Fuego se despertó primero por el dolor y, después, dándose cuenta de que había un nivel inusual de inquietud en su casa. Se quedó tumbada, quieta, absorta por todo. Los guardias iban y venían en el piso de abajo, y Arco se encontraba entre ellos.
Cuando una sirvienta pasó por la puerta de su habitación, Fuego contactó con la mente de la muchacha para llamarla. La chica entró en la habitación sin mirar a Fuego; en cambio, dirigía una mirada hastiada al plumero que llevaba en la mano. Aun así, por lo menos había acudido. Algunas de ellas se habían escabullido haciendo como que no la habían oído.
Dijo, muy formal:
—¿Sí, mi señora?
—Sofie, ¿por qué hay tantos hombres en el piso de abajo?
—El cazador furtivo que estaba en la jaula. Lo han encontrado muerto esta mañana, mi señora —dijo Sofie—. Tenía una flecha en el cuello.
Sofie se dio media vuelta y cerró la puerta de golpe tras ella. Dejó a Fuego abatida, tirada en la cama. No podía evitar sentir que, de alguna manera, aquello era culpa suya por haber parecido un ciervo.
Se vistió y fue al piso de abajo, donde estaba su sirviente Donal, entrecano y testarudo, que había estado a su servicio desde que Fuego era un bebé. Donal la miró con una ceja cana levantada y ladeó la cabeza en dirección a la terraza posterior.
—No creo que le importe demasiado a quién dispare —dijo.
Fuego sabía que se refería a Arco, cuya exasperación podía sentir al otro lado de la pared. A pesar de su palabrería, al joven no le gustaba que la gente bajo su cuidado muriera.
—Por favor, Donal, ayúdame a cubrirme el cabello.
Un momento después, con el cabello cubierto con una tela marrón, Fuego salió para acompañar a Arco en su desdicha. El aire en la terraza era húmedo, como anunciando lluvia. Él iba con un abrigo largo y marrón. Todo en él era afilado: el arco que llevaba en las manos y las flechas en la espalda, los repentinos y frustrados movimientos que hacía, la expresión al mirar sobre las colinas. Ella se inclinó a su lado, sobre la barandilla.
—Debería haberlo visto venir —dijo sin mirarla—. Prácticamente nos dijo que pasaría.
—No podrías haber hecho nada. Tu guardia ya no da abasto.
—Podría haberlo encerrado dentro.
—¿Y cuántos guardias habrías necesitado? Vivimos en casas de piedra, Arco, no en palacios. Y no tenemos mazmorras.
Dio un golpe al aire.
—Estamos locos, ¿lo sabías? Estamos locos por pensar que podemos vivir aquí, tan lejos de Ciudad del Rey, y protegernos de los píqueos, los saqueadores y los espías de los nobles rebeldes.
Los píqueos eran un pueblo marinero de las tierras que había al norte de Los Valles, y era cierto que a veces cruzaban la frontera para robar madera e incluso obreros de la zona norte de Los Valles. Pero los hombres de Píquea, aunque no todos eran iguales, solían ser grandes y tener la piel más pálida que sus vecinos vallenses. Por lo menos, no eran pequeños y oscuros como el cazador furtivo de ojos azules. Y los píqueos tenían un acento gutural distintivo.
—No tenía el aspecto ni la manera de hablar de un píqueo —dijo ella—. Era vallense, como nosotros. Y se le veía limpio, arreglado y civilizado, no como los otros saqueadores que hemos visto.
—Bueno —dijo Arco, determinado a que no lo tranquilizaran—, pues entonces era un espía. Lord Mydogg y lord Gentian tienen espías pululando por todo el reino, espiando al rey, al príncipe y espiándose entre ellos. Puede que hasta a ti —añadió refunfuñando—. ¿Nunca se te ha ocurrido que los enemigos del rey Nash y del príncipe Brigan podrían querer secuestrarte y utilizarte para derrocar a la familia real?
—Crees que todo el mundo quiere secuestrarme —dijo Fuego con suavidad—. Si tu propio padre me tuviera atada y me vendiera a un zoo de monstruos por calderilla, dirías que desde el primer momento habías sospechado de él.
Ante esto, Arco farfulló:
—Deberías sospechar de tus amigos, o por lo menos de cualquiera que no seamos Brocker o yo. Y debería acompañarte un guardia cada vez que salieras por la puerta, y deberías ser más rápida a la hora de manipular a las personas con las que te encuentras. Entonces tendría menos cosas por las que preocuparme.
Aquellas eran disputas antiguas, y él ya sabía de memoria las respuestas que le daría Fuego. De modo que ella lo ignoró.
—Nuestro cazador furtivo no era un espía de lord Mydogg ni de lord Gentian —dijo la joven con calma.
—Mydogg ha reunido a un buen ejército en el noreste. Si decidiera «tomar prestada» nuestra tierra más central para utilizarla como fortaleza en una guerra contra el rey, no seríamos capaces de detenerlo.
—Arco, sé razonable. El ejército del rey no nos dejaría a nuestra suerte para que nos defendiéramos. Y, además, al cazador furtivo no lo mandó un noble rebelde; era demasiado simplón. Mydogg jamás contrataría a un explorador tan simplón. Gentian no es tan inteligente como Mydogg, pero, aun así, no es tan estúpido como para mandar a un cabeza hueca indeciso a que espiara.
—Está bien —dijo Arco, cada vez con más exasperación en la voz—. Entonces vuelvo a la teoría de que es algo que tiene que ver contigo. En el momento en el que te reconoció, dijo algo sobre que era hombre muerto. Está claro que está bien informado sobre eso. Explícamelo, por favor. ¿Quién era ese hombre y por qué rocas está muerto?
Fuego pensó que estaba muerto porque la había lastimado. O porque ella lo había visto y había hablado con él. No tenía mucho sentido, pero sería gracioso si Arco estuviera de humor para estas cosas. El asesino del cazador furtivo era un hombre afín a Arco, pues a él tampoco le agradaba que los hombres lastimaran a Fuego o que se relacionaran con ella.
—Y que es un buen tirador —dijo Fuego en voz alta.
Arco continuaba mirando a lo lejos con el ceño fruncido, como si esperara que el asesino saliera de detrás de un peñasco y saludara.
—¿Perdón?
—Te llevarías bien con este asesino, Arco. Ha tenido que disparar a través de las barras del recinto exterior y de los barrotes de la jaula del cazador furtivo, ¿no? Debe ser un buen tirador.
Parecía que la admiración por otro arquero lo animaba un poco.
—Y que lo digas. Por la profundidad de la herida y el ángulo, creo que disparó desde una larga distancia, desde los árboles que hay tras esa elevación. —Señaló la calva de terreno por donde había subido Fuego la noche anterior—. Ya es bastante impresionante que haya traspasado dos juegos de barras, pero ¿que después atravesara la garganta de un hombre? Por lo menos, podemos estar seguros de que ninguno de nuestros vecinos lo hizo en persona. Ninguno de ellos podría haber acertado ese disparo.
—¿Y tú?
La pregunta era un regalito para él, para que se pusiera de mejor humor, ya que no existía un disparo que Arco no pudiera igualar. La miró con una sonrisa burlona. La volvió a mirar más de cerca y se le suavizó la expresión.
—Soy un bestia por haber tardado tanto en preguntar cómo te sientes esta mañana.
Fuego estaba con los músculos de la espalda llenos de nudos y le dolía el brazo, que tenía cubierto de vendas. Todo su cuerpo estaba pagando caro los maltratos de la noche anterior:
—Estoy bien.
—¿No tienes frío? Toma mi abrigo.
Se sentaron durante un rato en los escalones de la terraza. Fuego tenía puesto el abrigo de Arco. Hablaron sobre los planes que tenía el joven para comenzar a cultivar los terrenos. Pronto llegaría el momento de la siembra de primavera, y la tierra del norte, rocosa y fría, siempre se resistía al inicio de una nueva temporada de cultivo.
De vez en cuando, Fuego notaba que por encima de ellos pasaba un monstruo ave rapaz. Mantenía la mente oculta para que no la reconocieran como la presa monstruo que era. Pero, obviamente, ante la ausencia de presas monstruo, se comían a cualquier criatura viva que encontraran. Una que vio a Fuego y a Arco bajó y empezó a volar en círculos, posando descaradamente; era de una preciosidad intangible, yendo a por sus mentes e irradiando una sensación primitiva, hambrienta y curiosamente apaciguante. Arco se puso en pie y le disparó. Luego disparó a otra que hacía lo mismo. La primera era de color violeta como el amanecer; la segunda, de un amarillo tan pálido que parecía que la luna estuviera cayendo del cielo.
Fuego pensó que, al yacer abatidos sobre el suelo, por lo menos los monstruos añadían color al paisaje. Había muy poco color en el norte de Los Valles a principios de primavera: los árboles eran grises y la hierba que copaba las grietas en las rocas aún era marrón por el invierno. Lo cierto era que no se podía decir que Los Valles fueran muy coloridos ni siquiera en pleno verano, pero al menos en aquella época los grises con toques de marrón se volvían grises con toques de verde.
—Por cierto, ¿quién encontró al cazador furtivo? —preguntó Fuego, distraída.
—Tovat —dijo Arco—. Uno de los guardias nuevos. Aún no lo has conocido.
—Ah, sí. El joven con el cabello de color castaño anaranjado que la gente dice que es rojo. Me gusta. Tiene una mente resistente y sabe cómo protegerla.
—¿Conoces a Tovat? Te impresiona su cabello, ¿no? —dijo Arco en un tono cortante y familiar.
—Arco, de verdad. No he dicho nada de que me impresione. Y me sé los nombres y las caras de todos los hombres que mandas a mi casa. Es mera cortesía.
—Ya no mandaré a Tovat a tu casa —dijo, con una crispación en la voz que hizo que ella callara un instante para no contestar nada desagradable sobre el dudoso, e hipócrita, derecho de Arco a ponerse celoso.
El joven le dejó ver un sentimiento que en aquel momento a Fuego no le hacía especial gracia percibir. Fuego reprimió un suspiro y escogió las palabras con cuidado para proteger a Tovat.
—Espero que cambies de parecer. Es uno de los pocos guardias que me respetan tanto con el cuerpo como con la mente.
—Cásate conmigo —dijo Arco—. Y vive conmigo en casa. Yo seré tu guardia.
Ese suspiro no lo pudo reprimir.
—Sabes que no lo haré. Por favor, deja de pedírmelo. —Le cayó una gota gorda de lluvia en la manga—. Creo que iré a visitar a tu padre.
Se levantó, apretando los dientes por el dolor, y dejó caer el abrigo de Arco en su regazo. Le tocó el hombro una única vez, con cuidado. Aunque a veces no soportara a Arco, lo quería.
Conforme entró a casa, la lluvia cayó a pleno.
El padre de Arco vivía en casa con él. Fuego le pidió a un guardia que no era Tovat que la acompañara por el sendero bajo la lluvia. Llevaba una lanza, pero, aun así, sin su arco y su carcaj se sentía desnuda.
Lord Brocker estaba en la sala de armas de su hijo, dándole instrucciones a gritos a un gran hombre que Fuego reconoció como el ayudante del herrero del poblado. Al verla, lord Brocker no dejó de gritar, pero por un momento perdió la atención del hombre que lo estaba escuchando. El herrero se dio la vuelta para mirar fijamente a Fuego; había cierta bajeza en sus ojos y en su ridícula y estúpida sonrisa.
Conocía a Fuego lo bastante como para haber aprendido a protegerse del poder de su extraña belleza de monstruo. Así que, si no se estaba protegiendo a sí mismo, debía ser porque no quería. Estaba en su derecho de bajar la guardia de su mente para sentir el placer de sucumbir ante ella, pero no era algo que a Fuego le gustara fomentar. La joven se dejó puesto el pañuelo sobre el cabello. Apartó la mente del herrero y pasó de largo hacia otra sala donde no pudieran verla. En realidad era un armario oscuro y con estanterías llenas de aceites, barnices apestosos y herramientas oxidadas y antiguas que ya nadie usaba.
Era humillante tener que refugiarse en un armario viejo y maloliente. El herrero debería ser quien se sintiera humillado, pues era el zopenco que había elegido renunciar a su autocontrol. ¿Y si, mientras la miraba boquiabierto y se imaginaba lo que fuera que su minúscula mente quisiera imaginar, ella lo convencía para que tomara el puñal y se sacara su propio ojo? Era el tipo de cosa que a Cansrel le habría gustado hacer. Él jamás se habría ocultado.
Las voces de los hombres cesaron y la mente del herrero se alejó de la sala de armas. Las grandes ruedas de la silla de lord Brocker chirriaron conforme se fue acercando hacia ella. Se detuvo en la puerta del armario.
—Sal de ahí, joven. Se ha ido el imbécil. Si un monstruo ratón le robara la comida delante de sus narices, se rascaría la cabeza y se preguntaría por qué no recordaba haber comido. Vamos a mis aposentos. Parece que deberías sentarte.
La casa de Arco fue de Brocker antes de que este hubiera cedido la gestión de las tierras a su hijo, y Brocker iba en silla de ruedas desde antes de que naciera Arco. La casa estaba organizada de manera que todo menos los aposentos de Arco y los de los sirvientes estuviera en la planta baja, donde Brocker tuviera acceso a todo.
Fuego fue caminando a su lado a lo largo de un pasillo de piedra poco iluminado por la luz gris que se filtraba por las altas ventanas. Pasaron por delante de la cocina, el comedor, la escalera y el cuarto de los guardias. La casa estaba llena de gente, de sirvientes y guardias que entraban desde el exterior o bajaban de la planta superior. Las sirvientas que pasaban saludaban a Brocker, pero ignoraban cautelosamente a Fuego: mantenían la mente protegida y fría, como siempre. Si las sirvientas de Arco no estaban molestas con ella por ser un monstruo y la hija de Cansrel, entonces se sentían molestas con ella porque estaban enamoradas de Arco.
Fuego estaba contenta, hundida en una silla blanda en la biblioteca de lord Brocker y bebiéndose la copa de vino que una sirvienta poco amigable le había puesto en la mano. Brocker colocó la silla frente a la de ella y posó aquellos ojos grises sobre su rostro.
—Te dejaré sola, querida, si quieres dormir un poco.
—Puede que más tarde.
—¿Cuándo fue la última vez que dormiste bien?
Fuego se sentía cómoda admitiendo su dolor y su cansancio ante Brocker.
—No lo recuerdo; no es algo que ocurra muy a menudo.
—Sabes que existen fármacos que te hacen dormir.
—Me marean y me dejan atontada.
—Acabo de terminar de escribir un libro sobre la estrategia militar en Los Valles. Te lo puedes llevar sin problema. Te entrará el sueño a la vez que te hace más lista e invencible.
Fuego sonrió y sorbió el amargo vino vallense. Las punzadas que sentía en el brazo no eran tan agudas en aquella silla cómoda, en aquella agradable habitación oscura y llena de libros, y dudó de que se fuera a quedar dormida con el libro de Brocker. Todo lo que sabía sobre los ejércitos y la guerra lo había aprendido de él, y nunca le resultaba aburrido. Hacía algo más de veinte años, cuando el viejo rey Nax estaba en su apogeo, Brocker había sido el comandante militar más brillante de Los Valles… Hasta el día en que el rey Nax lo capturó, le hizo pedazos las piernas —no se las partió; literalmente, ocho hombres fueron turnándose con un mazo para hacérselas añicos— y lo mandó a casa, medio muerto, con su mujer Aliss, en la zona norte de Los Valles.
Fuego no sabía qué era aquello tan terrible que había hecho Brocker para justificar el trato recibido por parte de su rey. Arco tampoco lo sabía. Todo aquel episodio había tenido lugar antes de que nacieran, y Brocker nunca hablaba de ello. Y las lesiones tan solo fueron el principio, ya que uno o dos años más tarde, cuando Brocker se recuperó todo lo que pudo, Nax seguía enfadado con su comandante. Escogió personalmente a una bestia de sus calabozos, un hombre sucio y salvaje, y lo mandó al norte para sancionar a Brocker castigando a su mujer. Por eso Arco tenía los ojos marrones, el cabello claro y era alto y esbelto, mientras que Brocker tenía los ojos de color gris, el cabello oscuro y era de apariencia corriente. Lord Brocker no era el verdadero padre de Arco.
En algunos lugares y épocas, la historia de Brocker habría sido increíble, pero no en Ciudad del Rey y no en la época en que el rey Nax había gobernado a merced de su consejero más íntimo, Cansrel.
Brocker dijo algo e interrumpió aquellos espantosos pensamientos:
—Tengo entendido que has tenido el extraño placer de recibir un disparo por parte de un hombre que no te estaba intentando matar —dijo—. ¿Sentiste algo diferente?
—Nunca me habían disparado con tanto placer —rio Fuego.
Brocker soltó una risita mientras la estudiaba con aquellos ojos afables y grises.
—Qué gratificante es hacerte sonreír. El dolor en tu rostro va disminuyendo.
Él siempre era capaz de hacerla sonreír. Aquel estado de ánimo ligero y fiable era un alivio para ella, sobre todo en aquellos días en los que Arco no estaba de humor. Y era extraordinario, dado que en todo momento sufría dolor.
—Brocker —dijo Fuego—, ¿crees que podría haber sido diferente? —Brocker ladeó la cabeza, perplejo ante lo que parecía ser una digresión—. Me refiero a Cansrel y al rey Nax —continuó—. ¿Crees que su alianza podría haber sido diferente? ¿Los Valles podrían haber sobrevivido?
Brocker la contempló callado y serio ante la mera mención del nombre de Nax.
—El padre de Nax fue un rey decente —dijo—. Y el padre de Cansrel fue un consejero monstruo de gran valor para él. Pero, querida, Nax y Cansrel eran dos criaturas completamente distintas. Nax no heredó la fuerza de su padre, y sabes tan bien como los demás que Cansrel no heredó ni una pizca de la empatía de su padre. Y se pasaron la infancia juntos, por lo que, cuando Nax tomó el trono, Cansrel llevaba toda la vida metido en su cabeza. Nax tenía un buen corazón, estoy seguro. Yo mismo pude comprobarlo en ocasiones. Pero daba igual, porque también era un poco vago, un poco dado a dejar que otro pensara por él. Y aquello fue todo cuanto Cansrel necesitó. Nax no tuvo ninguna posibilidad —dijo Brocker sacudiendo la cabeza y echando mano de los recuerdos—. Desde el principio Cansrel utilizó a Nax para conseguir todo lo que quiso, y lo único que Cansrel quería era su propio placer. Fue inevitable, cariño —dijo devolviendo la atención a su rostro—. Mientras vivieran, Cansrel y Nax iban a conducir el reino hacia la ruina.
La ruina. Fuego conocía —Brocker se lo había contado— los pasos progresivos que habían conducido hacia la ruina en cuanto el joven Nax tomó el trono. Empezó con las mujeres y las fiestas, y aquello no había sido tan malo, ya que Nax se enamoró de una dama de cabello negro proveniente del norte de Los Valles. Se llamaba Roen y se casó con ella. El rey Nax y la reina Roen tuvieron un hijo, un niño precioso y de tez oscura a quien llamaron Nash, e incluso con un rey algo negligente al timón, el reinado disfrutó de cierta estabilidad.
El problema fue que Cansrel se aburría. Satisfacerlo siempre requería excesos, y empezó a necesitar más mujeres, más fiesta y más vino, y a los niños de la corte para aliviar la monotonía que le suponían las mujeres. Y drogas. Nax lo consintió todo; fue una marioneta de Cansrel, un caparazón en el que contener su mente y que asentía ante todo lo que Cansrel considerara que era lo mejor.
—Sí, me has contado que, en última instancia, lo que destruyó a Nax fueron las drogas —dijo Fuego—. ¿Podría haber resistido de no haber sido por ellas?
—Tal vez —dijo Brocker suavemente—. Cansrel siempre lograba mantener el control incluso con veneno en las venas, maldito sea. Pero Nax, no. A él lo ponía muy nervioso, lo volvía paranoico y descontrolado. Y más vengativo que nunca.
En ese momento se detuvo, mirándose fijamente las piernas inservibles con un aire sombrío. Fuego contuvo bien sus sentimientos, no quería agobiar a Brocker con la curiosidad que sentía. O con la pena que le daba. Jamás podía enterarse de la pena que sentía Fuego.
Un instante después, Brocker levantó la mirada y se la volvió a sostener a la joven. Sonrió ligeramente.
—Tal vez sería justo decir que Nax no se habría vuelto loco de no haber sido por las drogas, pero creo que las drogas fueron tan inevitables como lo demás. Y el propio Cansrel fue la droga más pura para la mente de Nax. La gente vio lo que estaba pasando. Vieron a Nax castigando a hombres que cumplían con la ley y creando alianzas con criminales y gastando todo el dinero de las arcas del rey. Aquellos que fueron aliados del padre de Nax empezaron a retirarle el apoyo, como era de esperar. Y los compañeros ambiciosos como Mydogg y Gentian comenzaron a reflexionar, a conspirar y a entrenar a escuadrones de soldados con el pretexto de la autodefensa. ¿Y quién podía culpar a un noble de la montaña por aquello, dado lo inestable que era todo? Ya no había ninguna ley, al menos fuera de la ciudad, ya que a Nax no le apetecía ocuparse de nada de eso. Las carreteras dejaron de ser seguras; había que estar loco o desesperado para viajar por las rutas subterráneas; por todas partes surgieron saqueadores, asaltantes y matones del mercado negro. Incluso los píqueos. Durante décadas se contentaron con pelearse entre ellos. Y entonces, de repente, ni ellos pudieron resistirse a aprovecharse de aquella anarquía.
Fuego sabía todo aquello, conocía su propia historia. Al final, un reino conectado por túneles subterráneos y con cuevas por todas partes y parcelas montañosas escondidas no podía aguantar demasiada inestabilidad. Había demasiados lugares en los que el mal se podía esconder.
Estallaron guerras en Los Valles. No eran guerras propiamente dichas, con adversarios políticos bien definidos, sino luchas torpes por el control de terrenos montañosos, un vecino contra el otro, una manada de saqueadores de cuevas contra los terrenos de un pobre noble, una alianza de los nobles vallenses contra el rey. Brocker estuvo a cargo de sofocar todos los levantamientos a lo largo y ancho de Los Valles. Fue un líder militar mucho mejor de lo que Nax merecía, y durante muchos años, Brocker hizo un trabajo impresionante. Pero el ejército y él estaban solos; Cansrel y Nax estaban en Ciudad del Rey, demasiado ocupados con las mujeres y las drogas.
El rey Nax tuvo mellizos con una lavandera del palacio. Luego Brocker cometió aquel delito misterioso y Nax tomó represalias. Y el día en que Nax acabó con su propio comandante militar, echó a perder de manera irremediable cualquier esperanza de gobierno en su reino. La contienda se descontroló. Roen le dio a Nax otro hijo de pelo oscuro llamado Brigan. Los Valles se sumieron en una época de desesperación.
Cansrel disfrutaba de que lo rodeara la desesperación. Para él era entretenido destrozar cosas con el poder que tenía, y su apetito por el entretenimiento era insaciable.
A las pocas mujeres a las que Cansrel fue incapaz de seducir con el poder de su belleza o su mente las violó. A las pocas mujeres a las que dejó embarazadas las mató. No quería tener bebés que se convirtieran en niños y luego en adultos que fueran monstruos y pudieran socavar su poder.
Brocker fue incapaz de contarle a Fuego por qué Cansrel no había matado a su madre. Era un misterio. Pero sabía que no podía esperar una explicación romántica. A Fuego la concibieron durante una época de caos y depravación. Lo más seguro era que Cansrel hubiera olvidado que se había llevado a Jessa a la cama. O puede que no se diera cuenta del embarazo. Después de todo, era tan solo una sirvienta de palacio. Es probable que no se diera cuenta de que el embarazo era suyo hasta que la criatura nació con un cabello tan extraordinario que Jessa la llamó Fuego.
¿Por qué permitió Cansrel que Fuego permaneciera con vida? Fuego tampoco tenía respuesta a ello. Impulsado por la curiosidad, Cansrel fue a verla, seguramente con la intención de asfixiarla, pero entonces, al examinar su rostro, al escuchar los ruidos que hacía, al tocar su piel y contemplar su diminuta, intangible y perfecta monstruosidad, decidió, por alguna razón, que a aquella criatura no la quería destruir.
Cuando Fuego era aún bebé, Cansrel se la arrebató a su madre. Los monstruos humanos tenían demasiados enemigos, y quería que creciera en un lugar apartado, lejos de Ciudad del Rey, en el que estuviera segura. Se la llevó a la propiedad que tenía en la zona norte de Los Valles, a unas tierras a las que rara vez iba. La dejó con su sirviente Donal, mudo de asombro, y unas cuantas cocineras y doncellas.
—Criadla —dijo.
Del resto Fuego se acordaba. Su vecino Brocker se interesó por la huérfana monstruo y se ocupó de su educación en historia, escritura y matemáticas. Cuando mostró interés por la música, le encontró un profesor. Arco se convirtió en el compañero de juegos de Fuego, y se terminó convirtiendo en un amigo en quien confiaba. Aliss murió de una enfermedad persistente que empezó después del nacimiento de Arco. Por las noticias que le llegaban a Brocker, Fuego se enteró de que Jessa también había muerto. Cansrel iba de visita a menudo.
Sus visitas le causaban confusión, porque le recordaban que tenía dos padres. Dos padres que, si podían evitarlo, nunca estaban en presencia del otro, que nunca entablaban una conversación más allá de lo que exigía el civismo y que nunca se ponían de acuerdo.
Uno era reservado, brusco y franco, e iba en una silla con grandes ruedas.
—Joven —le decía con dulzura—, de la misma manera en que te respetamos protegiendo nuestras mentes de ti y comportándonos de manera decente contigo, debes respetar a tus amigos absteniéndote de utilizar el poder que tienes en contra de nosotros. ¿Te parece razonable? ¿Lo entiendes? No quiero que hagas nada que no entiendas.
Su otro padre era radiante e inteligente y, durante aquellos primeros años, casi siempre estaba contento. Le daba besos y vueltas y la llevaba en brazos hasta la cama en el piso de arriba; su cuerpo era ardiente y electrizante, y cuando le tocaba el pelo era como satén cálido.
—¿Qué te ha estado enseñando Brocker? —preguntaba con una voz suave como la seda—. ¿Has estado practicando utilizar el poder que tienes contra los sirvientes? ¿Y contra los vecinos? ¿Y los caballos y los perros? Está bien que lo hagas, Fuego. Está bien y estás en tu derecho de hacerlo, porque eres mi preciosa hija y, como tal, tus derechos están por encima de los de la gente sencilla.
Fuego sabía cuál de los dos era su verdadero padre. Era al que llamaba «padre» en vez de «Brocker», y al que quería más desesperadamente, porque siempre estaba como si acabara de llegar o a punto de irse, y porque durante el tiempo que pasaban juntos ella dejaba de sentirse como un monstruo de la naturaleza. La gente del poblado o de su propia casa que la detestaba o la quería en exceso sentía exactamente lo mismo por Cansrel. La comida que se le antojaba y por la que se reían sus propias cocineras era la misma que se le antojaba a Cansrel, y, cuando este estaba en casa, las cocineras dejaban de reír. Cansrel podía sentarse con Fuego y hacer algo que nadie más podía: darle lecciones para mejorar las habilidades de su mente. Podían comunicarse sin decir una palabra, podían ponerse en contacto de una punta a otra de la casa. El verdadero padre de Fuego era como ella. De hecho, era la única persona en el mundo como ella.
Siempre le preguntaba lo mismo cada vez que llegaba:
—¡Mi querida monstruita! ¿Se ha portado alguien mal contigo mientras yo no estaba?
¿Portarse mal? Los niños le tiraban piedras por la calle. A veces le hacían la zancadilla, la abofeteaban y se burlaban de ella. Las personas que le tenían cariño le daban abrazos, pero los abrazos eran demasiado fuertes y tenían las manos demasiado sueltas.
Y, aun así, Fuego aprendió desde bien pequeña a responder que no a esa pregunta, a mentir y a proteger su mente de él para que no supiera que estaba mintiendo. Ese fue el principio de otro de sus desconciertos: que deseaba con todas sus fuerzas que viniera de visita, pero recurría a la mentira en cuanto llegaba.
A los cuatro años tenía un perro que había escogido de una camada nacida en la caballeriza de Brocker. Ella lo eligió y Brocker dejó que se lo quedara, porque el perro tenía tres piernas sanas y una que arrastraba, por lo que nunca serviría para trabajar. Era de color gris oscuro y tenía unos ojos brillantes. Fuego lo llamó Crep, la forma abreviada de Crepúsculo.
Crep era feliz y tontorrón. No tenía ni idea de que le faltaba algo que tenían otros perros. Era nervioso, daba saltos por todo y de vez en cuando tenía la tendencia de mordisquear a las personas a las que tenía cariño. Y no había nada que le provocara un frenesí mayor de emoción, preocupación, alegría y terror que la presencia de Cansrel.
Un día, en el jardín, Cansrel se abalanzó sobre Fuego y Crep de sopetón. Confundido, Crep dio un salto hacia Fuego y la mordió —más que mordisqueó— tan fuerte que la chica soltó un grito.
Cansrel fue corriendo hacia ella, cayó de rodillas y la tomó entre sus brazos, dejando que sus dedos sangraran por toda su camisa.
—¡Fuego! ¿Te encuentras bien?
Ella se aferró a él, porque por un momento Crep la había asustado. Pero entonces, cuando se le despejó la mente, vio y sintió cómo Crep se lanzaba contra un saliente de piedra afilada, una y otra vez.
—¡Para, padre! ¡Para! —Cansrel sacó un puñal del cinturón y se fue acercando al perro. Fuego chilló y trató de agarrarlo—. ¡No le hagas daño, padre! ¡Por favor! ¿No sientes que no era su intención?
Rebuscó en la mente de Cansrel, pero era demasiado fuerte para ella. Se aferró a sus pantalones, lo golpeó con aquellos puños pequeños y se echó a llorar. Ante aquello Cansrel se detuvo, volvió a guardar el puñal en el cinturón y se quedó ahí, con las manos en las caderas, furioso. Crep se fue cojeando, gimiendo y con el rabo entre las piernas. Y entonces Cansrel pareció cambiar; se agachó hasta donde estaba Fuego, la abrazó, la llenó de besos y susurró hasta que dejó de llorar. Le limpió los dedos a Fuego y se los vendó. La sentó para darle una lección sobre el control de las mentes de los animales. Cuando por fin la dejó ir, se fue corriendo a buscar a Crep, que había ido hasta su habitación y estaba acurrucado, desconcertado y avergonzado, en una esquina. Se lo subió al regazo. Intentó serenarle la mente para que la próxima vez fuera capaz de protegerlo.
A la mañana siguiente se despertó en silencio en vez de con el típico sonido de Crep cojeando fuera de su puerta. Estuvo buscándolo durante todo el día en sus terrenos y en los de Brocker, pero no pudo encontrarlo. Había desaparecido. Cansrel, fingiendo compasión, dijo:
—Supongo que se habrá escapado. Ya sabes que los perros hacen eso. Pobre criatura.
Conforme fueron pasando los años, las visitas de Cansrel fueron siendo menos frecuentes, pero duraban más, ya que los caminos eran peligrosos. A veces, cuando aparecía por la puerta después de varios meses, se traía a mujeres con él, o a los comerciantes que traficaban con sus animales y drogas, o con nuevos monstruos para sus jaulas. A veces, se pasaba toda la visita drogado por el veneno de alguna planta. Otras veces, cuando estaba sobrio, tenía cambios de humor, accesos de ira sombríos y arbitrarios, que pagaba con todos menos con Fuego. En otras ocasiones se mostraba tan lúcido y agradable como las notas altas que Fuego tocaba con la flauta. Temía sus llegadas, las invasiones estridentes, amables o disolutas que interrumpían su vida tranquila. Y tras cada una de sus visitas se encontraba tan sola que la música era lo único que le proporcionaba consuelo. Se lanzaba de cabeza a sus lecciones, sin importarle en ningún momento las veces en que su maestro se mostraba odioso o resentido por su habilidad floreciente.
Y Brocker nunca le ocultaba la verdad sobre Cansrel.
No te quiero creer, le decía mentalmente después de que le contara otra historia sobre algo que había hecho Cansrel. Pero sé que es verdad, porque el propio Cansrel me cuenta estas historias y nunca se muestra avergonzado. Para él son lecciones para que guíen mi propio comportamiento. Le preocupa que no utilice mi poder como un arma.
—¿Acaso no entiende lo diferente que eres de él? —preguntaba Brocker—. ¿Acaso no ve que estás hecha con un molde completamente distinto?
Fuego no podía describir la soledad que sentía cuando Brocker hablaba así. Cuánto deseaba en ocasiones que aquel vecino bueno, reservado y sencillo hubiera sido su verdadero padre. Deseaba ser como Brocker, estar hecha de su molde. Pero sabía lo que era y de lo que era capaz. Incluso después de haberse deshecho de los espejos, lo veía en los ojos de los demás, y sabía lo fácil que sería hacer que su propia vida miserable fuera un poco más agradable, de la manera en que lo hacía Cansrel todo el tiempo. Nunca le dijo a nadie, ni siquiera a Arco, lo mucho que la avergonzaba aquella tentación.
Cuando tenía trece años, las drogas mataron a Nax, y Nash, de veintitrés años, se convirtió en el rey de un reino que estaba patas arriba. Los arranques de ira de Cansrel se volvieron incluso más frecuentes. También sus periodos de melancolía.
Cuando tenía quince años, Cansrel abrió la puerta de la jaula que contenía a su monstruo leopardo de color azul medianoche, y se alejó de Fuego por última vez.