La reorganización de África tras Yugurta

Numidia quedó dividida en dos, oriental y occidental, como antiguamente. La parte occidental controlada por la Mauritania de Boco I. Gracias a su acercamiento a Roma, la romanización penetró con fuerza en las costas norteafricanas. Roma arraigaba de esta manera su presencia en ambas orillas. La parte superviviente del reino de Numidia quedaba bajo la tutela de Gauda, nieto de Massinisa y aliado de Cayo Mario, al que había ayudado manchando la reputación de Metelo para arrebatarle el poder en la campaña.

La Cirenaica, que pertenecía a la dinastía Ptolemaica, fue entregada a la muerte de su último rey al Estado romano (96 a. C.). Era parte de la antigua Libia, de la que todavía quedaba Marmarica, tierra de frontera entre Egipto y Cirenaica. También la Tripolitana estaba libre del poder de Roma, pero por poco tiempo.

Así estaban los principales reinos norteafricanos del Mediterráneo occidental cuando estalló la Primera Guerra Civil de la República Romana, en el 88 a. C., una guerra motivada por agresivas políticas militaristas y rápidas expansiones, cuyas campañas dotaron de prestigio y honores a quienes las lideraba. Se definieron dos facciones principales: populares y optimates, en ambos bandos había grandísimos generales con legiones enteras a su mando. Cayo Mario era el líder de los populares y Lucio Cornelio Sila, que ostentaba el poder cuando se inició el enfrentamiento, su rival en los optimates.

El Bronce de Asculum, del 89 a. C., recoge la concesión de la ciudadanía romana a 30 hispanos que servían en unidades de caballería combatientes en la Guerra Social, enfrentamiento previo a la Primera Guerra Civil en la península itálica. Esta placa evidencia el alcance de la romanización en Hispania al encontrar nombres totalmente latinizados referidos a militares iberos. Este dato es muy importante ya que nos sugiere la importancia y el alcance de la sociedad hispana dentro de la República.

La Hispania de la Primera Guerra Civil no tenía unas fronteras definidas, las provincias Citerior y Ulterior crecían a medida que los pueblos se acercaban a la romanización o Roma efectuaba campañas de sometimiento como la realizada por Décimo J. Bruto en Gallaecia o la de Escipión Emiliano en Numancia.

Precisamente, las guerras entre romanos en Hispania sirvieron también como campañas de conquista al necesitar pactar con locales o, si eran enemigos, exterminarlos. En ambos casos Roma ganaba. Creaban colonias para sus veteranos, como las de Graccurris (actual Alfaro, 179 a. C.), que no se sabe exactamente si fue para sus soldados o para celtíberos romanizados; Carteia (San Roque, 171 a. C.), uno de aquellos asentamientos púnicos amurallados en época bárquida en el que aparecieron —según Tito Livio— descendientes de soldados romanos y mujeres hispanas que reclamaron su estatus de ciudadanía romana. También Valentia (Valencia, 138 a. C.), la colonia patricia de Corduba (46 a. C.), o las ciudades que antes de convertirse en colonias se confederaban con Roma, adoptaban sus formas políticas y recibían con los brazos abiertos a los romanos que venían a hacer fortuna, como hizo Cartagonova.

La Primera Guerra Civil afectó a todo el Mediterráneo. La victoria fue para Sila, cuya política de represión y castigo contra sus oponentes supuso el práctico exterminio de etruscos y samnitas, aliados de Cayo Mario. Otra consecuencia de la guerra fue la rebelión de Hispania Citerior hacia el 80 a. C., convertida en refugio de las facciones aliadas de Mario. Quinto Sertorio, sobrino de Cayo Mario, responsable de ello, fue el causante del enfrentamiento conocido como Guerras Sertorianas (82-72 a. C.).

A grandes rasgos, definieron muchos de los aspectos futuros de la romanización en Hispania. Sertorio había fraguado grandes alianzas con los celtíberos, seducidos por el modo de vida latino. Hay que tener en cuenta que muchos romanos ya vivían entre ellos, como lo demuestran algunas de las poblaciones mencionadas. Además de los hispanos, Sertorio tenía grandes aliados en Mauritania, donde llegó desde Cartagonova en el 81 a. C. En África conquistó Tingis y regresó a Hispania tras añadir a sus tropas un contingente de caballería mauritana.

En el 80 a. C. pactó una alianza con los lusitanos y derrotó a las legiones de Ulterior. Después, Sila, dictador de la República, nombró a Metelo Pío, hijo de Numídico, procónsul de Hispania Ulterior con órdenes de atacar a Sertorio. La guerra total en Hispania había comenzado, los oppida eligieron a sus aliados —incluidos los que albergaban colonias de veteranos—. La mayoría se hicieron sertorianos, y es que Sertorio, hábilmente, no dudó en ofrecer lo mejor de su civilización al servicio de Hispania, desde adiestramientos militares a formas políticas.

El cuartel principal lo ubicó en Calagurris (actual Calahorra) y fundó una academia en Osca42 —actual Huesca, donde estableció la capital— para educar a los hijos de la aristocracia hispana. Promulgó también una política de alianzas, tolerancia y concordia entre los nativos; bajó impuestos y trató de iguales a los líderes iberos y celtíberos. A pesar de ello, Quinto Sertorio es un personaje desconocido porque eligió el bando perdedor, el que se enfrentó a Roma. Sertorio llegó a instaurar en Hispania —al menos en la zona que controlaba— una república con Senado paralela a la romana; no quería un Estado propio, sino una suerte de gobierno en el exilio, de hecho, todos los cargos estaban ocupados por romanos.

Roma no conseguía derrotar al rebelde, y la guerra se alargó varios años con la balanza cada vez más favorable al lado sertoriano, cuyas tropas celtíberas solían utilizar tácticas de guerrilla. Pero la llegada de Cneo Pompeyo Magno con sus ejércitos, cambió la situación. Hizo que Sertorio se replegase y perdiera mucho territorio y capacidad económica. Finalmente fue asesinado por uno de sus oficiales tras un complot. Su muerte puso fin a las alianzas con los hispanos y ya no pudieron hacer frente a las legiones de Pompeyo, que concluyó una guerra de desgaste que duraba ya 10 años.

Pompeyo trató bien a los oppida que habían sido sus enemigos. Garantizó así la fidelidad de los derrotados —celtíberos, iberos, lusitanos y otros pueblos del norte hispano— que a su vez conservaron ese estatus de respeto otorgado por Sertorio, que los diferenciaba del resto de pueblos conquistados por Roma. A los que Pompeyo no trató tan bien fue a los hombres de Espartaco en Italia, pero eso es otra historia.

De las siguientes acciones de Pompeyo, la que más nos incumbe, es la restauración de las rutas marítimas del Mediterráneo occidental, que habían sido capturadas por piratas durante los años de las contiendas romanas. Restableció así las comunicaciones entre África e Hispania. Una de las ciudades que lo agradeció fue, como no, Gadir.

Gadir, ahora Gades, se había puesto del lado de Metelo Pío, o lo que es lo mismo, del lado de Pompeyo y la república de Roma. Uno de sus ricos comerciantes, Lucio Cornelio Balbo el Mayor, puso su flota y su talento a la hora de negociar, a su disposición. Por su colaboración, él y toda su familia obtuvieron la ciudadanía romana. Balbo el Mayor viajó a Roma con parte de su riqueza y se convirtió en alguien muy importante en la ciudad. Obtuvo incluso el Orden Ecuestre, algo que disgustó a muchos nobles romanos; después de todo era un hispano con antepasados púnicos.

Pero Balbo era un gaditano inteligente y buscó acercarse a Julio César. Se convirtió en su gran amigo y consejero. Por Balbo, César visitó el templo de Merkart en Gades, una visita que, según Suetonio, le cambió la vida. Ante una estatua de Alejandro Magno se echó a llorar, avergonzado de no haber conseguido nada digno de recordar a la misma edad que tenía Alejandro cuando había conquistado medio mundo.

Balbo, como uno de los hombres más cercanos a César, recibió varios privilegios y el acceso al control de minas en los diferentes territorios que se sumaban a la creciente Hispania Ulterior tras las campañas lusitanas (61-60 a. C.). Sus riquezas aumentaron, pero también sus servicios a Roma, pues se encargó de suministrar cerca de 90 embarcaciones de transporte para las campañas lusitanas.

César, se unió a Licinio Craso y Pompeyo en el Primer Triunvirato romano (60-53 a. C.). Básicamente era una alianza para controlar el Estado. Craso murió en combate en Asia, César estaba ocupado en las Galias y Pompeyo se quedó en Roma, donde le sedujo cierta ala del Senado para eliminar a César, ya que sus victorias en la Galia le hacían demasiado popular. La rivalidad entre César y Pompeyo derivó en la Segunda Guerra Civil de la República romana.

Nuestro amigo Balbo, fiel a César, al que había acompañado incluso a la Galia, creó un servicio de información para enviar y recibir novedades de la capital, se mantuvo neutral y trató de mediar entre ambos, sin éxito. Finalmente se decidió por apoyar al bando cesariano. Entra en juego aquí otro personaje importante de la familia Balbo, su sobrino, Balbo el Menor.

Segunda Guerra Civil

Una vez más, los campos de batalla de Roma se extendieron por Hispania y África. Y, una vez más, gran parte de los hispanos se aliaron con los perdedores. Cesarianos contra pompeyanos ¿Quien suena más? Pues eso. Julio César salió vencedor. África también se dividió en dos: el reino de Mauritania con César y los númidas con Pompeyo. Egipto también se vio implicado en esta guerra de una forma, digamos, poco ortodoxa.

En el 49 a. C., en Ilerda (actual Lérida), ocurrió una de las batallas decisivas de la guerra, César se enfrentó a los comandantes pompeyanos Lucio Afranio y Marco Petreyo; los derrotó de forma relativamente pacífica y logró su rendición incondicional.

Un año después, el ejército de Pompeyo fue derrotado en Farsalia. Él pidió asilo en Egipto, donde fue traicionado y decapitado por los hombres de Ptolomeo XIII, que pensaban que así se labrarían el favor de César para ponerlo de su parte en la lucha dinástica que se producía allí. César, que no soportó ver la cabeza de Pompeyo, dicen que se echó a llorar por no poder ya perdonar a su viejo amigo. Su estancia en Alejandría fue complicada tras esto. Finalmente, la rival al trono de Egipto, Cleopatra VII, sedujo a César y, tras la llegada de refuerzos romanos, la instauró en el trono, lo que obligó a Ptolomeo a fugarse, sin que se supiera más de él.

El tiempo que pasó César en Egipto no fue en balde para aliados y enemigos. En Mauritania, Boco I dejó repartido su reino entre sus dos hijos: Boco II (Oriente) y Bogud (Occidente, con Rusadir), con la frontera en el río Muluya, muy cerca del actual Nador. Ambos hermanos lucharon al lado de César.

En cambio, en la zona de Numidia, enemiga de los mauritanos. Los enemigos de César, Metelo Escipión y Catón, aprovecharon para formar un gran ejército. Además, los hijos del asesinado Pompeyo habían escapado hacia Cirta (Numidia) donde se unieron a la ofensiva contra César.

Los ejércitos mauritanos de Bogud atacaron el reino vecino y César asedió Tapso en el 46 a. C. El rey de Numidia, Juba I, fue derrotado junto a los pompeyanos, lo que provocó una serie de suicidios, como el de Catón o el de muchos nobles romanos caídos en desgracia. También Juba I decidió morir tras un duelo. Su reino fue anexionado por César, nombrado dictador por 10 años, y el hijo del monarca, el futuro Juba II, fue enviado a Roma para ser educado.

Pero algunos lograron escapar. Los hermanos Pompeyo llegaron a Hispania tras pasar por las Baleares y consiguieron reunir una nueva alianza que incluía a las legiones cesarianas descontentas. Se enfrentaron a César en la batalla de Munda el 45 a. C., posiblemente a orillas del río Genil, al sur de Córdoba. Allí destacó la caballería maura de Bogud. La victoria de Munda supuso el final de la guerra civil, pero tuvo consecuencias; además, Cneo y Sexto lograron escapar una vez más, con lo que había riesgo de que lograsen nuevos apoyos.

Una de esas consecuencias fue la reestructuración del territorio africano. La parte occidental de Numidia, entre los ríos Oued el-Kebir y Summam, anexionada por César, fue entregada a su aliado Boco II de Mauritania. La parte oriental, en manos romanas, no supuso una colonización ni ocupación inmediata. Roma se contentó con ser dueña del espacio que ocupaba la antigua Cartago, que reubicó en el 46 a. C. en la provincia de África Nova, a la que unió la Tripolitana. Mantener la paz en la región era una tarea difícil al continuar los númidas en lucha por su independencia. El territorio quedó sumido en el caos, con rebeliones lideradas por descendientes de los reyes de Numidia como Arabio, que había combatido en Hispania junto a los hermanos Pompeyo. De todas formas, los romanos no tardaron mucho en enfrentarse en una nueva guerra civil.

Por otro lado, al final de la guerra Egipto quedó convertido en un estado títere de Roma. Cleopatra era más afín a Roma y César tuvo con ella un hijo que nunca reconoció, Cesarión, el último faraón de Egipto.

Tercera Guerra Civil

César, vencedor de la Segunda Guerra Civil, regresó a Roma tras derrotar en África e Hispania a los rebeldes comandados por los hermanos Pompeyo y Tito Labieno. Poco tiempo después fue nombrado dictador vitalicio en detrimento del Senado, que quedó convertido en una mera asamblea. Partidarios de César, como Marco Antonio, trataron de convencerlo para que se convirtiese en monarca, pero, como él mismo ordenó redactar43:

(…) en la fecha de los juegos Lupercales, por orden del pueblo, Marco Antonio, siendo cónsul, ofreció a Cayo César, dictador perpetuo, la corona real, y César no quiso admitirla.

Más allá de los motivos de aquel rechazo —que ha generado ríos de tinta desde entonces— el mero hecho de casi convertir a César en un monarca animó a sus opositores a acabar con él. Y tenía muchos; después de todo, había ganado una guerra civil en la que tuvo que ejecutar a compatriotas, miembros de importantes familias. Como bien se sabe, el complot derivó en su famoso asesinato en los idus de marzo del año 44 a. C.

Los culpables escaparon a Oriente mientras Marco Antonio se convertía en su sucesor. No dudó en atacar las provincias administradas por los conspiradores, y comenzó de nuevo la guerra. A todo esto, apareció en Roma el hijo adoptivo de César reclamando su herencia y posición: Cayo Octavio Turino44, futuro Augusto, todavía Octaviano, para reclamar su herencia y posición. Junto a él, Marco Antonio rompió relaciones con el Senado y se unió a otro gran amigo de César, Lépido; los tres pactaron un nuevo triunvirato en Bolonia para hacer frente a los homicidas.

Apiano nos narra estos enfrentamientos en sus textos sobre las guerra civiles. En esta tercera se acabó con la gran mayoría de senadores y equitis que habían apoyado el asesinato de César. La batalla de Filipos, el 42 a. C. en Macedonia, enfrentó a 19 legiones y más de 30 000 jinetes triunvirales contra las 17 legiones de Bruto y Casio, responsables máximos de la muerte del dictador, a las que habría que sumarle caballería y arqueros. Aunque las fuentes antiguas no siempre son fiables, la estimación actual afirma que bien pudieron enfrentarse dos ejércitos compuestos por 100 000 hombres.

En estos combates, Roma contó con unidades de caballería hispana que llevaban años destacando como aliadas en numerosos enfrentamientos. En Filipos había nada menos que 4000 lusitanos y 10 000 jinetes hispanos (celtas e iberos principalmente) en el contingente de Marco Antonio, el vencedor de la batalla. También se cuentan 2000 jinetes hispanos con Casio, que combatieron junto a arqueros a caballo árabes, medos y partos.

En Filipos murieron Bruto, Casio y muchos de sus partidarios, algunos incluso ajusticiados después por Octaviano. La victoria garantizó la permanencia en el poder del triunvirato, pero una acumulación tan grande de poder no podía terminar bien entre romanos.

Cayo Julio César Octaviano: Augusto

Octaviano, como hijo adoptivo, era el heredero legal de César, pero Marco Antonio tenía el control militar y se comportaba como su sucesor ante las legiones. No obstante, Octaviano, supo acumular en torno a su persona un ejército propio gracias el prestigio de su padre adoptivo. Con estas fuerzas logró, con 20 años, forzar al Senado para que lo nombrase cónsul.

Con los poderes que les otorgaba el triunvirato, se repartieron la República para su administración tras la victoria en Filipos: Oriente para Marco Antonio, occidente para Octaviano, y las provincias africanas para Lépido.

Octaviano se centró en consolidar su poder y en derrotar a Sexto Pompeyo, cuya flota, además de dominar Córcega, Cerdeña y Sicilia, interceptaba la llegada de alimentos a Roma. Trató primero de cerrar un acuerdo pacífico —por intereses de Marco Antonio— pero finalmente salió mal y preparó una invasión. Pidió para esta campaña el apoyo de Lépido, del que no se fiaba mucho; también logró que los legados de Sexto se pasasen a su bando y se aseguró la fidelidad de Córcega y Sardinia. La campaña, inicialmente favorable a Sexto, terminó en su captura y ejecución. Lépido trató de quedarse con Sicilia por su cuenta, pero Octaviano lo acusó de traición y le apartó de la vida política, lo que rompió el acuerdo del triunvirato. Las provincias africanas y las islas occidentales quedaron bajo la administración de Octaviano en el 36 a. C.

Marco Antonio realizó una desastrosa campaña contra los partos en la que perecieron más de 10 000 soldados hispanos y tuvo que pedir refuerzos a Roma. Octaviano vio la oportunidad de dejarlo en evidencia y envió a 2000 soldados veteranos junto a su hermana Octavia, esposa de Marco Antonio según decreto senatorial del 40 a. C. Pero Marco Antonio la repudió, molesto también por las escasas tropas recibidas.

Marco Antonio se había convertido en el 36 a. C. en esposo de Cleopatra VII, con la que tenía ya varios hijos. Hacia el año 34 a. C. firmó una serie de documentos en los que dejó por escrito la futura herencia de su descendencia — se conocen como Donaciones de Alejandría—. Territorios como Cirenaica y Libia —recién arrebatados por Octaviano a Lépido— se los legó a su hija Cleopatra Selene II.

Esta disposición, así como el deshonor para con su hermana, fueron los desencadenantes de la Cuarta Guerra Civil, declarada por el Senado el 32 a. C. Tampoco hay que olvidarse que Cleopatra era la madre de Cesarión, lo que debió inquietar sobremanera al poderoso Octavio. El conflicto quedó prácticamente resuelto tras el choque de ambas flotas en la batalla de Actium el 31 a. C., luego las legiones entraron desde Cirenaica y Siria y acabaron con Egipto. Cleopatra y Marco Antonio se suicidaron y todos sus territorios quedaron unificados bajo el poder de Octaviano, que determinó el fin del conflicto y entregó todos sus poderes al Senado el 27 a. C., no sin antes colocar a Juba II en el trono vacante de Numidia/Mauritania que había dejado desierto Boco II a su muerte.

El Senado, agradecido, concedió grandes honores a Octaviano, entre ellos el título de Augusto, que desde entonces incorporaría a su titulatura y nombre. También le propuso que asumiera la administración de la mayoría de provincias45 por 10 años. Debía organizarlas, supervisarlas y, sobre todo, pacificarlas. En reconocimiento de su poder, recibió el título de «primer ciudadano»: prínceps46 y el imperium proconsulare maius. Esta se considera la primera etapa del futuro Imperio romano, conocida como Principado. Roma se convertía en un imperio.

Hispania y África durante el imperio de Augusto

Durante el Principado se intensificaron las campañas militares y se iniciaron numerosas reformas políticas y provinciales. En Hispania, las guerras cántabras —comenzadas en el 29 a. C.— se aceleraron tras la llegada de Augusto al territorio el 26 a. C. Los avances en la península ibérica hacían necesaria una reestructuración administrativa, por lo que se creó la tercera provincia y se renombraron las anteriores: Bética (heredera de la Ulterior), Lusitania y la gran provincia Tarraconense (heredera de la Citerior) que tocaba tres mares y englobaba las futuras conquistas del norte.

Esta nueva división tuvo en consideración el acuerdo con el Senado, y originó la diferenciación entre provincias senatoriales (menos conflictivas y controladas por el Senado) e imperiales (donde había trabajo por hacer, especialmente de mano dura). Por ejemplo, en Hispania quedaron como imperiales la Tarraconense y la Lusitania.

En África fue todo algo más complejo. Durante la Cuarta Guerra Civil, los hermanos mauritanos combatieron en bandos opuestos. Bogud apoyó a Marco Antonio, mientras que Boco II se quedó con Octaviano, lo que le permitió la unificación de su reino y fijar los límites orientales en Cirta.

En el 25 a. C., Numidia se unió a la provincia romana de África Proconsularis (África Vetus)47 junto a la de África Nova, que pocos años antes, el 46 a. C., también había asimilado la Tripolitana. Aprovechando que Boco II había muerto sin descendencia, Roma ordenó que el rey de Numidia, Juba II —esposo de la hija de Marco Antonio y Cleopatra, Cleopatra Selene II—, ocupase el trono de Mauritania.

Una vez en su nuevo reino fijó en Iol su capital y la llamó Cesarea (actual Cherchel) en honor al césar. La ciudad fue, junto con Volúbilis, el núcleo de la romanización y del helenismo en el norte de África, al menos durante su reinado. La dotó con grandes edificios públicos y con todos los lujos de las ciudades romanas.

Mauritania recuperó su empuje comercial durante su mandato, promocionó el comercio con Gades y Cartagonova, y recuperó el antiguo enclave gadirio de Mogador desde donde importaba púrpura. Tingis se convirtió en su gran centro comercial debido a su situación estratégica. Allí se recogían las mercancías llegadas del Atlántico para introducirlas en los mercados mediterráneos. El historiador griego Plutarco describe a Juba II como «uno de los estadistas más talentosos de su tiempo».

Debió ser por entonces cuando promovió una expedición a las islae fortunatae —supuestamente a las Canarias— aunque se desconoce cuáles fueron las que pudo visitar su flota, ya que la documentación no se ha conservado. El propio rey de Numidia llegó a publicar, en el año 6 un texto en el que incluía una breve referencia sobre las islas del occidente y sobre este periplo.

En el año 19, Ptolomeo, hijo de Juba II y de Cleopatra Selene, regresó a Cesarea tras educarse en Roma, como su padre. Este lo nombró cogobernante y aceptó un puesto como asesor de Cayo César (nieto de Augusto). En el año 23, a la muerte de su padre, que fue enterrado junto a su esposa en el Mausoleo Real de Mauritania, se convirtió en el último rey de Mauritania. Por aquellos años se fundaron numerosas colonias de veteranos en África, tanto en Mauritania como en Numidia. Investigaciones arqueológicas en la isla de Isabel II, en el archipiélago de Chafarinas, indican la posible existencia de un pequeño embarcadero utilizado durante aquella época, lo que muestra una recuperación de la economía y del comercio en la zona, muy favorecida por estas nuevas colonias.

El Imperio aumentó bajo el reinado de Augusto. Hacia el final de su vida había conquistado toda Hispania, Recia, Nórico, Panonia e Iliria; además de extender las provincias africanas hacia el Este y hacia el Sur. Precisamente esa expansión africanas hacia el sur, no podrían haberse dado sin la ayuda de un antiguo aliado de César, Balbo el Menor, que ocupaba el cargo de cuestor de la Hispania Ulterior en el 43 a. C. Estuvo varios años desaparecido, tras su apoyo a Bogud, para luego reaparecer en el 21 a. C. como procónsul de África tras recuperar la confianza de Augusto.

Organizó en el 19 a. C. una expedición al África Subsahariana —la primera que hicieron los romanos al Sáhara—, que llegó al río Níger. En aquel viaje fijó su cuartel general en la ciudad libiofenicia de Sabratha con el fin de atacar a los garamantes del Fezzan, aliados del númida Tacfarinas y responsables de varios saqueos a poblados costeros. A su cargo tenía la Legio III Augusta, con la que capturó 15 de los poblados incluida la capital, Gadamés. Luego, siempre según el relato de Plinio, llegaron al oasis de Bistra al sur de la actual Argelia desde donde alcanzaron Abalessa, la gran ciudad de los hoggar (lejanos antepasados de los tuareg). Allí pudo quedarse algún contingente legionario, pero no se sabe con exactitud. La llamada Tumba de Tin Hinan pudo haberse construido sobre una fortificación romana del 19 a. C., levantada por la expedición de Balbo. En la tumba reposaría la gran reina tuareg del mismo nombre, enterrada hacia mediados del siglo IV. En el siglo XIV el historiador Ibn Jaldún recogió una leyenda amazigh relacionada con esta reina.

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La expedición de Balbo no terminó en Abalessa, desde allí debió enviar un pequeño grupo de exploradores a través de la antigua ruta de caravanas de Gadamés a Tadmekka y Gao, al macizo de Ahaggar. En esas alturas pudieron contemplar el río Níger. Siguieron hasta sus aguas. Cruzaron el importante enclave comercial de Tadmekka (hoy Essouk en Mali) y llegaron al Níger en algún punto cerca de Gao, próxima a la moderna Tombuctú. En 1955, se encontraron monedas romanas y cerámicas latinas en el área de Malí. ¿Queda raro decir que esta expedición histórica fue organizada por un hispano? ¿Por un gaditano (de Gades)? Pues así fue.

La organización provincial de Augusto permaneció durante algunos años prácticamente sin variación. Hacia el final de su vida, el emperador dejó constancia de sus victorias en un relato escrito por él conocido como Res gestae Divi Augusti, con un tono más propagandístico que objetivo. Y es que la propaganda fue un arma muy efectiva en aquel tiempo. Buen ejemplo fue el nacimiento de relatos que trataban de ligar el surgimiento de Roma y su emperador con los mitos y leyendas del pasado. Así nació La Eneida, una historia en la que el héroe troyano Eneas llega a Italia tras abandonar Cartago, donde le rompió el corazón a la reina Dido, que se quitó la vida cuando partió. De paso quedaba patente la rivalidad futura entre romanos y púnicos. El árbol genealógico del troyano lleva a Rómulo y Remo, como sabemos progenitores del pueblo romano y, como descendientes de un griego, herederos de la cultura helena. Pero Eneas era también, según ellos mismos, el antepasado de la gens Iulia, la familia de los césares. De ahí que Virgilio lo eligiese como protagonista de esta nueva epopeya nacional cuya frase más aplaudida por los romanos ha sido siempre la del viejo Anquises (hijo de Eneas), que, al final del libro VI, idealizó el destino de Roma:

Tu regere imperio populos, Romane, memento

(hae tibi erunt artes), pacisque imponere morem,

parcere subiectis et debellare superbos.

Romano, recuerda que tienes poder para gobernar los pueblos:

(estos serán tus fines), imponer el orden en la paz,

respetar al sometido y derribar al soberbio.

Hispania y África durante el Alto Imperio

Tras Augusto llegarán una serie de gobernantes que lograrán mantener cierta paz en el imperio y dejarán casi intactas sus reformas: como la implantación de la Guardia Pretoriana, las cohortes urbanas —una suerte de policía local—, la red de carreteras, el sistema de correos e incluso las conquistas, que apenas avanzan. Debido a los escasos enfrentamientos, muchos campamentos de invierno de las legiones pasan a ser permanentes y se convierten en puestos de vigilancia de frontera.

El Alto Imperio abarca desde Augusto hasta la llegada de Diocleciano al poder el año 284. Es un periodo en el que la romanización de todos los dominios del imperio está muy avanzada y la ciudadanía romana se extiende a las grandes familias provinciales, hecho impulsado a partir del Edicto de Caracalla en 212, que ya nombra ciudadanos a todos los habitantes libres.

Si en Hispania iniciamos la época imperial tras Augusto divididos en tres provincias y con todo el territorio dominado, en el norte de África, el control total de Roma llegará tras acudir la Legio VIIII Hispana en auxilio del rey Ptolomeo de Mauritania, al que se le había complicado la situación con los númidas y garamantes de Tacfarinas, que llevaban tiempo atacando sus ciudades.

El númida rebelde incluso tenía entre sus filas a varios esclavos huidos de palacio. La rica Mauritania, que exportaba todo tipo de productos agrícolas —especialmente cítricos—, púrpura y muebles de gran calidad, fue defendida por el Senado romano a instancias de la solicitud de ayuda del rey cliente. No obstante, no todos sus súbditos africanos estaban en contra de Ptolomeo, la mayoría eran fieles que agradecían la importancia que tanto él como su padre le daban a sus antepasados númidas, empezando por su abuelo Hiempsal, para los que estableció una especie de culto imperial similar al romano, aunque el más importante del reino fuera al dios Saturno.

Años más tarde, el emperador Calígula48 hizo llamar a Ptolomeo a Roma, donde fue recibido con honores, para más tarde acabar asesinado —también por orden del emperador—. Las causas pudieron ser varias, desde la envidia personal hasta el deseo de controlar su rico reino. El caso es que, a su muerte, Mauritania se levantó en armas contra Roma bajo el mando de Aedemon, un liberto que había servido como esclavo a Ptolomeo. Pero el temor de una dura respuesta de Roma hizo que, poco a poco, sus aliados indígenas, como Sabalus, le abandonaran y declararan la independencia de sus tribus. Mauritania se fraccionó y se convirtió en una serie de reinos gobernados por jefes tribales.

Tuvo que ser Claudio, que sucedió a Calígula tras su asesinato en enero del 41, el que se encargase de apagar la revuelta. Nombró a los generales Cayo Suetonio Paulino y Cneo Hosidio Geta para dirigir la campaña mauritana. Allí comenzaron una guerra que duró 4 años y en la que se luchó entre las montañas del Atlas, las ciudades costeras y los desiertos, donde Sabalus se convirtió en su peor enemigo. Tingis quedó muy dañada durante los combates. Según cuentan, las supersticiones amazigh jugaron una mala pasada al bando de Sabalus, pues creyeron que Geta tenía poderes sobrenaturales, ya que había conseguido convocar el «hechizo» de la lluvia, y no quisieron enfrentarse a él. Luego no hay más escritos sobre Sabalus ni Aedemon, las fuentes como siempre callan cuando Roma pone su caliga49.

Claudio, hizo senatorial la provincia de África y hacia el año 44 reajustó la conflictiva Mauritania. Dividió el reino en dos provincias: Mauritania Tingitana y Mauritania Cesariense, que por los nombres podemos imaginarnos cuales eran sus capitales. La frontera entre las dos fue un viejo conocido: el río Muluya. Destaca en la descripción de estas provincias hecha por Pompoio Mela, famoso geógrafo hispanorromano, la ciudad de Rusgada (Rusadir/Melilla), que desgraciadamente no aguantará el cambio de era. Según los restos arqueológicos, descendieron las importaciones aunque su puerto fuera uno de los más importantes de la Tingitana, como se puede deducir de Itinerario de Antonino Augusto Caracalla, publicado en el siglo III, donde se menciona el fondeadero con una zona de avituallamiento «ubicada en ad tres insulas —las islas Chafarinas— y Russader colonia».

Hispania, cuna de emperadores

El acceso a la ciudadanía de la alta sociedad indígena, plenamente romanizada, propició el ascenso de importantes familias a las más altas esferas. Es el caso de la familia Ulpia-Aelia, una dinastía cuyos lazos de sangre estaban unidos por vía matriarcal y que fue ocultada por la historiografía al sustituir este nombre por el de «dinastía Antonina», pese a que el único Antonino fue el cuarto emperador de esta familia (único de todos de origen no hispano) aunque, ante todo, era de la familia o gens Aelia, por haber contraído matrimonio con una de sus miembros.

¿Cuál es el problema? Pues ni la misma investigadora que ha sacado a la luz la cuestión lo sabe, pero se puede sospechar que para muchos historiadores —modernos, no antiguos— era un problema que los cinco más grandes emperadores del Imperio romano, aquellos que propiciaron «el siglo más feliz de la historia de la humanidad»50 estuvieran vinculados a Hispania, más concretamente a la Bética, y hundieran sus raíces familiares en la Turdetania. Y si a esto le sumas que los lazos eran matriarcales, pues ¿para qué mencionarlo siquiera? Debían cambiarlo.

En España, hace ya unos cuantos años que la arqueóloga Alicia María Canto lucha por implementar y sustituir el nombre de la dinastía, pero tantas galeradas de historia escrita durante decenios son difíciles de cambiar. Como bien dice:

Los historiadores españoles de los siglos XVIII y XIX, o no existían prácticamente, o bien no pudieron calibrar las consecuencias, o no estuvieron tan ágiles para contradecir en su momento esa definición (…)

Lo veo como un fenómeno muy parecido al que acuñó en su día el malhadado y también históricamente —quizá más— poco justo término de Latinoamérica (…)

Es importante exaltar la «romanización de Hispania» pero también hay que defender —y ese es nuestro trabajo— la «hispanización de Roma».

Los emperadores de la gens Aelia fueron:

• Trajano (reinó del 98 al 117). Nacido en Itálica, en el seno de una familia de origen turdetano cuyo padre era miembro de la gens Ulpia, originaria de Hispania, fue el primer «extranjero» en ser emperador por decisión de Nerva ante una grave crisis sucesoria.

• Adriano (reinó del 117 al 138). Sucesor de Trajano y su sobrino segundo, pertenecía a una familia de origen romano asentada en Itálica tras su fundación por Escipión el Africano. Su madre era gadiria.

• Antonino Pío (reinó del 138 al 161). Sucesor de Adriano. La intención de Adriano era dejar el trono en manos de Lucio J. Urso —también de origen hispano— pero cambió de opinión al considerarlo demasiado mayor para el cargo y adoptó a Lucio Elio César que falleció con 36 años y dejó el camino libre a la adopción de Antonino Pío a cambio de ciertas condiciones: aceptar la adopción de Marco Aurelio (de padre hispano) y Lucio Vero (hijo de Lucio Elio), y casarse con Faustina Mayor (hispana y tía de Marco Aurelio).

• Marco Aurelio (reinó del 161 al 169 junto a Lucio Vero, del 169 al 177 en solitario y del 177 al 180 junto a Cómodo). Sucesor de Antonino Pío, su familia estaba asentada en Ucubi (Colonia Claritas Iulia Ucubi, actual Espejo en Córdoba) y emparentada con Trajano. Su tía abuela era la mujer de Adriano y su abuela hija de la sobrina de Trajano. Se casó con Faustina Menor.

• Lucio Vero (reinó junto a Marco Aurelio del 161 al 169). Hijo adoptivo de Adriano. Fue el esposo de Galeria Lucila, hija de Marco Aurelio y Faustina.

• Cómodo (reinó del 180 al 192). Hijo natural de Marco Aurelio, hermano de la mujer de Lucio Vero. Murió víctima de una conspiración que dio paso a un interregno donde se sucedieron dos emperadores que apenas estuvieron meses hasta la llegada de la siguiente dinastía: los Severos. Curiosamente el primero de ellos, Septimio, era de origen africano… entre Hispania y África estaba el imperio en sus mejores momentos.

¿Y cómo pudo ser? ¿Es casualidad? No. A la ecuación de los emperadores hispanos hay que sumarle el poder del Senado y el dinero acumulado por las familias turdetanas a lo largo del tiempo, ayudado por sus hábiles inversiones en fábricas de ladrillo —tenían incluso alguna cerca del Tíber—, junto a los rentables campos de olivos y vides, que se daban bien por la Bética y la Tarraconense. Además, los ingentes recursos mineros repartidos por toda Hispania que debían controlar les facilitaba mucho las cosas.

Los senadores hispanorromanos durante la época Alto Imperial tuvieron los siguientes orígenes: Bética, 108; Tarraconense, 57; Lusitania, 30 y de origen provincial desconocido, 14. Entre el capital y la influencia política, Hispania era capaz de sentar a sus emperadores. Una de las causas de la llegada de hispanos al Senado podríamos encontrarla en la «limpieza» de opositores que realizaron tanto Calígula como Claudio o Nerón. Dejaron huecos que fueron cubiertos con agradecidos homines novi51, mayormente hispanos, como Lucio Licino Sura52 que llegó al Senado durante el reinado de Vespasiano (julio 69-junio 79). Licino era un hombre muy poderoso que ayudó económicamente a Trajano y se aseguró de que Adriano fuera su sucesor. Representa todo un poder en la sombra que bien merecería un análisis detallado.

Durante los reinados de los Aelia también destacaron numerosos africanos a su servicio, como Lusius Quietus, un oficial tan heroico como problemático cuyo padre había servido a Roma durante las guerras contra Aedemon y Sabalus, ganando así la ciudadanía para su familia. Estuvo a las órdenes de Trajano53 como comandante de la caballería maura. Fue nombrado gobernador de Judea en recompensa por sus servicios, pero, a pesar de su nombre, no se pudo «estar quieto»: cuando falleció Trajano trató de usurpar el trono, lo que supuso su condena a muerte y la de sus hombres. Quietus también es conocido por las masacres de judíos durante la rebelión que lleva su nombre —la Guerra de Kitos, del 115 al 117—, de la que luego hablaré algo más. Hubo también importantes juristas africanos como Emilio Papiniano, que inició su cursus honorum bajo Marco Aurelio, y luego formó parte del consejo de Septimio y se encargó de la educación de sus hijos.

Principales campañas en África de los Ulpio-Aelia

Trajano tuvo ciertos problemas en la Cirenaica que se extendieron hacia Oriente y afectaron a Egipto. Precisamente cuando había decidido disminuir la presencia militar en estas provincias para centrarse en la campaña contra los partos. Para acabar con las revueltas, cuyo origen hay que buscarlo en las presiones del emperador hacia los judíos y sus alianzas con los partos, tuvo que retirar el ejército. Como ocurrió con la Guerra de Kitos. Egipto y Cirenaica hubieron de ser controladas por uno de sus mejores hombres: Quinto Marcio Turbón, que tardó algún tiempo en restablecer el orden y luego fue nombrado gobernador de las dos Mauritanias por Adriano, ya emperador.

Adriano viajó por todo su imperio. Visitó en el 122 y luego en el 128 la costa norteafricana. Se presupone que sobre esa época ordenó la construcción de la Fossatum Africae, un limes de estructura similar al del muro que levantó en Britania, en cuanto a uso y a colocación de fuertes en su recorrido. Pero con la diferencia de que lo que hizo aquí fue excavar una serie de fosas que se extendían por más de 750 kilómetros, ubicadas al sur de Cirta, para frenar las incursiones de garamantes, getulos e imazighen en general. Con Antonino Pio servía un gran general africano: Quintus Lollius Urbicus, de origen númida, al que nombró gobernador de Britania. Será uno de los supervisores de la construcción del Muro de Adriano. No tuvo muchas complicaciones en su reinado, apenas algunos disturbios ocurridos en Mauritania Tingitana por no gustar a la población la elección de un gobernador venido del mundo de la política, en vez de nombrar a un procurador del ordo equester.

Marco Aurelio volvió a tener problemas con los partos, dato importante, ya que esa especial atención a Oriente derivaría en una presión en los limes occidentales, concretamente por las poblaciones no sometidas al sur de la Mauritania que incluso llegaron a generar fluctuaciones en las fronteras provinciales. Las tribus de las montañas del Rif —zona que nunca pudo controlar al completo Roma— eran tanto o más peligrosas que los hombres de más allá del Rin.

Su exceso poblacional y la endémica falta de recursos, posiblemente afectados por malas cosechas, les empujaba a realizar incursiones en las ricas provincias mauritanas y más allá. No obstante, otras teorías inciden en que este empuje se produjo debido a la presión de los nómadas saharianos. Sea como fuere, sorprendentemente, los problemas llegaron por mar, en el año 169. Una serie de incursiones de piratas mauros asaltaron las costas de la Bética; concretamente se sabe que atacaron Itálica y pudieron haber tomado Singilia Barba (zona de Antequera), ya en el interior.

Esta incursión podría ser la primera registrada que las tribus mauras realizaron sin haber sido llamadas por ninguna autoridad, como había sucedido hasta entonces. Según algunas investigaciones, pudieron desembarcar en dos oleadas que salieron de la desembocadura del Muluya, una llegó a Malaca, desde donde accedió a Singila Barba con nocturnidad, y otra a la bahía de Algeciras. La gravedad fue tal, que hubo que enviar tropas veteranas para liberar las ciudades y se llegó a perseguir a los supervivientes por la Tingitana.

Esta razia no sería la última, puesto que hay constancia de otros movimientos pocos años después y de otra incursión contra las costas béticas en tiempos se Septimio Severo. Aunque choque, estos sucesos muestran las intensas relaciones entre las dos orillas en época romana.

Por su parte, Lucio Vero, gobernando conjuntamente con Marco Aurelio, obtuvo varias victorias contra los partos y erigió en Oea (Trípoli actual) el conocido Arco de Marco Aurelio (163-165) para su conmemoración. Cómodo también dejó en el 192 su particular impronta en África, al renombrar a la flota de transporte de grano como Alexandria Commodiana Togata.

La VII Gemina y África

Según las epigrafías conservadas y algunos textos, no fueron muchos los africanos que sirvieron en la legión afincada en Hispania, y en su mayor parte a partir del siglo II. No obstante, los africanos sí fueron reclutados en un porcentaje mayor al del resto de provincias del imperio para realizar su servicio militar en la VII Gemina. Esta presencia no es más que una muestra más de la conexión de ambos territorios, como las operaciones militares de las unidades hispanas en la zona. La creación y asentamiento —en el siglo II— de la Legio III Augusta en la zona de Numidia varió un poco el servicio de los africanos, pero la legión de África no fue suficiente para controlar la zona.

Las tribus nómadas africanas, de las que poco se habla, eran tan agresivas como cualquier pueblo situados fuera de los limes imperiales. Como sabemos, Augusto, reorganizó las provincias en función de varios criterios, uno de ellos fue el militar. Si ya no necesitaban tropas para defender los intereses de Roma (provincias inermes) dependían del Senado, si era al contrario, las gobernaban legados dependientes directamente del emperador. Esto no debió aplicarse bien en las provincias del África oriental, ya que a pesar de ser provincias fronterizas estuvieron mucho tiempo bajo control senatorial; en cambio, las Mauritanias permanecieron bajo administración imperial. Pero el asentamiento de la III Augusta en Ammaedara y las reformas de Diocleciano variaron el tablero africano.

La presencia de una legión modificaba el reclutamiento y generaba una dependencia nativa directa de los miles de hombres allí asentados —y también a la inversa—, por eso cada vez que las conquistas en África obligaban a cambiar el campamento, la legión arrastraba consigo a civiles que se asentaban alrededor de la nueva base. El último asentamiento conocido de la III Augusta fue Theveste; otro de los principales fue el de Lambaesis, Numidia, donde coincidió con unidades de la VII Gemina llegadas de Hispania.

Al hablar ahora de la zona occidental, de las dos Mauritanias, el esquema es algo diferente, sus ciudades costeras estaban muy romanizadas y apenas necesitaban control militar debido a su antigua pertenencia al círculo del Estrecho, lo que garantizaba un alto grado de civilización. Pero Roma no se conformaba solo con la franja costera y continuó su expansión hacia el interior fundando colonias para sus veteranos y arrebatando tierras fértiles a las tribus nómadas, causa principal de las revueltas indígenas mauras.

Desde Hispania se enviaron en muchísimas ocasiones tropas para sofocar rebeliones mauras. Resulta bastante curioso que al disponer en este territorio de una legión permanente, los encargados de la seguridad de la Tingitana y Cesariense salieran del actual León, con el futuro emperador Trajano a la cabeza en alguna que otra campaña54. La documentación que conservamos para analizar las operaciones de la VII Gemina, así como los efectivos de la misma desplegados en tierras africanas es muy escasa y apenas se ha tratado; no obstante, la epigrafía y los restos arqueológicos son abundantes y permiten establecer una cronología precisa sobre sus campañas.

El mayor envío de estas unidades hispanas a África se realizó entre los mandatos de Vespasiano y Septimio Severo y fue a tierras númidas, para hacer fuerte el núcleo de la antigua Cartago, de gran interés estratégico. Aunque ya se habían enviado tropas desde el asentamiento de la legión al noroeste de Hispania desde Tarraco, donde estaba por entonces gran parte del contingente hispano. De esta época tan temprana (siglo I) tenemos dos tumbas en el cementerio de oficiales de la III Augusta de Lambaesis, pertenecientes a la Gemina55. También hay mucha presencia epigráfica temprana en la capital de la Proconsularis, que se intercala con textos también de la III Augusta, lo que indica una relación entre ambas legiones. Posiblemente operaron juntas en lo militar y lo administrativo, aunque seguramente más como un regimiento de ingenieros, dedicadas a construir fuertes y mejorar las defensas de los limes, al menos durante buena parte del siglo II. Como sabemos, el ejército romano, no solamente se dedicaba a la guerra.

Durante las revueltas de Kitos la III Augusta fue comisionada al campo de batalla, y gran parte de la VII Gemina pasó a ocuparse de los limes númidas desde Lambaesi. Al finalizar el conflicto parece que la Augusta recuperó su puesto y se encargó también de labores en la Cesariensis, pero apoyada por miembros del ala II Flavia Hispanorum civium Romanorum, su unidad auxiliar.

El haberse localizado en la zona las tumbas de unos seis centuriones hispanos, además de otras tantas de soldados rasos, confirmaría que su presencia tuvo que ser considerable. Y no solamente vexillatio, sino que también pasaron destinados a la III Augusta llegando a ocupar puestos de centurión Lucius Mantius Hispanus, de innegable origen como se puede leer, y muchos otros soldados indicando un trasvase de efectivos, habitualmente de manera temporal. Eso sí, el envío de tropas hispanas a estos puntos estratégicos africanos ocurrió en gran parte en época de la gens de origen hispana Ulpio-Aelia. Por ejemplo, durante las campañas de Marco Aurelio contra los mauros tanto en la Bética como en la Tingitana.

África, el relevo de Hispania en el poder

Hemos visto como una familia de raíces hispanas estaba en lo más alto del Imperio romano, y como, tras la muerte de su último representante, cedió el poder a un africano: Septimio Severo (193 a 211), de padre amazigh (Publio Septimio Geta) entroncado a su vez con la nobleza púnica de Leptis Magna (provincia de África), algo muy similar a las rica familias turdetanas. La aparición del primer emperador africano, del que se decía era «la venganza de Aníbal» por sus ancestros y seguramente por su séquito, prácticamente compuesto por africanos y algún sirio, sorprendió a todos, pero una serie de acertadas reformas evitó que el Imperio se sumiese en el caos.

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Reorganizó a la peligrosa Guardia Pretoriana tras ver cómo colocaba a Didio Juliano, también de origen africano y procónsul de África, en el trono —previo pago— y asesinaba a su predecesor Pertinax —procónsul también de África—, cambiándola por sus fieles legionarios de Panonia. Finalizó con éxito su campaña contra los partos y se hizo con un portentoso botín. Estableció una serie de medidas para mejorar la vida del soldado con aumento de salarios y mejora de la intendencia y la logística de suministros, fundó academias militares y creó tres nuevas legiones móviles, además de impulsar la creación de las auxilia provinciales compuestas por germanos.

Las acciones políticas de Septimio en África también fueron bastante interesantes: dio a Egipto derecho a tener instituciones propias y estableció la provincia de Numidia (año 200), gobernada por un procurador imperial, separándola del África Proconsularis. También otorgó el sobrenombre de Pia Vindex (Leal y Vengadora) a la Legio III Augusta, la legión destinada en Lambaesis, bastión contra los ataques de las tribus imazighen. El emperador también lanzó sus campañas contra los garamantes, tomando Garama en el 203. Tras su muerte los garamantes anularon sus tratados diplomáticos con Roma, pero mantuvieron los comerciales.

Para asegurar que la sucesión quedase entre su familia y su gente —como hacían antes los hispanos—, organizó el matrimonio de su hijo Caracalla con la hija de Cayo Fulvio Plauciano, primo del emperador y originario de Leptis Magna. Pero al ser Fulvio acusado de traición, se ordenó su ejecución y el exilio de toda su familia.

Sus herederos, Caracalla y Geta, no mantuvieron una buena relación fraternal. Ni siquiera su educador, Emilio Papiniano, pudo controlar a Caracalla, que no quiso compartir el trono y primero asesinó a su hermano, y luego a él. Caracalla recuperó la «vieja tradición» de las ejecuciones masivas y eliminó a cerca de 20 000 personas más. Luego se fue de Roma para no regresar jamás. El resto de su vida lo pasó en campañas militares en las fronteras, hasta que fue asesinado en una marcha por Mesopotamia. Entre las pocas reformas que se recuerdan sobre la administración de Hispania, está la escisión —efímera y que apenas consta en los mapas— de una nueva provincia de la Tarraconense, que luego será Gallaecia, a la que llamó Hispania Nova Citerior Antoniniana.

Sucedió a Caracalla otro africano, oriundo de Cesarea, la gran capital de Juba II. Marco Opelio Macrino, estuvo involucrado en la muerte del anterior emperador y fue elegido por sus soldados. Tras una serie de batallas en las que ya estaba envuelta Roma por las políticas de Caracalla, negoció una paz con los partos pagada con parte del sueldo de los legionarios.

Eso no gustó mucho, y generó una serie de sucesos, nombramientos de emperadores y deserciones, que terminaron hacia mayo del 218, cuando apareció un tal Vario Avito Bassiano (Heliogábalo) que decía ser el heredero legal de Caracacalla. Se crearon dos bandos, y el de Heligábalo que, por cierto, tenía 14 años, salió vencedor. No duró mucho tampoco, unos 4 años, fueron asesinados él y su madre. Le sucedió su primo, Alejandro Severo, que duró algo más, unos 13 años, pero su final fue el mismo: murió asesinado junto a su madre tras un complot militar. Roma era así. Y así se sumió en la anarquía. Comenzó la conocida como crisis del siglo III.

Religiones en la época del Alto Imperio

El culto al divino Augusto se implantó y permaneció hasta que la religión oficial se cambió por el cristianismo, ya en tiempos de Teodosio I, en el siglo IV. El culto imperial era totalmente compatible con el resto. Es más, se fomentaba eso. La forma de vivir la religión, los rituales y la tradición, hundían sus raíces en los confines de la expansión mediterránea desde Oriente. Una suma de cultos religiosos locales sincretizados con foráneos, que Roma, con sus caminos físicos e intelectuales, expandió a lo largo del resto de territorios. Así ocurrió también con el judaísmo y con el cristianismo, cuya visión del mundo chocó de manera frontal con la pagana. En esencia, muchas cosas son lo mismo, aunque les cambies el nombre, como el caso de los dioses locales y los domésticos.

En África, la fusión cultural derivó en una interpretación particular de los antiguos ritos libiofenicios, muy influenciados por Egipto y por la tradición de los pueblos nativos. El gran favorecido fue Saturno, convertido en el gran dios africano. Hagamos el paralelismo: Saturno, devorador de sus hijos, es lo más parecido al antiguo dios púnico Baal al que —supuestamente— se le hacían sacrificios humanos, sobre todo de niños, en el polémico Tofet56 de Cartago.

Este supuesto sacrificio sería conocido como Mlk que los hebreos confundirán con un dios (Moloch), lo que dejó una distorsionada versión en la Biblia, que todavía hoy causa controversia en la historiografía. Si durante el Imperio se recuperaron estas prácticas rituales nos es desconocido, ya que las fuentes que conservamos tienen claras intenciones político-religiosas, al encontrarnos en medio de la batalla intelectual entre religiones monoteístas y politeístas; por ejemplo, Quinto Septimio Florente Tertuliano (160-220), padre de la iglesia nacido en Cartago, escribía así de sus paisanos:

Los niños eran sacrificados públicamente a Saturno, en África, hasta el proconsulado de Tiberio, quien hizo exponer a los propios sacerdotes de ese dios, atados vivos a los árboles de su templo, que cubrían los crímenes de su sombra: Juro por mi padre, quien, como soldado, ejecutó esta orden del procónsul. Pero, aún hoy en día, ese sacrificio criminal sigue en secreto57.

Se trata de un relato, no de primera mano, sino de algo que su padre le contó cuando era centurión en la provincia de África. Investigaciones arqueológicas en la colina de Byrsa, y en otras necrópolis púnicas, confirman que los enterramientos infantiles son residuales y por inhumación; más del 90 % son de adultos. Esto es reflejo del trato diferencial que se le daba a los adultos y a los niños, tal y como sucedió durante tantos siglos con los niños no bautizados o los protestantes, a los que se les negaba ser enterrados cementerios católicos. Posiblemente los tofets eran lugares de enterramiento infantil —al no haberse ganado su lugar entre la ciudadanía—, más que de sacrificio.

Este tipo de enterramiento infantil tendría un paralelismo en Hispania, siglos después, y con conexión africana. Un monje llamado Donato oriundo, posiblemente de Numidia, se trasladó junto a otros 70 monjes al reino visigodo de Toledo cuando su patria fue invadida por los vándalos y fundó un monasterio servitano en las afueras de la ciudad de Ercávica, otrora fuerte oppidum celtibérico y a partir de Augusto muy romanizada. A su muerte, cerca del año 584, alrededor de su sepulcro comenzaron a excavarse en la roca tumbas infantiles. No es un hecho aislado, San Pedro de Rocas, en Orense (también del siglo VI), o Las Gobas de Laño, en Burgos (aproximadamente de la misma fecha), presentan características y orígenes muy similares. Pero volvamos a nuestra línea temporal, al periodo Alto Imperial, ya completaré esta historia más adelante.

Teníamos a Saturno como supremo dios africano, que convivía a la perfección con el culto al emperador y el cristianismo, muy pujante en la zona. Los cristianos tenían una fuerte presencia hacia el año 180 y eran famosos por su intransigencia ante los diferentes cultos del Imperio. Durante el reinado de Septimio Severo se aplicaron los castigos correspondientes para los que se negaban a realizar los rituales fundamentales de todo romano, tanto civiles como militares, ya que los cristianos no querían servir en las legiones. Así, hubo ejecuciones de cristianos en Alejandría (Egipto), Madaura (Numidia) y en muchas otros lugares. Los cristianos fueron perseguidos por varios emperadores al considerar que debilitaban su poder. Fue así de manera intermitente hasta el edicto de Galerio del 311 y la ratificación en el 313 (Edicto de Milán) de Constantino y Licinio, en el que se establecía la libertad de religión.

Los judíos también generaron muchos problemas en África, no sin razón. Roma había arrasado Jerusalén el año 70 y saqueado su templo, había derrotado la resistencia de Masada y reducido a muchos de sus correligionarios a la esclavitud. Y los hebreos, si algo tienen, es memoria, pues todo lo escriben y todo lo recuerdan, por lo que era cuestión de tiempo que estallara una nueva revuelta en los dominios romanos. Comenzó cuando Trajano se dispuso a terminar su campaña contra los partos el año 113. Fue la Guerra de Kitos ya citada, que supuso también un alzamiento de los barrios hebreos de las urbes de la Cirenaica y Egipto. La insurrección las destrozó; incluso se profanaron tumbas como la de Pompeyo. Tras una sangrienta pacificación, los bienes y propiedades de las comunidades judías fueron puestos a disposición del Estado, como resarcimiento, a fin de utilizarlos para financiar la reparación de los daños.

Para evitar futuros problemas, Adriano permitió la reconstrucción del Templo de Jerusalén, pero también se le ocurrió establecer una legión (por si acaso) y fundar una colonia romana en Jerusalén con el nombre de Aelia Capitolina —ya conocemos de donde deriva ese nombre—, lo que llevó a un tercer levantamiento del año 132 al 135, la rebelión de Bar Kojba. Tras ella, la identidad judía fue perseguida, se prohibió la Torá, se ejecutó a rabinos y se quemaron muchos de sus rollos sagrados. La provincia de Judea se eliminó y se fusionó con Siria-Palestina. Aelia Capitolina prohibió su entrada a los judíos. Muchos se vieron forzados a emigrar a otras provincias imperiales donde existían comunidades hebreas desde el siglo VII a. C.

En las regiones de Hispania, la tolerancia al politeísmo y la forma de entender el culto religioso de Roma, encajó muy bien entre ambas partes. Los romanos, al igual que los griegos, no tenían ninguna duda de que todos los pueblos se dirigían a los mismos dioses, solo que cada uno le ponía un nombre diferente. La mayoría de las veces era fácil reconocerlos, lo que permitía asimilarlos y sincretizarlos. Ya se vio en la cultura púnica, que se fusionó con la iconografía egipcia y asimiló incluso cultos griegos. Así, el dios cántabro Taranis y el dios celtíbero Candamius fueron sincretizados con Júpiter/Zeus; también el celtíbero Netón, adorado en la Turdetania, fue asimilado a Marte. En el caso de que la deidad no se pudiese encuadrar dentro de ninguno de sus dioses o ninfas y genios, no había problema, se asimilaba a su panteón como ocurrió con la famosísima diosa Epona, muy extendida entre la caballería celta y romana.

El culto a Isis, en Hispania, tuvo su auge entre los siglos I y III de nuestra era. Hay abundantes evidencias que así lo atestiguan. Tenemos, por ejemplo, el templo levantado en Cartagonova en el siglo I. Era una religión mistérica, muy extendida por el Mediterráneo, en cuyo sacerdocio tenían un papel fundamental las mujeres de los núcleos urbanos. Se suele creer que el culto a esta diosa egipcia fue cambiando por el de Juno/Hera (hija de Saturno), diosas que quizás, con el auge romano, cumplían más su función de proyección social.

Los cultos egipcios en Hispania aparecieron con fuerza en su variante helenística, no en su forma tradicional que hoy conocemos gracias a la mitología, y desaparecieron paulatinamente en poco tiempo. No necesariamente se pudo deber a la entrada de las corrientes monoteístas, sino que cumplieron su función en una época y fueron sustituidos por otros similares.

Las religiones monoteístas, judaísmo y cristianismo, entraron en Hispania en tiempos del Imperio romano. Obvio en el caso del cristianismo, que no existía, pero controvertido en el caso hebreo, que siempre ha tratado de ligar su presencia en la Península a la llegada fenicia. Aunque no hay evidencias arqueológicas de presencia hebrea antes del siglo IV, hagamos memoria y recordemos que, en sus libros, a la par que hablan de Salomón hablan de Tarteso, lo que evidencia una posible relación comercial entre ambos territorios (Tarteso-reino de Israel). No se conoce la fecha concreta de la creación de las primeras comunidades judías en Hispania, pero basándose en las cartas que Pablo de Tarso escribió, donde informaba de la intención de realizar un viaje por Hispania tras predicar en Roma, podrían existir ya en el siglo I.

La primera mención escrita sobre comunidades judías en Hispania es una serie de prohibiciones que toman los cristianos en el Concilio de Elvira58, en el siglo IV, tras el Edicto de Milán, para frenar su expansión, ya que ambos grupos religiosos chocaban en la mayoría de provincias por su activo proselitismo. Entre las prohibiciones estaba la de los matrimonios mixtos, sentarse en una misma mesa, cometer adulterio con una mujer judía… a fin de cuentas, la intención era aislar a los judíos, que solían vivir en barrios adaptados para su forma de vida según la ley de Moisés y, de paso, sentar las bases para seguir un camino propio.

Si la presencia de judíos es difícil de rastrear en Hispania, el boato historiográfico que rodea la historia del cristianismo hace muy complejo definir su inicio. Muchos aseguran que Pablo de Tarso hizo sus primeras conversiones en Tarragona, pero su llegada a nuestras costas es imposible de verificar. Se habla también de la llegada de los «siete varones apostólicos» enviados por san Pedro, que morirían martirizados tras disgregarse por la península para predicar. Según los relatos, antes de separarse, lograron la conversión de la ciudad de Guadix (Acci por entonces) tras un milagro.

Otra versión, mucho más plausible, es que el cristianismo entrase en Hispania a través de África, por medio de los soldados de la Legio VII Gemina, «fundadora» junto a la Legio VI Victrix del actual León. Habrían traído la nueva religión desde las crecientes comunidades cristianas norteafricanas. Las similitudes son muchas, como la distribución de los espacios litúrgicos (esquema sanctuarium-martyrium-baptisterium) o el origen de varios de los primeros mártires hispanos59, entre otros, los hermanos san Emeterio y san Celedonio (legionarios procedentes de África), san Marcelo (centurión de la VII Gémina), san Félix el Africano (martirizado en Gerona) y san Cucufato (nacido en Cartago).

En resumen, en época imperial, África era un polvorín religioso del que salían disparadas hacia Hispania ideas y dogmas, especialmente relacionadas con el cristianismo, que no cesó a pesar de las persecuciones y los martirios.

Relaciones comerciales hispanoafricanas

Si en tiempos de los gadirios el Mediterráneo occidental parecía la autovía de acceso a una gran ciudad, dejó de serlo cuando Roma monopolizó los mejores productos del imperio, promulgó las leyes agrarias y controló las exportaciones marítimas. Los honores en las ciudades comerciales hispanas a los reyes africanos, como los rendidos por Cartagonova a Juba II y a su hijo Ptolomeo al nombrarlos patronos de la ciudad y acuñar monedas con sus epigrafías, quedaron como cosas del pasado.

El intercambio comercial entre Hispania y los puertos africanos descendió. Ni siquiera se buscaban los productos de la Bética, tan demandados en otros tiempos por los pueblos de la Tingitana. En ambas provincias ya se obtenían casi los mismos productos, tenían parámetros de explotación económica paralelos y generaban excedentes en la propia Roma, su mercado principal.

A pesar de ello, la relación entre los principales puertos era constante. Gades, Baelo, Carteia, Cartagonova y Malaca, en Hispania, y Lixus, Tingis, Septem y Rusadir, en África. Pero ahora, en vez del trueque, había que introducir los productos en el mercado imperial, por eso, de entre las dos regiones, la Bética será la principal. Sus puertos y potentes flotas comerciales permitirán una mejor conexión con los mercados mediterráneos.

Será una época en la que los hispanos se conviertan en el grupo foráneo más numeroso en las urbes de las provincias africanas; bien familias de comerciantes que trataban de impulsar sus negocios en la zona, para alcanzar los éxitos de sus antepasados o simples enlaces logísticos que realizaban labores consignatarias de flotas hispanas.

Toda Hispania y el Norte de África estaban finalmente gobernadas por un mismo ente político: el Imperio romano. Ambas orillas, en las que la romanización había sido generalmente bien recibida y penetrado de manera intensa, tenían una forma muy similar de ver la vida. Después de todo, sus culturas nativas provenían de un mismo tronco y, a pesar de las diferencias generadas con los años, la llegada de los fenicios volvió a conectarlas.

Producían y demandaban productos muy similares, sus comerciantes y artesanos vivían de forma indiferente en Hispania o en la costa africana, los puertos estaban casi hermanados y unos eran referencias de los otros para los navegantes de Oriente. Sus dioses habían sido los mismos por influencia púnica y Roma los había sincretizado con facilidad. Sus formas de hacer la guerra a caballo hacían que formasen parte de las mismas unidades, tanto mercenarias como luego encuadradas en las legiones.

Toda esta cercanía en pensamiento, sociología e intercambio de habitantes desde tiempos púnicos, facilitó la penetración en Hispania de los dogmas del cristianismo africano. Quizás, los más cercanos fueron los habitantes de la Bética y los de la Tingitana, poseedores ambos de cada una de las columnas que —no separaban— sino unían nuestras costas. Pero se acercaba un periodo turbulento. Los bárbaros del norte y los bereberes del sur —curiosamente ambas palabras significan lo mismo—, iban a desestabilizar un imperio cuyos cimientos estaban ya muy desgastados. Llegaban otros tiempos, oscuros quizás, pero no hay que olvidar que toda oscuridad se disipa con un nuevo amanecer.