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Todas somos parecidas, por el hecho de que el trabajo más importante de nuestra vida es decidir por quién y por qué estamos dispuestas a sangrar.

olivia, criada de sangre de la casa de la niebla

Tras un largo día de trabajo, Marion volvió cojeando a casa a las seis y media, con los pies hinchados dentro de sus botas y los brazos doloridos. Los suburbios de Prane le dieron la bienvenida con su espectáculo habitual: un coro de silbidos en la calle, sabuesos callejeros que ladraban, el ruido de los cascos de caballo sobre los adoquines, el llanto de un bebé… aquel era el alboroto que indicaba que un largo día por fin llegaba a su fin. No sintió consuelo alguno al acercarse a la torcida choza de ladrillo a la que llamaba «hogar». Era una estructura extraña, apretujada entre un establo y el asilo de la ciudad, con una chimenea retorcida que escupía nubes de un humo espeso y negro cuando el fuego de la cocina estaba encendido. Pero esa noche no había humo.

Marion se arrastró desde el patio hasta el umbral, y entró casa a su casa.

La casa apenas estaba amueblada. Había una cama de hierro contra la pared más alejada de la puerta, la misma en la que Marion había nacido y también donde sus padres habían muerto una década más tarde. Junto al fuego estaba el catre donde ella dormía cada noche. En el centro de la habitación había una mesa y dos sillas. El resto de los muebles los habían cortado y triturado para usarlos como leña el invierno pasado durante una ola de frío especialmente cruel.

Marion tembló ante la gelidez de la habitación, y se preguntó qué quemarían para mantener a raya el frío del invierno que se acercaba, dado que ya no contaban con la mayoría de los muebles. La cocina que había en la esquina no servía de mucho a la hora de calentar la habitación, y en los meses más helados, cuando la leña escaseara, el carbón y la madera ascenderían a un precio prohibitivo. Lo cual significaba que puede que tuvieran que conformarse con la plasta de vaca, y con el hedor que desprendía cuando se quemaba.

Marion cerró la puerta tras de sí con cuidado. El aire estaba impregnado del empalagoso perfume del maudlum, el humo describía lentos bucles por la habitación como si un viento fantasmal los agitara. Marion se encogió ante el olor, entrecerrando ligeramente los ojos mientras la vista se le ajustaba a la penumbra.

Al otro lado de la habitación estaba su hermano mayor, Raul, sentado donde siempre: al filo de la cama, frente al fuego, que en realidad más que un fuego era una pila de ceniza con algunas ascuas que se negaban a apagarse, brillando débilmente desde las sombras de la cocina. Vio enseguida que se había drogado con el maudlum, y se encontraba en algún lugar entre los sueños y la realidad. Era una imagen triste: piel muy pálida para su raza, con oscuras bolsas bajo los ojos que eran como dos cardenales. Estaba tan delgado que parecía un cadáver, y el pelo, oscuro y medio apelmazado, lo llevaba recogido en una gruesa trenza por detrás de la cabeza.

Pero el aspecto más alarmante de su apariencia eran los sarpullidos que brotaban por todo su cuerpo y que después de curarse le dejaban unas cicatrices como de manchas, a parches. Los doctores con los que Marion había consultado sobre su enfermedad degenerativa ofrecían pocas respuestas, poco más que diagnósticos desalentadores y especulativos cuando trataba de sonsacarles algo.

El último hombre al que había acudido, un médico de uno de los distritos buenos de Prane, el cual había pedido como pago por sus cuidados el valor de varias semanas de trabajo, aseguró que los síntomas de Raul eran el resultado de una «enfermedad causada por las cosas que se hacen en la oscuridad». Cuando Marion exigió un diagnóstico formal, le dijo que ciertas cosas no eran adecuadas para los oídos de una jovencita, y que era mejor no mencionarlo. Pero en realidad Marion no necesitaba explicación alguna. Sabía qué era lo que Raul padecía; lo había sabido desde hacía tiempo, aunque no se había atrevido a admitirlo. En los suburbios lo llamaban «la gripe». Era una enfermedad que se transmitía a menudo a través de las pasiones de los amantes.

Y no había cura.

—¿Estás despierto? —preguntó Marion, que no estaba segura, dado que Raul a veces soñaba con los ojos abiertos. De niño, cuando dormía así, tenía los ojos abiertos de par en par, como si algo lo hubiera asombrado. Pero ahora, ya de adulto, sus ojos parecían abrirse mucho como si algo lo hubiera horrorizado. Como si hubiera vislumbrado las oscuras fauces de un dios hambriento.

Raul se movió repentinamente al escuchar su voz, asintió y alzó su pipa hasta sus labios. Al hacerlo, le tembló tanto la mano que derramó algo de ceniza desde la cazoleta, y se desperdigó por el suelo. Ese día estaba fumando el maudlum barato: se notaba por el empalagoso hedor en el aire.

—Hoy has venido tarde.

Marion se quitó las botas de una patada.

—No más tarde de lo habitual.

Raul entrecerró los ojos. Antes de enfermar había sido apuesto. Un chico alto, con una mandíbula fuerte y unos rasgos atractivos que parecían casi de la nobleza. Si se vestía como tal y mantenía la boca callada, habría podido pasar como uno de los empresarios de los barrios sureños.

Pero su enfermedad lo había transformado por completo. Sus huesos habían comenzado a ablandarse, deteriorando su postura y haciendo que los hombros se le doblaran hacia dentro; el pecho había cedido tanto que no podía respirar ni una sola vez sin esfuerzo. Tenía cicatrices de llagas en las mejillas y en los brazos, las cuales siempre andaba rascándose.

Pero a pesar de la gravedad de su enfermedad, Raul conseguía arrastrarse hasta las tabernas de los barrios al norte o a los antros de fumar donde le gustaba pasar sus días mientras despilfarraba el dinero que tanto le costaba ganar a Marion, y soñaba hasta el olvido, hasta que la realidad de su inminente muerte desaparecía.

Pero las peores heridas las llevaba en el interior. La enfermedad le había afectado la mente antes que todo lo demás, y allí era donde estaba el daño de verdad. Raul llevaba años enfermo, empeorando más y más cada día, y en ese tiempo había desarrollado el temperamento de su padre, cruel y desconfiado, como un perro atado y hambriento. Y cuanto más crecía la enfermedad en su interior, peor se volvía. Marion no habría dicho que era peligroso, se negaba a pensar en él de esa manera, pero sabía muy bien que ya había habido poca bondad en su hermano de por sí, y la enfermedad solo lo había hecho empeorar. Aun así, por terrible que fuera, Raul era lo único que le quedaba en el mundo. Y lo amaba por ello.

Marion se quitó el gorro y lo colgó de un gancho en la pared junto a la puerta. Hacía demasia