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Sangrar es existir.

vanessa, primera criada de sangre de la casa del hambre

Antes de sangrar por primera vez, cuando aún conservaba el nombre que sus padres le habían dado al nacer, Marion Shaw era una sirvienta en una casa señorial del sur de Prane. En la mañana que más adelante reconocería como el principio de su segunda vida, se encontraba arrodillada en el duro suelo de madera del salón, con las mangas enrolladas alrededor de sus huesudos codos y un cepillo de fregar en la mano.

Al otro lado de la habitación estaba la señora Gertrude, sentada en un sillón tapizado mientras la observaba trabajar. Era una mujer astuta, con los ojos de color azul y el pelo plateado, y una pequeña nariz aristocrática salpicada de manchas de la edad y pecas. Otros nobles preferían dejar que sus sirvientas hicieran su trabajo a solas, pero a la señora Gertrude le gustaba observarlas, vigilándolas con ojo de halcón para asegurarse de que sus empleadas se ganaran cada penique que les pagaba.

—Has dejado una mancha —dijo con desdén, agarrando su bastón para señalar una minúscula mancha sobre la tarima.

Marion se apartó un oscuro rizo de delante de los ojos, e hizo todo lo que pudo para vigilar el tono de su voz.

—Seré más cuidadosa, señora.

—Deberías serlo. Hay chicas más bonitas y menos vagas que tú que estarían encantadas de tener tu puesto —le dijo, y le dio un mordisco a una frágil galleta de té, para después escupir las migajas cuando volvió a hablar—. Te has vuelto lenta… y descuidada. Puedo verlo en tu mirada. La poca luz que había antes en tus ojos se marchitó hace tiempo, y ahora esperas arrastrarte a través de mis salones a cuatro patas como una vulgar borracha. Con el pelo despeinado y el mandil manchado…

—Tenga por seguro que el suelo estará inmaculado para cuando haya acabado con él —dijo Marion, interrumpiéndola. Sentía la ira acumulándose en su interior como si fuera bilis—. Le doy mi palabra.

La señora Gertrude se limitó a fruncir el ceño, la piel de su entrecejo arrugándose como si fuera una tela. Marion no pudo evitar pensar que la mujer estaba muy sola. Hacía tiempo que había quedado viuda, no tenía hijos, compañeros ni familia alguna. Así que cada día se dedicaba a seguirla de habitación en habitación, observándola mientras limpiaba los suelos y pulía la plata. En algunas ocasiones, si su salud se lo permitía, llegaba incluso a seguirla a la cocina, donde se quedaba hasta que sus doloridas rodillas la guiaban de vuelta a la comodidad del salón.

Marion pulió el suelo hasta que fue capaz de ver su propio reflejo en él: unos ojos algo apartados que la miraban muy abiertos, una nariz firme y labios carnosos ligeramente entreabiertos, la lengua escondida tras sus dientes, una piel de color leonado, y un revoltijo de rizos en la cabeza. Frunció el ceño ante su propio reflejo justo en el momento en que las campanas de la iglesia daban las doce. Dejando escapar un suspiro cansado, Marion apartó la vista de su propio reflejo y se levantó lentamente mientras dejaba caer el cepillo de fregar en el cubo, el cual salpicó algo de agua.

De acuerdo con las nuevas leyes de trabajo, a todos los trabajadores se les prometía una hora de descanso en su séptima hora de trabajo, una medida preventiva promulgada después de que al menos seis chicas murieran luego de haber trabajado turnos de veinticuatro horas en la fábrica de algodón. Y aunque la señora Gertrude no era una mujer particularmente bondadosa, era una gran defensora del orden y la regulación estricta, tanto si era para beneficio suyo como si no. Así que, cuando el reloj dio las doce, enseguida envió fuera a Marion.

A diferencia de muchos otros de su clase, la señora Gertrude no podía permitirse comprar una casa alejada de los rincones más… antiestéticos de Prane, así que a Marion solo le llevó unos minutos alcanzar la cúspide del barrio pobre. Allí, aceleró el paso y sintió que le mejoraba el ánimo, aunque solo fuera ligeramente.

Poco a poco, las atractivas casas de ladrillo dieron paso a las chozas y los almacenes, todo ello cubierto de una capa de la niebla tóxica. Marion se abrió paso a través de las calles atestadas, de los corrales y los mercados de carne contiguos, caminando con dificultad a través del estiércol medio congelado y los estantes de cadáveres de ganado que colgaban por las pezuñas, meciéndose. Instintivamente encogió los hombros ante la ráfaga de frío venidero. El otoño no había hecho más que comenzar, pero ese día era inusualmente gélido, y las calles estaban llenas de nieve y aguanieve.

En el exterior, los corrales estaban atestados por una multitud que rodeaba las reses apiñadas en los recintos, las cuales temblaban de frío o de miedo ante la inminente matanza, o tal vez debido a ambas cosas. Fijó la mirada en sus propias botas al pasar por allí. Llevaba casi diez años pasando cada día por los corrales, y aun así no podía obligarse a mirar a aquellas bestias a los ojos.

Marion siguió caminando. La agitada niebla tóxica estaba baja, y era tan densa que el sol apenas brillaba a través de ella. Las calles estaban repletas de gente, como siempre pasaba al mediodía. Algunos grupos se aglomeraban alrededor de los puestos de los vendedores, y si Marion hubiera tenido alguna moneda para gastar en un trozo de anguila asada o arenques, quizás se habría unido a ellos. Pero no la tenía, así que siguió su camino, navegó entre la multitud y las calles heladas, y la nieve derretida le empapó las botas mientras caminaba.

Un salvaje viento azotaba los callejones y tiró de su chaqueta cuando se acercó a su sitio preferido para sentarse: un umbral a oscuras, a espaldas de un almacén abandonado en la cima de Prane, desde donde se veían las trincheras, y más allá, la alargada cicatriz que era el ferrocarril norteño.

Comenzó a llover, y Marion se cobijó bajo la marquesina, sacó del bolsillo trasero de su chaqueta unas cerillas y su último cigarrillo. Lo encendió y lo protegió del viento tras su mano ahuecada. Entre caladas, resolló y tembló, y expulsó el humo a través de sus dedos para calentarlos.

Los cigarrillos hacían maravillas para calmar sus calambres de hambre, y por medio penique el paquete, eran bastante más baratos que las ofertas de los vendedores de comida de las calles que, por lo que a Marion respectaba, siempre cobraban de más.

—Pero si está aquí la joya de Prane.

Marion se volvió y vio a Agnes, que atravesaba la abundante muchedumbre en su dirección. Alzó la mano, y Marion la saludó mostrándole ambos dedos corazón. Agnes era una chica demacrada, con piel amarillenta y delgada como un palillo con ojos color castaño y un pelo cada vez menos abundante que llevaba en una trenza, y que colgaba por su espalda como si fuera la cola de una rata. Al igual que Marion, Agnes se había pasado los primeros años de su niñez robando carteras en los rincones más ajetreados. De hecho, así era como se habían conocido, y enseguida se dieron cuenta de que robar era un oficio más apto para dos personas. Así que Agnes actuaba como distracción, hablaba con sus objetivos sobre disparates y los mantenía ocupados, mientras Marion se acercaba por la espalda y les robaba el monedero, o el un pañuelo de seda del bolsillo de la chaqueta de un señor que pasaba por allí. Pero cuando cumplió diez años, las repercusiones legales de seguir robando se volvieron excesivas, así que Agnes aceptó un trabajo honesto en la fábrica donde se pasaba desde el amanecer hasta el anochecer fabricando cerillas, bañando los palitos de madera en azufre. No mucho después, Marion había conseguido un puesto como sirvienta en la trascocina de la señora Gertrude.

Aun así, a pesar de sus nuevas profesiones, cada día a mediodía las dos chicas hacían el esfuerzo de encontrarse en la misma calle y esquina donde se habían conocido por primera vez. Pero Marion y Agnes no eran amigas, dado que Marion no tenía ningún amigo. Como ella lo veía, los amigos eran un lujo reservado para la gente que tenía tiempo libre que pasar con ellos, como las chicas que se paseaban por la calle principal con sus parasoles y guantes de color blanco hueso, y se retiraban por la tarde a sus salones para tomar algo de té y charlar. Así que no, las chicas como Marion y Agnes no tenían tiempo de tener compañía. Simplemente eran un habitual en la vida de la una y de la otra, una parte del hábitat de Prane, como la pestilente polución, los cuervos o las ratas que deambulaban de noche por las calles.

Marion le pasó a Agnes la colilla del cigarrillo, y metió ambas manos en los bolsillos de su falda, tratando por todos los medios de entrar en calor. Aún le quedaban otras cinco horas de trabajo por delante, y era muy difícil fregar suelos con las manos agarrotadas por el frío.

Agnes fumó en silencio, con el humo escapando por los huecos de los dientes que le faltaban. Parecía demacrada por el tiempo que había pasado trabajando como una esclava en la fábrica, donde respiraba los vapores tóxicos del fósforo día sí y día también, hasta que el hedor químico se le había adherido a la piel como un segundo espíritu. Eso era algo que la madre de Marion solía decir, que la gente de Prane tenía dos almas: una hecha de las cosas de las que está hecho el cielo, y la otra hecha de la polución.

Agnes le dio una última calada al cigarrillo, y lanzó la colilla a las zanjas.

—Qué día más feo, ¿no?

Marion se encogió de hombros.

—No más que todos los demás.

—Pero sí que lo es. Los días son más cortos que nunca, y las noches más largas. El sol no se pone tan alto como solía hacerlo, te lo juro. Los veranos ya no son tan cálidos. El otoño cada vez es más corto y los inviernos más fríos. —Agnes negó con la cabeza—. Puedo sentir el cambio.

—Prane nunca cambia —dijo Marion, porque era cierto.

Prane era la ciudad del sur más al extremo del norte. Existía en la grieta entre dos mundos: entre el norte ártico y el estricto calor del sur industrial. Así que Prane no era ni una cosa ni la otra. Por la noche la luz de la ciudad era tal que parecía que el sol nunca se ponía del todo. Durante el día, la cortina gris de la niebla tóxica hacía que pareciera que el sol nunca salía del todo. Por ello, los suburbios de Prane daban la impresión de ser un terreno atrapado entre dos cosas, en una indecisión perpetua, como si el cielo no pudiera decidir lo que quería ser.

Nunca era del todo de día. Nunca era del todo de noche.

Nunca era nada de nada.

Y a pesar de que no conocía nada más, Marion había llegado a odiar aquella incertidumbre… y también casi todo lo demás de Prane. A veces se preguntaba si había una sola persona en los suburbios que hubiera dado con algo, lo que fuera, que pudiera llegar a amar de aquel lugar. Agnes, por su parte, parecía resignada, incluso conforme. Pero la conformidad reacia no era lo mismo que la felicidad. Como mucho, era familiaridad, y en el peor de los casos, una derrota. Ciertamente no era lo mismo que tenerle un cariño real a algo.

Marion descendió al escalón junto a Agnes, haciendo un gesto de dolor cuando la nieve se le coló entre los pliegues de la falda. Dirigió la mirada al norte. En la distancia podía distinguir la estación del tren nocturno en la cima de Prane: una preciosa estructura de cristal y hierro, con su propia torre del reloj que solo daba las horas de la noche. Marion había visitado la estación una vez, en su octavo cumpleaños. Le había rogado a su madre que, a falta de un verdadero regalo de cumpleaños, le dejara ir a ver el tren. Así que aquella noche se habían aventurado hacia la estación.

La madre de Marion la había elevado contra su cadera para poder mirar por las ventanas del tren nocturno, y había vislumbrado durante un segundo el interior del vagón: los asientos tapizados de terciopelo rojo, las cortinas de las ventanas, de brocado y seda tintada. Cada vagón estaba iluminado por unos brillantes candelabros que se balanceaban en el techo. No les importó ni lo más mínimo cuando los hombres vestidos de traje fruncieron el ceño al verlas, o cuando las mujeres se agarraron las faldas y los abultados monederos al notar que se acercaban.

Marion y su madre simplemente sonrieron y rieron, y observaron asombradas a los norteños (podías distinguir a los norteños de los sureños de turismo por sus ropajes buenos y la manera en que inclinaban la barbilla de una manera particular), que subían al tren y se sentaban, preparados para emprender el viaje hacia el norte. Entre ellos había una criada de sangre, una chica de cabello negro con un exquisito manguito de visón, quien sonrió a Marion a través de la ventana. A las doce y siete minutos, Marion y su madre observaron desde el andén cómo la gran bestia de hierro negro se despertaba con un rugido y cabalgaba hacia la oscura noche.

Cada vez que escuchaba el agudo sonido del silbato del tren nocturno, sentía el mismo estímulo en lo más profundo de sus huesos que había sentido de niña, allí de pie en el andén junto a su madre. Le encantaba el sonido, y lo que sentía cuando el tren se acercaba. A veces se imaginaba a sí misma a bordo, sentada entre los nobles norteños y los hombres del Parlamento, con un billete dorado en su bolsillo, solo de ida, que costaba más de diez veces lo que una sirvienta como Marion ganaba en un año entero.

Agnes la observó a través de la nube de humo del cigarro.

—¿Aún miras hacia el norte?

—No hay nada que mirar.

—Entonces supongo que no querrás esto —Agnes metió la mano bajo su abrigo y sacó un periódico doblado. Robaba uno cada día, como una especie de acuerdo tácito que lo convertía en una parte importante del ritual de ambas. Agnes traía el periódico robado, Marion traía los cigarrillos, y juntas aprovechaban cuanto podían el poco tiempo libre que tenían.

El viento trató de arrancarles el periódico cuando Agnes lo abrió y lo extendió sobre sus regazos. No se molestaron en leer los titulares, dado que se trataba de largos artículos sobre impuestos, guerras de aranceles y brotes de cólera en los suburbios. En su lugar, fueron directamente a su sección favorita: los anuncios de matrimonio al final del periódico.

Estaban a principios de semana, así que había una gran selección de anuncios que examinar. Había uno de un respetable doctor que buscaba una doncella como esposa. Otro de un clérigo viudo con una parroquia a las afueras de la ciudad, que buscaba una esposa de «moral impecable», y una madre para sus nueve hijos (además pedía que la afortunada mujer no tuviera más de veintidós años). En la parte de abajo de la página había un anuncio de una solterona, como se describía a sí misma, de treinta y ocho años, que buscaba a un soltero con fortuna para recibir «bondad y afecto».

Marion y Agnes leyeron cada anuncio mofándose con su mejor acento de clase alta, ilustrando las publicaciones con ideas locas sobre la apariencia de cada sujeto, sus hogares, sus vidas y sus propensiones preferidas.

—Este puede ser para ti —dijo Agnes con una sonrisa taimada, dándole unos toquecitos a un anuncio sobre un oficial de la marina que buscaba a una doncella «íntegra».

Marion se rio en voz alta. Podía ser muchas cosas, pero íntegra desde luego que no. La virtud en el sentido convencional de la palaba jamás había sido propia de ella. A la edad de veinte años, había compartido ya cama con varias mujeres, y disfrutaba sin reparos al satisfacer sus placeres carnales. Agnes y ella incluso habían tenido un breve encuentro un verano, pero no había sentimientos de verdad entre las dos, así que las cosas habían terminado mal. Desde entonces, habían decidido que estaban mejor siendo compañeras de cigarrillo que como amantes.

Agnes entornó los ojos mientras miraba el periódico.

—Con un salario de cuatrocientos al año quizá podría ser para mí, también. Podría ser una doncella.

—Por algún motivo se me hace difícil imaginarlo —dijo Marion, pasando la página del periódico.

Entonces fue cuando lo vio: un anuncio en medio de la columna de matrimonio. A diferencia de los demás, estaba impreso en un tono escarlata de lo más peculiar. Las letras eran diferentes, más alargadas y con filigranas, y las curvas y caídas de cada una describían círculos hasta la siguiente, como la cursiva. Decía así:

SE BUSCA: Criada de sangre de gusto excepcional. No más de diecinueve años. Debe tener inclinación por los mejores placeres de la vida. No se necesitan referencias. Se recibirán candidatas por correo en la Embajada Nocturna, 727 de la calle Crooks, Prane, o en persona desde las 10 a las 12 de la noche. Chicas de voluntad débil, no presentar solicitud.

Bajo el anuncio había un blasón: el rostro vulgar de un hombre con el ceño fruncido y con ramas de olivo en el pelo. Era el sello de la Casa del Hambre, una de las más grandes y temidas del norte.

Agnes bufó al verlo.

En Prane se veía a las criadas de sangre como símbolos de opulencia y depravación casi en igual medida. Se decía que pasaban sus días mimadas a cargo de su noble, su amo norteño, tocando el arpa, empolvando sus respingadas narices, estudiando arte e idiomas, y atiborrándose de bizcochos glaseados, chocolates y otros deliciosos dulces para endulzar su sangre.

La peor parte de su trabajo era el sangrado, el cual se requería a menudo de las criadas de sangre para satisfacer el apetito carnívoro de los nobles, que dependían de las propiedades sanadoras de su sangre como un lujoso remedio para sus variadas dolencias. Según los periódicos, la sangre presuntamente curaba varias enfermedades, incluidas (aunque no se limitaba a ello) tuberculosis, rubeola, sarampión, sífilis, raquitismo y el dolor de la artritis. Algunos incluso creían que la sangre contenía propiedades para preservar la juventud, especialmente cuando se tomaba directamente de la fuente y se consumía mientras aún estaba caliente.

Pero de la forma en que Marion lo veía, un trabajo era un trabajo, y el de una criada de sangre era bastante más fácil que el del trabajador de fábrica promedio de Prane. Además, había escuchado rumores de que, al finalizar su cargo, se les recompensaba con unas lujosas pensiones que les permitían pasar el resto de sus días de acuerdo al mismo nivel de opulencia al que se habían acostumbrado durante su tiempo como criadas de sangre. Marion había escuchado historias de criadas de sangre retiradas a las que se les había entregado residencias en la costa, incluso fincas completas, en las islas sureñas, con empleados domésticos al completo: criados, chófer, caballerizos e incluso criadas de sangre propias.

Agnes fulminó con la mirada el periódico.

—Tienen mucho valor promocionando un anuncio para una puta de sangre en la columna de matrimonio, de entre todas las páginas.

En el sur, el prejuicio contra las criadas de sangre estaba muy arraigado, y Agnes no era ni mucho menos la única persona en Prane que albergaba tal hostilidad contra la trata de sangre. Algunas chicas, incluso las más bellas, se negaban siquiera a considerar la posición por cuestión de principios. Tal era el estigma contra esa profesión. Marion había escuchado decir multitud de veces que algunas madres preferirían ver a sus hijas convertirse en rameras en las calles de Prane, antes que criadas de sangre en el norte. Y muchos sacerdotes sureños predicaban desde el púlpito sobre los peligros inmortales de sangrar, los estragos que el oscuro trabajo podía hacer en el cuerpo y el alma. Había multitud de rumores sobre chicas drenadas en sangre y espíritu, que regresaban al sur sin un penique y pálidas después de años de haber sangrado, y con nada excepto sus cicatrices.

—¿Dónde iban a ponerlo, si no? Una criada se sangre a duras penas puede considerarse una sirvienta.

—Bueno, pero están muy lejos de ser esposas —dijo Agnes, escupiendo sobre el periódico al soltar aquellas palabras—. Prostituirse para un señor de la noche no se parece en nada al matrimonio.

Marion no veía mucha diferencia entre una cosa y la otra. Tanto el acto de convertirse en criada de sangre como el de convertirse en esposa eran una especie de unión de fidelidad y carne, sangre y lealtad. ¿Y por qué venderse una misma a un hombre sin un penique cuando podías venderte a un señor del norte?

—No veo mucha diferencia. Preferiría sangrar para saciar el apetito de un señor de la noche que sangrar en una cama de parto, dando a luz a los hijos de un hombre al que apenas quiero.

Un fuerte viento sopló por el callejón de forma tan violenta que casi arrancó el periódico de las manos de Marion. Consiguió agarrarlo, doblándolo rápidamente e introduciéndolo en el bolsillo de su abrigo para protegerlo.

Agnes la observó con el ceño fruncido, y Marion podía ver en sus ojos la acusación: traidora. Pero antes de que Agnes pudiera abrir la boca para decirlo, o para advertir a Marion del norte y sus horrores, el apagado tañido de las campanas de la iglesia resonó en el callejón, llamándolas a regresar al trabajo.