime de la población, de niño le costaba hacer amigos. Pero esta falta de encanto natural fue lo que le permitió crear su propio estilo de seducción política: prestar tanta atención a sus interlocutores que estos se sintiesen realmente escuchados, construir claramente sus argumentos, hablar de modo sencillo para que todos lo entendieran. Todo esto generó un aura de confianza y ternura en quienes estaban ante su presencia. El carisma es un arte abstracto; sin embargo, este chico retraído sería capaz de descifrarlo.
«Tenía la seducción de la inteligencia —recuerda Leonardo Costa, exprosecretario de Presidencia en la época en que Atchugarry fue ministro—. La gente se le acercaba porque sabía que tenía una solución inteligente para todo».
En la adolescencia fundó un movimiento cultural estudiantil. Funcionaba bajo un sistema similar al del actual Socio Espectacular, aunque mucho más pequeño, en el que los estudiantes pagaban una pequeña cuota que les habilitaba el acceso a actividades culturales. En una sociedad que ya estaba en guerra, en el liceo Bauzá, donde había enfrentamientos violentos entre los estudiantes, Atchugarry buscaba construir puentes.
«Lideraba ese movimiento. Era el primer socio —cuenta Marcos, el hermano menor—. El liceo estaba absolutamente polarizado. Se mataban a cadenazos. Parece muy lírico, pero funcionó. Tuvo sus socios y sus actividades. Los carnés los hacía él, lo recuerdo en casa poniéndoles los sellitos».
Pero siempre fue un solitario. Esa soledad sería fundamental para su formación intelectual, uno de los pilares de su carrera política. En su juventud, mientras los demás muchachos se divertían en grupo, él pasaba horas leyendo. Es verdad que con los años logró lidiar mejor con su timidez, pero por inclinación natural siempre evitó la mayoría de las actividades sociales.
A los 15 años era un hombre. Trabajaba y estudiaba. Fumaba. Llevaba barba, era alto y pesaba casi 100 kilos. Tenía novia. Cuando ella lo dejó por su gordura, se le abrió una herida en el corazón que cambió por completo y para siempre su forma de alimentarse y su aspecto. Durante un tiempo hizo una dieta de tomate, arvejas y alguna otra verdura. Luego, el estrés y las largas jornadas de trabajo lo fueron llevando a comer cada vez menos. Y, por último, luego de morir su esposa, en una especie de autoflagelación, terminó de reducir sus ingestas.
Su extrema delgadez era consecuencia, sobre todo, de sus amores y dolores. Una flacura que, cuando se encontraba en circunstancias adversas, generaba un aura de frágil y valiente Quijote enfrentándose a gigantes. Una imagen que sería indivisible del perfil político.
Durante la crisis económica, la flacura era su austeridad. La honestidad de un hombre que estaba por encima de los deseos espurios como la avaricia o la gula. La fragilidad de un ministro que, día a día, problema a problema, empeoraba visiblemente en su aspecto y su salud.
Marcos, uno de los hermanos, aclara que Alejandro fue como un segundo padre para él. A pesar de llevarse seis años, eran muy compañeros y amigos. Compartían charlas, idas al cine y partidos de fútbol. Cuando los dos estaban en la universidad, se despertaban a las cuatro de la mañana para estudiar juntos. Alejandro le inculcaba valores y enseñanzas. Hoy recuerda que era común que en la escuela le pidieran prestados sus útiles y nunca se los devolvieran. Pero un día él tomó un sacapuntas que no era suyo y se lo quedó. Cuando Alejandro fue a buscarlo, Marcos le mostró orgulloso su botín. Lo que recibió fue un largo y duro sermón que más de medio siglo después aún recuerda y lo llevó a que, desde entonces, nunca más robara nada.
Con el tiempo, por su rectitud y bondad, el Flaco se iría convirtiendo en un referente para sus afectos. Se preocupaba por todos ysiempre se adelantaba a las necesidades que cada uno podía tener.
Marcos recordó también que Alejandro, aunque era una figura de autoridad, siempre lo guio razonando, nunca imponiéndose. Cuando estudiaba medicina, Marcos tuvo una crisis vocacional. Estaba preparando el examen de una materia que no le gustaba. Había comenzado a estudiar en febrero. El examen era en noviembre, faltaba un mes y estaba exhausto. Le dijo a su padre y a Alejandro que no lo iba a dar. Alejandro negoció con él que no estudiara más, pero que se presentara al examen. Lo hizo y salvó. «Yo creo que, si no lo daba, no hubiera seguido con la carrera —dice Marcos, para ilustrar la crisis que estaba viviendo—. Esos eran los acuerdos a los que él era capaz de llegar».
En sus memorias, Marcos definió a Alejandro como «un ser paradójico, es un gran anfitrión, pero no es fiestero. Es un gran conductor, pero no es tuerca. Tiene una bonita cava, pero no toma. En general, es generoso como pocos, austero para sí mismo, viste y vive como un monje. Y prodiga todo tipo de mimos y elixires a los que quiere. De cumpleaños no le hables, es un día más de trabajo, de recorrer, de construir. Alejandro festeja trabajando». (10)
Años después, Marcos se volvería una de sus principales referencias y su mayor confidente. Alejandro le preguntaba sobre los problemas de salud que vendrían, que serían muchos. También lo consultaba por asuntos empresariales, y durante la crisis de 2002 Marcos utilizaría su oficio de psiquiatra para escucharlo y contenerlo en los momentos de mayor tensión.
Para el menor de los tres, sus dos hermanos mayores eran sus héroes. Con dos años de diferencia, Alejandro y Pablo se llevaban mal, competían entre ellos, eran temperamentales y peleaban seguido. En aquellos años, el pequeño Marcos vivía esos enfrentamientos como una guerra entre titanes: «Eran peleas sangrientas. Se pinchaban con el tenedor, se tiraban piedras. El fondo de casa era un poco salvaje. Era tierra de nadie».
Alejandro era el preferido de la madre; Pablo, el del padre. Alejandro era obediente y Pablo rebelde. Con los años, ambos demostraron ser brillantes; pero con inteligencias distintas. Pablo era disléxico, pero no fue hasta la adultez cuando lo detectó su hermano Marcos, ya recibido de médico. Recuerda sentir que las maestras, luego de deslumbrarse con la inteligencia de Alejandro, se decepcionaban al tener de alumno al segundo de los Atchugarry. Ellas escribían «81» y él anotaba «18». Ellas redactaban toda la superficie del pizarrón, y al llegar al final comenzaban a borrar el principio mientras Pablo aún estaba copiando. Apenas pasaba de año y él asegura que lo hacía gracias a la generosidad de las docentes. Muchas veces se frustró. Quizás alguna vez se creyó tonto. Y tener a un hermano mayor tan inteligente lo hacía sentirse peor.
Pero Pablo es zurdo y Atchugarry. Los zurdos son distintos y los Atchugarry son tercos. Este chico disléxico que apenas pasaba de año buscaba una forma de sobresalir. A los 8 años comenzó a imitar a don Pedro cuando pintaba los fines de semana. Los padres vieron que tenía talento y lo incentivaron. Con el tiempo, él decidió que quería vivir del arte. Mientras trabajaba mostrando apartamentos para la empresa constructora, hacía viajes de 50 horas en ómnibus con las pinturas en la bodega para exponer en Brasil. Luego comenzó a viajar a Europa, llevando las obras de arte en paquetes atados con hilo. (11) Iba un tiempo y vivía como un nómade, de ciudad en ciudad, de exposición a exposición. Además de pintar, había hecho esculturas en portland, hormigón y arena. En 1982 decidió quedarse a vivir en Italia, y a su padre se le vino el mundo abajo. Pero la madre lo apoyó en su decisión. Hoy el artista puede decir que ganó el premio Miguel Ángel por su trayectoria y que sus esculturas se han vendido en un millón de dólares.
Al igual que a Alejandro, a Pablo le gusta vestir informal. Es un hombre grande y robusto, de 1.90 de altura y 140 kilos, un físico opuesto al del hermano. De manos enormes, dedos anchos y uñas bien cuidadas. Realizar sus obras, que para moverlas suelen ser necesarios camiones y grúas, no requiere solo de talento artístico, sino también de fortaleza física.
A pesar de las peleas en la infancia, recuerda momentos en los que el hermano mayor le demostró cariño y sentido protector. Había una selección de fútbol en el liceo, y Alejandro intentó colocarlo allí. También lo protegió en situaciones más dramáticas. Ya en dictadura, estaban jugando un partido de fútbol en la playa contra militares de la Marina. El partido se puso violento y un militar dijo que ellos tenían aspecto de comunistas, que había que detenerlos. «Yo rajé lo más lejos que pude y él, flaco como era, salió poniendo el pecho», recuerda Pablo.
Alejandro también lo apoyó en los inicios como artista profesional. Sacaba fotos de sus cuadros e hizo un archivo. Un día Pablo tenía una exposición en Porto Alegre y el Flaco lo quiso llevar. Se había quedado despierto la noche anterior, estudiando para un examen de Facultad de Derecho. Dio el examen y salieron. En el Chuy no dejaron pasar las obras por un trámite de aduanas, pero igual siguieron hasta la exposición para explicar por qué las obras no habían llegado. El Flaco, a pesar de no haber dormido, no dejó que su hermano manejara a la ida ni a la vuelta. En total —recordó Pablo—, pasó casi tres días sin dormir.
Pablo también apoyó a Alejandro en algunos de sus momentos más críticos. En 1989, apenas supo que su hermano había sufrido una rotura de aneurisma, viajó a estar con él durante la convalecencia. En el año 2002, cuando Pablo recibió el premio Miguel Ángel, Alejandro alcanzó su momento de mayor importancia en la política. Aunque, en ese entonces, aquello tenía augurios de tragedia. Unos días después de recibir el premio, Pablo viajó a Uruguay a acompañar al hermano, que acababa de ser designado ministro de Economía durante la mayor crisis económica de la historia del país.
La administración de sus finanzas personales era otra diferencia entre Alejandro y Pablo Atchugarry. El artista algunas veces le ocultó sus gastos al ministro, para que no lo regañara. «La austeridad personal la llevaba al Estado y a su familia», dice Pablo.
En una primera impresión, la mente de este abogado, político y destacado estudiante parece muy distinta a la del artista plástico que apenas pasaba de año. Pero tal vez no tanto. Ambos alcanzaron la excelencia en lo suyo, lograron diferenciarse del resto atravesando un camino difícil. Tuvieron también en común la creatividad; mientras Pablo pintaba cuadros y moldeaba esculturas, Alejandro ideaba proyectos para mejorar la vida en el Estado. Pablo ha dicho que le gustaría terminar su vida como Miguel Ángel, trabajando hasta unos días antes de morir. A Alejandro la muerte lo encontraría al final de una jornada de trabajo.
Estos hermanos siempre tuvieron una conexión profunda y singular. Luego de una exitosa subasta del artista, el Flaco, emocionado, llamó a Pablo para decirle que todo su esfuerzo había valido la pena. A veces se telefoneaban de noche, en horarios en los que otras personas estarían durmiendo; pero ellos sabían que se encontrarían trabajando.
La esposa de Pablo, quien lo conoció debido a que trabajaba en la empresa de construcción que dirigía el Flaco, contó que en compañía de su marido era uno de los momentos en los que Alejandro realmente estaba a gusto.
Durante sus vidas tuvieron una vocación por el trabajo tan extrema que podía llevarlos a la destrucción de su físico. Mientras Alejandro era capaz de hacer jornadas de 20 horas y vivir sin casi comer y dormir, Pablo trabaja los siete días de la semana, feriados y navidades, todo lo que su cuerpo resiste, hasta quedar sin energía y caer dormido. El oficio de artista, al menos en su caso, tiene más de disciplina y constancia que de una búsqueda bohemia por la inspiración. Trabaja con materiales grandes y pesados, con herramientas manuales y eléctricas. Se ha cortado la piel, fracturado dedos. Tuvo que operarse el tendón de un hombro que se le desgastó por el trabajo. Los médicos le indicaron que hiciera reposo por cinco meses. Él al cuarto día estaba trabajando con una mano. (12)
Ninguno de los dos tampoco ha cuidado de sus pulmones. Alejandro, para sobrellevar sus intensas y estresantes jornadas, llegó a fumar cinco cajas de cigarros por día. Pablo, inhalando el carbonato de calcio que se desprende de trabajar con mármol, también corre sus riesgos. (13)
Para ambos el trabajo fue una forma de expresar su personalidad. Una herramienta para la creación. La voluntad no se rompe como los tendones y los huesos. La destrucción física es el precio de la excelencia.
Dicen que el padre, Pedro Atchugarry, era un hombre excepcional, de esos que siempre son recordados por quienes los conocieron. Cálido, carismático, gracioso y con una sonrisa poderosa, trabajó desde los 11 años en empresas de construcción. Luego hizo su propia compañía constructora, que hoy es dirigida por los nietos. «No había quien lo hiciese descansar», decía Alejandro de su padre, orgulloso. Las 12 horas que trabajaba por día le impidieron militar por el batllismo. Sin embargo, frecuentaba el diario Acción y alcanzó a hacer amistad con Jorge Batlle. Eduardo Loedel —amigo y compañero de militancia en los inicios del Flaco en la política— cuenta que Pedro Atchugarry le hacía recordar al actor Chaim Topol cuando interpretó a Tevye, el lechero, el personaje de la película El violinista en el tejado. Para Alejandro Atchugarry, además de su padre, don Pedro fue su mejor amigo.
«Mis hijos son tres genios», repetía Pedro Atchugarry. Lo que en su momento parecía un comentario de padre orgulloso terminó siendo una epifanía. Alejandro logró la aceptación universal que todo político anhela. Pablo es un escultor de prestigio internacional. Y Marcos, médico psiquiatra, según Alejandro, es el verdadero genio de la familia. Cuando Gastón, su hijo mayor, impresionado por la capacidad de su padre le decía que era superdotado, Alejandro respondía que no, que el superdotado era su hermano Marcos, que él solo era trabajador.
Pedro Atchugarry tuvo una fuerte influencia en las profesiones que eligieron sus hijos. Interesado por la política y simpatizante del batllismo; el hijo mayor llegaría a ser primer senador de la histórica lista 15 y ministro. Le gustaba mucho el arte, tomó clases con Joaquín Torres García y pintaba los fines de semana; su segundo hijo se convertiría en el principal escultor del país. Marcos, el menor, médico psiquiatra de profesión, dice que en él no tuvo dicha influencia. «Él era hipocondríaco —bromea Marcos—, por lo que tener un hijo médico debió ser un castigo». Quizás la vocación por la psiquiatría de Marcos no tuvo tanto que ver con su padre.
—Me han dicho de la influencia de tu padre, pero ¿cómo era tu madre? —pregunto a Pablo.
—Y bueno, mi madre era… ella fue maestra. Y era muy… tenía sus temitas psicológicos. O sea, sus problemas psicológicos; a veces un poquito de depresión, ese tipo de cosas. Y bueno, no fue una infancia fácil. No fue una infancia fácil para ninguno de los tres.
—¿Pero por qué fue difícil?
—Mi madre tenía mucha… depresión en algunos casos… no era la madre modelo. Entonces, mi padre trataba de hacer… de suplir mucho. Entonces… a nivel… a nivel psicológico había una fragilidad en mi madre.
—¿Y eso cómo les afectaba?
—Cuento mi experiencia. Traía los deberes para hacer en casa. Empezaba a las dos de la tarde, terminaba a las siete. Le llevaba los deberes, disléxico y todo, sin ganas de estudiar, y me los quemaba en el fuego, porque no… no estaban bien. Y venía mi viejo y trataba de… de secundar un poco. Por suerte, con Alejandro eso no sucedía porque él era autosuficiente y, como decía, de algún modo, brillante.
—¿O sea que tal vez eso te costó más a vos que a él?
—Sí. Yo creo que ese tránsito por esa inestabilidad de mi madre nos costó más a mí y a Marcos que a Alejandro.
—Y eso que él era la voz del orden de sus padres…
—La voz del orden, pero, justamente, de repente él siempre se transformó en pilar y viendo la fragilidad… estas son conclusiones de ahora, cosas muy habladas en estos 62 años con él, de repente, él, teniendo tanta fuerza, sentía tener que sostener de alguna manera a la familia.
—¿Vos sentís que él tenía esa presión?
[Silencio].
—No sé si él tenía esa presión, pero sí el sentido del deber. Él siempre vivió con el sentido del deber. Que después lo llevó al Estado, a su función pública. También lo tenía en la función doméstica.
Sus padres tuvieron un cuarto hijo, que se llamó Pedro, como su padre, pero murió a las 24 horas, lo que ocasionó un profundo dolor en la madre. Esta pérdida se convirtió en un tema tabú, del que casi no se hablaba en la familia.
Luego la madre volvió a quedar embarazada, pero sufrió un aborto y ya no llegaría el cuarto hijo. (14) Los tres mosqueteros no tendrían su D’Artagnan.
«Yo he dado al mundo tres hijos brillantes, maravillosos, cada uno en lo suyo —escribió su madre, Cristina Bonomi, en el epílogo de sus memorias—. También he pagado mi precio: la soledad. Una soledad que duele y muchas veces, a pesar de que soy dura como el mármol, hace llorar». (15)
La infancia de Alejandro Atchugarry no fue fácil. Pero así como las dificultades quiebran a los espíritus débiles, robustecen aún más a los fuertes. Estas dificultades y dolores: devolver los productos que le habían encargado porque no había suficientes envases, no poder tener aquello que quería por falta de dinero, el cansancio de trabajar y estudiar desde tan joven, las burlas y desamores por su gordura, y el sentimiento de agobio y desesperación ante la depresión de su madre fueron templando su espíritu y su voluntad. Alejandro Atchugarry ya se estaba preparando para los grandes desafíos que enfrentaría.
2. María Cristina Bonomi. Recuerdos. Montevideo: S. N., 2007, p. 63.
3. Entrevista de César di Candia en Búsqueda, 4 de octubre 1990, pp. 37-38.
4. Alejandro Atchugarry. «Influencia de Enrique Ahrens en José Batlle y Ordóñez», en Atchugarry y otros. Krause – Ahrens Tiberghien: estudios y selección de textos. Montevideo: Fundación Prudencio Vázquez y Vega, 1988, p. 66.
5. Entrevista Di Candia, o. cit., pp. 37-38.
6. Bonomi, o. cit., p. 10.
7. Erich Fromm. El arte de amar. Barcelona: Paidós Studio, 1981, p. 123.
8. Gerardo Tagliaferro. «Repasamos “Las 40” de Alejandro Atchugarry». Montevideo Portal, 30 de julio 2012, disponible en: ‹https://www.montevideo.com.uy/Noticias/Repasamos-Las-40-de-Alejandro-Atchugarry-uc173672›.
9. Bonomi, o. cit., pp. 52-53.
10. Marcos Atchugarry. Vivificante. Montevideo: Rosgal, 2009, p. 90.
11. «Pablo Atchugarry: Alejandro asumió de ministro y yo me vine en avión”». Ecos, 17 de marzo 2017.
12. Ídem.
13. Ídem.
14. M. Atchugarry, o. cit., pp. 133-134.
15. Bonomi, o. cit., p. 10.