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La noche en que me escogieron, pensaba que era la más privilegiada. Una diosa entre chicas. No estaba del todo equivocada… pero ahora sé que hay diosas más poderosas que yo.

marcia, criada de sangre de la casa de las esmeraldas

Marion no durmió aquella noche, ni a la mañana siguiente. Volvió a casa con el tiempo justo para lavarse, tomar un rápido desayuno de pan rancio, y esconder bajo la tarima de la cocina el sobre que le había dado el señor de la noche, donde Raul no lo encontraría. Recorrió los suburbios y cruzó los corrales como en una nube hasta llegar a la casa de la señora Gertrude.

Fregó los suelos de las cocinas durante horas, bajo la atenta mirada de la señora Gertrude. Le escocían las manos por la solución de amoniaco, y se le desprendía la piel callosa de las palmas mientras trabajaba. Las horas pasaron, una tras otra, demasiado rápido para su gusto, y mientras tanto su mente divagaba con fantasías sobre el tren nocturno, el norte, y el destino que le esperaba si decidía aceptar la oferta del Catador.

—Has dejado una mancha —dijo la señora Gertrude con los dientes apretados.

En una mesita junto a ella había una vasija para las sanguijuelas, una gran urna de cerámica recubierta de oro y con filigranas. Su médico, que estaba de pie junto a la urna, estaba agarrando las criaturas que no paraban de retorcerse con unas alargadas pinzas, y después las ponía sobre la pálida extensión del antebrazo de la señora Gertrude. Una vez ahí, succionaban la sangre hasta engordar.

—¿Me has escuchado, niña?

—La he escuchado —dijo Marion, apretando el paño con tanta fuerza que escurrió toda la solución de amoniaco—. Me pondré a ello.

La señora Gertrude frunció el ceño.

—Vigila ese tono.

Marion miró a la mujer, y la mujer miró a Marion por encima de su puntiaguda nariz, como si no fuese más que una cucaracha a la que le gustaría aplastar con el talón de su zapato.

—Te pareces a ese hermano borracho tuyo —dijo la señora Gertrude con una mueca, retorciendo el labio superior y revelando el espantoso tono gris de sus encías. Agarró su abanico y miró a Marion por encima de él—. Debe ser cosa de familia. Sabes, he escuchado a las otras sirvientas hablando en voz baja sobre cómo se tambalea por las calles, mendigando unas monedas como un niño abandonado que ha crecido demasiado.

Marion sintió que algo se agitaba en su interior, algo violento y cruel. Agachó la cabeza y trató de respirar hondo y dejar que la ira desapareciera. Pero bajo esa furia había algo mucho peor: vergüenza, y bajo eso, el dolor. La herida abierta y en carne viva de su orgullo.

—¿Es eso posible, doctor? —preguntó la señora Gertrude con falsa inocencia. Un grueso hilillo de sangre se deslizó por su arrugado antebrazo cuando el médico arrancó una de las sanguijuelas—. ¿Pueden transmitirse por la sangre esas aflicciones del espíritu?

El médico puso otra sanguijuela justo debajo de la curva del codo de la señora Gertrude. Se adhirió allí, y comenzó a succionar.

—Bueno, yo no sabría…

Marion soltó el paño en el cubo de fregar y se levantó, haciendo una pausa para alisar las arrugas de su delantal. Recorrió el salón, y el médico se trastabilló al retroceder. La señora Gertrude se enderezó en el asiento, abriendo los ojos de par en par.

—¿Qué te crees que estás…?

Marion agarró las asas de la vasija de las sanguijuelas, la alzó sobre la cabeza plateada de la mujer, y la volcó. Un chorro de agua y sanguijuelas empapó las bonitas enaguas y el chal de la anciana a la vez que el pelo se le salía de su recogido. La señora Gertrude comenzó a chillar y a revolverse, pataleando, y casi consiguió darle la vuelta a su silla mientras el médico observaba horrorizado.

Marion dio un paso atrás con una sonrisa. Soltó las asas de la vasija de las sanguijuelas, que se estrelló contra el suelo, lo cual ocasionó que se esparcieran por todo el salón los trozos de cerámica. Entonces, sin una palabra más, se dio la vuelta y se marchó del salón, recorrió el estrecho pasillo del recibidor, y salió por la puerta principal.

En cuanto salió de la casa, Marion echó a correr. Se arrancó el delantal y recorrió las calles de la ciudad alta con una desesperación que no había sentido desde sus días como carterista, en los que había huido de los guardias. Sonrió, y después se rio en voz alta mientras surcaba las calles con rapidez, con los rizos saliéndosele del moño y danzando con el viento.

Al doblar una esquina se estrelló de frente con la mismísima Agnes. No se había dado cuenta de que ya era mediodía. Al chocar, Agnes soltó su arenque con sal al vapor, y el pescado aterrizó sobre los adoquines con un ¡ploc!

—Maldita sea, Marion —soltó Agnes con los dientes apretados. Recogió el pescado del suelo, limpiándolo con la manga—. Creía que habías dejado atrás tus días como ladrona.

Le ofreció el pescado a Marion, pero ella negó con la cabeza.

—Me voy. Tengo que irme.

—¿Qué…?

—He volcado la vasija de sanguijuelas de la señora Gertrude…

—No pasa nada. Ve al embarcadero y reemplázalas. El agua está llena de sanguijuelas allí…

—Encima de ella, Agnes. Se la he volcado encima.

La chica abrió los ojos de par en par.

—Pero no importa, porque tengo un nuevo empleo —añadió Marion apresuradamente—. Voy a tomar el tren nocturno en dirección norte. Voy a ser una criada de sangre. O al menos, creo que voy a serlo. El Catador dijo que me querrían.

—El anuncio del periódico —dijo Agnes, cayendo entonces en la cuenta—. ¿Respondiste al anuncio?

—No tenía elección, no puedo seguir viviendo así. Fregando el suelo de gente como la señora Gertrude hasta hacerme demasiado vieja para seguir y que me desechen, y después tendré suerte si puedo reunir suficientes monedas para pagar la comida y la leña…

—¿Y crees que vender tu sangre a las sanguijuelas nobles del norte es un destino mejor?

—Sí, sí que lo creo. Sangraría, o incluso me prostituiría para cualquier señor norteño antes que pasar un día más luchando por sobrevivir en los suburbios de esta infernal ciudad.

—Creía que tendrías demasiada dignidad para rebajarte a ese nivel.

—No seas mojigata.

—No soy una mojigata por querer seguir teniendo una pizca de decencia —contestó Agnes de forma mordaz—. Tienes un trabajo honesto, no tienes hijos y aún conservas tu belleza. Podrías hallar la forma de salir de Prane si quisieras. Podrías casarte con un granjero y escapar de esta ciudad. Tú tienes opciones con las que yo no cuento, pero aun así no son lo suficientemente buenas para ti. Quieres algo más que una vida honesta, ¿no es así? Quieres esplendor y lujo, y todos los vicios que vienen con ello. Puedo verlo en tus ojos. Esa avaricia, el anhelo por cosas que no estabas destinada a tener jamás. La manera en la que observas a las mujeres en la ciudad alta mientras sostienen sus parasoles y alzan el mentón como solo ellas lo hacen. Incluso de niña tratabas de imitarlas, de caminar primero con el talón y después con los dedos, como ellas lo hacen, y de alzar la cabeza.

—No voy a pedir perdón por tener ambiciones —contestó Marion—. Pero decir que quiero ascender más allá de mi posición es una mentira. No tengo ninguna intención de darle la espalda a mi pasado, o de fingir que soy algo más que lo que soy. —Pero incluso, mientras lo decía, no estaba segura de que esa fuera la verdad—. Cuando me coloquen en una Casa del norte, te escribiré…

—¿Lo harás? —preguntó Agnes, abriendo los ojos, fingiendo estar encantada. Se llevó la mugrienta mano al pecho—. ¿Marion la criada de sangre me bendecirá a mí con una carta? Cuán benévolo de parte de su señoría, conceder tan honor a alguien tan humilde como yo.

—Agnes…

—Será tu ruina —dijo ella, y cuando Marion trató de tocarla, la apartó de un manotazo—. Recuerda mis palabras.

Raul estaba de pie en la entrada de la choza cuando Marion por fin regresó a casa. Estaba con el hombro apoyado sobre el marco de la puerta, con la pipa de maudlum en una mano y echando humo. Le había aparecido un nuevo sarpullido bajo el ojo izquierdo, el cual estaba hinchado y medio cerrado.

—¿Qué haces aquí? —exigió saber.

Marion rehuyó su mirada. Últimamente le hacía daño solo mirarlo. No era la enfermedad ni los síntomas de ella, sino el resentimiento puro y duro que había en su mirada.

—He salido pronto.

—Mientes —dijo él, y la agarró del brazo—. Anoche te escuché volver tarde. No eres tan silenciosa como crees, y yo no soy ni la mitad de estúpido de lo que piensas que soy.

—Raul, no quiero discutir. —Entonces lo miró a los ojos, y dijo—: Por favor. Suéltame.

Raul la soltó, pero solo para poder meter la mano en el interior de su abrigo y sacar el sobre que contenía su billete hacia el norte. Lo había encontrado. Debía de haberla visto esconderlo cuando ella pensaba que estaba dormido.

—¿Quién te ha dado esto?

En ese momento algo despertó en su interior. Parecía como la quemazón del hambre en la parte más profunda de su vientre. Hizo que le temblaran los dedos.

—Devuélvemelo, Raul.

—Te he hecho una pregunta.

—Y yo te he pedido que me devolvieras lo que es mío.

Agarró el sobre, pero Raul tiró de él de nuevo.

—Ha sido por ese anuncio, ¿no es así? ¿El del periódico? ¿Esperas subirte la falda y prostituirte para algún señor de la noche?

—Solo porque quiera algo más que una vida de estar sentados esperando de brazos cruzados no me convierte en una puta o en una traidora. —Hizo un gesto hacia el patio, hacia los barrios malolientes que había más allá—. ¿Quién no querría algo más que esto? Este mundo nos está matando, ¿es que no lo ves? Si acepto el puesto como criada de sangre, una vez que tenga mi pensión podré pagar para que recibas los cuidados que necesitas para mejorar. Podré cubrir el coste de las medicinas y de los mejores médicos. No te daré la espalda, te lo prometo. Mandaré dinero a casa, a Prane. Podré cuidarte mejor desde allí, como criada de sangre, de lo que lo he hecho aquí…

Su hermano apretó la mandíbula, haciendo que le temblara la comisura de los labios.

—Voy a quemar el billete.

—¡Raul, no…!

Comenzó a cerrar la puerta en sus narices, pero Marion se echó hacia delante, y la puerta se cerró sobre su mano. Marion se tambaleó, sintió que las piernas le flaqueaban, y retiró los dedos, que le palpitaban del dolor. Raul se dirigió con rapidez hacia la estufa y tiró el billete sobre las llamas.

A Marion se le atragantó el aullido que quería lanzar, y las piernas le fallaron. Fue gateando por el suelo hacia la estufa, desesperada, pero Raul la golpeó de lleno en las costillas, tumbándola.

—Te dije que no te marcharas —dijo él con voz temblorosa—. Te lo dije. Tu sangre es mía, así como el resto de tu ser. Somos parientes, y eso significa que nos pertenecemos el uno al otro. Somos todo lo que tenemos, Marion. No me quedaré de brazos cruzados mientras te subes al tren nocturno y sangras para otros. Si quieres sangrar, lo harás aquí, que es adonde perteneces. Conmigo.

Marion se incorporó temblando, y sostuvo los dedos contra su pecho, que le latían de dolor. Su vista iba y venía, y vio el sobre y el billete retorciéndose en las llamas. Vio los ojos de Raul llenos de lágrimas. Vio su propia mano, amoratada e hinchándose con rapidez. Y aquel extraño y malvado sentimiento se removió en su interior de nuevo. Tras sus costillas, el corazón empezó a latirle desbocado.

Raul se agachó junto a ella, y le limpió las lágrimas con el dorso de su mano.

—Nos necesitamos el uno al otro —dijo él, pasando su mano por sus rizos. Cuando habló de nuevo, Marion notó el hedor como a flores del humo de maudlum en su aliento—. Y sé que duele, pero el dolor es bueno… ¿sabes por qué?

Marion negó con la cabeza.

—Porque te despierta. Hace que lo veas todo. Tienes que mantener los ojos abiertos, y los tuyos estaban cerrados. Y en un mundo como el nuestro eso es peligroso. Tienes que verlo todo como es realmente, ¿verdad?

Marion guardó silencio.

—Contéstame.

De nuevo, Marion no dijo nada.

Entonces él la agarró de los brazos, los sujetó contra su costado y le hincó los dedos en sus músculos, llegando incluso al hueso bajo ellos. La cabeza de Marion se volvió sobre su propio eje cuando la agitó con violencia. Sintió un fuerte dolor bajándole por el cuello, y su cabeza se estrelló contra la pared una, dos, tres veces. La habitación pareció romperse en mil pedazos ante ella. Vio puntos blancos, y después todo se volvió negro.

Marion lanzó un grito de dolor y empujó a Raul con tanta fuerza que se trastabilló con sus propios pies y se estrelló contra la cocina, golpeándose la cabeza contra el borde con un crujido nauseabundo.

Raul se desplomó sobre el suelo, retorciéndose. La sangre comenzó a brotar de entre su pelo y se escurrió por su frente, acumulándose en su ojo izquierdo. Trató de decir el nombre de Marion, pero en su lugar balbuceó algo incoherente. Estaba demasiado débil para gatear, así que se arrastró a través de la tarima con un gimoteo, hasta desplomarse junto a sus pies.

Marion pudo verlo entonces, el tajo sangrante donde el cráneo se había doblado hacia dentro. Había una fina capa de algo blanco… el hueso, y bajo eso, la carne rosada. Raul suplicó, y siguió sangrando en el suelo, con la mano a escasos centímetros del pie de Marion.

Pero ella no movió un dedo para ayudarlo. En su lugar, le dio la espalda a él, a la choza, y al único hogar que había conocido, que no era en realidad un hogar en absoluto. Se lanzó a la calle y echó a correr.