La vocación de una criada de sangre es una de dolor y lujo a partes iguales.
rosa, criada de sangre de la casa de las zarzas
Marion se tambaleó por el andén de la estación nocturna, sosteniendo su mano palpitante contra su pecho. Los mecenas de la noche la miraron asqueados mientras recorría la multitud, buscando en vano al señor de la noche, Thiago. La torre del reloj de la estación dio las siete y media, y aun así no había ni rastro del Catador o del tren nocturno.
Marion encontró un banco en el que sentarse bajo una marquesina de ladrillo, lejos de la mirada de los guardias que patrullaban el andén. Era solo cuestión de tiempo que uno de ellos la viera y tratada de echarla, seguramente confundiéndola con un mendigo. Y sin el billete para demostrar que estaba en el lugar correcto, seguramente la encerrarían en una celda y la dejarían pudrirse allí hasta la mañana siguiente. Para entonces el tren nocturno ya habría salido, y su única oportunidad de escapar de los suburbios de Prane se marcharía con él.
Pero no había nada que hacer contra eso, y aún le quedaba algo de suerte de su lado. Después de todo, el tren nocturno aún no había salido. Se le ocurrió arriesgarse e ir a la licorería que había a unas manzanas de allí para robar un traguito de coñac y aliviar así el dolor de su mano, que había empezado a hincharse y oscurecerse. Pero se lo pensó mejor. Era mejor aguantar el dolor. Eso era lo que su madre le había enseñado; si hacías trampa y rehuías al dolor en la vida, entonces no estarías preparado para el siguiente golpe. Y el siguiente golpe siempre llegaba.
—Pero qué espectáculo tan triste.
Marion alzó la mirada y se encontró a Thiago observándola, y la invadió tal alivio que casi se sintió mareada.
—Está aquí.
—¿Dónde iba a estar, si no? —le preguntó alzando una ceja. Entonces miró la amoratada e hinchada mano—. ¿Necesitas un médico?
—Necesito marcharme —dijo ella, y comenzó a llorar, soltando unos sonoros sollozos que la hicieron retorcerse—. Por favor, quiero ir con usted. Acepto la oferta.
—¿Y tu billete?
Ella negó con la cabeza, y trató de explicar lo que había pasado, pero no podía hablar debido a las lágrimas.
—Te dije que lo mantuvieras a salvo.
—Lo hice, o… al menos lo intenté —dijo, pero se le entrecortó la voz con otro sollozo—. Pero… me lo quitaron. Lo siento.
—Entiendo —Thiago pareció sopesarlo durante un momento, y su mirada se suavizó. La rodeó con su brazo, acercándola a su pecho, como si fuera una niña. Desprendía calor, y se sorprendió cuando olió en él el humo de pipa y arce, un olor pleno y agradable, aunque algo extraño para un señor de sangre.
Caminaron juntos a través del andén y hasta la cabina de billetes, que se encontraba en la torre del reloj junto a la estación. Aguardaron en la fila durante unos minutos, esperando tras algunos mecenas adinerados. Había mujeres con abrigos de visón con colas tan largas que se arrastraban tras ellas. Hombres con bigotes encerados y fumando en pipas de oro. Por fin, llegó su turno.
Se acercaron al pequeño mostrador de mármol negro. Sobre él había una ventanilla de cristal tintado de rojo, y el hombre que había tras ella parecía más un oficial del ejército que un dependiente. Vestía un uniforme negro con broches en las solapas, y un elegante gorro con una visera corta y rígida que hacía que se formara una sólida sombra sobre su rostro.
—Un billete hacia el norte —dijo Thiago, y extrajo un cheque del bolsillo de su chaleco, el cual firmó enseguida. A Marion le parecía muy extraño que pudiera sostener en una sola mano un trozo de papel que valía más que una década entera de su anterior salario—. Primera clase, para la salida de las ocho en punto.