8

Aunque el huevón de Olsen piense que son leyendas, me han disparado, con esta, cuatro jodidas veces en lo que llevo de vida. CUATRO. En total, fueron siete disparos y solo me atinaron tres. No sé si alguien más en este mundo, descontando al putísimo Toba, haya sobrevivido a tanto. La primera bala la recibí en 1984. Ciro, Toba (quién sino) y yo, después de vaciar dos botellas de ron en la plaza, íbamos rumbo a los bares del muelle en busca de algún mecenas. De repente Toba se detuvo frente a la puerta de cristal de un banco y empezó a putear al celador que estaba dentro. El celador hizo gestos de que siguiéramos nuestro camino, pero Toba insistió en su arenga:

—Puto esclavo de la oligarquía—gritaba—. Vales verga. ¡No police, no police!

El celador, con aire amenazador, se acercó a la puerta. Toba le lanzó escupitajos que resbalaron por el vidrio y siguió insultándolo. Lo agarré del brazo y lo obligué a avanzar. Ciro me ayudó jalándolo del otro brazo. Cuando llegamos a la altura de la torre del Reloj, sentimos su voz:

—Ey, flaco hijueputa. Ven a bravear ahora.

Nos giramos. Era el celador y nos apuntaba con su pistola. Toba volvió a la carga.

¡No police, no police!

—La sieteleches de tu madre será policía —dijo el celador acercándose—. Te crees muy duro, ¿eh?

Toba intentó patearlo y él retrocedió. Abracé a Toba.

—Está borracho —dije.

Toba se zafó de mí y trató de golpearlo con los puños. Él dio un paso atrás y disparó al piso. Los curiosos que seguían la escena se dispersaron al instante. Ciro sujetaba a Toba. De la nada aparecieron Diego, Pin y Alonso.

—¿Qué pasa? —preguntó Diego.

—Estás sangrando, Rep —dijo Alonso señalando mi pierna izquierda.

Miré. El pantalón, a la altura del tobillo, estaba manchado de sangre, y también el zapato.

—Ese malparido le disparó —dijo Toba.

—¿Quién? —preguntó Diego mirando en derredor.

Mientras hablábamos, el celador se había ido. Me senté en el piso y alcé el pantalón para ver la herida. Estaba un poco más arriba del tobillo. Me quité la sangre con la mano y vi el agujero del tamaño de una moneda con el borde calcinado. Sentí un fuerte ardor.

—Es un balazo —dijo Pin.

—Gracias, genio —replicó Toba—. Un puto policía le disparó.

—Fue un celador —dijo Ciro.

Apreté la herida intentando parar la sangre. Alonso fue a buscar un taxi. Ciro y Diego me ayudaron a levantar. Me apoyé en ellos y caminamos hacia el taxi. En el hospital me sacaron la bala. El médico me mostró aquel oscuro fragmento.

—Está deforme porque debió rebotar contra el piso antes de impactarte—explicó risueño—. Si el rebote no le quita velocidad te deja cojo de por vida.

Hell, al enterarse de los hechos, no denunció al celador sino que usó sus conocimientos en la materia para extorsionarlo. Este, al salir del banco para perseguirnos, no solo había abandonado el puesto y disparado a un inocente estudiante de medicina, sino violado diversas leyes del Código Civil. Si Hell lo denunciaba, además de perder su empleo, corría el riesgo de terminar en la cárcel. Por unos meses, ese celador fue nuestro medio de subsistencia.

Ocho años más tarde me dispararon en Bogotá, y de todas es mi balacera favorita por varias razones: ocurrió en un ambiente que más putamente rock es imposible. El lío, que desembocó con aquel energúmeno disparándome tres veces sin acertar ninguna, por una vez lo inicié yo. La causa del embrollo no fueron chicas ni apestosos sentimientos y, para mayor gozo, después de sortear la muerte improvisando una elegante finta logré, apoyado por Ciro y Diego, desarmar al desgraciado troglodita que a punto estuvo de ser linchado por enardecidos guerreros embutidos en cuero. La trifulca estalló en un bar y terminó por las calles de Chapinero. Nosotros (La Cúpula en pleno) habíamos viajado el 26 de noviembre de 1992 en un piojoso autobús rumbo al altiplano cundiboyacense. Desde el nivel del mar y el calor inhumano de Ciudad Inmóvil hasta la fría y lluviosa capital del país, despatarrada a casi tres mil metros de altura en una lúgubre meseta sin Dios ni ley. Para llegar allí, atravesamos una infernal sucesión de pueblos andrajosos a lado y lado de carreteras polvorientas o asfaltadas con física mierda, pueblitos al borde de precipicios en medio de una jungla con picos de humedad del mil por ciento. Y, por supuesto, cada tanto pútridos retenes de famélicos guerrilleros, menesterosos soldados y febriles paramilitares, casi todos niños y adolescentes sin más ideología que el hambre y la desesperación, abocados al estúpido devenir de una guerra que no comprendían y de la que no podían escapar. Chicos de nuestra edad, cuyos ojos no albergaban ninguna ilusión o fantasía, nos bajaban del desharrapado autobús, revisaban nuestros documentos, nos tenían algunos minutos a la intemperie y luego nos dejaban seguir. Y se quedaban allí, en la profundidad del monte, mientras nosotros nos aproximábamos hora tras hora al grande sueño. Dentro de los zapatos cada cual llevaba, envueltos en papel aluminio para que la humedad no los destruyera, su rollito de billetes. La selva y sus chicos armados hasta los dientes eran el pasado remoto del país de mierda porque un rutilante futuro nos esperaba en Bogotá y se llamaba Use Your Illusion. Se llamaba Guns N’ Roses. Se llamaba Axl Rose, Slash y Duff McKagan. Sí, finalmente podríamos bailar a nuestro ritmo sobre el culo mohoso de García Márquez y su cara de chácara y celebrar algo de verdad extraordinario en el país de cagones donde nos tocó nacer. La llegada de la banda más áspera del mundo en ese momento superaba con creces cualquier experiencia vivida antes.

El 27 de noviembre, Guns N’ Roses aterrizó en Bogotá y nosotros bajamos cansados, adoloridos y pletóricos del autobús. De la estación fuimos directamente a acampar en las afueras del estadio de fútbol que acogería el concierto, no podíamos malgastar el dinero ahorrado en hoteluchos sino en necesidades apremiantes. Otros cientos de chicos y chicas, venidos de parajes distantes, ya estaban allí con sus tiendas, y el humo de la marihuana formaba densas nubes en el cielo eternamente roto de Bogotá. Resistimos el frío, el hambre y el sueño a punta de alcohol y ácidos. El 29 entramos, dando codazos por doquier, al estadio. Frente a nosotros se alzaba la tarima donde los dioses del rock le darían lustre a un país que entonces no existía en el sagrado mapa del rock universal, pero esa es otra larga historia que ya contaré en su magnitud iracunda y espectral. El punto es que después del concierto nos unimos a una horda para conquistar la madrugada bogotana y en un bar metalero de la 57 con 13 tuvimos primero un rifirrafe con unos paisas fanfarrones que no pasó a mayores y luego apareció aquel grupo de guajiros amenazando con destruir el bar si no cambiaban la música. El DJ, con gentileza, les explicó que estaban en un bar de heavy metal y que la zona del vallenato y la cumbia quedaba dos cuadras más abajo. Y aquellos batracios, en vez de dar las gracias e irse pitando a su puta corraleja, acuellaron al DJ y le exigieron poner sus arcaicos sonsonetes. A esa altura, encaré al gordo que parecía ser el jefe de la gavilla:

—Ey, Porky. ¿Dónde dejaste el bozal?

Uno de sus secuaces intervino.

—¿Y a ti quién te llamo, perro infeliz?

Enseguida, el resto de los guajiros me rodeó, creyéndome solo.

—O se van a su charco o serán dolores —dije.

Ellos rieron y se miraron incrédulos.

—Te vamos a partir el jopo, maricón.

—Quiero ver eso —dijo Diego acercándose, seguido por el resto de La Cúpula.

Los guajiros, que eran cuatro enanos fantoches vestidos de satín, cambiaron su actitud hostil por sonrisas inciertas. Uno de ellos le habló al jefe al oído y luego los cuatro desfilaron hacia la salida. El DJ le pidió al barman ofrecernos una ronda por cuenta de la casa. Diez minutos más tarde, el batracio jefe volvió a irrumpir en el bar y sin mediar palabra me disparó tres veces. Mientras disparaba, me abalancé sobre él y rodamos por el piso. Intentó disparar por cuarta vez, pero Ciro le pateó la mano armada y la pistola fue a parar bajo una mesa. Diego la agarró y se la pasó al barman. Me levanté y dejé que él se levantara. Un chico alto lo pateó en el culo y otro le dio un puñetazo en la cara. El batracio retrocedió hacia la salida, lloriqueando y suplicando piedad. Otros clientes lo estaban golpeando. Él logró salir del bar y atravesó la avenida. Del otro lado estaba su séquito. Toba corrió hacia ellos y nosotros tras Toba. En ese momento caí en cuenta que me habían disparado tres veces y no tenía ni un rasguño, justo como Wyatt Earp. Alcancé a Toba y pasé de largo. Me sentí fuerte e invulnerable. Los guajiros corrían como ratas bajo la llovizna.