Debería haberlo matado. Debería haberlo vaciado entero, haberle roto el cuello.
¿Y luego qué haría con un cadáver, meterlo en el refrigerador?
No tenía ni la más mínima idea sobre cómo deshacerse de un cuerpo.
Izel lo habría sabido. Ocoxochitl Izel Iztac, Primogénita, Dama de las Flores Fragantes. La brillante promesa de su clan. Todos la llamaban Izel porque era «la única», la niña preciosa. Atl había sido una consideración secundaria desde el día en que nació. Atl de los Iztac. Atl la Segunda Hija.
Atl que no podía hacer nada bien.
Ella no era Izel y no podía obsesionarse con esto. Había hecho lo que había hecho. El chico viviría. Déjalo así. Ningún asesinato. No habría sido honorable de todos modos, no era un enemigo armado, ni el miembro de un clan rival. Tal vez, considerando eso, Izel habría estado de acuerdo en que era mejor dejarlo ir.
Pero tú no tienes honor, le susurró al oído una voz molesta que sonaba como Izel. La culpa hablaba con la voz de su hermana.
Atl dejó de rascar la cabeza del perro y abrió la ventana del cuarto, dejando entrar el aire de la noche. Se sintió fuerte. Alerta. Alocada y rebosante de energía. Pensó en desplegar las alas, en escabullirse por los tejados.
Era demasiado peligroso. Todo era demasiado peligroso en esta ciudad. Echaba de menos el norte y el desierto con sus interminables cielos oscuros, la frialdad de sus noches contra su piel.
Los Tlāhuihpochtin se habían desplazado por México a lo largo de los siglos, a lo largo y a lo ancho del país, inquietos, probablemente nómadas al principio. Su lugar exacto de origen era impreciso. Tal vez habían vagado por Baja California, junto al mar, pero el Bolsón de Mapimí también escondía rastros de sus antepasados. Con el tiempo habían entrado en contacto con los aztecas, mucho antes de la fundación de Tenochtitlán y del establecimiento de su imperio. Pero aunque la ciudad de los canales, con sus montañas y volcanes, había sido una cómoda morada durante algunos siglos, volvieron al desierto, regresaron al norte. Y aunque se alejaran de sus tierras ancestrales, el recuerdo de los cirios y las yucas y el cielo negro como la boca del lobo sobre la tierra árida no los abandonó. La madre de Atl nació en Sinaloa en 1895 y, aunque vivió en Ciudad de México por varias décadas, nunca olvidó el norte. Tampoco Atl, nunca, pasara lo que pasare.
Atl se sentó junto a la ventana, tratando de permanecer quieta, con su taza de té entre las manos. Tomó un sorbo e hizo una mueca. No estaba bien. Volvió a la cocina en busca de terrones de azúcar. Los encontró y descubrió que las hormigas del otro día habían vuelto y se estaban comiendo los terrones que había dejado afuera.
Aplastó a las hormigas con la palma de la mano, aunque probablemente no sirviera de nada. Si habían logrado entrar una vez, volverían a hacerlo.
Se metió dos terrones de azúcar en la boca y se preguntó qué haría con esa plaga. Repelente de hormigas. ¿Cuál era un buen repelente de hormigas? ¿Vinagre? Tal vez. Canela. No le gustaba el olor. ¿Pimienta? Creía que a las hormigas no les gustaba la pimienta. Salvo por los terrones de azúcar, algunas bebidas, sus bolsitas de té y una bolsa de comida para perros, su cocina estaba vacía.
Atl suponía que debía pasar por el supermercado para comprar pimienta. También podría comprar comida. Latas de atún y verduras. Cereales. Ella no se lo comería. Era para aparentar. En caso de que tuviera visitas, como esa noche. No era que planeara tener muchas visitas. No se alojaba en el más elegante de los edificios. Pero eso significaba más redadas del departamento de higiene. Si se producía una redada, mirarían a su alrededor para asegurarse de que no estuviera escondiendo sustancias ilícitas o para ver si podían robar algo. Podía imaginarse a un trabajador del departamento de higiene curioso revisando los cajones de la cocina y encontrándolos vacíos; eso sería un poco sospechoso. Podía imaginarse al trabajador mirándola fijamente. Una mujer joven, sola, sin identificación y sin comida. Acento del norte. Déjame comprobar… ¡caramba!, la temperatura corporal de esta mujer no está bien.
Tal vez no la identificaría como una vampiresa. Tal vez el curioso trabajador del departamento de higiene pensaría que era una drogadicta o una Croneng. Había montones de personas con la enfermedad de Croneng corriendo por ahí en estos días. Era un virus que hacía que los humanos tuvieran hemorragias nasales y les provocaba llagas, lo cual estropeaba el suministro de sangre, de modo que ahora, además de los cánceres, las enfermedades de transmisión sexual, el sida y la tuberculosis, los vampiros tenían que estar pendiente de su comida para asegurarse de que no estuviera contaminada por esta nueva enfermedad. Vomitar sangre sucia no era divertido.
Había oído que la gente culpaba a los vampiros de esto, diciendo que lo habían causado ellos, lo cual era ridículo, pero a los humanos les había dado por culpar a los vampiros de todo últimamente. En la Edad Media —cuando su especie aún estaba medio oculta tras los mitos y la superstición— algunos pensaban que los vampiros habían causado la peste. No fue así, aunque la peste bubónica sí ayudó a expandir el alcance y el poder de los Necros. Los Necros, al igual que los Nachzehrers alemanes, cuando estaban en apuros podían alimentarse de carroña, algo impensable para otros vampiros. Encontraron un abundante suministro de cadáveres en Europa mientras que otros vampiros pasaban hambre, privados de un suministro de sangre limpia. La patraña de que a los vampiros les gustaban las vírgenes núbiles tal vez se originó por la sensibilidad de los vampiros a la sangre contaminada. Si tenían una virgen en sus manos, podían evitar beber la sangre de un sifilítico. Pero como las ETS no eran las únicas enfermedades horribles que portaban los humanos, eso no proporcionaba mucha protección contra nada.
El chico había comentado su falta de muebles. Los muebles podían explicarse por una mudanza reciente, pero la falta de comida… sí, debía hacer algo al respecto.
Atl suspiró y guardó los terrones de azúcar.
Le resultaba difícil pensar en esas cosas. No estaba acostumbrada a mantener las apariencias. Nunca había tenido que hacerlo. En el norte, Atl tenía a su madre, a su hermana y a huestes de sirvientes que la cuidaban. El norte era como una gran herida que rezuma y los vampiros bebían de ella libremente. Ciudad de México… no era amigable con su especie. Pero se había quedado sin opciones.
Esto era todo. Su refugio seguro.
Sin embargo, odiaba el departamento. Odiaba el color de sus paredes y los arañazos en la mesada de la cocina, la suciedad antigua que manchaba los azulejos del baño y la forma en que sonaban las tuberías. Odiaba su olor, el olor de toda la ciudad. A suciedad. Cuando llovía, olía a basura húmeda, y llovía constantemente. El hedor era peor en el metro, pero se obligó a aguantarlo. Carecía de licencia de conducir y de identificación, de ninguna manera podía conducir. Los taxis eran una opción, pero le daba miedo subirse a un vehículo desconocido. Ahí no había lugar para huir. Era mejor hacerle frente al metro, caminar por las sucias calles con su paraguas. Y lo había encontrado a él en el metro, en todo caso, así que algo bueno había sacado de allí.
Domingo.
Atl volvió a preguntarse si había tomado la decisión correcta. Su instinto y su educación la obligaban a arrastrar su comida hasta su guarida, pero aún no sabía si esto era prudente, si la forma en que lo había manejado era tonta o eficiente. Y, sin embargo, ¿qué alternativa tenía? Si se hubiera alimentado en la calle, alguien podría haberla visto. Lo mismo ocurría con los moteles baratos que cobraban por horas. Demasiada gente entrometida, tanto policías como delincuentes.
Había otros problemas. Un donante dispuesto, por ejemplo. Conseguir una trabajadora sexual de la calle significaba tratar con un padrote, y Atl no quería pelearse con un bruto que pensara que estaba magullando la mercancía.
No, demasiados problemas ahí. Eso reducía las opciones. Sangre joven… Ya había encontrado dos veces a niños de la calle durmiendo en los callejones. Ambos estaban totalmente inconscientes. Se alimentaba de ellos: sin padrote, aunque temía los ojos de los vagabundos sobre ella.
Era arriesgado. Además, la sangre de los niños de la calle era amarga por las drogas baratas y el alcohol que corrían por sus venas. A Atl le daba dolor de cabeza y retortijones. Casi era peor que morirse de hambre.
Atl había decidido cambiar de táctica. Domingo parecía bastante limpio y agradable. No había signos reveladores de consumo de drogas. También olía saludable. Su sangre, cuando la probó, era cálida y dulce. La sangre vieja, la sangre enferma, la sangre drogada: eso era como darse un festín de carroña. Por fin había encontrado una comida fresca y deliciosa.
Debía hacerla durar. Debía conservar su energía. Atl tamborileó con los dedos sobre la taza de cerámica. Había mucho tiempo antes del amanecer. A diferencia de los vampiros europeos, Atl podía soportar el sol, aunque la debilitaba. Necesitaba demasiada energía para moverse por la ciudad durante el día. Debía ahorrar fuerzas. Esto significaba dormir más tiempo.
Sin embargo, el sueño tenía sus peligros. Cualli podía vigilarla, pero no era infalible. Entre quedarse despierta y desperdiciar energía o dormir y ser vulnerable, Atl eligió dormir. Cerró la ventana y deslizó la puerta del armario para abrirla. Dentro había un saco de dormir, una almohada, una cobija y trozos de papel. Había estado anidando allí. Era un gran cambio comparado con la lujosa casa de su madre, con sus artefactos aztecas y su costoso mobiliario. Todo eso había quedado atrás. Atl solo tenía su ingenio, algo de dinero y la vaga esperanza de poder encontrar a Verónica Montealbán, y no estaba muy segura de cómo lo conseguiría. Lo que tenía para guiarse eran unos cuantos papeles viejos a los que se había aferrado su madre.
Atl se metió en el armario y buscó debajo de la almohada. Miró la fotografía. Era una polaroid, con una esquina doblada. La imagen mostraba a su madre y, junto a ella, a una mujer joven con el pelo con la raya en medio. Habían pasado décadas desde que habían tomado la foto.
Verónica Montealbán era ya mucho mayor. Era muy probable que no se pareciera a la joven que estaba mirando. Puede que se hubiera ido de la ciudad. Incluso podría estar muerta. Si estaba viva, no se lo estaba poniendo fácil a Atl para que la encontrara. ¿Por qué iba a hacerlo? Pero había sido la compañera de madre, su tlapalēhuiāni, por varios años. Atl se negaba a utilizar la palabra «Renfield» para describirla; era un término muy burdo que les había endilgado la cultura pop anglosajona.
Madre hablaba de la chica humana. Había sido leal, eficiente. La Verónica adulta había contrabandeado ciertos artículos para su madre, años después de haber dejado de estar a su lado. Se podía confiar en ella, decía Madre. Si encontraba a Verónica, Atl podría hallar una manera de solucionar este lío. No podía quedarse en Ciudad de México para siempre, pero salir de sus límites significaba una muerte segura.
Guatemala. Tenía que haber una forma de entrar a Guatemala. Cruzar a Estados Unidos estaba descartado: la zona fronteriza del norte estaba demasiado militarizada. Dios, necesitaba papeles, un contrabandista, una maldita arma más potente que su navaja automática.
Bueno, tienes que dejar de engañarte, dijo aquella voz que sonaba como la de Izel. No puedes llegar a Verónica sin Bernardino.
Él sabría dónde encontrar a Verónica. Pero no había garantías de que pudiera confiar en él y, como era un Revenant y ese tipo particular de vampiro europeo podía engullir a otros vampiros, bueno… eran un poco como el coco para el vampiro promedio. También estaba la cuestión de sus costumbres. Los vampiros eran increíblemente territoriales. Usaban enviados para comunicarse. Ella no tenía ninguno y no podía imaginarse apareciendo en su casa, rompiendo el protocolo. Aunque había sido algo así como un amigo de su madre cuando ella era mucho más joven, Madre decía que se había vuelto en su contra en años posteriores. Bernardino era peligroso. Paranoico. Aun así… se habían mencionado ciertas deudas suyas, pero eran alusiones vagas. Lo único con lo que contaba Atl era el valor del nombre de su difunta madre y no estaba segura de hasta dónde podría llegar eso. Su hermana habría ido derecha a la casa de Bernardino. Atl era demasiado cobarde.
Atl colocó la fotografía bajo la almohada. Cualli gimoteó. Sabía que quería dormir a su lado, pero necesitaba que el perro la vigilara.
—Cualli, siéntate —le ordenó.
Deslizó la puerta del armario para cerrarla y luego enterró la cara contra la almohada. Atl recuperó el control de su respiración, y consiguió hacerlo lentamente. El sueño, cuando llegó, fue como sumergirse en el agua. Se hundió en la oscuridad y su respiración era tan lenta que su pecho apenas subía y bajaba.
La noche siguiente, Atl decidió ir de compras. Era una oportunidad para dar un paseo muy necesario, pero le daba miedo salir a la calle. Cada vez que se aventuraba en las calles de la ciudad, era una ocasión propicia para que un policía astuto le pidiera su identificación. Sin embargo, quedarse en el departamento podría ser igual de malo. La claustrofobia no sería productiva.
Al diablo con eso. Necesitaba estirar las piernas. No estaba hecha para la quietud. Había oído hablar de vampiros que podían enterrarse felizmente y pasar el tiempo tranquilamente en sus húmedos montículos de tierra. Pero esas eran otras especies. Atl se puso la chamarra y tomó la correa de su perro. Estaba lloviendo, solo una llovizna, así que se subió la capucha y no se molestó en usar el paraguas. El minisúper que abría toda la noche estaba a solo tres cuadras de su casa. Su letrero brillaba en naranja y luego en blanco. Le dijo a su perro que esperara afuera.
Cuando entró, un molesto timbre sonó para anunciar su llegada. Miró a su alrededor, examinando detenidamente el lugar.
Detrás del mostrador había un hombre cansado con un uniforme anaranjado, protegido por una mampara de acrílico. Estaba fascinado con una pequeña televisión y ni siquiera levantó la vista para mirarla cuando pasó. Tres adolescentes vestidos con chamarras de color neón estaban pasando el tiempo en la tienda, ocupados en charlar entre ellos. Podía oír la música de los audífonos de uno de los chicos. Heavy metal.
Odiaba esa música. No tenía ninguna… simetría.
Atl tomó una cesta de plástico. Caminó por un pasillo, mirando las etiquetas. Nunca había prestado mucha atención a la comida humana. Se preguntaba qué podría comprar. Atl tomó dos latas de frijoles y las metió en la cesta. Localizó la pimienta y compró más terrones de azúcar. Se detuvo a mirar una zona en la que había papas fritas y caramelos expuestos. Las listas de ingredientes le resultaban extrañas. No era que ella comiera esta mierda. La especie de Godoy, los malditos que se hacían llamar Necros, sí podían. No estaba segura de que la especie de Bernardino pudiera digerirlo.
Atl apretó los dientes y arrojó una bolsa de papas fritas en su cesta. Tal vez debería comprar más de esos suplementos de hierro que había comprado el otro día. No sabía si realmente funcionaban, pero, al fin y al cabo, ¿qué sabía ella? Casi nada.
No debería estar en esta situación, siendo la segunda hija y lamentablemente todavía joven. Tenía veintitrés años en una familia que podía abarcar siglos, era la niña del clan. Veintitrés años y malcriada, porque no le había importado nada que no fuera diversión y sangre. Recordaba que Izel la había regañado unos meses atrás por su falta de interés en el negocio familiar, por pasearse por la ciudad en su nueva moto. Pero a Madre no le había importado.
Atl sonrió con suficiencia. ¿Por qué iba a importarle? Madre prefería a Izel. Izel era la fuerte. Izel era la heredera. Izel lo era todo. Atl era solo el repuesto.
Ahora Izel estaba muerta. Y Atl no podía hacer nada por su cuenta.
El timbre sonó de nuevo y la sobresaltó. Dos policías entraron en el local.
La mano de Atl apretó el asa de plástico de la cesta. Maldita suerte. Se armó de valor y se dirigió hacia la parte trasera de la tienda, más cerca de los refrigeradores.
Los adolescentes se estaban riendo a carcajadas y se llevaban chocolates a la boca.
—Oye, ¿de quién ha sido la idea de estacionar un coche y ocupar dos espacios enteros en el frente, eh? —gritó uno de los policías.
Los adolescentes giraron la cabeza. Uno de ellos tropezó y tiró docenas de chocolates brillantes y coloridos en el suelo. Se desparramaron desordenadamente sobre las baldosas blancas.
Atl sintió el deseo inmediato de ponerse de rodillas y empezar a contarlas. Era un tic nervioso, algo propio de su especie. Cerró los ojos y apoyó una mano en uno de los refrigeradores.
—Son como dos minutos, hombre —dijo uno de los adolescentes.
—Dos minutos. Vale, cabrón, enséñame tu licencia. Todos ustedes, identificaciones y licencias.
Uno de los policías había encendido un cigarro. Ella lo olió como si estuviera parado a su lado. Pero no lo estaba. Él estaba al otro lado de la tienda. No estaba cerca. Todo era normal. Ella era una persona normal que salía a dar un paseo normal. Comprando víveres. La gente hacía eso.
—¿Me vas a multar? —dijo uno de los adolescentes—. ¿Lo harás?
—¿Qué te has metido, chico?
Los zapatos chirriaban en el suelo. El olor del cigarro se acercó a ella.
Un policía se dirigía hacia ella.
No le pasaría nada. Tenía un aspecto perfectamente normal. Se había alimentado recientemente. Sus ojos no estaban rojos, sus mejillas no estaban demasiado hundidas.
No le pasaría nada.
Atl bajó la mirada, observando los precios pegados en el interior del refrigerador. Sus labios se movían en silencio, gesticulando los números con la boca.
El policía se detuvo junto a ella. Ella no lo miró.
—Muéstrame tu licencia y tu identificación —dijo.
—No voy con ellos —dijo Atl—. Puedes preguntarles.
Hizo una pausa para mirarla. Su mirada se posó y se detuvo en ella.
—Oye, tú, ¿por qué me estás esposando, hijo de puta? Mi papá es abogado, ¡pendejo! —gritó uno de los adolescentes.
El policía que estaba junto a Atl giró la cabeza y le gritó al adolescente.
—¡Cállate la boca! —dijo, y luego suspiró y volvió a mirarla. Parecía cansado—. Malditos chamacos, seguro que se irán de fiesta, ¿sabes?
Ella asintió, deseando que la dejara en paz.
El policía abrió la puerta del refrigerador y sacó una bebida energética, luego volvió a la entrada de la tienda. Los adolescentes murmuraban entre sí, el que había sido esposado seguía repitiendo lo de su papá abogado. El policía que había hablado con ella les dijo que se dirigían a la estación de policía. Protestaron y entonces llegó el esperado soborno. Una vez que tuvieron su dinero, los policías le quitaron las esposas al adolescente, poniendo fin a la actuación de la noche.
El cajero, sentado detrás de la mampara, volvió a ver la televisión en cuanto los policías y los adolescentes salieron de la tienda.
Atl esperó un par de minutos, tomó una bebida energética y la echó en su cesta de la compra antes de pararse delante del cajero y meter unos cuantos billetes por debajo de la abertura de su mampara. No se molestó en esperar a que le diera el cambio.
Salió a la calle, acarició la cabeza de Cualli y miró a su alrededor. La calle estaba vacía. Estaba bien.
Pero tenía que hacer algo antes de acabar como Madre y como Izel. Ahora.
—Vamos —le dijo al perro.