Rodrigo caminó más rápido, escudriñando las filas afuera de los clubes nocturnos de la Zona Rosa. Era casi medianoche, le dolía la cabeza y necesitaba un cigarro.
La culpa era del chico.
Rodrigo nunca se había sentido como un Renfield estereotípico o, como lo pronunciaban los pendejos de clase baja que no sabían hablar inglés, Renfil. Sí, había visto cómo los vampiros jóvenes trataban a sus asistentes y no, no todos eran amables con ellos. Pero Godoy tenía clase, hacía las cosas bien. Y sin embargo… Rodrigo era educado, refinado, eficaz, y aun así el señor Godoy sentía la necesidad imperiosa de enviar a su hijo con él, un vampiro que tenía más dientes que sentido común. Godoy confiaba en Rodrigo. Pero quizás no tanto.
El señor Godoy insistió en que alguien de la familia debía ir con el grupo, haciendo quedar a Rodrigo como un niño pequeño en lugar de como un hombre adulto. Y cuando las cosas se enrarecieron en Guadalajara, no dejaron atrás a Júnior. Rodrigo no había querido traer a Nicolás, El Nick, a Ciudad de México, no solo porque era un lío meter clandestinamente a un vampiro a Ciudad de México, sino también porque el pendejo le parecía insufrible.
Luego, para colmo, La Bola —que era enorme, pero no demasiado brillante, uno de los matones más jóvenes que se llevaba bien con Nick— no había vigilado al chico como le habían dicho, y ahora Nick estaba vagando por la Zona Rosa por su cuenta. Diez subespecies de vampiros y Rodrigo tenía en sus manos una de las más peligrosas. Ni qué decir que Nick era joven. Podía meterse en todo tipo de problemas. A menudo lo hacía. Pero no estaban en su territorio; las reglas del juego eran diferentes.
Rodrigo chocó con un hombre que repartía folletos anunciando «siete bailarines semivírgenes» en el escenario y lo empujó a un lado. La Zona Rosa había sido famosa como zona gay y todavía quedaban muchos clubes gay, pero desde finales de los 90 una buena parte se había transformado en la Pequeña Seúl, con una multitud de cibercafés, restaurantes y clubes dirigidos a los coreanos, que dominaban las calles alrededor de Florencia. También había algunos clubes para hombres, algunos más elegantes que otros, y muchos clubes nocturnos, tanto coreanos como mexicanos, varios de ellos adornados con la bandera del arco iris, que los identificaba como zonas que acogían a la comunidad LGTB. Estaba de moda entre ciertos heterosexuales jóvenes de Ciudad de México bailar en los clubes LGTB, aunque los coreanos no eran populares entre los forasteros.
La Zona Rosa siempre pareció un poco en decadencia; desde los años 80 fue perdiendo su lustre cuando los salones de masaje empezaron a sustituir a las galerías de arte. La gente más rica y a la moda bailaba en Polanco o Santa Fe y evitaba estos viejos clubes, que eran francamente un poco sórdidos. Pero los chicos de las colonias cercanas no conocían nada mejor, los otros clubes estaban lejos y no habrían podido entrar a El Congo aunque hubieran querido, así que hacían cola en los clubes de la Zona, donde pocos seguratas revisaban las identificaciones, alegres y listos para una noche de farra.
Los letreros de neón brillaban, parpadeando en blanco, rojo y verde. Los temas de los clubes eran desenfrenadamente diferentes. Uno apostaba por el Salvaje Oeste, otro intentaba una nave espacial, el tercero un rosa kitsch. Rodrigo cruzó una calle, esquivando a dos Cronengs que estaban pidiendo limosna. Se abrió paso a codazos entre un grupo de adolescentes.
Rodrigo finalmente lo vio. Nick estaba charlando con una chica que hacía cola en la puerta de un antro corriente llamado Bananas, con un plátano de neón resplandeciente que parpadeaba para indicar su ubicación.
—Nick —dijo Rodrigo.
El chico giró la cabeza, con cara de aburrimiento. Tenía la apariencia y la fanfarronería naturales de su tipo con la mala actitud a juego. Su ropa era impecable y cara. Llevaba lentes de sol y una sonrisa de complicidad, siempre afilada en los bordes.
Un chico guapo. Su familia era hermosa. Demasiado hermosa. Había oído hablar del extraño valle. Esa sensación que tiene la gente cuando ve rostros generados por computadora que se aproximan a los rasgos humanos realistas, aunque de forma imperfecta, lo que provoca un sentimiento profundamente arraigado de repulsión porque la ligera imperfección indica que hay algo malo. Eso es exactamente lo que inspiraban los tipos como Nick. La sensación de que algo iba muy mal. Era esa pequeña parte del cerebro humano tratando de advertirte, gritando «¡huye!». Pero en cuestión de una fracción de segundo, como un fotograma erróneo, te sometían el encanto y la sonrisa de los vampiros.
—Hora de irse.
Por un momento Rodrigo dudó de que Nick fuera a venir, pero entonces el chico se alejó de la muchacha y se dirigió a su lado, quitándose los lentes de sol. Dios, eran los ojos los que podían con él. Rodrigo no les tenía miedo a los vampiros. Llevaba años trabajando para ellos y —salvo un par de especies— se parecían a los humanos, al menos la mayor parte del tiempo y en su mayoría. Y la sensación, esa persistente sensación de peligro que los acompañaba, se había acostumbrado a ella. Pero los ojos, eran los ojos lo que le molestaba de los chicos como Nick, los ojos a los que nunca pudo acostumbrarse. Eran muy grandes, sus pupilas se dilataban hasta parecer que el vampiro acababa de regresar de una visita al optometrista. Era un pequeño detalle, sin duda, algo que la mayoría de la gente podría no captar, pero vaya que esos ojos con las pupilas dilatadas le daban a Rodrigo un mal presentimiento.
Se tragó su consternación, como siempre hacía, la hizo a un lado.
—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó Rodrigo.
—Nada —dijo Nick—. Aquí no se puede cazar.
No con las cuadrillas del departamento de higiene barriendo la ciudad. Los sobornos podían comprar casi cualquier cosa en el norte, pero esto no era el norte. Esta era la Ciudad de México de siempre, la que había caído ante los españoles pero que no se rendiría ante los vampiros. Rodrigo no tenía tiempo para enterrar un cadáver por este niño malcriado. Y si Nick no pretendía beber y matar, si lo que pretendía era beber y obtener el control de un humano —ese desagradable truco que a los Necros les gustaba hacer—, bueno, eso tampoco iba a suceder. Era demasiado arriesgado.
—¿Quién ha hablado de cazar?
—No me digas sandeces, niño bonito —dijo Rodrigo.
El cartel de neón con el plátano parpadeó de amarillo a verde y luego de nuevo a amarillo. Nick le lanzó una sonrisa que mostraba todos los dientes.
—¿Y si estuviera cazando? Esta gente no es nadie.
—Aun así esa gente puede llamar a la policía. Si tienes hambre podemos volver al departamento y abrir una de las bolsas de sangre —le recordó Rodrigo al chico.
—Beber esa sangre es como beber pipí.
—No puedo hacer nada al respecto.
—Deberíamos capturar a esa puta —dijo Nick mientras jugueteaba con sus lentes de sol, se lo pensaba y se los volvía a poner.
—Podría hacerlo si no hubieras salido del departamento sin escolta. Esto es Ciudad de México.
—No necesito escolta. Dame un cigarro —dijo Nick, chasqueando los dedos.
Maldito imbécil, pensó Rodrigo, pero sacó los cigarros. Gauloises. Nunca fumaba otra cosa. Los cigarros más ligeros, al estilo estadounidense, eran para mariquitas. O fumabas tabaco oscuro o te ibas a casa. Rodrigo fumaba tabaco oscuro y mucho.
Sacó dos cigarros y prendió una cerilla encendiendo ambos y entregándole uno a Nick. Nick dio una calada, echó un último vistazo a la fila de jóvenes y se encogió de hombros.
—Bien, volvamos al departamento —dijo Nick.
Tuvieron que caminar varias cuadras, de vuelta en dirección al Parque España. Se detuvieron en una licorería porque Nick quería alcohol. Los del tipo de Nick —Necros, aunque los bromistas los llamaban «Necros nacos», los vampiros corrientes— bebían como si estuviera pasando de moda. Algo relacionado con los endofenotipos, pero Rodrigo no era biólogo.
Fiel a su herencia, Nick metió media docena de botellas de vodka en una cesta verde. También quería absenta, pero no cualquier absenta. Absenta checa, con la fórmula original, con auténtico ajenjo. No tenían, y parecía que a Nick le iba a dar un ataque. Rodrigo lo convenció de que se llevara dos botellas de whisky y le dijo que le buscaría absenta más tarde.
Cuando entraron al departamento encontraron a La Bola comiendo pollo frito y jugando a videojuegos. Se chupó los dedos y los saludó con la mano.
—¿Dónde están Colima y Nacho? —preguntó Rodrigo nada más cerró la puerta.
—Han ido a buscar a esos primos que mencionaron. Para ayudar con el trabajo.
Rodrigo solo había traído a tres sicarios con él. Necesitaba unas cuantas manos extra para que lo ayudaran. No sería difícil reclutar a algunos pistoleros más. Nacho y Colima tenían parientes aquí, ávidos de una oportunidad, de un billete de vuelta al norte. Estos matones eran baratos y fáciles de conseguir. Podría habérsela jugado con la gente que tenía, pero Rodrigo no quería arriesgarse. Aunque Atl estaba sola, seguía siendo una vampiresa y ya les había dado batalla. Por supuesto, Rodrigo tenía a Nick, pero Nick era joven y no estaba precisamente entrenado para una tarea así. Había perdido a la chica cuando estaban en Jalisco; se le había escapado de las manos a pesar de su pose de macho. Apenas importaba cuán grandes fueran tus colmillos si tu presa podía burlarte y propinarte un buen puñetazo en la cara, rompiéndote algunos de esos afilados dientes. Él se curaba rápido: los vampiros como Nick eran como tiburones y siempre había un diente detrás del que se acababa de caer. Cuando estaban enfadados, sus fauces eran un espectáculo aterrador, pero los hechos eran los hechos. Nick había sido burlado por una chica.
—Me pregunto qué traerán —dijo Nick—. Colima y Nacho son alimañas. Me caía bien Justiniano.
—Justiniano está muerto y las alimañas cumplen su cometido.
Nick tomó una de las botellas y la abrió. Se sentó en el sofá y comenzó a beber directamente de la botella, y el vodka le goteó por la barbilla.
—Ven —dijo Rodrigo, haciendo un gesto a La Bola.
Se dirigieron de la sala de estar al estudio. Rodrigo tenía dos departamentos, uno en Sinaloa y este otro. De los dos, el de Ciudad de México era el más espléndido, aunque lo visitara poco. Tenía más estilo, más cosas, era más suyo. Era grande, con techos altos. Los muebles tenían un aspecto monocromático, todo en blanco y negro, aunque él añadía toques de color con varios cuadros de gran tamaño que colgaban de las paredes.
El estudio era muy parecido. Un enorme escritorio, un par de sillas cómodas y sus libros raros en exhibición. Los libros electrónicos podrían ser fáciles de comprar, pero Rodrigo era un coleccionista, no un consumidor. Esto, pensó, era lo que lo diferenciaba de los señores vampiros —Dios, la afrenta de estos narcotraficantes de autodenominarse «señores»—, que derrochaban su dinero sin gusto. Rodrigo tenía gusto. Tenía estilo.
No podía decir lo mismo de los demás.
—Siéntate —ordenó Rodrigo.
La Bola se sentó en una de sus sillas de cuero fino. Mientras que Rodrigo era bajo y delgado, La Bola era un hombre alto y fornido. A pesar de su diferencia de volumen, La Bola miró a Rodrigo dócilmente.
En cuanto La Bola se sentó, Rodrigo se acercó a él y le dio un puñetazo en la cara.
—Idiota, ¿no te dije que vigilaras al chico?
—¡Y lo hice, Rodrigo! Pero es el hijo del señor Godoy. No puedo simplemente…
—Enciérralo en su cuarto si es necesario. ¿Qué crees que dirá el señor Godoy si a su hijo lo recoge el departamento de higiene?
—Dijo que solo iba a coger —refunfuñó La Bola.
—Despierta, imbécil. ¿Cuánto tiempo llevas entre vampiros, eh? ¿Tres años?
La Bola levantó un par de dedos.
—Dos.
—Deberías saberlo, imbécil. Coger nunca es solamente coger. No para Nick. No debería haber convencido a tu padre para que te dejara trabajar para mí.
—Lo siento, Rodrigo.
—Solo vigílalo como es debido.
—Lo haré —murmuró La Bola mientras se frotaba la cara—. Este… Rodrigo, ¿tu contacto sabe algo de la chica?
—No —dijo Rodrigo, irritado—. Pero estuvo en Toluca. Lo he confirmado. Lo que significa que está aquí. En algún lugar.
—¡Oye, Rodrigo! ¡Quiero pizza!
Nick. Seguramente se estaba zampando su segunda botella y se moría por algo de comida grasienta.
—Ve a ocuparte de él —le dijo Rodrigo a La Bola en voz baja.
La Bola agachó la cabeza y se apresuró a volver a la sala de estar.
Rodrigo estiró los brazos y se alisó el traje, deteniéndose a comprobar sus gemelos de esmalte negro. Se miró en el gran espejo dorado de cuerpo entero que adornaba la pared sur del despacho. Pelo gris y ralo, con raya en medio. Una red de arrugas grabada en el rostro. Los dientes se le estaban volviendo amarillos lentamente. Sí, se estaba haciendo viejo. Tal vez demasiado viejo para estos juegos. Incluso un matón al servicio de vampiros merece una pensión y una jubilación tranquila.
Se iría a vivir a algún lugar soleado. En algún lugar donde nunca tuviera que ver la cara de otro chupasangre. Ya había matado suficientes para Godoy.
Solo una más, pensó. Solo esa maldita chica. ¿Cuánto tiempo puede seguir huyendo, de todos modos?