CAPÍTULO 1

Recoger basura agudiza los sentidos. Nos permite fijarnos en lo que otros no ven. Donde la mayoría de la gente vería un montón de chatarra, el trapero ve un tesoro: botellas vacías que podrían arrastrarse al centro de reciclaje, entrañas de computadoras que pueden reutilizarse, muebles en buen estado. El recolector de basura está alerta. Al fin y al cabo, esta es una profesión.

Domingo siempre estaba buscando basura y siempre estaba mirando a la gente. Era su pasatiempo; la gente, no la basura. Caminaba por Ciudad de México con su larga gabardina amarilla de plástico con una docena de bolsillos, con la cabeza agachada que levantaba para mirar a hurtadillas a un transeúnte al azar.

Domingo tiró una botella en una bolsa de plástico, luego se detuvo a observar a los clientes que comían en un restaurante. Miró a las criadas que se habían levantado al amanecer y compraban bolillos en la panadería. Vio a la gente con coches relucientes pasar a toda velocidad y a la gente sin dinero saltar a la parte trasera del autobús, colgándose con sus uñas y sus agallas a la carcasa metálica del vehículo en movimiento.

Ese día, Domingo pasó horas afuera, empujando un carrito con sus hallazgos y escuchando su reproductor de música portátil. Se hizo de noche y compró su cena en un puesto de tacos. Luego empezó a llover, así que se dirigió a la estación del metro.

Era muy aficionado al sistema del metro. Solía dormir en los vagones cuando se fue de casa por primera vez. Aquellos días habían quedado atrás. Ahora tenía un lugar adecuado para dormir y, últimamente, recogía chatarra para un importante trapero, centrándose en recolectar ropa usada elaborada con termoplásticos. Era un poco más difícil trabajar en las calles que en un gran tiradero de basura o montarse en los estruendosos camiones en los que clasificaba la basura cuando la gente salía de sus casas y entregaba a los recolectores sus bolsas de plástico. Un poco más difícil, pero no imposible, porque había pequeños contenedores públicos de basura en el centro, porque los restaurantes dejaban sus residuos en los callejones traseros y porque la gente también ensuciaba las calles, sin preocuparse por perseguir a los camiones de la basura que hacían las rondas cada dos lunes. Una persona con suficiente cerebro podía ganarse la vida en el centro, rebuscando.

Domingo no se consideraba muy inteligente, pero se las arreglaba. Estaba bien alimentado y tenía suficiente dinero para comprar fichas para los baños públicos una vez a la semana. Sentía que estaba llegando lejos, pero el entretenimiento seguía estando fuera de su alcance. Tenía sus cómics y novelas gráficas que le hacían compañía, pero la mayor parte del tiempo, cuando se aburría, observaba a las personas mientras caminaban por las líneas del metro.

Era fácil, porque pocos prestaban atención al adolescente apoyado en la pared, con la mochila colgando del hombro izquierdo. Domingo, en cambio, prestaba atención a todo. Construía vidas para los pasajeros que caminaban arrastrando los pies delante de él mientras escuchaba su música. Ese parecía un hombre que trabajaba vendiendo seguros de vida, un hombre que abría y cerraba su maletín decenas de veces durante el día, repartiendo folletos y explicaciones. Aquella era una secretaria, pero no pertenecía a una buena empresa porque sus zapatos estaban desgastados y eran baratos. Allí venía un estafador y allá iba un ama de casa con mal de amores.

A veces Domingo veía gente y cosas que daban un poco más de miedo. Había pandillas que rondaban las líneas del metro, pandillas de muchachos más o menos de su edad, con sus pantalones de mezclilla ajustados y sus gorras de béisbol, escandalosos y ruidosos y, en su mayoría, dedicados a cometer delitos menores. Miraba hacia abajo cuando esos muchachos pasaban; el pelo le caía sobre la cara y ellos no lo veían, porque nadie lo veía. Era igual que con los pasajeros habituales; Domingo se fundía con las baldosas, la suciedad, las sombras.

Después de una hora de observar a la gente, Domingo fue a ver las grandes pantallas de televisión del vestíbulo. Había seis, que mostraban diferentes programas. Se pasó quince minutos mirando los videos musicales japoneses antes de que la pantalla cambiara a las noticias.

SEIS CUERPOS DESMEMBRADOS ENCONTRADOS EN CIUDAD JUÁREZ.

RECRUDECE LA GUERRA CONTRA LOS VAMPIROS NARCOS.

Domingo leyó lentamente el titular. Las imágenes parpadeaban en la pantalla de video de la estación. Policías. Tomas largas de los cuerpos. Las imágenes se disolvieron y luego mostraron a una hermosa mujer con una lata de refresco en las manos que le guiñó un ojo.

Domingo se apoyó en su carrito y esperó a ver si el telenoticias ampliaba la historia de la guerra contra el narcotráfico. Le gustaba el periodismo amarillista. También le gustaban las historias y los cómics sobre vampiros; le parecían exóticos. En Ciudad de México no había vampiros: su especie estaba prohibida desde hacía treinta años, desde que el antiguo Distrito Federal se había convertido en una ciudad-estado, amurallándose respecto del resto del país. Todavía no entendía qué era exactamente una ciudad-estado, pero sonaba importante y los vampiros se quedaban fuera.

La siguiente historia era la de una estrella del pop, la cantante sensación del mes, y luego hubo otro anuncio, este de una computadora que podía llevarse en una bolsa colgada al hombro. Domingo se enfurruñó y cambió la melodía de su reproductor de música. Miró otra pantalla con imágenes de mariposas azules revoloteando. Domingo sacó un chocolate del bolsillo y rompió el envoltorio.

Se preguntó si no debería dirigirse a la fiesta de Quinto. Quinto vivía cerca y, aunque rentaba un pequeño departamento, iban a hacer una fiesta durante toda la noche en la azotea, donde había mucho espacio. Pero Quinto era amigo del Chacal, y Domingo no quería ver a ese tipo. Además, probablemente tendría que contribuir al presupuesto de cervezas. Era fin de mes. Domingo andaba corto de dinero.

Una joven vestida con una chamarra de vinilo negra pasó junto a él. Llevaba una correa con un dóberman genéticamente modificado. Tenía que ser genéticamente modificado porque era demasiado grande para ser un perro normal. El animal tenía un aspecto malvado y un tatuaje verde bioluminiscente que le recorría el lado izquierdo de la cabeza, el tipo de ornamento que causaba furor entre los urbanitas jóvenes que estaban en la onda. O al menos así se lo habían comunicado a Domingo las pantallas del vestíbulo del metro, los desfiles de moda y los telenoticias siempre dispuestos a revelar lo que estaba de moda y lo que no. Que hubiera tatuado a su perro le pareció chido, aunque tal vez fuera lo esperado: si tienes un perro genéticamente modificado quieres que la gente se dé cuenta.

Domingo la reconoció. La había visto dos veces antes, caminando por el vestíbulo a altas horas de la noche, ambas veces con su perro. La forma en que se movía con sus pesadas botas sobre las baldosas blancas, su pelo negro con corte bob y una postura regia, le hizo pensar en el agua. Como si se estuviera deslizando sobre el agua.

Ella giró la cabeza una pequeña fracción y le lanzó una mirada. Fue solo una mirada, pero por la forma en que lo hizo Domingo se sintió como si lo hubieran empapado con un balde con hielo. Domingo volvió a meterse un chocolate restante en el bolsillo, se quitó los audífonos y empujó su carrito subiendo al mismo vagón del metro que ella.

Se sentó frente a la chica y pudo verla mejor. Era más o menos de su edad, con ojos oscuros y una boca gruesa y adusta. Tenía pómulos altos y rasgos afilados. En general, su rostro era imponente y aguileño. Había una cualidad asombrosa en ella, pero su belleza era más bien cortante en comparación con los rostros de las modelos que había visto en los anuncios. Y ella era una belleza, con ese pelo negro y los ojos oscuros y su postura, con tanto garbo.

Se fijó en sus guantes. Vinilo negro a juego con la chamarra. No llevaba un atuendo elaborado, pero le quedaba bien; la ropa era de buena calidad, eso sí que lo veía. El vagón del metro se detuvo y Domingo se inquietó, preguntándose a dónde se dirigiría, tratando de construir una biografía imaginaria de la chica y fracasando, distraído por su cercanía.

La joven acarició la cabeza del perro.

La estaba mirando discretamente y él sabía cómo hacerlo, así que se sorprendió un poco cuando ella se giró y le devolvió la mirada.

Domingo se quedó helado y luego tragó saliva. Encontró su lengua con algo de esfuerzo.

—Hola —dijo él, sonriendo—. ¿Qué tal te va esta noche?

Ella no le devolvió la sonrisa. Sus labios estaban apretados en una línea rígida y precisa. Domingo esperaba que no estuviera pensando en soltarle al perro por haberla mirado fijamente.

El vagón del metro estaba casi desierto y, cuando ella habló, su voz pareció resonar a su alrededor, aunque hablaba en voz muy baja.

—¿Deberías andar solo a estas horas de la noche? —preguntó.

—¿Qué quieres decir?

—¿Cuántos años tienes?

—Diecisiete —respondió él—. Es temprano. Es justo antes de medianoche.

—¿No te han puesto hora para volver a casa?

—No —se mofó—. Vivo solo.

—Ah, un hombre de mundo.

Había risa en su voz aunque no se estuviera riendo. Eso hizo que Domingo se sintiera estúpido. Se levantó, dispuesto a empujar su carrito hacia el otro lado del vagón del metro para dejarla sola. Había sido una idea terrible, en qué estaba pensando al hablar con ella.

La mirada de ella se desvió, lo esquivó y él supuso que se trataba de una despedida. Buenas noches. Vete a la mierda. Que era la única respuesta razonable de una chica así.

—Estoy buscando un amigo —dijo ella inesperadamente.

Domingo parpadeó. Asintió, vacilante.

—¿Te gustaría ser mi amigo? Puedo pagarte.

Domingo no tenía la costumbre de prostituirse. Lo había hecho una vez cuando estuvo en apuros, después de salir del círculo de niños de la calle. Los tiempos habían sido duros y uno hacía lo que podía para sobrevivir. Había pasado frío, hambre, estaba desesperado por unos pocos pesos. Ahora ya no sufría nada de eso.

—Lo siento, creo que no te estoy entendiendo —dijo—. ¿Tú…?

—Me voy a bajar en la próxima estación. ¿Quieres venir conmigo?

Domingo miró a la mujer. La había visto pasar las otras noches y nunca pensó que le hablaría. Cuando había intentado hablar con una chica en el metro el año previo, ella había retrocedido. Domingo no podía culparla. Tenía un aspecto mugriento. Y ahora esta hermosa mujer estaba charlando con él. ¿Quién era él para imaginar que una chica como aquella le iba a dar la hora?

Asintió con la cabeza. Nunca había sido un tipo con suerte, pero tal vez hoy fuera su día.

Su edificio de departamentos estaba situado a unas pocas cuadras de una concurrida intersección. Tenía un aspecto bastante deteriorado, una caja de ladrillos construida en los años 50 que no había sido modernizada. Los mosaicos que previamente habían decorado su fachada podrían haber sido verdes y vívidos al principio, pero ahora eran de un color marrón descuidado. Muchos de ellos se habían desprendido, dejando al descubierto el cemento que había debajo. El nombre del departamento estaba escrito en una placa junto a la entrada, pero alguien la había pintarrajeado.

Si bien se resistía a desprenderse de él, Domingo dejó su carrito cerca de la puerta del edificio. La gente te robaba tus cosas si no las vigilabas. Los recolectores de basura eran famosos por ello. Podías pasarte horas recogiendo botellas de vidrio solo para volver y descubrir que habían desaparecido. Por eso mantenías tus cosas cerca. Domingo no creyó apropiado preguntarle si podían llevar el carrito a su departamento, así que lo escondió detrás de la escalera y rezó para que nadie lo tirara.

Subieron las escaleras y se dio cuenta de que el edificio estaba en mejor estado por dentro; había baldosas con grietas aquí y allá, pero algunas conservaban su colorido original. Había plantas en macetas por el pasillo y notó que los departamentos estaban organizados en torno a una plaza central. Se apoyó en un barandal y se asomó hacia abajo, viendo la zona de lavado que tenía lavaderos de piedra y varios tendederos.

—Oye, no me has dicho tu nombre —dijo cuando llegaron al cuarto piso.

—Atl —respondió ella, sacando sus llaves.

—¿Es extranjero? ¿Qué significa?

—No. Es náhuatl. —Al verlo desconcertado, ella le explicó—: Ya sabes. ¿La lengua que hablan los nahuas? Bueno, lo que llaman «azteca», supongo. Significa «agua».

Ah, sí que sabía lo del azteca por haber leído los carteles que estaban alrededor del Templo Mayor, cerca de la estación de allí. Era un nombre extraño pero bonito. Le quedaba bien. Pensó que su voz sonaba como el agua, como un arroyo lleno de guijarros, aunque nunca había visto un arroyo de verdad en su vida. Todo lo que había visto eran las inundaciones periódicas en Ciudad de México durante la temporada de lluvias, cuando la basura se atasca en las alcantarillas y el agua desborda el sistema de drenaje creando pequeños ríos llenos de escombros, fruta podrida y mierda de perro. La puerta se abrió y ella encendió la luz. El departamento era pequeño y estaba vacío. Atl tenía un tapete con algunos cojines encima, pero no tenía sofá, ni televisión, ni mesa. Ni siquiera tenía un calendario en la pared. Una ventana muy grande estaba cubierta por unas cortinas chillonas hechas jirones, que estropeaban aún más el lugar.

Pensaba que las chicas tenían más interés en decorar sus departamentos. Se imaginaba agradables salas de estar con cortinas rosas y muebles bonitos. Un peluche, tal vez. Ese era el aspecto que tenían en las revistas, con habitaciones como museos. Y los anuncios, los anuncios le habían dicho que esperara colores coordinados y velas perfumadas en mesas pequeñas.

En el departamento había un fuerte olor, a animal, probablemente cortesía del perro. Tal vez tenía más de una mascota.

—No hace mucho que vives aquí, ¿verdad? —le preguntó.

Ella lo miró fijamente, y por un momento le preocupó haberla ofendido. Tal vez no tenía mucho dinero después de todo y no podía amueblar el departamento. Él no era nadie para juzgar.

—Estoy de paso. ¿Quieres té? —preguntó. Su voz transmitía una suave indiferencia.

Domingo habría preferido un refresco o una cerveza, pero la chica parecía tener clase y pensó que debía aceptar lo que ella le ofreciera.

—Claro —dijo.

Atl se quitó la chamarra y la tiró al suelo. Su blusa era de color crema pálido y dejaba al descubierto sus hombros huesudos. No se molestó en quitarse los guantes. Al mirarla, pensó en humo, en incienso y altares, y en el cuadro de una chica que había visto en un catálogo desechado de un museo.

La siguió hasta la cocina. Ella encendió una cerilla y puso la tetera en el fuego.

—Soy Domingo —le dijo.

Sus manos enguantadas se movieron con cuidado, sacando dos tazas, dos cucharitas y una caja llena de pequeños terrones de azúcar.

El perro entró a la cocina sin hacer ruido. Atl se inclinó, le susurró algo al oído y luego este salió.

Abrió una lata decorada con dibujos de azahares. Estaba llena de bolsitas de té blanco.

—Voy a pagarte cierta cantidad, solo por haber venido aquí. Si aceptas quedarte, la duplicaré —dijo.

—Escucha —dijo Domingo, frotándose la nuca—, realmente no tienes que pagarme nada. Quiero decir, eres muy guapa. Yo debería pagarte. No… este… no es que piense que trabajas en ese tipo de negocio. Aunque si lo haces, también está bien —añadió rápidamente.

—No soy lo que crees que soy.

Atl lo miró mientras sacaba dos bolsas de té y cerraba la lata. Tomó una libreta de papel rayado que estaba pegada al refrigerador. Tenía gatitos sonrientes. Sabía que no era suya; probablemente era la reliquia de un inquilino anterior. Ella no era una chica de gatitos sonrientes, eso seguro.

—No, mujer, no, no estaba diciendo, ya sabes. Por si acaso, yo…

—Soy una Tlāhuihpochtli.

No esperaba escuchar esa palabra. Domingo parpadeó.

—No puedes serlo. Eso es un tipo de vampiro, ¿no?

—Sí.

Domingo había oído hablar de los vampiros. Había visto las historias sobre ellos en la televisión. Había leído sobre ellos en viejos cómics y novelas gráficas. Nunca pensó que se encontraría con uno, no aquí.

Por primera vez, percibió cierto enrojecimiento en sus ojos, como si hubiera estado despierta durante mucho tiempo, así como unas ojeras ligeramente visibles debajo de su maquillaje.

—Ciudad de México es un territorio libre de vampiros —murmuró él.

¿Cómo había llegado a la ciudad? El departamento de higiene debería haberla atrapado. Esos Apóstoles de la Salud que se suponía que debían detener cualquier nueva enfermedad que circulara por ahí, pero que no hacían una mierda excepto acosar a la gente de los barrios pobres. ¿Qué había dicho Quinto? Algo sobre que la especie humana se estaba autodestruyendo a nivel bacteriológico pero que el departamento de higiene en México estaba demasiado ocupado multando a la gente para preocuparse. Pero habrían reparado en su presencia, ¿no? Y si no ellos, entonces la policía.

Tal vez no fuera una vampiresa. Podría ser solo una chica rica y loca jugando a disfrazarse. Pero no creía que fuera el caso. Tenía la sensación de que estaba viendo algo auténtico.

—Lo sé —dijo ella, garabateando un número en la libreta de papel y sosteniéndola para que él lo viera—. ¿Qué te parecería no tener que trabajar durante toda una semana?

Domingo se apoyó en la pared, con los brazos cruzados.

—Para mí son más bien cinco —dijo.

Debería haber estado más preocupado. No estaba seguro de si los vampiros tenían realmente poderes mentales o si simplemente se había dejado llevar por una sensación reconfortante por la apariencia de la mujer; en cualquier caso, no se sentía asustado. Se sentía un poco aturdido y nervioso, pero no había nada del verdadero miedo que debería marcar aquel momento. Era un buen momento, como aquella vez que había encontrado un par nuevo de zapatos atléticos caros en un cubo de basura, con caja y todo.

Atl asintió.

—Necesito sangre joven. Tú me servirás.

—Espera. No me voy a convertir en vampiro, ¿verdad? —preguntó, porque nunca se está demasiado seguro, y él no estaba seguro de nada. Los cómics de vampiros se contradecían.

—No —dijo ella, sonando ofendida—. Nacemos así.

—Genial.

La tetera silbó. Atl la retiró del quemador y vertió agua caliente en las dos tazas. Colocó las bolsas de té dentro y le ofreció una taza, señalando el azúcar.

—Sírvete.

Él tomó un terrón. Ella echó seis en su taza. La cuchara de Atl golpeteaba los lados de la taza mientras la revolvía.

Vampiresa. Como en Cripta de las tinieblas. Algo extraño y asombroso a la vez que intimidante. Era bonita. Tenía dinero. Era genial. Él no pasaba el tiempo con gente genial. No pasaba el tiempo con casi nadie.

Domingo colocó sus manos alrededor de la taza y tomó un sorbo.

—No dolerá mucho. ¿Qué te parece? —preguntó ella.

—No lo sé. Quiero decir, ¿todavía puedo… ya sabes… acostarme contigo?

Ella dejó escapar un suspiro y negó con la cabeza.

—No y no intentes nada. Cualli te arrancará la pierna de un mordisco si lo haces.

Domingo bebió otro sorbo. Estaba decepcionado. Pero luego se preguntó si no recibiría un besito como muestra de afecto. Una pequeña sonrisa. Un breve abrazo. Cualquiera de esas cosas lo haría feliz. La decepción se convirtió en esperanza. Y estaba, por supuesto, el dinero.

—¿Cómo lo hacemos? —preguntó Domingo, dejando su taza sobre la mesa.

Atl se quitó los guantes. Sus dedos eran largos y hermosos. Pero las uñas eran afiladas y negras. No era esmalte de uñas. Eran sus uñas naturales. Eran las garras de un pájaro.

Ella levantó sus largas manos y las colocó a ambos lados de su cara. Domingo pensó que su idea anterior sobre los poderes de los vampiros podría haber sido correcta porque no se sobresaltó. Se limitó a mirarla mientras su pelo se convertía en plumas y sus manos parecían crecer más, cual garras.

Ella arqueó el cuello.

—No te preocupes, esto no llevará mucho tiempo —dijo ella—. Y no te muevas.

Atl era en parte un ave de rapiña, pero él no movió ni un músculo. Ella se inclinó y sus labios rozaron su cuello. No le dolió… mucho. Fue una rápida punzada que le quemó el cuello y el cuerpo. Al cabo de unos minutos, intentó moverse mientras el dolor parecía despertar lentamente una parte de su cerebro que se había apagado, pero era demasiado tarde. Ella lo mantuvo en su sitio, con sus fuertes y malvadas garras clavándose en sus hombros.

Se volvió agradable bastante rápido. En un momento él se estremecía y al siguiente había una lenta y dulce ola que lo debilitaba. No era como beber alcohol o inhalar disolvente, aunque había probado ambas cosas y las había descartado por ser actividades inútiles. Era una neblina. La neblina que uno experimenta cuando los ojos están pesados y está a punto de dormirse, en la que las extremidades se sienten cansadas, todo el cuerpo pesa y hay una sensación suave y placentera mientras te rindes al agotamiento.

Domingo cerró los ojos. Detrás de sus párpados estallaron patrones geométricos que pasaron del amarillo al naranja y al carmesí, hasta que se volvieron negros y no hubo más que una pesada negrura profunda a su alrededor.

Sintió que se le doblaban las rodillas. La oscuridad aterciopelada lo protegía. Lo abrazaba con fuerza. Sintió que se deslizaba hacia abajo y la oscuridad le ayudó, deslizándose con él.

Permaneció un rato en esta oscuridad aterciopelada antes de caer en un sueño.

Domingo se despertó con una cobija en la mejilla. Levantó la cabeza. Seguía en la cocina de Atl, en el suelo, y la cobija lo envolvía cómodamente.

Atl estaba apoyada en el refrigerador. Tenía la taza apretada contra los labios y los ojos cerrados.

Él se limpió la boca con el dorso de la mano.

—No intentes levantarte todavía o podrías vomitar. Te ayudaré en unos minutos —dijo ella.

Domingo se tocó el cuello. Sintió un bulto, pero no parecía una herida grande. Qué bien. Medio temía que le hubiera arrancado un trozo de carne cuando lo había mordido por primera vez… o lo que fuera que hubiera hecho. Se sentía aturdido y sus extremidades estaban adormecidas. Esperó en silencio, sin saber si tenía permitido hablar.

—Siento las piernas raras —dijo por fin—. Es como si se me hubieran dormido.

—Mmm. Piensa que es un anestésico.

—¿Me va a doler después?

—No. Puede que te pique un poco el cuello, pero se te pasará en un par de días. Es como una picadura de mosquito.

—¿Siempre haces eso? —preguntó él.

—¿Qué? —respondió ella.

—¿Te transformas?

Atl abrió los ojos y asintió. Sacó un recipiente con jugo de naranja del refrigerador y llenó un vaso.

—No puedes decírselo a nadie. ¿Lo entiendes?

—No lo haría —dijo.

—Porque te haría daño si lo hicieras —dijo ella.

Su voz no contenía una amenaza evidente, pero él sabía que lo decía en serio. Se veía en su cara, que no tenía bordes desafilados. Un hombre inteligente podría haberse sentido intimidado. Él sentía curiosidad.

—¿Crees que puedes ponerte de pie? —preguntó ella.

—Sí.

Metió la mano en una alacena, tomó una caja de plástico y sacó un puñado de pastillas que tiró sobre la mesa de la cocina. Luego se volvió y lo levantó con tanta facilidad —como si fuera un muñeco de trapo— que hizo que él diera un grito ahogado.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Sí —dijo él.

—Tienes que comer bien. Tienes que elegir alimentos ricos en hierro. Tengo unas pastillas de suplemento de hierro para ti. Si las tomas con jugo de naranja serán más efectivas.

Lo acompañó a la mesa. Domingo tuvo que apoyarse en ella. Le temblaban las manos, pero consiguió meterse las pastillas en la boca. Se bebió todo el vaso de jugo.

Permanecieron juntos, Atl ayudándolo a mantenerse en pie, durante lo que pareció un largo rato. Sus piernas habían recuperado la sensibilidad y el ligero mareo que lo aquejaba había desaparecido.

—¿Estás listo para ir a casa? —preguntó ella.

—Sí.

Lo acompañó hasta la puerta, manteniéndola abierta para él. Domingo intentó despedirse, pero ella cerró la puerta antes de que pudiera hablar.