Larch solía pensar que, de no ser por su hijo recién nacido, jamás habría sobrevivido a la muerte de su esposa Mikra. En parte fue porque el niño necesitaba un padre vivo y funcional, que saliera de la cama por las mañanas y a duras penas aguantara el día; y en parte, por el niño en sí. Era un bebé muy simpático y tranquilo. Sus balbuceos y arrullos eran melodiosos y tenía los ojos de un color marrón intenso, como los de su difunta madre.
Larch era un guarda de caza en las tierras ribereñas de un noble de segunda en el reino de Montmar, al sureste. Cuando volvió a sus dependencias tras un día cabalgando, tomó al bebé de los brazos del aya casi con envidia. Sucio, apestando a sudor y caballos, acunó al niño contra el pecho, se sentó en la vieja mecedora de su esposa y cerró los ojos. A veces lloraba, y las lágrimas dibujaban rayas limpias sobre el rostro mugriento. Pero siempre lo hacía en silencio, para no perderse los sonidos que hacía la criatura. El bebé lo miraba. Sus ojos lo tranquilizaban. El aya dijo que era raro que un bebé tan pequeño tuviera una mirada tan penetrante.
—Un niño con ojos extraños. No es algo por lo que alegrarse —advirtió.
Preocuparse no estaba en la naturaleza de Larch; ya lo hacía el aya lo suficiente por ambos. Cada mañana examinaba los ojos del bebé, tal como era la costumbre tácita de todos los que tenían hijos en los siete reinos, y cada mañana respiraba más tranquila al confirmar que nada había cambiado, ya que la criatura que se acostara con ambos ojos del mismo color y se despertara con los ojos de dos colores era un graceling. Y en Montmar, como en la mayoría de los reinos, los bebés gracelings pasaban a ser propiedad del rey de inmediato. Sus familias rara vez los volvían a ver.
Llegó el primer aniversario del nacimiento del hijo de Larch y pasó sin que hubiera cambio alguno en sus ojos marrones, pero el aya no dejó de refunfuñar. Había oído historias de gracelings cuyos ojos habían tardado más de un año en asentarse. Y, fuera un graceling o no, la criatura no era normal. Llevaba un año fuera del vientre de su madre e Immiker ya podía decir su propio nombre. Hablaba con frases sencillas a los quince meses; dejó atrás su pronunciación de bebé al año y medio. Cuando comenzó a trabajar con Larch, el aya esperaba que los cuidados proporcionados le otorgaran un marido y un hijo fuerte y sano. Pero ahora el bebé, que conversaba como un adulto en miniatura mientras bebía de su pecho y que anunciaba con elocuencia cuándo necesitaba que le cambiaran las envolturas, le parecía espeluznante. Renunció a su puesto.
A Larch le alegró que aquella mujer amargada se marchara. Se fabricó un arnés para colgarse a la criatura del pecho mientras trabajaba. Se negaba a cabalgar en días de lluvia o frío, o a hacer galopar a su caballo. Trabajaba menos horas y se tomaba descansos para dar de comer a Immiker, acostarlo y limpiar los estropicios. El bebé parloteaba todo el rato, preguntaba por el nombre de las plantas y los animales, y se inventaba poemas tontos que Larch se esforzaba por escuchar, pues siempre le hacían reír.
—A los pajaritos les encanta arremolinarse en torno a las copas de los árboles, ya que su mente les dice que son pájaros —cantaba el niño, distraídamente, dando palmaditas en el brazo de su padre. Y luego, un momento después—: ¿Padre?
—Dime, hijo.
—A ti te encanta hacer las cosas que quiero que hagas, pues yo se lo digo a tu mente.
Larch se sentía inmensamente feliz. Era incapaz de recordar por qué la muerte de su esposa lo había entristecido tanto. Ahora veía que era mejor así: el niño y él, solos en el mundo. Empezó a evitar a la gente del lugar, pues su tediosa compañía lo aburría, y no veía por qué merecían compartir el regocijo que suponía la compañía de su hijo.
Una mañana, cuando Immiker tenía tres años, Larch abrió los ojos y se encontró a su hijo despierto, tumbado a su lado y mirándolo fijamente. Su ojo derecho era gris. El izquierdo, rojo. Larch se levantó rápidamente, aterrorizado y desconsolado.
—Te llevarán —le dijo a su hijo—. Te alejarán de mí.
Immiker parpadeó con tranquilidad.
—No lo harán, porque se te ocurrirá un plan para detenerlos.
Retener a un graceling y no entregárselo al rey era considerado un hurto real, y estaba castigado con pena de prisión y multas que Larch no podría pagar jamás. Aun así, la obligación de hacer lo que le dijo el niño se apoderó de él. Tendrían que cabalgar hacia el este, hacia las montañas rocosas de la frontera en las que apenas vivía nadie, y encontrar un camino de piedra o unos matorrales en los que pudieran esconderse. Larch era un guarda de caza, por lo que era capaz de rastrear, cazar, encender fuegos y construir refugios. Podía luchar contra los osos y los felinos, y construir un hogar para Immiker que nadie encontraría.
Immiker se mostró extraordinariamente tranquilo sobre su huida. Sabía lo que era un graceling. Su padre se imaginó que el aya se lo había contado. O puede que el propio Larch se lo hubiera explicado y luego se hubiera olvidado. Se había dado cuenta de que cada vez era más olvidadizo, de que había partes de la memoria que se le estaban cerrando, como habitaciones oscuras tras puertas que ya no podía abrir. Lo atribuyó a su edad, ya que ni él ni su esposa eran jóvenes cuando ella murió al dar a luz a su hijo.
—En alguna ocasión me he preguntado si tu gracia tiene algo que ver con el habla —le dijo Larch mientras cabalgaban por las colinas hacia el este, dejando atrás el río y su antiguo hogar.
—No —contestó Immiker.
—Por supuesto que no —dijo Larch, incapaz de explicarse por qué había pensado que así era—. Está bien, hijo, aún eres joven. Estaremos atentos. Esperemos que sea algo útil.
Immiker no respondió. Larch comprobó las riendas que sujetaban al niño frente a él en la silla de montar. Se inclinó para besar la coronilla dorada de Immiker y arreó al caballo para que continuara.
Una gracia era una habilidad particular que iba más allá de la capacidad de un ser humano normal. Una gracia podía tomar cualquier forma. La mayoría de los reyes tenían por lo menos a un graceling en la cocina, alguien capaz de hacer pan o vino de manera sobrehumana. Los reyes más afortunados contaban con soldados en sus ejércitos con habilidades especiales para la lucha con espada. Un graceling podía tener un oído increíblemente bueno, correr tan rápido como un puma, calcular grandes sumas mentalmente e incluso notar si la comida está envenenada. También había gracias que no servían para nada, como la habilidad de retorcer la cintura por completo o comer piedras sin que les sentara mal. Y luego había gracias inquietantes. Algunos gracelings veían acontecimientos futuros antes de que ocurrieran. Algunos podían meterse en las mentes de los demás y ver cosas que no eran de su incumbencia. Se decía que el rey septéntreo tenía un graceling que podía saber si una persona había cometido algún crimen alguna vez tan solo con mirarle a la cara.
Los gracelings eran herramientas de los reyes, nada más. No se creía que fueran naturales, y las personas que podían evitarlos lo hacían, tanto en Montmar como en la mayoría de los otros seis reinos. Nadie deseaba la compañía de un graceling.
Hubo un tiempo en el que Larch también tuvo esa actitud. Ahora veía que era cruel, injusta e ignorante, ya que su hijo era un niño pequeño normal que resultaba ser superior en muchos aspectos, no solo por su gracia —sin importar la que terminara siendo—. Razón de más para que Larch retirara a su hijo de la sociedad. No iba a mandar a Immiker a la corte del rey para que lo rechazaran, atormentaran y pusieran al servicio de lo que aquel quisiera.
No llevaban mucho tiempo en la montaña cuando Larch aceptó, a regañadientes, que se trataba de un lugar en el que era imposible esconderse. El problema no era el frío, aunque el otoño ahí era tan crudo como había sido el pleno invierno en las tierras del noble. Tampoco lo era el terreno, aunque los matorrales eran duros y afilados; todas las noches dormían sobre las piedras y no había ningún lugar en el que pudieran siquiera pensar en cultivar hortalizas o granos. El problema eran los depredadores. No hubo ni una semana en la que Larch no tuviera que defenderlos de algún ataque: pumas, osos, lobos; aves rapaces enormes, con la envergadura del doble de la altura de un hombre. Algunos de esos animales eran territoriales, todos ellos eran despiadados, y, conforme el invierno se iba acercando desoladamente hacia Larch e Immiker, todos estaban hambrientos. Un día un par de pumas se llevaron al caballo.
Por la noche, dentro del refugio lleno de espinas que Larch había construido con ramas y maleza, se traía al niño hacia la calidez de su abrigo y escuchaba atento los aullidos, las piedras que caían por la ladera, los chillidos que indicaban que un animal los había olido. Al primer indicio se colocaba al niño dormido en el arnés sobre el pecho, encendía una antorcha tan potente como le permitiera el combustible del que dispusiera, salía del refugio y se quedaba ahí, frenando el ataque con el fuego y la espada. A veces se quedaba ahí durante horas. Larch no dormía mucho.
Tampoco comía mucho.
—Te pondrás enfermo si sigues comiendo tanto —le dijo Immiker a Larch durante una cena mísera de carne de lobo fibrosa y agua.
Larch dejó de masticar inmediatamente, ya que si enfermaba lo tendría más difícil para defender al niño. Le cedió la mayor parte de su porción.
—Gracias por la advertencia, hijo.
Comieron en silencio durante un rato; Immiker se estaba atiborrando con la comida de Larch.
—¿Y si subiéramos más alto por las montañas y cruzáramos al otro lado? —preguntó Immiker.
Larch miró a los ojos dispares del niño.
—¿Es eso lo que crees que deberíamos hacer?
Immiker sacudió aquellos pequeños hombros:
—¿Podríamos sobrevivir al cruce?
—¿Crees que podríamos? —preguntó Larch, y luego se sacudió al escuchar su propia pregunta. El niño tenía tres años y no sabía nada sobre cruzar montañas. Que tanteara tan a menudo y tan desesperadamente la opinión de su hijo era una señal del cansancio que sentía Larch—. No sobreviviríamos —dijo, decidido—. No he sabido de nadie que haya conseguido cruzar las montañas hacia el este, ni aquí ni en Solánea o en Septéntrea. No sé nada acerca de las tierras que hay más allá de los siete reinos, solo sé de las historias que cuentan las gentes del este sobre monstruos de colores del arcoíris y laberintos subterráneos.
—Entonces tendrás que llevarme de vuelta hacia las colinas, padre, y esconderme. Debes protegerme.
Larch tenía la mente nublada, estaba cansado y muerto de hambre, pero le alcanzó un rayo de claridad, que fue la determinación para hacer lo que dijo Immiker.
La nieve caía conforme Larch decidía cómo bajar por una pendiente escarpada. Llevaba al niño enganchado dentro del abrigo; la espada, el arco y las flechas, algunas mantas y un paquete con trozos de carne, colgando de la espalda. Cuando en la distante cresta apareció una enorme ave rapaz marrón, con una envergadura de la longitud de un caballo, Larch tomó el arco con aire cansado. Pero el ave se abalanzó tan rápidamente que en un instante estaba demasiado cerca como para disparar. Agarró la espada con desesperación, pero se le resbaló la empuñadura y se le cayó. Por el suave silbido que hizo el acero sobre la nieve, supo que la había perdido por la pendiente. Larch se alejó a trompicones del ave, se cayó y sintió cómo se deslizaba hacia abajo. Puso los brazos delante de sí mismo para proteger al niño, cuyos gritos se oían por encima de los chillidos del ave:
—¡Protégeme, padre! ¡Tienes que protegerme!
De repente, la pendiente que había bajo la espalda de Larch cedió y empezaron a caer por la oscuridad. Una avalancha, pensó Larch, aturdido; toda pizca de valor dentro de su cuerpo seguía centrada en proteger al niño bajo su abrigo. Chocó con el hombro contra algo puntiagudo y sintió que se le desgarraba la carne; sintió humedad y calidez. Era extraño precipitarse de aquella manera. La caída fue embriagadora, vertiginosa, como si fuera vertical. Una caída libre. Y justo antes de quedar inconsciente, Larch se preguntó si estarían cayendo a través de una montaña hacia el fondo de la tierra.
Larch se despertó doblado sobre sí mismo, desquiciado, pensando una sola cosa: Immiker. El cuerpo del niño no estaba en contacto con el suyo, y las correas colgaban de su pecho, vacías. Larch se tocó alrededor, gimoteando. Estaba oscuro. La superficie sobre la que estaba tumbado era dura y lisa, como el hielo o el fango. Se movió para ver hasta dónde alcanzaba y de repente gritó, sin coherencia, por el dolor que le recorría el hombro y la cabeza. La garganta se le inundó con náuseas. Luchó contra ellas y se volvió a quedar quieto, tumbado, sin poder contener el llanto, diciendo el nombre del niño entre gemidos.
—No pasa nada, padre —dijo la voz de Immiker, muy cerca de él, a sus espaldas—. Deja de llorar y levántate.
Los llantos de Immiker se convirtieron en sollozos de alivio.
—Levántate, padre. He estado explorando y hay un túnel. Tenemos que irnos.
—¿Estás herido?
—Tengo frío y estoy hambriento. Levántate.
Larch intentó elevar la cabeza y lanzó un grito. Casi se desmaya.
—Es inútil. El dolor es demasiado fuerte.
—El dolor no es tan fuerte como para que no te puedas levantar —dijo Immiker y, cuando Larch volvió a intentarlo, se dio cuenta de que el niño tenía razón. Era insoportable y vomitó un par de veces, pero no era tan terrible como para que no pudiera apoyarse sobre las rodillas y el brazo herido y arrastrarse por la superficie gélida detrás de su hijo.
—¿Dónde…? —jadeó y dejó la pregunta a medias. Le costaba demasiado.
—Nos hemos caído por una grieta en la montaña —dijo Immiker—. Nos resbalamos. Hay un túnel.
Larch no lo entendía, y le requería tanta concentración el seguir hacia delante que dejó de intentarlo. El camino era resbaladizo y cuesta abajo. El lugar al que se dirigían era ligeramente más oscuro que el sitio del que provenían. La silueta pequeña de su hijo se escabulló por la pendiente que tenía enfrente.
—Hay una caída —dijo Immiker, pero Larch tardó tanto en comprenderlo que antes de eso ya se había caído rodando por una cornisa con las rodillas por encima del cuello.
Aterrizó sobre la cabeza y el hombro herido, y por un momento perdió el conocimiento. Despertó con una brisa fresca y un olor a humedad que le daban dolor de cabeza. Estaba en un lugar estrecho, embutido entre paredes cercanas. Intentó articular las palabras para preguntar si su caída había lastimado al niño, pero solo consiguió soltar un gemido.
—¿Por dónde? —preguntó la voz de Immiker, pero Larch no sabía a qué se refería y volvió a gemir. La voz de Immiker sonó cansada e impaciente—: Ya te lo he dicho, es un túnel. He tanteado las paredes en ambas direcciones. Elige el camino, padre. Sácame de aquí.
Ambos lados estaban poco iluminados y húmedos por igual, pero si el niño creía que era lo mejor, Larch tenía que escoger uno de ellos. Se movió con cuidado. La cabeza le dolía menos cuando recibía el viento de cara que cuando le daba la espalda. Esto hizo que se decidiera: irían caminando hacia la fuente de la brisa.
Y así, después de cuatro días sangrando, dando traspiés y pasando hambre, después de cuatro días en los que Immiker le recordaba repetidamente que se encontraba lo bastante bien como para seguir caminando, salieron del túnel, no hacia la luz de las laderas de Montmar, sino hacia la luz de una tierra extraña al otro lado de las cumbres de Montmar. Una tierra al este de la que ninguno de los dos había oído hablar excepto por los relatos absurdos que se contaban durante las cenas en Montmar, cuentos de monstruos de colores del arcoíris y laberintos subterráneos.
A veces Larch se preguntaba si el golpe que se había dado en la cabeza el día que cayó por la montaña le había causado algún daño en el cerebro. Cuanto más tiempo pasaba en aquella nueva tierra, más luchaba contra una nubosidad que se cernía al margen de su mente. La gente aquí hablaba de manera distinta y a Larch le costaba entender aquellas palabras y sonidos extraños. Dependía de Immiker para que le tradujera las cosas. Conforme fue pasando el tiempo, empezó a depender de él para que le explicara muchísimas cuestiones.
Aquella tierra era montañosa, tormentosa y escabrosa. Su nombre era Los Valles. Ahí vivían variedades de animales que Larch había conocido en Montmar. Eran animales normales con un aspecto y unos comportamientos que Larch entendía y reconocía. Pero en aquellas tierras también vivían criaturas asombrosas y llenas de colores a las que las gentes vallenses consideraban monstruos. Lo que los identificaba como tales eran los colores extraños que tenían, ya que por lo demás, en cuanto al aspecto físico, eran como los animales normales vallenses: tenían la forma de los caballos y las tortugas vallenses, de los pumas, de las aves rapaces, las libélulas y los osos, pero eran de una gama de colores fucsia, turquesa, bronce o verde iridiscente. En Los Valles, un caballo gris moteado era un caballo; uno del color naranja del atardecer era un monstruo.
Larch no entendía a aquellos monstruos. Los monstruos con forma de ratones, moscas, ardillas, peces y gorriones eran inofensivos. Pero los más grandes, los que se comían a los hombres, eran sumamente peligrosos, mucho más que sus equivalentes animales. Ansiaban la carne humana y estaban desesperados por la carne de otros monstruos. También parecían estar desesperados por la carne de Immiker, y en cuanto fue lo bastante mayor como para estirar la cuerda de un arco, el niño aprendió a disparar. Larch no estaba seguro de quién le había enseñado.
Parecía que Immiker siempre tenía a alguien, a un hombre o a un muchacho, que lo protegía y ayudaba con una cosa u otra. Nunca era la misma persona. Los antiguos siempre desaparecían para cuando Larch se había aprendido sus nombres, y entonces los reemplazaban otros nuevos.
Larch ni siquiera estaba seguro de dónde provenían aquellas personas. Él vivía con Immiker en una casa pequeña. Luego se fueron a una casa más grande, luego a otra aún más grande, en un claro rocoso a las afueras de un poblado. Algunos de los hombres de Immiker provenían de ahí, pero otros parecían salidos de grietas en las montañas y en la tierra. Esas gentes extrañas, pálidas y del subsuelo, le trajeron medicamentos a Larch. Le curaron el hombro.
Se enteró de que había un par de monstruos con forma humana en Los Valles, con el cabello de un color intenso, pero nunca los vio. Fue lo mejor, ya que Larch era incapaz de recordar si los monstruos humanos eran amigables o no y, por lo general, no podía defenderse contra los monstruos. Eran demasiado hermosos. Su belleza era tan extrema que siempre que Larch se encontraba cara a cara con uno de ellos, la mente se le vaciaba y el cuerpo se le helaba, e Immiker y sus amigos tenían que defenderlo.
—Es lo que hacen, padre —le explicaba una y otra vez Immiker—. Es parte de su poder y de su esencia de monstruo. Te aturden con su belleza y luego se apoderan de tu mente y te vuelven estúpido. Debes aprender a proteger tu mente de ellos, igual que he hecho yo.
A Larch no le cabía duda de que Immiker tenía razón, pero seguía sin entenderlo.
—¡Qué idea más horrorosa! ¡Una criatura con la habilidad de apoderarse de la mente de alguien! —dijo.
Immiker estalló en una risa encantadora y echó el brazo por encima de su padre. Larch seguía sin comprenderlo, pero las muestras de cariño de Immiker eran poco comunes y siempre lo desbordaban con una felicidad tonta que anulaba la incomodidad que le causaba aquella confusión.
En las pocas ocasiones en que estaba lúcido, Larch estaba seguro de que, conforme Immiker se había ido haciendo mayor, él mismo se había vuelto más tonto y olvidadizo. Su hijo le había explicado una y otra vez la inestable política que había en aquella tierra, las facciones militares que la dividían y el mercado negro que florecía en los pasadizos subterráneos que la conectaban. Había dos nobles vallenses, Mydogg en el norte y Gentian en el sur, que estaban intentando poner a sus imperios en el mapa y birlarle el poder al rey vallense. En el punto más septentrional había una segunda nación llena de lagos y picos montañosos llamada Píquea.
No había manera de que le quedase claro a Larch. Tan solo sabía que ahí no había gracelings y que nadie le arrebataría a su hijo con ojos de dos colores.
Ojos de dos colores. Immiker era un graceling. En ocasiones Larch pensaba sobre ello, cuando tenía la mente lo bastante clara como para reflexionar. Se preguntaba cuándo aparecería la gracia de su hijo.
En los momentos de mayor claridad, que solo ocurrían cuando Immiker lo dejaba a solas durante un buen rato, Larch se preguntaba si ya habría aparecido.
Immiker tenía aficiones. Le gustaba jugar con monstruos pequeños. Le gustaba atarlos y despellejarles las garras, las escamas de colores vívidos, los mechones del pelaje y las plumas. Un día, durante el décimo año del niño, Larch se encontró a Immiker rebanando tiras del estómago de un conejo del color del cielo.
Incluso sangrando, temblando y con los ojos desorbitados, a Larch el conejo le pareció precioso. Miró fijamente al animal y se olvidó de por qué había ido a buscar a Immiker. Qué triste era ver que hirieran por diversión a algo tan pequeño e indefenso, algo tan hermoso. El conejo empezó a hacer ruidos horrorosos, a emitir chillidos de pánico, y Larch se vio a sí mismo lloriqueando.
Immiker lanzó una mirada a Larch:
—No le hace daño, padre.
Inmediatamente, al saber que el monstruo no sufría dolor, Larch se sintió mejor. Pero entonces el conejo soltó un gemido muy pequeño y desesperado, y Larch se sintió perplejo. Miró a su hijo. El muchacho estaba sosteniendo un puñal que goteaba sangre ante los ojos del animal, que estaba temblando, y le sonreía a su padre.
En alguna parte, en las profundidades de la mente de Larch, se reveló una punzada de sospecha. Se acordó de por qué estaba buscando a Immiker.
—Se me ha ocurrido algo sobre la naturaleza de tu gracia —dijo lentamente.
Immiker batió los ojos de manera calmada y se dirigió con cuidado hacia Larch:
—¿Ah, sí?
—Dijiste que los monstruos se apoderan de mi mente con su belleza.
Immiker bajó el cuchillo e inclinó la cabeza mirando a su padre. Había algo extraño en el rostro del muchacho. Larch pensó que era incredulidad y una sonrisa extraña y entretenida, como si estuviera jugando a algo a lo que estaba acostumbrado a ganar, pero esta vez hubiera perdido.
—A veces creo que te apoderas de mi mente con tus palabras —dijo Larch.
La sonrisa de Immiker se ensanchó y entonces empezó a reírse. Aquella risa puso tan contento a Larch que él también empezó a reírse. ¡Cuánto quería a este muchacho! El amor y la risa le salían a borbotones, y cuando Immiker fue caminando hacia él, Larch estaba con los brazos bien abiertos. Immiker le perforó el estómago con el puñal. Larch cayó al suelo como una piedra.
Immiker se inclinó sobre su padre.
—Ha sido un placer —dijo—. Echaré de menos tu devoción. Ojalá fuera tan fácil controlar a todos como lo he hecho contigo. Ojalá todos fueran tan estúpidos como tú, padre.
Era extraño estar muriendo. Era algo frío y vertiginoso, como la caída por las montañas de Montmar. Pero Larch sabía que no estaba cayendo por aquellas montañas. Durante la muerte supo claramente, por primera vez en años, dónde se encontraba y qué estaba sucediendo. Lo último que pensó fue que no había sido la estupidez lo que había permitido que su hijo lo hechizara tan fácilmente con sus palabras, sino el amor. El amor de Larch le impidió reconocer la gracia de Immiker, porque incluso antes de su nacimiento, cuando Immiker no era más que una promesa dentro del vientre de Mikra, ya había hechizado a Larch.
Quince minutos más tarde, el cuerpo de Larch y su hogar estaban incendiados, e Immiker se encontraba a lomos de su potro, abriéndose paso por las cuevas hacia el norte. Era un alivio seguir adelante. En los últimos tiempos, su entorno y sus vecinos se habían vuelto tediosos, y él estaba inquieto, listo para algo más.
Decidió marcar aquella nueva etapa en su vida cambiando de nombre, pues el que tenía le parecía estúpido y sentimental. Las gentes de aquella tierra pronunciaban el nombre de Larch de una manera rara, y a Immiker siempre le había gustado cómo sonaba. Se cambió el nombre a Leck.
Pasó un año.